En el mercado de la plaza se vendía carne que ningún ganadero reconocía. Cortes demasiado tiernos para resura, fibras demasiado finas para cordero andino y un sabor que los compradores describían como inolvidable, casi dulce, casi humano. El carnicero se llamaba Baltazar Huanca. Vivía solo en una casa de adobe, al borde del pueblo, con las ventanas siempre cerradas y la puerta reforzada con tablones de eucalipto. Nadie sabía de dónde traía la mercancía.

Nadie preguntaba demasiado. Era 1897. El hambre no pedía certificados.  La historia oficial comienza el 14 de marzo de 1897 cuando el párroco Teófilo Sarmiento redactó una carta dirigida al obispado de Puno.

En ella advertía sobre una perturbación moral grave en el mercado de Azángaro. La carta nunca fue respondida, pero una copia manuscrita sobrevivió en el archivo parroquial escondida entre registros de defunciones infantiles. El padre Sarmiento escribió, “Los fieles acuden a misa con un peso extraño en la mirada. Algunos han confesado un sueño repetido, cenar con sus hijos muertos.

Al despertar sienten el sabor a carne en la boca. He preguntado qué compran en el mercado. Todos callan, pero sé que compran a Huanca.” Baltazar Huanca era viudo desde hacía 11 años. Su esposa Jacinta había muerto en el parto de su quinto hijo. Los niños también murieron. Uno tras otro, en un lapso de 3 meses, fiebre alta, convulsiones, vómito negro. El médico rural nunca encontró causa.

Después del último entierro, Huanca cerró su taller de curtiembre y desapareció de la vida pública durante 2 años. Cuando regresó, abrió una carnicería. No tenía animales, no compraba reces en las ferias y, sin embargo, cada sábado traía carne fresca envuelta en lienzo blanco. La primera sospecha vino de una mujer, Felipa Quispe, la bandera del río, declaró ante el alguacil en abril de 1897.

Vi a Huanca sacar algo del pozo de su casa. Envuelto en tela, atado con cuerda de cáñamo, lo puso en una carreta y lo cubrió con mantas. Cuando pasó junto a mí, el bulto goteaba. No era agua, era más espeso. El alguacil de Metrio, Cáceres anotó el testimonio, pero no actuó. Según su propio informe, archivado en el juzgado del AMPA, consideró que la mujer sufría de nervios y supersticiones propias de su clase.

Pero en mayo un niño desapareció. Se llamaba Isidro Condori. Tenía 7 años. Su madre lo envió a buscar leña al eucaliptal. No regresó. El pueblo organizó rastreos durante 5co días. Encontraron su manta junto al camino que llevaba a la casa de Huanca. Nadie se atrevió a tocar su puerta. Esa misma semana, Huanca apareció en el mercado con un corte nuevo. Lo llamó lomo especial.

Estaba perfectamente limpio, sin grasa visible, rosado como piel recién lavada. Lo vendió a tres familias. Una de ellas era la del alcalde. 10 días después desapareció otra niña, Agripina Mamani. 9 años camino a la escuela. Su hermano menor declaró haberla visto hablando con un hombre alto, vestido de negro, que le ofrecía caramelos de miel. El alguacil interrogó a Huanca.

Este respondió con calma, “Yo no salgo de mi casa más que los sábados. No hablo con niños, no tengo caramelos, no había pruebas.” El caso se cerró como extravío por negligencia familiar, pero el pueblo comenzó a murmurar. Las mujeres dejaron de comprarle. Los hombres evitaban mirarlo. Los niños cruzaban la calle cuando él pasaba. Huanka dejó de ir al mercado.

Empezó a vender desde su casa por la puerta trasera solo al anochecer. Y sin embargo, algunos seguían comprando. El cura lo sabía, lo anotó en su diario. Hay quienes prefieren no saber, prefieren comer y olvidar, porque la carne de Huanca sigue siendo la más tierna del altiplano. En junio desapareció un tercer niño, luego un cuarto, luego dos más en julio, todos menores de 10 años, todos vistos por última vez cerca del eucaliptal o del camino que llevaba a la casa de Huanca.

