Año 1899, Granada, Andalucía. En las laderas del Albaisín, donde los jazmines trepaban sobre muros de cal y las campanas de la alambra marcaban las horas del silencio, existió una mujer cuyo nombre aún se pronuncia en voz baja, doña Catalina Romero de los Santos, viuda 20 veces, casada 20 veces.

Y cada noche, cuando las estrellas se asomaban sobre Sierra Nevada, ella dormía abrazada a la muerte, no con el recuerdo de los muertos, con los muertos mismos. Los documentos que sobrevivieron escondidos durante más de un siglo en los archivos parroquiales de la Iglesia de San Nicolás hablan de una mujer que desafió todas las leyes de Dios y de los hombres, pero lo más aterrador no fue su crimen, fue su razón.

 El expediente Romero Santos fue abierto el 3 de noviembre de 1899 cuando el notario, don. Rafael Menéndez Vega, presentó ante el alcalde de Granada una denuncia que calificó como asunto de naturaleza delicada e incomprensible.

El documento conservado en el Archivo Histórico Provincial comienza con estas palabras: “Certifico que en mi presencia y ante testigos cualificados se ha constatado que la ciudadana Catalina Romero de los Santos, viuda de apellido pero no de estado, mantiene en su domicilio particular cuerpos humanos preservados por medios desconocidos.

Dichos cuerpos pertenecen a antiguos esposos, todos fallecidos bajo circunstancias que merecen revisión urgente. Pero para entender cómo se llegó a ese momento, hay que retroceder 20 años hasta 1879, hasta el primer marido. Granada era entonces una ciudad de contrastes. Las familias nobles mantenían sus casonas en el centro histórico, mientras en los arrabales del Albaicín y el Sacromonte la vida transcurría entre tabla flamencos, fraguas de herreros y talleres de artesanos. El agua corría por asequias moriscas y el olor a aar se

mezclaba con el humo de las chimeneas. Era en ese entorno donde vivía Catalina, una joven de apenas 18 años, huérfana de padre y madre, criada por las monjas del convento de Santa Isabel la Real. Su belleza era de esas que llaman la atención sin pretenderlo, ojos oscuros, profundos como pozos sin fondo, cabello negro largo, siempre recogido en un moño bajo, piel pálida que contrastaba con el negro riguroso que vestía desde niña.

Las hermanas del convento decían que Catalina era una muchacha piadosa, silenciosa, obediente, pero también notaban algo extraño en ella, una fijación particular con la muerte. Soramparo Ruiz, quien fuera su tutora principal, dejó escrito en sus memorias personales halladas en 1954. La niña Catalina pasaba horas en la cripta conventual.

Pedía permiso para limpiar las lápidas, arreglar las flores de los difuntos, encender velas. Decía que allí se sentía acompañada. Cuando le preguntaba por qué, respondía, “Porque los muertos no se van, madre, solo cambian de habitación.” Recuerdo que esa frase me heló la sangre. A los 18 años, Catalina abandonó el convento.

No porque quisiera casarse, sino porque las monjas consideraron que ya no podían mantenerla. No había dote ni familia que la reclamara. Encontró trabajo como costurera en una casa de modas en la calle Elvira, propiedad de doña Mercedes Salazar, una mujer acaudalada que surtía a las señoras más distinguidas de la ciudad.


Fue allí, en ese taller lleno de sedas y encajes, donde conoció a su primer marido, don Gonzalo Mendoza, comerciante de telas, viudo reciente, 20 años mayor que ella, un hombre de aspecto serio, bigote cano, manos ásperas de trabajador, buscaba una esposa joven que le ayudara en el negocio y le diera compañía en su vejez.

El matrimonio se celebró el 15 de abril de 1879 en la parroquia de Sanil de Fonso. Una ceremonia pequeña, apenas seis testigos. Catalina vestía de negro, no de blanco. Cuando el cura le preguntó la razón, ella respondió con voz serena, “Estoy de luto por todos los que ya no están.” Don Gonzalo sonrió pensando que era una joven dramática y melancólica. No imaginaba que esa frase era un presagio.

La vida matrimonial transcurrió sin sobresaltos durante los primeros meses. Don Gonzalo trabajaba de sol a sol en su tienda de la calle Zacatín. Catalina atendía el hogar, cocinaba, limpiaba. Los vecinos comentaban que era una esposa ejemplar, callada, laboriosa, pero también notaban algo inquietante.

Nunca sonreía, ni siquiera cuando su marido le regalaba telas finas o cuando la sacaba a pasear por el paseo del salón. Donil de Fonso Vargas, escribano que vivía en el piso superior del mismo edificio, dejó un testimonio que fue hallado décadas después. La señora era de pocas palabras, pero lo que más me llamaba la atención era su mirada. Miraba a su marido como quien mira un reloj de arena, como si estuviera midiendo el tiempo que le quedaba.

El 7 de octubre de 1879, apenas 6 meses después de la boda, don Gonzalo amaneció muerto en su cama. El médico de cabecera, Dr. Emilio Sans Robles, certificó muerte natural por fallo cardíaco. Don Gonzalo tenía 58 años y antecedentes de dolencias del corazón. Nadie sospechó nada. Granada entera mostró sus condolencias a la joven viuda. Pero lo que nadie vio fue lo que ocurrió después del entierro.

Catalina, según las costumbres de la época, debía guardar luto riguroso durante al menos un año. Se encerró en la casa que había compartido con don Gonzalo. Rechazaba visitas, solo abría la puerta para recibir provisiones que el tendero dejaba en el umbral. Las vecinas murmuraban que el dolor la había consumido, que la pobre muchacha había enloquecido de tristeza. Lo que no sabían era que Catalina no estaba sola.

Doña Remedios Ortega, una vecina curiosa que vivía frente a la casa de los dejó registrado en una carta privada a su hermana en Málaga. Querida hermana, te escribo para contarte algo que me tiene sin dormir. La viuda no sale de su casa desde hace 3 meses, pero cada noche, a eso de las 11 se enciende una luz en su dormitorio y a veces, cuando el silencio es absoluto, juraría escuchar voces como si conversara con alguien. Pero nadie entra ni sale de esa casa.

¿Con quién habla? La respuesta a esa pregunta no llegaría hasta 20 años después, cuando todo salió a la luz. El luto de Catalina duró exactamente un año. El 8 de octubre de 1880, un día después de cumplirse el primer aniversario de la muerte de don Gonzalo, la viuda apareció en la plaza de VIP Rambla, vestida de negro, pero con un velo levantado.

Caminaba con paso firme hacia la notaría de don Rafael Menéndez. Ese mismo día contrajo matrimonio civil con su segundo esposo, don Sebastián Navarro Luna, carpintero de 42 años, soltero, sin familia, un hombre sencillo que había conocido a Catalina cuando fue a reparar una puerta en su casa semanas atrás.

Los testigos del matrimonio comentaron que la ceremonia fue extrañamente breve. Catalina apenas pronunció palabra, firmó el registro con mano firme y salió del brazo de su nuevo marido sin mostrar emoción alguna. Don Sebastián era un hombre alegre, trabajador, querido en el barrio.

Los vecinos celebraron que la joven viuda hubiera encontrado de nuevo la felicidad, pero esa felicidad duró apenas 9 meses. El 3 de julio de 1881, don Sebastián Navarro amaneció muerto. Esta vez el médico certificó muerte por neumonía aguda. El verano había sido caluroso, pero las noches aún eran frescas en Granada. Don Sebastián trabajaba con madera húmeda, respiraba a virutas, todo encajaba.

Catalina lloró en el entierro, lágrimas silenciosas que recorrían su rostro pálido. Volvió a encerrarse en su casa, volvió a rechazar visitas y cuando cumplió el año de luto, volvió a casarse. Tercer esposo, don Felipe Romero Castaño, zapatero de 50 años, viudo con tres hijos adultos que vivían en Madrid. Se casaron en diciembre de 1882.