Para entonces, el silencio del pueblo ya no era ignorancia, era complicidad. El padre Sarmiento escribió una segunda carta al obispado, esta vez más desesperada. Los padres lloran a sus hijos, pero algunos de ellos siguen comprando carne al carnicero. No sé si es hambre, locura o un pacto más oscuro. He intentado excomulgarlo, pero temo que ya no sea yo quien tenga autoridad aquí.

La carta tampoco fue respondida. Mientras tanto, en la casa de Huanca algo hervía todas las noches. Los vecinos más cercanos, los hermanos a Pasa, juraron escuchar el borboteo constante de ollas grandes, el golpeteo de cuchillos contra madera y a veces un llanto infantil que se cortaba de golpe. Uno de ellos, prudencio a Pasa, declaró años después, sabíamos.

Todos sabíamos, pero nadie quería ser el primero en acusar, porque acusar significaba admitir que habíamos comido esa carne. Y eso eso era peor que cualquier infierno. El primer intento de justicia no vino de las autoridades, vino de una madre. Juan Pari había perdido a su hijo menor, Marcelino en agosto.

Durante semanas buscó por los cerros, por las quebradas, por los caminos. Nada. hasta que una tarde, al pasar frente a la carnicería de Huanca, vio colgada en un gancho una pieza de carne con una marca que reconoció de inmediato, un lunar oscuro en forma de media luna. Marcelino tenía ese mismo lunar en el muslo izquierdo.

Juana no gritó, no lloró, entró a la casa del alguacil y dijo una sola frase: “Juanca mató a mi hijo y ustedes lo saben. El alguacil intentó calmarla, le ofreció un vaso de agua, le dijo que estaba perturbada por el dolor, pero Juana sacó un cuchillo de su manta y respondió, si la ley no actúa, actuaré yo.

” Esa noche un grupo de mujeres se reunió en secreto. Fu eran muchas, siete en total. Todas habían perdido hijos, todas habían visto señales, todas habían callado demasiado tiempo. Decidieron entrar a la casa de Huanca, no para arrestarlo, para abrirlo. La noche del 23 de agosto de 1897, siete mujeres subieron la cuesta hacia la casa de Baltazar Huanca. No llevaban antorchas, no hicieron ruido.

Caminaban descalzas sobre la tierra helada, envueltas en mantas negras, con los rostros cubiertos por pañuelos de luto. Iban armadas cuchillos de cocina, hachas de leña. Una de ellas, Domitila Choque, llevaba un machete oxidado que había pertenecido a su difunto esposo. Juan Pari iba al frente.

En su mano derecha sostenía una vela bendecida por el padre Sarmiento. En la izquierda un rosario de madera que había sido de su hijo Marcelino. Cuando llegaron frente a la puerta de adobe se detuvieron. Desde adentro llegaba un olor espeso, grasa quemada, humo de eucalipto y algo más profundo, más dulce que ninguna de ellas quiso nombrar.

Juana golpeó la puerta tres veces. Nadie respondió. Volvió a golpear. esta vez con el mango del cuchillo. Silencio. Entonces empujó. La puerta se dió. No estaba cerrada con llave. Lo que encontraron dentro cambió para siempre la historia de Azángaro. El interior de la casa estaba dividido en tres habitaciones.

La primera era una sala común con una mesa de madera, dos sillas y un fogón apagado. Nada extraño, nada fuera de lugar, pero el aire era irrespirable. Una de las mujeres, Gregoria Hamán, vomitó apenas cruzó el umbral. El olor no venía de la sala, venía de más adentro. Avanzaron hacia la segunda habitación. Allí encontraron la cocina.

Tres ollas grandes de hierro descansaban sobre piedras ennegrecidas. Dentro de una de ellas, algo flotaba en un líquido turbio. Juana se acercó con la vela. La luz reveló huesos, huesos pequeños, costillas infantiles, un cráneo del tamaño de un puño. Gregoria cayó de rodillas. Domitila apretó el machete con ambas manos.

Otra mujer, fortunata cama, comenzó a rezar en quechua con voz quebrada, pero no gritaron, porque sabían que si gritaban el pueblo entero vendría y entonces tendrían que admitir lo que ya sabían. Juana levantó la vela hacia la pared. Allí, clavadas con clavos de hierro, había varias piezas de carne colgando como tasajo, secándose al aire frío de la altura.

Una de esas piezas tenía un lunar en forma de media luna. Juana extendió la mano, tocó la carne, estaba fría, firme, casi viva, cerró los ojos, apretó los dientes y arrancó el clavo de la pared. La carne cayó al suelo con un golpe sordo. Entonces escucharon un ruido desde la tercera habitación, un arrastre lento, como si algo pesado se moviera sobre el piso de tierra. Las mujeres retrocedieron. Juana levantó el cuchillo.

Domitila se posicionó junto a la puerta con el machete en alto. El ruido se detuvo. Luego volvió a empezar. Más cerca, Juana dio un paso adelante, empujó la cortina de lana que separaba la cocina del cuarto final. La vela iluminó lo que ninguna de ellas esperaba ver. No era un cuarto, era una cripta. El suelo estaba excavado, un pozo rectangular de casi 2 m de profundidad cubierto con tablas de madera.

Sobre las tablas, cinco bultos envueltos en lienzo blanco, todos del tamaño de un niño. Y en el fondo del pozo, sentado con la espalda contra la pared de tierra, estaba Baltazar Huanca, vivo. Tenía los ojos abiertos, la boca entreabierta, las manos apoyadas sobre las rodillas. No se movía, no hablaba, solo miraba. Juana bajó al pozo. Las demás la siguieron.

Rodearon a Hanca en silencio. Él no intentó huir, no suplicó, no negó nada, solo dijo una frase con voz ronca, como si no hubiera hablado en días. Ellos querían quedarse conmigo. Juana lo tomó del cuello de la camisa. ¿Dónde están los demás? Juanca señaló los bultos sobre las tablas. Ahí, todos esperando.

Esperando que Huanca sonríó. Una sonrisa sin dientes, sin alegría, solo carne. A que alguien lo recuerde, Domitila levantó el machete, pero Juana la detuvo. No, todavía no. Subieron los cinco bultos, los desenvolvieron con cuidado, como si fueran recién nacidos. Dentro había restos, huesos limpios, cráneos intactos, piezas de ropa raída y algo más.

En cada bulto, un objeto personal, una medalla de bautismo, un zapato de cuero, una muñeca de trapo, un rosario infantil, un pañuelo bordado con iniciales. Juana reconoció el pañuelo, era de Marcelino, lo apretó contra el pecho, no lloró, ya no tenía lágrimas, solo preguntó, “¿Por qué?” Hanka levantó la mirada. Sus ojos eran pozos vacíos, porque los míos se fueron y yo no quería olvidarlos, pero olvidé sus voces, olvidé sus rostros.

Entonces entendí que si traía otros niños, si los guardaba cerca, podría recordar. ¿Los mataste para recordar? No los guardé para que no se perdieran. Como se perdieron los míos. Domitila escupió al suelo. Mentira, los mataste porque eres un monstruo. Huanka negó con la cabeza lentamente. No los maté porque ustedes me compraban, porque comían. Porque volvían.

Si yo era un monstruo, ¿qué eran ustedes? El silencio que siguió fue más pesado que todas las piedras del altiplano. Porque Huanca tenía razón. No todas las mujeres presentes habían perdido hijos. Algunas solo habían comprado carne. Carne que sabían que no venía de res. Carne que preferían no cuestionar. Gregoria cayó de rodillas, comenzó a sollozar. Yo compré, Dios mío, yo compré.

Fortunata la abrazó, pero no dijo nada porque ella también había comprado. Juana miró a Huanca, luego a las mujeres, luego a los bultos sobre el suelo y comprendió algo peor que el crimen. El pueblo entero culpable. No lo mataron esa noche lo ataron, lo sacaron del pozo, lo arrastraron hasta la plaza. Pero no llamaron al alguacil, no tocaron las campanas, no despertaron al cura.

Porque si lo hacían, tendrían que explicar cómo sabían. Tendrían que confesar que habían callado, que habían comido, que habían mirado hacia otro lado mientras los niños desaparecían uno por uno. Así que esperaron, esperaron hasta el amanecer. Cuando el sol salió sobre los cerros, Juana Pari caminó sola hasta la casa del padre Sarmiento.