Don Felipe murió en agosto de 1883, causa accidente doméstico, caída por las escaleras con traumatismo craneal. Cuarto esposo, don Antonio Jiménez Gálvez, tratante de ganado, 47 años. Se casaron en septiembre de 1884. Murió en abril de 1885. Causa fiebre tifoidea. Quinto esposo, don Eduardo Sánchez Parra, maestro de escuela, 55 años.

Se casaron en mayo de 1886, murió en enero de 1887, causa tuberculosis y así uno tras otro. Cada año un nuevo marido, cada año una nueva muerte. Cada muerte certificada por médicos diferentes con causas distintas, todas aparentemente naturales. Pero en Granada, ciudad pequeña donde todos se conocen, los rumores empezaron a crecer como la hiedra sobre los muros antiguos.

En las tabernas del Albaisín, los hombres hablaban en voz baja. Decían que Catalina era una viuda negra, que sus maridos estaban malditos desde el momento en que pronunciaban el sí acepto. Las mujeres más supersticiosas murmuraban que la muchacha había hecho un pacto con el que cada matrimonio era un sacrificio, que vendía las almas de sus esposos a cambio de algo que solo ella sabía.

Pero nadie se atrevía a acusarla abiertamente. Los médicos firmaban certificados de defunción legales. Los entierros se celebraban con todos los ritos de la iglesia. Catalina heredaba los bienes modestos de cada marido, pero nunca parecía vivir en la abundancia. Su casa seguía siendo la misma, pequeña, oscura, con cortinas siempre cerradas. Para 1890, Catalina llevaba 11 matrimonios.

11 viudeces, 11 entierros, tenía apenas 30 años y su rostro seguía siendo joven, pero sus ojos parecían haber envejecido siglos. Fue entonces cuando el párroco de San Nicolás, don Justino Herrera Molina, decidió intervenir. Convocó a Catalina a su despacho. Según las notas que dejó en el archivo parroquial, la conversación fue breve y perturbadora.

Le pregunté directamente si era consciente de la frecuencia con la que enviudaba. Me miró con esos ojos sin fondo y respondió, “Padre, todos estamos destinados a morir. Yo solo les acompaño en el tránsito.” Le dije que 11 maridos muertos en 11 años no era natural. Ella sonrió por primera vez que la veía sonreír y dijo, “Padre, ¿acaso el amor no es eterno? Yo cuido de los míos para siempre.” Esas palabras me helaron el alma. Cuando le pregunté qué quería decir, se levantó y se marchó.

Nunca volvió a confesar. Los años siguientes trajeron más maridos, el duodécimo, el 1tercero, el deto, hombres de distintas edades, oficios, orígenes. Todos compartían dos características. Eran solitarios, sin familia cercana. y todos morían entre 6 meses y un año después de la boda. Para 1898, Catalina había enterrado a 19 maridos.

Su reputación era ya legendaria en Granada. Los hombres jóvenes cruzaban de acera cuando la veían pasar. Los padres advertían a sus hijos, “No te acerques a la viuda Romero, es la muerte vestida de mujer.” Pero en abril de 1899, un hombre llegó a Granada desde Sevilla. Don Adolfo Montilla Rivera, ingeniero de caminos, 43 años, viudo sin hijos, nuevo en la ciudad. Nadie le había advertido sobre Catalina. Se conocieron en la plaza nueva.

Don Adolfo buscaba una pensión donde alojarse mientras supervisaba la construcción de un puente sobre el río Genil. Catalina pasaba por allí vestida de negro como siempre. Sus miradas se cruzaron. Don Adolfo quedó cautivado por esos ojos oscuros, por ese aire melancólico y distante. Cortejó a Catalina durante semanas.

Ella aceptó su compañía con la misma frialdad con la que había aceptado a los otros 19. Se casaron el 12 de mayo de 1899 en la parroquia del sagrario. 20 matrimonios, 20 maridos. La ciudad entera contuvo el aliento, pero don Adolfo Montilla era diferente. Era un hombre culto, observador, metódico. Durante los primeros meses de matrimonio notó cosas que los anteriores esposos nunca habían tenido tiempo de notar. Catalina salía cada noche de la alcoba matrimonial.

A las 11 en punto, como guiada por un reloj invisible, don Adolfo, fingiendo dormir, la seguía con la mirada. Ella atravesaba el pasillo, abría una puerta que siempre permanecía cerrada con llave, la puerta de la habitación grande, la que ella llamaba la sala de los recuerdos. Y allí dentro, durante horas, Catalina permanecía. Don Adolfo podía escuchar su voz.

Hablaba con alguien o con varios. Conversaciones largas, pausadas, íntimas. A veces reía suavemente, otras veces lloraba. Pero cuando don Adolfo preguntaba por la mañana, Catalina respondía con evasivas, “Son solo mis oraciones, querido. Rezo por las almas de quienes ya no están.

” La curiosidad de don Adolfo creció hasta convertirse en obsesión. Una noche de octubre, cuando Catalina salió a comprar aceite a la tienda de la esquina, él tomó el manojo de llaves que su esposa guardaba en un cajón secreto del armario. Probó cada una hasta que una giró en la cerradura de la habitación prohibida. Cuando abrió la puerta, el olor lo golpeó primero.

No era putrefacción, era otra cosa. Algo dulce, penetrante, medicinal, como incienso mezclado con algo químico que no supo identificar. Y entonces vio, la habitación era grande, con las paredes cubiertas por cortinas negras. En el centro dispuestos en círculo había 20 camas, 20 catres con sábanas blancas perfectamente estiradas y en cada cama un cuerpo, 20 cuerpos, 20 hombres, todos vestidos con sus mejores ropas de domingo. Todos con las manos cruzadas sobre el pecho. Todos con los ojos cerrados. Todos muertos. Pero no estaban

descompuestos. Don Adolfo sintió que sus piernas no le respondían. El aire se volvió espeso. La habitación parecía girar. Se acercó tembloroso al cuerpo más cercano. Era un hombre de unos 60 años con bigote cano. La piel tenía un tono cerúleo, pero mantenía cierta elasticidad. No había olor a muerte. Tocó la mano del muerto. Estaba fría, pero no rígida, como si acabara de fallecer.

Y entonces desde la puerta una voz, “Son mis esposos, todos ellos.” Don Adolfo se giró. Catalina estaba en el umbral con una vela en la mano. Su rostro no mostraba miedo ni vergüenza, solo una calma absoluta. “¿Qué? ¿Qué es esto?”, logró articular don Adolfo.

Catalina entró en la habitación, se acercó al primer cuerpo, el del hombre del bigote cano, y acarició su frente con ternura. Este es don Gonzalo, mi primer amor. Murió hace 20 años, pero nunca me dejó. Ninguno de ellos me dejó. Caminó hacia el siguiente cuerpo. Un hombre más joven con manos callosas. Don Sebastián, carpintero maravilloso, construyó estas camas antes de partir.

Don Adolfo retrocedió hasta chocar contra la pared. ¿Estás estás loca? Catalina lo miró con esos ojos insondables. No, querido, estoy enamorada del amor verdadero, el que no termina con la muerte, señaló los 20 cuerpos. Cada noche vengo aquí, les hablo, les cuento mi día, les recuerdo que los amo y ellos me escuchan.

Lo sé porque a veces cuando el silencio es absoluto, puedo sentir sus respuestas. ¿Cómo? ¿Cómo los has conservado? Catalina sonrió con tristeza. Las monjas del convento me enseñaron muchas cosas. Entre ellas los secretos antiguos de la preservación, hierbas, sales, aceites, métodos que los moros usaban hace siglos. No fue difícil, solo requiere paciencia y amor.

Don Adolfo señaló hacia la puerta. Voy a denunciarte. Esto es esto es profanación. Es un crimen contra Dios y contra los hombres. Catalina no se inmutó. ¿Y quién te va a creer, Adolfo, has bebido mucho esta noche. Todos saben que desde que llegaste a Granada visitas las tabernas. Dirán que deliras, que el vino te ha nublado la mente.

Era cierto, don Adolfo tenía fama de gustarle el Jerez. Y además, continuó Catalina acercándose a él. Pronto no importará, porque tú también te quedarás conmigo, como todos ellos. Don Adolfo Montilla no durmió esa noche. Se quedó sentado en la sala con una lámpara de aceite encendida y un cuchillo de cocina sobre las piernas.

Catalina no salió de la habitación prohibida hasta el amanecer. Cuando lo hizo, traía el rostro sereno como si acabara de rezar en una capilla. Preparó el desayuno, pan con aceite, café con leche. Se lo sirvió a su marido con la misma delicadeza de siempre.

Adolfo, querido, apenas has tocado la cena de anoche, ¿te sientes mal? Don Adolfo no respondió. Tenía los ojos enrojecidos, las manos temblorosas. No había probado bocado desde el descubrimiento. “Voy, voy a salir”, logró decir. “Tengo trabajo en el puente.” Catalina lo observó con esos ojos oscuros que parecían leer cada pensamiento. “Por supuesto, esposo. Ten cuidado.

Los caminos están resbaladizos con la lluvia.” Don Adolfo salió de la casa como quien huye de una tumba. Cruzó la plaza nueva casi corriendo, tropezando con vendedores de flores y aguadores. La gente lo miraba extrañada. El ingeniero siempre había sido un hombre elegante, compuesto. Ahora parecía un mendigo huyendo de fantasmas.

Llegó a la notaría de don Rafael Menéndez a las 9 de la mañana. El notario lo recibió en su despacho, una sala amplia con estanterías de caoba llenas de legajos amarillentos. El olor a tinta y papel viejo impregnaba el ambiente. Don Adolfo, ¿qué sorpresa? ¿En qué puedo ayudarle? Don Adolfo cerró la puerta tras de sí. se dejó caer en la silla frente al escritorio del notario.

“Don Rafael, necesito que me escuche y que me crea, aunque lo que voy a contarle parezca obra de un demente, el notario, hombre de 60 años, con anteojos redondos y calva reluciente, se reclinó en su silla. Le escucho.” Y don Adolfo habló. Habló durante una hora. Conó lo de la habitación prohibida, los 20 cuerpos, el estado de preservación imposible, las palabras de Catalina, la amenaza velada.

Don Rafael Menéndez tomaba notas con mano firme, pero su rostro iba palideciendo con cada frase. Cuando don Adolfo terminó, el silencio llenó la habitación como agua estancada. Finalmente, el notario habló. Don Adolfo lo que me cuenta es grave, gravísimo, pero debo preguntarle, ¿ha consumido usted alcohol u opio en las últimas horas? No, estoy perfectamente sobrio.

Lo que vi es real. 20 cadáveres en esa casa, 20 hombres que fueron esposos de esa mujer. El notario se levantó y caminó hacia la ventana. Miró hacia la calle donde Granadas seguía su ritmo habitual. Carros de caballos, niños jugando, vendedoras de flores. Hace años, dijo sin girarse. Comencé a anotar un patrón.

Doña Catalina Romero enviudaba con una frecuencia antinatural. Cada vez que venía a registrar una defunción, a tramitar una herencia, yo anotaba mentalmente uno, dos, tres maridos. Pensé que era mala suerte. Cuando llegó al décimo, sospeché. Pero, ¿qué podía hacer? Los certificados médicos eran legales, las muertes aparentemente naturales. Se giró hacia don Adolfo. ¿Sabe cuántos hombres han muerto casados con esa mujer? 19.

Usted sería el vigésimo. Don Adolfo sintió un escalofrío recorrer su espalda. Entonces me cree. No sé si creerle sobre los cuerpos preservados. Eso desafía toda lógica, pero creo que esa mujer es una asesina y que usted está en peligro. El notario regresó a su escritorio y sacó un legajo grueso del último cajón. He guardado esto durante años.

Copias de todos los certificados de defunción de los maridos de doña Catalina. Mire las causas de muerte, fallo cardíaco, neumonía, caída, tifoidea, tuberculosis, envenenamiento por alimentos, ataque de apoplejía, todas diferentes, todas creíbles, pero todas ocurridas entre 6 meses y un año después del matrimonio. Extendió los papeles sobre el escritorio. 20 documentos, 20 muertes.

He hablado con algunos de los médicos que firmaron estos certificados. Todos coinciden en algo. Los síntomas que presentaban los difuntos en sus últimos días eran extraños: debilidad extrema, palidez serlea, pulso lento pero estable. Y todos, absolutamente todos, decían sentirse observados en sus propias casas.

Don Adolfo leyó los documentos con manos temblorosas, nombres, fechas, causas, un registro meticuloso de 20 tragedias. ¿Por qué no ha denunciado esto antes? Don Rafael se quitó los anteojos y se frotó los ojos cansados, porque sin pruebas, ¿qué podía decir? Que una mujer mata a sus maridos de formas tan distintas que nunca dejan rastro. Los alcaldes cambian, los jueces son corruptos o indiferentes.

Y Granada es una ciudad pequeña. Catalina Romero es peculiar, sí, pero nadie la ha visto cometer un crimen hasta ahora. Exacto. Si lo que me cuenta es verdad, si esos cuerpos existen, tenemos la prueba que necesitamos. Don Rafael se levantó con determinación renovada.

Voy a redactar una denuncia formal ante el alcalde y voy a solicitar que se inspeccione esa casa, pero necesito que usted la firme como testigo principal. Don Adolfo asintió. Lo haré, pero tengo miedo, don Rafael. Esa mujer no es normal. Cuando me amenazó, no vi locura en sus ojos. Vi certeza. como si ya hubiera matado antes, como si fuera algo rutinario. El notario caminó hacia su estantería y extrajo un libro antiguo encuadernado en piel roja.

Hay una cosa más que debes saber, algo que descubrí hace meses. Abrió el libro en una página marcada con un listón negro. Este es el registro del convento de Santa Isabel, la Real. Conseguía acceso gracias a un amigo canónigo. Buscaba información sobre Catalina. Ella fue criada allí desde los 6 años hasta los 18.

Señaló una entrada fechada en 1866. Mire, esto es una carta de la madre superior al obispo de Granada. Data de cuando Catalina tenía apenas 9 años. Don Adolfo leyó, “Excelencia, con profunda preocupación debo informarle sobre un incidente acontecido en la cripta conventual.

La niña Catalina Romero fue hallada a medianoche junto al féretro de Sor Mercedes, recientemente fallecida. La menor había forzado el ataúdía conversación con el cadáver como si este pudiera responderle. Cuando fue interrogada, la niña afirmó con naturalidad: “Solo quería que no se sintiera sola madre. Los muertos también necesitan compañía.

Solicito su consejo sobre cómo proceder con esta criatura que muestra señales de perturbación mental, oposesión. El silencio que siguió fue denso, pesado. “¿Y qué hizo el obispo?”, preguntó don Adolfo. “Nada.” Ordenó que la vigilaran, pero no la expulsaron. El convento recibía una pensión mensual por su manutención. Dinero que venía de una herencia de sus padres fallecidos.

Catalina era una fuente de ingresos, así que las monjas la mantuvieron, aunque con recelo. Don Rafael pasó varias páginas, pero hay más. Mire esta otra carta escrita 10 años después por Soramparo Ruiz, su tutora principal. Don Adolfo leyó, “La joven Catalina ha desarrollado un interés mórbido por las técnicas de preservación de cuerpos que se practican en Oriente.