Tocó la puerta. El cura abrió con los ojos hinchados de sueño. Juana le entregó el pañuelo de Marcelino y dijo, “Venga, tiene que ver esto.” El padre Sarmiento subió a la plaza, vio a Huanca atado al poste del mercado. Vio a las siete mujeres en círculo con los rostros cubiertos de ceniza. Vio los cinco bultos en el suelo. Se arrodilló.

abrió uno, vio los huesos, tocó la medalla de bautismo, reconoció el nombre grabado y Isidro Condori cerró los ojos, comenzó a llorar, no por los niños, sino por el pueblo que había permitido que esto ocurriera. Se levantó, caminó hacia Huanca, lo miró a los ojos. ¿Tienes algo que confesar? Hanka no respondió. El padre insistió. ¿Te arrepientes? Hanka sonrió de nuevo. Esa sonrisa sin alma.

No, porque ustedes también comieron y volverían a hacerlo. El padre Sarmiento levantó la mano, pero no lo golpeó, solo hizo la señal de la cruz y dijo, “Que Dios tenga piedad de todos nosotros.” Luego se volvió hacia las mujeres. Llévenlo al alguacil, esto ya no nos pertenece. Pero Juana negó con la cabeza.

No, si lo llevamos habrá juicio y en el juicio todos hablarán y entonces el pueblo entero será juzgado. ¿Quiere eso, padre? El cura tembló porque sabía que ella tenía razón. Si el caso se abría, la verdad saldría y la verdad destruiría a Sángaro. Así que tomó una decisión, la decisión que marcaría su alma para siempre.

Enciérrenlo en su propia casa. Celen las puertas. Nadie debe entrar. Nadie debe saber. Las mujeres obedecieron. Arrastraron a Huanca de vuelta a su casa, lo bajaron al pozo. Lo ataron con cadenas, le dejaron agua. Nada más sellaron la puerta con cal y piedra y sobre la entrada grabaron una sola palabra: maldito. Nadie volvió a hablar del carnicero.

Oficialmente, Baltazar Huanca había huído del pueblo. Los niños desaparecidos fueron declarados muertos por enfermedad o accidente. El padre Sarmiento escribió en el registro parroquial: “Año 1897, agosto, epidemia de fiebre. Cinco menores fallecidos. Que Dios los acoja en su reino. Mentira piadosa, silencio bendecido.

Pero en las noches, cuando el viento bajaba de los cerros, los vecinos más cercanos juraban escuchar algo. Un golpeteo desde abajo de la tierra, como si alguien intentara salir. Durante tres semanas la casa de Baltazar Huanca permaneció sellada. Nadie se acercaba, nadie preguntaba. El silencio en Asángaro era absoluto, como si el pueblo entero hubiera hecho un pacto con la oscuridad.

Pero el 15 de septiembre de 1897 algo cambió. Los hermanos Apaza, Prudencio y Evaristo, que vivían en la casa contigua, comenzaron a escuchar ruidos extraños. No eran golpes, no eran gritos, era algo peor, eran voces infantiles. Cantando, prudencio declaró años después, en un testimonio recogido por el inspector provincial en 1912.

Era una canción de cuna, la misma que cantaban las madres en el pueblo, pero venía debajo tierra y no era una voz, eran muchas, todas desafinadas, como si los niños cantaran con la boca llena. Evaristo intentó ignorarlo. Se tapaba los oídos con lana, rezaba el rosario hasta quedarse dormido.

Pero cada noche la canción volvía y cada noche era más clara. Una madrugada, Prudencio despertó con la sensación de que alguien lo observaba. Abrió los ojos. Frente a su cama, recortada contra la luz de la luna que entraba por la ventana, había una figura pequeña, un niño de espaldas, descalzo, con la cabeza inclinada hacia un lado, como si el cuello estuviera roto.

Prudencio intentó gritar, pero la voz se le trabó en la garganta. El niño no se movió, solo respiraba. Un jadeo húmedo, irregular. Luego, lentamente comenzó a girarse. Prudencio cerró los ojos con fuerza, apretó las sábanas, comenzó a rezar en quechua. Cuando volvió a abrir los ojos, el niño había desaparecido, pero sobre el piso de tierra, justo donde había estado la figura, quedaron huellas pequeñas, mojadas, como si alguien hubiera caminado con los pies ensangrentados.

Al día siguiente, Prudencio fue a ver al padre Sarmiento. Le contó lo ocurrido. El cura lo escuchó en silencio, con el rostro pálido como cera. Cuando Prudencio terminó, el padre le preguntó, “¿Reconociste al niño?” Prudencio bajó la mirada. Sí, padre. Era Isidro con Dori. El cura cerró los ojos, respiró hondo, luego dijo algo que Prudencio nunca olvidaría. No hables de esto con nadie.