Ha conseguido libros prohibidos sobre embalsamamiento egipcio y métodos árabes de momificación. Cuando le preguntamos de dónde saca esas lecturas, responde evasivamente, “Hemos encontrado en su celda frascos con líquidos extraños y hierbas que cultiva en secreto. La muchacha es inteligente, pero su alma está enferma.

Recomendamos su salida del convento antes de que contagie a las demás novicias con sus ideas heréticas.” Don Adolfo cerró el libro. Su rostro había perdido todo el color. Entonces, lleva planeando esto desde niña. Al parecer sí. La obsesión de Catalina con la muerte no es reciente. Es algo que ha cultivado durante décadas y ahora ha encontrado la manera de practicarlo.

El notario regresó a su escritorio y comenzó a redactar la denuncia con caligrafía firme. Voy a presentar esto ante el alcalde hoy mismo, pero don Adolfo debe prometerme algo. ¿Qué? No regrese a esa casa. No esta noche. Busque alojamiento en una posada. No coma ni beba nada que ella le prepare. Y si siente algún malestar, cualquier debilidad, acuda inmediatamente al hospital real.

Don Adolfo asintió. ¿Cree que me está envenenando? Creo que todos sus maridos murieron de formas distintas porque ella experimentaba probando venenos, dosis, métodos, aprendiendo a matar sin dejar rastro evidente. Y creo que usted es el siguiente.

Esa tarde, don Rafael Menéndez presentó su denuncia ante el alcalde, don Emilio Vázquez Romero. El documento que se conserva en el archivo municipal de Granada está clasificado como expediente 428 G199, asunto Romero Santos. Las primeras líneas dicen, “En cumplimiento de mi deber como notario público y ciudadano de Granada, presento formal acusación contra la ciudadana Catalina Romero de los Santos por presunto asesinato múltiple de sus cónyuges y profanación de cadáveres.

” Adjunto testimonio del ingeniero don Adolfo Montilla Rivera, vigésimo esposo de la acusada, quien afirma haber presenciado evidencia de los crímenes en el domicilio conyugal. El alcalde, hombre pragmático y poco dado a supersticiones, leyó el documento con escepticismo, pero la insistencia del notario, hombre respetado en Granada, lo obligó a actuar.

El 2 de noviembre de 1899, festividad de los fieles difuntos, el alcalde ordenó una inspección oficial del domicilio de doña Catalina Romero. La comisión estaba formada por el propio alcalde, el notario Menéndez, el juez de primera instancia, don Carlos Hidalgo, el médico forense Dr.

Emilio Sans Robles, dos Alghuaciles y don Adolfo Montilla como testigo principal. Llegaron a la casa a las 3 de la tarde. El cielo de Granada estaba encapotado con nubes grises que presagiaban lluvia. Las campanas de la alambra repicaban por los difuntos. Las calles estaban llenas de familias que iban al cementerio con flores blancas.

Catalina los recibió con absoluta calma. Vestía su habitual luto riguroso. No mostró sorpresa ni miedo. Caballeros, ¿a qué debo el honor de esta visita? El alcalde Carraspeo incómodo. Doña Catalina, hemos recibido una denuncia grave. Su esposo, don Adolfo Montilla, afirma que en esta casa hay evidencia de actividades ilícitas. Catalina miró a don Adolfo.

Sus ojos oscuros no mostraban reproche, solo una tristeza infinita. ¿Eso has dicho de mi esposo? Don Adolfo no pudo sostener su mirada. Muéstreles la habitación, Catalina. Muéstreles lo que guardas ahí. Catalina asintió con suavidad. Por supuesto, no tengo nada que ocultar. Los condujo por el pasillo estrecho. El olor a incienso se hacía más fuerte con cada paso.

Los alguaciles llevaban las manos en sus porras. El médico forense portaba su maletín negro. Todos caminaban con la tensión de quien espera ver algo horrible. Catalina se detuvo frente a la puerta de la habitación grande. Sacó de su manga una llave dorada atada a un cordón negro. Antes de abrir, dijo con voz serena, “debo explicarles algo.

Lo que van a ver puede parecerles perturbador, pero les pido que entiendan. Todo lo que he hecho ha sido por amor. El amor verdadero no muere con el cuerpo. El amor trasciende. Giró la llave en la cerradura, la puerta se abrió y el olor los golpeó primero. No era putrefacción, era aquel aroma dulce, medicinal, penetrante que don Adolfo había sentido la primera vez como incienso mezclado con algo químico, con algo antiguo.

El alcalde entró primero, el notario lo siguió, luego el juez, el médico, los alguaciles. Don Adolfo fue el último con las piernas temblorosas y allí estaban 20 camas dispuestas en círculo, 20 cuerpos, 20 hombres vestidos de domingo, 20 rostros cerulios con los ojos cerrados, 20 manos cruzadas sobre pechos que ya no respiraban. El médico forense fue el primero en acercarse.

Tocó la mano del cuerpo más cercano, la retiró como si hubiera tocado hielo. Están fríos, pero no rígidos. No hay signos de descomposición. Esto es imposible. Examinó el rostro del muerto. La piel tenía un tono a su lado, pero mantenía elasticidad. No había manchas de lividez ni hinchazón. “¿Cuánto tiempo lleva muerto este hombre?” Catalina se acercó con ternura y acarició la frente del cadáver.

Este es don Gonzalo, mi primer esposo. Falleció hace 20 años. El médico retrocedió. Eso es imposible. Un cuerpo no puede conservarse así durante dos décadas. A menos que miró a Catalina con nueva comprensión y horror. ¿Qué método has usado? Catalina sonrió con tristeza. Un secreto muy antiguo, doctor, que las monjas del convento guardaban de tiempos de los moros.

Sales del Mar Muerto, aceites de cedro, mirra, natrón traído de Egipto por comerciantes. Y algo más importante, cuidado diario. Les cambio las vendas cada luna nueva. Les limpio el rostro con esencias. Les hablo, les canto. El amor es el mejor conservador. El juez, hombre de leyes y no de emociones, intentó mantener la compostura.

Doña Catalina es consciente de que la profanación de cadáveres es un crimen contra la iglesia y contra el Estado? No son cadáveres, señor juez. Son mis esposos. Están aquí porque yo los amo, porque les prometí que nunca los abandonaría y yo cumplo mis promesas. El alcalde se giró hacia don Adolfo. “¿Los ha matado usted, señora?” La pregunta quedó suspendida en el aire denso de la habitación. Catalina tardó en responder.

Cuando lo hizo, su voz sonó como un susurro desde el fondo de un pozo. Todos los hombres mueren, alcalde. Yo solo elegí el momento para que pudieran quedarse conmigo para siempre. El silencio que siguió fue absoluto. El notario sintió que las piernas le fallaban. El médico retrocedió hasta la pared. Los alguaciles se santiguaron. Don Adolfo cerró los ojos confirmando su peor temor.

Catalina había confesado con calma, con naturalidad, como quien admite haber cocinado el almuerzo. Los maté, continuó con voz serena, uno por uno, con paciencia, con amor. Cada uno de ellos murió en mis brazos, mirándome a los ojos, y les prometí que nunca estarían solos, que cuidaría de ellos en la muerte, como lo había hecho en vida. se arrodilló junto a la cama de don Gonzalo, su primer marido.

Este tardaría tr meses. El veneno era lento, extraído del tejo que crecía en el jardín del convento. Cada noche una gota en su vino, hasta que un día simplemente se quedó dormido y no despertó. Caminó hacia la siguiente cama. Don Sebastián fue más rápido. Setas venenosas mezcladas con las normales. Murió en dos semanas, pero fue doloroso. Después de él aprendí a usar métodos más piadosos.