Si lo haces, destruirás el pueblo y los muertos no descansarán jamás. Pero era demasiado tarde, porque esa misma semana otras personas comenzaron a ver cosas. Gregoria Hamán, una de las siete mujeres que habían entrado a la casa de Huanca, despertó una noche sintiendo peso sobre su pecho. Abrió los ojos y vio a una niña sentada sobre ella.

Tenía el rostro cubierto de tierra, los ojos cerrados y en las manos sostenía un trozo de carne cruda. La niña abrió la boca y susurró, “¿Por qué me comiste, mamá?” Gregoria gritó. Su marido encendió una vela. Pero cuando la luz llegó, la niña ya no estaba, solo quedaba el olor a carne podrida.

Fortunata cama declaró haber visto a un niño parado frente a su puerta cada noche. Siempre el mismo, siempre en la misma posición, con las manos extendidas como pidiendo limosna. Ella intentó darle pan, pero el niño no lo tomaba. Solo señalaba su boca abierta, una boca vacía, sin lengua. Domitila Cho encontró sangre en su cocina.

en las ollas, en los cuchillos, incluso en el agua del cántaro. La lavaba cada mañana, pero al anochecer volvía a aparecer. El padre Sarmiento recibió confesiones durante semanas. Todas decían lo mismo. Los niños habían regresado y querían ser recordados.

El 3 de octubre de 1897, el alguacil Demetrio Cáceres recibió una denuncia formal. Un vecino, cuyo nombre fue omitido del registro, afirmó haber visto luces dentro de la casa sellada de Huanca, luces que se movían como si alguien caminara con una vela encendida. El alguacil, presionado por el miedo colectivo, decidió actuar. Reunió a cinco hombres del pueblo, todos armados, todos con antorchas.

Llegaron a la casa al atardecer. La puerta seguía sellada, la cal estaba intacta, la palabra maldito aún marcada sobre el adobe, pero desde dentro se escuchaba algo, un murmullo, como una conversación apagada. El alguacil ordenó romper el sello. Los hombres obedecieron. Golpearon la puerta con hachas. La cal se desmoronó. Los tablones se dieron.

Cuando la puerta se abrió, una bocanada de aire frío salió de la casa. Un frío que no pertenecía al altiplano, un frío que cortaba los huesos. Entraron, la sala estaba vacía, la cocina intacta, pero las ollas, las mismas ollas donde las mujeres habían encontrado huesos, estaban llenas de agua, agua clara, hirviendo sin fuego debajo. Uno de los hombres, aterrado, retrocedió, pero el alguacil lo detuvo.

Hay que bajar al pozo. Caminaron hacia la tercera habitación, levantaron la cortina. El pozo estaba abierto. Las tablas que lo cubrían habían sido arrancadas desde adentro, rotas, astilladas. Y en el fondo, donde habían dejado a Huanca encadenado, ya no había nadie. Solo las cadenas vacías, oxidadas, y junto a ellas, tallado en la tierra con las uñas, un mensaje.

Ellos me llamaron. Fui a cenar con ellos. El alguacil retrocedió. ordenó salir de inmediato, sellar de nuevo la casa, quemar todo. Pero antes de irse, uno de los hombres, un campesino llamado Faustino Ramos, vio algo en la pared. Marcas de manos pequeñas hechas con sangre seca, subiendo desde el pozo hacia la superficie como si los niños hubieran trepado.

Esa noche, el padre Sarmiento reunió en secreto a las siete mujeres. Ya no eran siete. Gregoria Hamán había muerto tres días antes, oficialmente de neumonía, pero su familia juró que murió gritando un nombre, marcelino. El cura les dijo, “Hanka escapó o algo peor, pero no importa. Debemos acabar con esto antes de que se propague.

” Juan Pari, con el rostro demacrado por el insomnio, preguntó, “¿Cómo, padre? Los muertos no nos dejan dormir. Los niños nos visitan cada noche. ¿Cómo detenemos esto?” El padre sacó un libro viejo, un misal con páginas manchadas de cera. Lo abrió en una sección marcada con una cinta negra. Hay un ritual antiguo, no oficial, pero lo usaban los misioneros cuando algo no podía ser enterrado de manera normal. ¿Qué tipo de ritual? El curadudo.