Recorrió el círculo de camas nombrando a cada muerto, recordando cómo había terminado cada vida. El alcalde, recuperando la compostura, hizo una seña a los alguaciles. Arréstenla. En nombre de la ley, doña Catalina Romero queda detenida por el asesinato de contó mentalmente las camas. 19 hombres. 20, corrigió Catalina con suavidad.

Señaló una cama vacía, la última con sábanas blancas recién tendidas. Esa es para don Adolfo, mi vigésimo esposo. Aún le quedan unas semanas. El arsénico que he estado poniendo en su café actúa despacio, pero es inevitable. Don Adolfo sintió que el mundo se desmoronaba bajo sus pies. ¿Cuánto tiempo? 3 meses, respondió Catalina.

Desde nuestra noche de bodas estás débil, ¿verdad? Cansado, pálido. Pronto sentirás frío en los huesos y una noche simplemente dejarás de despertar. Entonces te traeré aquí, te vestiré con tu mejor traje y dormiremos juntos todas las noches. Tú en tu cama, yo en la mía para siempre. Los alguaciles la sujetaron por los brazos. Catalina no opuso resistencia.

Mientras la sacaban de la casa, se giró hacia don Adolfo una última vez. No estés triste, esposo. Pronto estarás en paz y nunca, nunca estarás solo. La detención de Catalina Romero conmocionó Granada. En menos de 24 horas, la noticia se extendió como fuego por la ciudad, las plazas, los mercados, las tabernas.

Solo se hablaba de una cosa, la viuda negra del Albaicín, que guardaba 20 cadáveres en su casa, 20 maridos embalsamados, 20 crímenes perfectos. Los periódicos locales se lanzaron sobre la historia con voracidad. El defensor de Granada publicó el 4 de noviembre de 1899 un titular que quedó grabado en la memoria colectiva La viuda eterna mujer confiesa 20 asesinatos por amor.

El artículo firmado por el periodista Antonio Gálvez Moreno decía: “Granada ha sido testigo del caso criminal más perturbador de su historia moderna. Una mujer de apariencia delicada, de modales suaves y voz serena, ha admitido ante las autoridades haber dado muerte a 19 esposos a lo largo de dos décadas.

Su móvil no fue la codicia ni la venganza. Fue algo mucho más inquietante, el deseo de mantenerlos junto a ella para siempre. Los cuerpos, preservados mediante técnicas orientales que desafían la comprensión médica, permanecían en su domicilio como en un mausoleo privado.

La acusada doña Catalina Romero de los Santos no muestra arrepentimiento. En su confesión repetía una frase escalofriante. El amor verdadero no termina con el último suspiro. Catalina fue recluida en las celdas del Ayuntamiento en espera de juicio. pidió abogado. No intentó huir. No lloró ni súplicó. Permanecía sentada en su celda con las manos cruzadas sobre el regazo, mirando hacia la pequeña ventana, desde donde podía ver las torres de la alambra.

El carcelero, un hombre llamado Sebastián Morales, dejó registrado en su diario personal algo que lo perturbó durante años. La prisionera Romero no duerme. He pasado frente a su celda a todas horas de la noche. Siempre está despierta, sentada en la misma posición y habla. Susurra nombres, 20 nombres de hombres. Los repite como una letanía, como un rosario.

A veces sonríe, otras veces llora en silencio, pero nunca se detiene. Es como si mantuviera conversaciones con personas que no están allí. Mientras tanto, don Adolfo Montilla luchaba por su vida. El Dr. Sansz Robles tras analizar su sangre y orina, confirmó la presencia de arsénico. El ingeniero había sido envenenado durante 3 meses.

El daño era considerable. Lo internaron en el hospital Real de Granada. Durante días, su cuerpo combatió el veneno. Vómitos, debilidad extrema, caída del cabello, temblores. Los médicos administraron heméticos y carbón activado. Le daban de beber leche constantemente para neutralizar el tóxico. El notario Menéndez lo visitaba cada tarde.

Le llevaba noticias del exterior, del revuelo que había causado el caso. “La ciudad entera habla de ella”, le dijo una tarde. Algunos la llaman monstruo. otros loca. Pero hay quienes hay quienes dicen que era una mujer enamorada que no supo amar de otra manera. Don Adolfo, débil pero consciente, negó con la cabeza.

Era un demonio, don Rafael, un demonio con rostro de mujer o una mujer con un alma rota. He estado investigando más sobre su infancia, los registros del orfanato donde vivió antes del convento. Su historia es trágica. Sacó unos papeles de su maletín. Catalina no fue siempre huérfana. Sus padres murieron cuando ella tenía 6 años, pero no de enfermedad o accidente.

Fue un asesinato suicidio. Su padre, enloquecido por los celos, estranguló a su madre frente a la niña. Luego se colgó en la misma habitación. Catalina pasó dos días encerrada con los cadáveres hasta que los vecinos derribaron la puerta. Don Adolfo cerró los ojos. El horror de aquella imagen. Desde ese momento, continuó el notario.

La niña desarrolló una obsesión. No podía estar sola. Tenía pesadillas donde sus padres le pedían que los acompañara. Las monjas del orfanato la encontraban cada noche en la capilla, abrazada a las estatuas de mármol de los santos. Decía que eran sus nuevos padres y nadie vio las señales. Nadie entendió que esa niña estaba enferma.

Estamos en 1899, don Adolfo. Hace 20 años, cuando Catalina era joven, la psiquiatría apenas existía. Los locos eran encerrados en manicomios o conventos. Nadie entendía que un trauma puede quebrar un alma para siempre. Don Adolfo respiró con dificultad. Entonces, me está diciendo que debería sentir lástima por ella. El notario guardó los papeles.

No, lástima. Comprensión. Lo que hizo es imperdonable, pero entender por qué lo hizo nos ayuda a entender la oscuridad que habita en algunos corazones humanos. El juicio de Catalina Romero comenzó el 18 de noviembre de 1899 en el Palacio de Justicia de Granada. La sala estaba abarrotada. Periodistas de Madrid, Sevilla, incluso de Barcelona habían viajado para cubrir el caso.

Las mujeres de la alta sociedad granadina ocupaban los primeros bancos con pañuelos perfumados para contrarrestar el nerviosismo. Los hombres llenaban los pasillos fumando puros, haciendo apuestas sobre la sentencia. Catalina entró escoltada por dos alguaciles. Vestía el mismo luto negro de siempre. No llevaba joyas ni adornos.

Su cabello estaba recogido en un moño apretado. Caminaba con la espalda recta, la cabeza alta. No miraba al público. Sus ojos se fijaban en un punto lejano, como si pudiera ver algo que nadie más veía. El juez presidente era don Carlos Hidalgo, hombre de 65 años, veterano de casos criminales, pero nunca había enfrentado algo así.

Doña Catalina Romero de los Santos comenzó con voz grave, se le acusa de 19 cargos de asesinato premeditado mediante envenenamiento. ¿Cómo se declara? Catalina se puso de pie. Su voz cuando habló era clara y serena, sin un átomo de miedo. Culpable, señoría, de todos y cada uno. Un murmullo recorrió la sala. El juez golpeó su mazo. ¿Es consciente de la gravedad de esta confesión? Sí, señoría, soy consciente.

Y admite que mató a 19 hombres intencionalmente. Catalina inclinó la cabeza. Los amé, señoría. Y cuando uno ama de verdad, no puede soportar la separación. La muerte es una puerta. Yo solo les ayudé a cruzarla. Para que pudieran quedarse conmigo. El fiscal, don Leopoldo Ruiz Jiménez, se levantó indignado.

Señoría, la acusada intenta justificar sus crímenes con filosofía barata. Esta mujer es una asesina fría, calculadora, que mató a Sangre Fría durante 20 años. Catalina lo miró con esos ojos oscuros, insondables. No fue sangre fría, señor fiscal. Fue amor ardiente, tan ardiente que no podía extinguirse con la muerte.

El fiscal presentó las evidencias, los 20 certificados de defunción, los testimonios de vecinos que habían visto entrar hombres a esa casa y nunca salir. El informe del médico forense sobre los cuerpos preservados, el análisis toxicológico de don Adolfo Montilla, que revelaba envenenamiento lento y deliberado.

Cada prueba era más condenatoria que la anterior, pero Catalina no intentaba defenderse. Sentía con cada acusación como quien escucha la lectura de una receta familiar. Cuando le tocó hablar, el juez le ofreció una oportunidad. Doña Catalina, ¿desea decir algo en su defensa? ¿Hay algo que pueda explicar sus actos? Catalina se levantó lentamente, miró a la sala llena y comenzó a hablar.

Cuando tenía 6 años vi morir a mi madre, no en paz, no en una cama rodeada de amor. La vi morir estrangulada por las manos del hombre que juraba amarla. Y luego vi a mi padre colgarse de una viga. Pasé dos días sola con ellos, con sus cuerpos, con su silencio. Su voz no temblaba, era firme, casi hipnótica. Durante esos dos días aprendí algo. Los muertos no se van. Siguen allí.

Puedes verlos si sabes mirar. Puedes escucharlos si sabes escuchar. Mi madre me habló. Me dijo que no tuviera miedo, que la muerte no es el final. El público estaba en completo silencio, incluso el fiscal había dejado de tomar notas. Desde ese día nunca tuve miedo a la muerte, pero sí a la soledad. Cuando me casé por primera vez con don Gonzalo, lo amé con toda mi alma, pero sabía que él moriría.

Todos mueren y yo no podía soportar la idea de perderlo, de quedarme sola otra vez. Cerró los ojos. Así que tomé una decisión. Si no podía detener la muerte, la convertiría en mi aliada. Aprendí los secretos antiguos, practiqué y cuando llegó el momento, guié a don Gonzalo hacia el otro lado con amor, sin dolor y lo traje de vuelta. No a la vida, sino a la eternidad, abrió los ojos. Lágrimas silenciosas recorrían sus mejillas.

Cada uno de mis esposos está conmigo. Todas las noches voy a verlos. Les cuento mi día, les canto, les leo poesía y ellos me escuchan. Lo sé porque puedo sentir su presencia. El amor no muere, señores. El amor trasciende la carne. El fiscal se levantó rojo de ira.

Señoría, esta mujer es una demente que intenta manipular a la corte con cuentos de fantasmas, pero el juez levantó la mano. Silencio. Permita que termine. Catalina continuó. No espero que me comprendan. No espero. Perdón. Sé que lo que hice viola las leyes de los hombres y de Dios, pero si pudiera volver atrás, lo haría de nuevo, porque cada noche cuando entro en esa habitación no estoy sola.

Ellos están allí, mis 20 esposos, mi familia eterna, se sentó. El silencio en la sala era absoluto. El juicio duró 3 días. Los testimonios se acumularon. Vecinos que habían visto a Catalina comprar sustancias extrañas en boticas. Comerciantes que le habían vendido natrón. mirra, aceites orientales, un marinero que juró haberle traído de Egipto unüentos usados en momificaciones antiguas.

El veredicto fue inevitable, culpable de 19 cargos de asesinato premeditado. La sentencia muerte por Garrote Bill. Cuando el juez pronunció la sentencia, Catalina no mostró emoción, solo preguntó una cosa. “¿Puedo visitarlos una última vez?” A mis esposos, antes de morir. El juez, conmovido a pesar de todo, asintió. Se le concederá una visita vigilada, pero solo una hora.

Esa noche, bajo la luna llena de diciembre de 1899, Catalina fue conducida de regreso a su casa. La acompañaban el notario Menéndez, dos alguaciles y el propio juez Hidalgo, quien sentía una curiosidad mórbida por presenciar aquello que la condenada llamaba conversación con los muertos.

Cuando entraron en la habitación prohibida, el olor a incienso era más fuerte que nunca. Las 20 camas seguían dispuestas en círculo. Los 20 cuerpos permanecían inmóviles, perfectamente conservados. Catalina caminó entre ellos, tocó cada rostro con ternura infinita. Susurraba nombres, palabras que los presentes no podían escuchar completamente. Y entonces hizo algo que dejó helados a todos los testigos.

se arrodilló en el centro del círculo, extendió los brazos y comenzó a cantar una canción antigua en un idioma que sonaba a árabe mezclado con latín, una melodía que parecía venir de siglos atrás. El notario Menéndez sintió un escalofrío. El aire de la habitación pareció densificarse.

Las velas que iluminaban el espacio parpadearon sin que hubiera corriente de aire. Y por un instante, solo un instante, el notario juró que vio algo, una sombra que se movía entre las camas, varias sombras, como si los cuerpos proyectaran presencias que no coincidían con la luz. ¿Lo ven?, preguntó Catalina con voz extasiada. Están aquí todos ellos. han venido a despedirse. Uno de los alguaciles retrocedió hacia la puerta santiguándose.

El juez Hidalgo, hombre de leyes y no de supersticiones, intentó mantener la compostura, pero incluso él sintió algo, un peso en el pecho, una sensación de ser observado desde múltiples direcciones. Catalina se levantó, caminó hacia la cama vacía, la vigésima. Esta era para ti, Adolfo, pero has sobrevivido. Eres el único que ha escapado. Quizás era tu destino.

O quizás los otros me dijeron que ya era suficiente. Se giró hacia los presentes. Mi hora se acerca. Pronto seré yo quien cruce y cuando lo haga, ellos me estarán esperando. No en este mundo, sino en el siguiente, donde el amor es eterno y la muerte no tiene poder. Los alguaciles la condujeron de regreso a su celda. Mientras salían de la casa.

El notario Menéndez se giró una última vez hacia la habitación y por un momento creyó ver algo que lo perseguiría durante el resto de su vida. Los cuerpos inmóviles, pero las sombras en las paredes se movían. La ejecución de Catalina Romero estaba programada para el 3 de enero de 198, el primer amanecer del nuevo siglo.

Pero tres días antes sucedió algo inesperado. Don Adolfo Montilla, recuperado parcialmente del envenenamiento, solicitó visitar a la condenada. El juez Hidalgo autorizó el encuentro con la condición de que hubiera vigilancia constante. Se encontraron en la celda de Catalina. Don Adolfo estaba demacrado, pálido, con el cabello más gris de lo que debería a sus 43 años.

Catalina, en cambio, parecía en paz, como si la certeza de su muerte inminente le hubiera dado una tranquilidad final. ¿Por qué has venido?, preguntó ella. Don Adolfo tardó en responder. Cuando lo hizo, su voz sonaba rota. Necesito entender. Necesito saber. ¿Me amabas o solo era yo el vigésimo en tu colección? Catalina lo miró con esos ojos oscuros que tanto lo habían cautivado meses atrás.

Te amaba, Adolfo, como amé, pero tú eras especial. Eras el último, el número perfecto, 20 lunas llenas de amor, 20 ciclos completos. Pero ibas a matarme. Iba a liberarte del dolor, de la vejez, de la soledad. ybas a quedarte conmigo para siempre, joven, hermoso, eterno. Don Adolfo sintió una mezcla de horror y extrañamente comprensión.

Estás loca, Catalina sonrió con tristeza. Tal vez, o tal vez he visto algo que el resto de la humanidad se niega a ver, que la muerte no es el enemigo, es solo una puerta. Y del otro lado, el amor continúa. Don Adolfo se levantó para marcharse, pero antes de salir se giró. ¿Qué pasará con ellos? con los cuerpos serán enterrados, separados en distintos cementerios. Esa fue la orden del juez. Cree que así romperá mi hechizo.