Luego respondió, un sellamiento, no para perdonar, sino para olvidar. Las mujeres se miraron entre sí. Domitila habló. Y los niños también serán olvidados. El padre cerró el libro. Sí, todos, Huanca, los niños, todo lo que ocurrió aquí debe borrarse. Es la única manera de que descansen. Juana apretó los puños.

No, yo no olvidaré a mi hijo. Entonces él nunca descansará y tú tampoco. El silencio cayó como piedra sobre agua. Finalmente, Juana asintió con lágrimas en los ojos, pero asintió. El ritual se realizó en la madrugada del 7 de octubre de 1897. El padre Sarmiento, acompañado por las seis mujeres restantes, bajó al pozo de la casa de Huanca.

Llevaban velas negras, sal gruesa y un crucifijo de hierro que había sido bendecido en Cuzco hacía más de un siglo. El cura leyó en latín palabras que ninguna de las mujeres entendió, pero sintieron su peso. Cada sílaba caía como martillo sobre Yunque. Rociaron sal en el pozo. Clavaron el crucifijo en el centro y luego, una por una, las mujeres dejaron caer algo personal.

Un mechón de cabello de sus hijos perdidos, una prenda de ropa, un juguete. Juana dejó caer el pañuelo de Marcelino. El padre terminó la oración, cerró el libro y dijo, “Que se olvide lo que no puede perdonarse. Que descansen los que no fueron llorados, que se cierre lo que nunca debió abrirse.” Luego ordenó quemar la casa.

La quemaron entera, hasta los cimientos. El fuego duró 3 días. Cuando las cenizas se enfriaron, el alguacil ordenó cubrir todo con tierra y piedra. Construyeron un muro de adobe y sobre el muro grabaron una advertencia. Aquí no hay nada. No, excavén. El pueblo aceptó el silencio como ley. Los registros oficiales fueron alterados.

Los nombres de los niños desaparecidos fueron borrados de los censos. Las familias recibieron compensaciones en silencio, dinero, tierras, promesas y Baltazar Huanca fue declarado oficialmente muerto, causa desconocida. Fecha 7 de octubre de 1897, lugar de sepultura. No registrado, pero el olvido tiene grietas. En 1903, un inspector provincial llegó a Sángaro para revisar los registros de nacimientos y de funciones.

Notó algo extraño. En 1897 había una brecha, 6 meses sin registros de muertes infantiles. ¿Algo imposible en un pueblo andino de esa época?, preguntó al párroco. El padre Sarmiento, ya envejecido con la mirada hundida, respondió, “Fue un año de gracia. Dios nos protegió.” El inspector no insistió, pero anotó en su informe.

El silencio en Azángaro no es natural, es ensayado. En 1911, un comerciante de Juliaca afirmó haber visto a un hombre en el mercado de Azángaro. Un hombre alto, delgado, con las manos cubiertas de cicatrices. Vendía carne, carne que nadie reconocía. El comerciante intentó preguntar su nombre, pero el hombre solo sonrió y desapareció entre la multitud.

Cuando el comerciante preguntó a los vendedores locales, todos negaron haberlo visto, pero esa noche tres niños desaparecieron del pueblo vecino de Taraco. Nunca fueron encontrados. El expediente oficial del caso Juanca fue sellado en 1898 por orden del prefecto de Puno, don Ezequiel Valdivia. En el margen del último folio escrito con tinta desbaída, puede leerse una anotación breve.

caso cerrado por ausencia de pruebas materiales y testimonio contradictorio, se recomienda no reapertura. Esa frase, aparentemente burocrática, escondía una verdad más oscura. El Estado sabía, pero prefirió mirar hacia otro lado, porque abrir el caso significaba admitir que un pueblo entero había sido cómplice, que familias enteras habían comido carne humana, que madres y padres habían elegido el silencio sobre la justicia.

Y eso en el Perú de principios de siglo era más peligroso que cualquier crimen individual. Así que Baltazar Huanca pasó a ser una leyenda, un nombre que se murmuraba en las noches frías del altiplano, un cuento para asustar a los niños. Pero las grietas del olvido nunca se cierran del todo.