Lágrimas reales recorrieron su rostro, pero se equivoca. No importa dónde pongan sus cuerpos, sus almas ya están conmigo y cuando yo muera volveremos a estar juntos. Los 20 y yo para siempre. Don Adolfo salió de la celda, nunca volvió a verla. Dos semanas después abandonó Granada, se mudó a Barcelona, cambió de nombre, intentó olvidar, pero hasta su muerte en 1932 cada vez que cerraba los ojos veía aquella habitación, las 20 camas, y la cama vacía, la que había sido destinada para él. El 3 de enero de 1900, Granada

amaneció cubierta de escarcha. El primer alba del nuevo siglo traía un frío que calaba los huesos. Las campanas de todas las iglesias repicaron a las 6 de la mañana, no para celebrar el año nuevo, sino para anunciar una ejecución. La plaza frente al ayuntamiento estaba abarrotada.

Miles de personas habían acudido a presenciar el fin de la viuda negra. Comerciantes cerraron sus tiendas, las escuelas suspendieron clases. Incluso familias enteras llegaron desde pueblos cercanos. Querían ver con sus propios ojos cómo terminaba la historia de la mujer que había desafiado a la muerte durante dos décadas.

El patíbulo había sido levantado durante la noche, una estructura de madera oscura con el garrote Vill en el centro. El verdugo, un hombre encapuchado venido desde Sevilla, revisaba el mecanismo una y otra vez. No podía haber errores. A las 7 en punto, Catalina Romero fue conducida desde su celda. Caminaba entre dos alguaciles con las manos atadas al frente.

Vestía el mismo luto negro que había llevado durante toda su vida adulta. Su cabello estaba suelto por primera vez en años, cayendo sobre sus hombros como un manto oscuro. No lloraba, no temblaba. Su rostro mostraba una serenidad que perturbaba más que cualquier grito de terror. El sacerdote que la acompañaba, el padre Justino Herrera, intentaba que rezara el acto de contrición. Pero Catalina solo repetía una frase una y otra vez: “No estoy sola, ellos vienen conmigo.

” Cuando llegó al patíbulo, el alcalde leyó la sentencia con voz oficial. Los cargos, las pruebas, el veredicto, todo sonaba hueco ante la multitud silenciosa. El notario Menéndez estaba entre los testigos oficiales. Había llevado un cuaderno. Necesitaba registrar todo. Décadas después, sus notas serían encontradas y en ellas escribió.

Cuando la sentaron en el garrote, ella no opuso resistencia. Cerró los ojos y comenzó a cantar. La misma canción que había entonado aquella noche en la habitación de los muertos. Una melodía antigua que elaba la sangre. El verdugo tuvo que pedirle dos veces que callara. Ella obedeció, pero en sus labios se dibujaba una sonrisa.

El verdugo colocó el collar de hierro alrededor de su cuello, ajustó el tornillo posterior. Todo estaba listo. El juez Hidalgo levantó la mano, la señal final. Y entonces sucedió algo que ninguno de los presentes olvidaría jamás. En el momento exacto en que el verdugo comenzó a girar el tornillo, las campanas de la alambra comenzaron a repicar.

No era hora de misa, no había razón para que sonaran, pero todas las campanas de Granada empezaron a tocar al unísono. Don, don, don. 20 campanadas, una por cada marido. La multitud murmuró asustada. El verdugo detuvo su mano mirando al juez con incertidumbre, pero el juez nervioso le ordenó continuar. Catalina abrió los ojos y con el último aliento que le quedaba antes de que el hierro le aplastara la tráquea, pronunció sus últimas palabras: “Los 20 me esperan en la siguiente habitación.

” El tornillo giró, el cuello se quebró, el cuerpo de Catalina Romero se desplomó sin vida. Las campanas dejaron de sonar. Según el acta de defunción firmada por el Dr. Sans Robles, Catalina Romero de los Santos murió a las 712 de la mañana del 3 de enero de 1900, causa de muerte, ejecución por Garroteeville. Edad, 40 años.

Pero lo que el acta no registró fueron los eventos que siguieron. Su cuerpo fue llevado al cementerio de San José en las afueras de Granada. Según la orden del juez, debía ser enterrada en fosa común, sin lápida, sin ceremonia. Pero el padre Justino, conmovido, a pesar de todo, insistió en dar la extrema unción.

Mientras el sacerdote murmuraba las oraciones, los sepultureros notaron algo extraño. El cuerpo de Catalina no presentaba signos de rigidez cadavérica. Su piel mantenía cierta elasticidad, sus labios una coloración casi natural. Parece que estuviera dormida, comentó uno de ellos. No hables así, respondió el otro, santiguándose.

Entiérrala rápido y no miremos atrás. Y eso hicieron. Pero el verdadero horror comenzó con los 20 cuerpos que quedaron en la casa del Albaisín. El juez Hidalgo ordenó que fueran exhumados y enterrados en cementerios distintos separados por toda la provincia de Granada. La idea era romper el círculo, dispersar aquello que Catalina había unido.

Durante tr días, equipos de enterradores trabajaron en la casa. Transportaban los cuerpos en ataúdes sellados bajo vigilancia militar. Cada uno fue llevado a un cementerio diferente, algunos a pueblos remotos de la Alpujarra, otros a localidades de la costa. Pero todos los equipos reportaron lo mismo. Los cuerpos no pesaban lo que deberían.

Estaban ligeros, como si algo se hubiera evaporado de ellos, y cuando los movían, algunos juraban escuchar susurros, palabras indistinguibles que parecían venir del interior de los ataúdes. El enterrador Mateo Vargas, encargado de transportar el cuerpo de don Gonzalo hasta el cementerio del Anjarón, dejó escrito en una carta a su hermano. Durante todo el viaje sentí que alguien me observaba, no desde afuera del carro, sino desde dentro del ataúd.

Cuando llegamos y lo bajamos, el ataúd se había calentado como si hubiera un brasero dentro. Cuando lo abrimos para verificar, el cuerpo estaba intacto, pero juro por Dios que vi una sonrisa que antes no estaba allí. La casa del Albaicín fue clausurada. El ayuntamiento ordenó que fuera sellada y ninguna familia debía habitarla jamás.

Durante años permaneció vacía con las ventanas tapeadas y una cruz pintada en la puerta. Pero los vecinos aseguraban que la casa no estaba realmente vacía. Por las noches se veía luz en las ventanas tapeadas, una luz tenue como de velas. Y a veces, cuando el silencio era absoluto, se escuchaba aquella canción, la misma que Catalina había cantado antes de morir. Los años pasaron. El caso Romero se convirtió en leyenda.

Los periódicos dejaron de escribir sobre ella. Las nuevas generaciones solo conocían la historia como un cuento de terror que las abuelas contaban para asustar a los niños. Pero la verdad nunca desapareció del todo, solo se enterró como los cuerpos. Granada. Año 2018. Más de un siglo después de la ejecución de Catalina, un equipo de arqueólogos de la Universidad de Granada obtuvo permiso para excavar en el antiguo cementerio de San José. El proyecto buscaba documentar prácticas funerarias del siglo XIX. Entre las

tumbas excavadas encontraron una fosa sin lápida. Dentro un esqueleto femenino con señales de ejecución en las vértebras cervicales. Los registros antiguos confirmaron que era el cuerpo de Catalina Romero, pero lo que encontraron junto al esqueleto dejó perplejos a los investigadores. 20 pequeños frascos de vidrio sellados con cera, cada uno contenía un líquido turbio y un papel enrollado dentro.