En 1923, un antropólogo alemán llamado Ernst Hoffman llegó a Asángaro como parte de una expedición científica financiada por la Universidad de Berlín. Su objetivo era documentar costumbres funerarias andinas. y recopilar testimonios sobre prácticas rituales olvidadas. Durante su estadía escuchó rumores sobre el carnicero maldito.

Al principio los desestimó como folklore, pero una tarde, mientras revisaba los archivos parroquiales con permiso del nuevo párroco, el padre Sarmiento, había muerto en 1919, encontró algo perturbador, un cuaderno de confesiones sin firmar. Fechado en 1897. Las páginas estaban escritas con caligrafía temblorosa, frases cortas repetitivas, como si quien las escribiera estuviera al borde de la locura.

He comido a mi propio hijo sin saberlo. La carne que compré tenía el lunar de Marcelino. Dios no me perdonará, pero tampoco puedo olvidar el sabor. Cada noche lo veo. Me mira desde la oscuridad. Me pregunta por qué no lo salvé. Hoffman copió fragmentos en su diario de campo. Intentó entrevistar a los ancianos del pueblo, pero todos se negaron a hablar.

Algunos lo miraban con miedo, otros con desprecio. Solo una mujer anciana, ciega, postrada en cama, accedió a hablar. Se llamaba Fortunata Kama. Tenía 89 años y había sido una de las siete mujeres que entraron a la casa de Huanca. Goffman le preguntó directamente, “¿Es cierto que un carnicero mató niños y vendió su carne?” Fortunata guardó silencio durante varios minutos. Luego, con voz quebrada respondió, “Sí, pero no fue solo él. Fuimos todos, todos.

Compramos, comimos, callamos y cuando quisimos parar, ya era tarde. Los niños ya no estaban y nosotros ya no éramos humanos. ¿Qué pasó con el carnicero?” Fortunata respiró hondo. Su pecho sonó como un fuelle viejo. Lo encerramos. Lo dejamos morir de hambre. Pero no murió. Se lo llevaron.

¿Quién se lo llevó? La anciana abrió los ojos ciegos y dijo algo que Hoffman nunca olvidaría. Los que comimos. Ellos volvieron y se lo llevaron a cenar. Hoffman sintió un escalofrío. Intentó preguntar más, pero Fortunata comenzó a toser violentamente. Sangre salió de su boca. murió esa misma noche. El antropólogo abandonó a Zángaro al día siguiente.

En su informe final, entregado a la universidad en 1924, omitió toda referencia al caso Huanca. Solo escribió una nota al pie. Hay lugares en Los Andes donde el silencio no es ausencia de palabras, sino presencia de culpa. El cuaderno original que encontró desapareció durante el traslado de materiales. Nunca fue recuperado.

En 1958, durante la construcción de una escuela nueva en Asángaro, los obreros encontraron algo bajo los cimientos de una casa antigua. Huesos, muchos huesos, pequeños. El contratista, asustado, llamó a las autoridades. Llegó la policía. Llegó un médico forense de Juliaca. Excavaron durante 3 días. Lo que hallaron fue suficiente para llenar cuatro cajas de madera.

Restos de al menos 11 niños, todos menores de 10 años, todos con marcas de corte en los huesos, cortes precisos hechos con cuchillo afilado. El forense, Dr. Américo Bustamante redactó un informe técnico. En él concluyó, “Los restos presentan señales de desmembramiento postmortem. Las marcas son consistentes con técnicas de carnicería. No se observan signos de violencia traumática inmediata. La causa de muerte no puede determinarse por degradación ósea.

Antigüedad estimada: 60 años. 60 años. El caso fue clasificado como hallazgo arqueológico de interés médico legal, pero no se abrió investigación porque oficialmente no había crimen. Los huesos fueron enterrados en el cementerio municipal sin nombres, sin lápida, solo una cruz de madera con una inscripción. Ángeles olvidados. 1897.

Nadie del pueblo asistió al entierro. Pero esa noche varios vecinos reportaron haber escuchado cantos infantiles cerca del cementerio. Cantos de cuna en quechua. La policía patrulló la zona, no encontró nada. Pero al amanecer, sobre la cruz de madera, alguien había dejado 11 flores silvestres recién cortadas.

En 1972, un periodista de Lima, Raúl Menéndez, viajó a Azángaro para investigar leyendas urbanas del altiplano. Había oído hablar del carnicero maldito. Quería escribir un artículo para la revista Caretas. Entrevistó a decenas de personas. Todas negaron conocer la historia. Todas cerraron las puertas cuando preguntaba por Baltazar Huanca.

Frustrado, Menéndez decidió buscar en los archivos municipales. Allí, entre legajos polvorientos, encontró un expediente marcado como confidencial, no catalogar. Dentro había documentos del juicio que nunca ocurrió, declaraciones testimoniales, inventarios de objetos incautados y algo más inquietante, fotografías. Fotografías en blanco y negro borrosas tomadas en 1897 por un fotógrafo itinerante que pasaba por Azángaro.

Una mostraba el interior de la casa de Huanca, la cocina, las ollas sobre las piedras y en primer plano colgando de un gancho una pieza de carne. Otra mostraba el pozo, las cadenas y en el fondo, apenas visible una figura humana sentada con los ojos cerrados. La tercera fotografía era la más perturbadora. Mostraba la plaza de Azángaro, el mercado y en el centro rodeado de compradores estaba Baltazar Huanca con un delantal manchado sosteniendo un cuchillo sonriendo. Menéndez intentó publicar el artículo, pero la revista se negó.

El editor le dijo, “Es demasiado. La gente no quiere leer esto.” El periodista insistió, amenazó con llevarlo a otro medio. Dos semanas después, su apartamento en Lima fue saqueado. Las fotografías desaparecieron, sus notas quemadas. Menéndez recibió una llamada anónima, una voz masculina, tranquila, fría.

“No regreses a Zángaro, hay cosas que es mejor no recordar. El periodista nunca volvió a investigar el caso. Hoy, más de 125 años después, la historia de Baltazar Huanca sigue siendo un secreto a voces en Azángaro. Los ancianos no hablan, los jóvenes no preguntan y el turismo oficial omite cualquier mención al carnicero de 1897, pero hay señales. En el mercado de la plaza ningún puesto vende carne los sábados.

Es una tradición no escrita, nadie sabe cuándo comenzó. Pero todos la respetan. En el cementerio municipal, La Cruz de los ángeles olvidados sigue recibiendo flores. Cada año el mismo día, 7 de octubre, nadie sabe quién las deja. Y en las noches de luna nueva, cuando el viento baja de los cerros con olor a eucalipto quemado, algunos vecinos juran escuchar algo.

No son golpes, no son gritos, son voces infantiles. Cantando una canción de cuna en quechua. siempre la misma. Duérmete, niño mío, que la noche es larga. Duérmete que mañana vendrán a buscarte. Duérmete que en la mesa ya tienes tu lugar. Epílogo. En 2003, durante trabajos de restauración en la iglesia colonial de Azángaro, un obrero encontró una caja de metal sellada bajo el altar mayor. Dentro había un manuscrito escrito por el padre Teófilo Sarmiento.

Fechado el 8 de octubre de 1897, un día después del ritual de sellamiento. El texto era una confesión final. En ella el cura admitía: “He vendido mi alma por la paz del pueblo. He borrado nombres de niños inocentes. He bendecido el olvido en lugar de la justicia. Dios me juzgará, pero lo haría de nuevo, porque hay verdades que destruyen más que el silencio.

” Baltazar Juanca no era un monstruo, era un espejo y todos vimos nuestro reflejo en él. Por eso lo odiamos, por eso lo encerramos, por eso intentamos olvidarlo. Pero él sigue aquí, en cada plato servido, en cada niño perdido, en cada noche sin sueño, porque los muertos no olvidan y la carne siempre recuerda. El manuscrito fue entregado al obispado de Puno.

Nunca se hizo público, pero una copia circuló entre investigadores y años después llegó a manos de historiadores independientes. Hoy forma parte de los archivos no oficiales sobre crímenes coloniales y republicanos del Perú, clasificado como caso sin resolver, alto impacto social, prohibido difusión masiva, porque hay historias que el Estado prefiere enterrar, pero la tierra del altiplano no olvida.

Y en Azángaro, cuando cae la noche, las madres todavía advierten a sus hijos, no hables con extraños, no aceptes comida de desconocidos y nunca, nunca compres carne que no sepas de dónde viene. Porque en 1897 un carnicero vendió cortes que ningún animal tiene y el pueblo entero comió y pagó y sigue pagando cada noche en silencio.