La doctora Elena Márquez, directora de la excavación, ordenó abrir los frascos en el laboratorio de la universidad. Cuando lo hicieron, descubrieron algo perturbador. Los papeles eran cartas, 20 cartas escritas con caligrafía del siglo XIX, cada una dirigida a un nombre diferente, los 20 nombres de los maridos de Catalina. Pero lo más inquietante era el contenido.

Las cartas habían sido escritas desde la prisión durante los días previos a su ejecución y todas decían lo mismo. Espérame. No tardaré. Cuando las campanas toquen 20 veces, sabré que es hora. Cruza sin miedo. Del otro lado, volveremos a estar juntos. El amor no termina con el último suspiro. El amor es la puerta que nunca se cierra.

La doctora Márquez publicó un artículo académico sobre el hallazgo, pero omitió un detalle que solo confió a su diario personal. Cuando abrimos los frascos, el líquido aún estaba húmedo. Después de más de 100 años enterrado, debería estar evaporado, pero no. Y cuando analizamos el contenido, descubrimos que no era agua, eran lágrimas. Lágrimas humanas mezcladas con aceites esenciales, mirra, cedro y algo más que no pudimos identificar, algo que preserva, algo que mantiene. El descubrimiento generó interés en la comunidad paranormal.

Investigadores de fenómenos inexplicables comenzaron a rastrear los cementerios donde habían sido enterrados los 20 maridos de Catalina y descubrieron algo escalofriante. 19 de las 20 tumbas estaban vacías. Los ataúdes seguían allí sellados sin signos de profanación. Pero cuando los abrieron no había cuerpos, solo tierra.

Y en el fondo de cada ataúd grabado en la madera, el mismo símbolo, un círculo con 20 líneas radiantes. El único cuerpo que permanecía en su tumba era el de don Gonzalo el primer marido. Pero su esqueleto mostraba algo anómalo. Los huesos tenían una pátina cerúlea, un tono azul que no correspondía a ningún proceso de descomposición conocido.

En 2020, un documental independiente titulado La viuda eterna intentó reconstruir la historia de Catalina. El equipo de producción viajó a Granada y solicitó permiso para filmar en la antigua casa del Albaicín. La casa, después de más de un siglo abandonada, había sido adquirida por el ayuntamiento para convertirla en museo.

Durante la renovación, los obreros encontraron algo en el sótano, una habitación oculta que no aparecía en los planos originales. Dentro de esa habitación había un altar, 20 velas dispuestas en círculo y en el centro un espejo antiguo cubierto con tela negra. Cuando los restauradores retiraron la tela, el espejo no reflejaba la habitación, reflejaba otra cosa, una habitación distinta con 20 camas y en esas camas formas borrosas que parecían cuerpos. El equipo de restauración abandonó el trabajo.

Hasta el día de hoy, la casa sigue sin abrirse al público, oficialmente por problemas estructurales, extraoficialmente porque nadie quiere entrar allí. Los vecinos actuales del Albaicín, muchos de ellos descendientes de las mismas familias que vivían en 1899, siguen contando historias. Dicen que en ciertas noches de enero, especialmente el día 3, se escucha aquella canción, la melodía antigua que Catalina cantaba.

Y algunos, los más ancianos, los que conocen las historias que no se cuentan en voz alta, afirman algo más, que a veces, cuando la luna está llena, puede verse una figura femenina vestida de negro caminando por las calles del Albaicín. No proyecta sombra, no hace ruido, solo camina como buscando algo o a alguien.

Un testigo anónimo entrevistado en 2022 para un podcast de misterios urbanos relató, “Vivo frente a donde estaba su casa. Una noche de insomnio, a eso de las 3 de la madrugada miré por la ventana y la vi. Una mujer de negro parada frente a la puerta tapeada. Tenía el cabello largo suelto. No me pregunten cómo lo sé, pero supe que era ella.

Se quedó allí durante minutos. Entonces levantó la mano como saludando a alguien, como si en esa casa hubiera gente esperándola. Y luego simplemente se desvaneció. No caminó, no se fue, se disolvió en el aire. No he vuelto a mirar por esa ventana de noche. Los archivos históricos de Granada guardan el expediente completo del caso Romero Santos.

800 folios de testimonios, evidencias, cartas, dibujos, todo perfectamente catalogado. Pero hay un documento final que pocos conocen. Fue agregado al expediente en 1945 por un archivista anónimo. Es una nota escrita a mano, sin firma. En 1944, durante la renovación del cementerio de San José, mi abuelo trabajaba como sepulturero.

Me contó que al pasar junto a la fosa donde fue enterrada Catalina Romero, la tierra siempre estaba caliente. En pleno invierno, con nieve cubriendo las lápidas, esa zona permanecía sin escarcha, como si algo bajo tierra generara calor. Los sepultureros evitaban caminar por allí. Decían que si te detenías sobre esa fosa y guardabas silencio, podías escuchar 20 voces susurrando al unísono, 20 voces masculinas y una femenina que las dirigía como un coro.

Hoy la historia de Catalina Romero es conocida en toda España, pero en Granada se la recuerda con un matiz distinto, no como una asesina, no como una loca, sino como un recordatorio. un recordatorio de que el amor puede ser la fuerza más hermosa del universo, pero también la más oscura. Que el deseo de no estar solo puede convertirse en obsesión y que la obsesión, cuando se mezcla con inteligencia y paciencia puede crear monstruos.

Los expertos en psicología criminal han estudiado el caso, la clasifican como un ejemplo extremo de trastorno de abandono combinado con necrofilia simbólica y delirios de inmortalidad. Explican que Catalina nunca superó el trauma de ver morir a sus padres, que desarrolló un mecanismo de defensa patológico. Si conservaba los cuerpos, la muerte no era real.

Pero hay algo que la ciencia no puede explicar, algo que los documentos registran, pero que nadie quiere investigar demasiado profundamente. Los 19 cuerpos que desaparecieron de sus tumbas nunca fueron encontrados. Ninguna profanación fue reportada, ningún robo. Los ataúdes permanecían sellados desde 1900 y, sin embargo, estaban vacíos.

¿A dónde fueron? ¿Cómo es posible que 19 cuerpos momificados se evaporaran sin dejar rastro? Hay una teoría que circula en círculos esotéricos. No tiene base científica, no hay pruebas, pero persiste. Teoría dice que Catalina sabía algo que nosotros hemos olvidado, que los antiguos métodos de preservación no solo conservaban el cuerpo, conservaban algo más, una conexión, un hilo invisible que ataba el cuerpo al alma y que cuando ella murió, cuando cruzó al otro lado, ese hilo se tensó y los 19 cuerpos que había preservado con tanto amor fueron llamados no al mundo físico,

sino a otro lugar. A esa siguiente habitación que Catalina mencionó antes de morir suena a locura, a superstición. Pero entonces, ¿cómo se explica que los ataúdes estuvieran vacíos? ¿Cómo se explica el espejo en el sótano que refleja una habitación que no existe? ¿Cómo se explica que después de más de un siglo siga viendo a una mujer de negro en las calles del Albaisín? Quizás nunca lo sabremos.

Quizás no debamos saberlo, porque hay preguntas cuyas respuestas no están hechas para mentes racionales. Hay misterios que existen en el límite, donde termina la ciencia y comienza algo más antiguo, algo que nuestros antepasados conocían, pero que hemos olvidado. El amor, la muerte, la eternidad, la obsesión.

Catalina Romero desafió todas las leyes, las de los hombres, las de Dios, las de la naturaleza. mató a 20 hombres, no por odio, sino por amor. Un amor tan intenso, tan desesperado, que no podía aceptar la separación. Era una asesina. Sí, era una loca, probablemente era un monstruo. Depende de cómo definamos la palabra. Pero hay algo que nadie puede negar. Era una mujer que amaba con una intensidad que trascendía la razón.

Y en ese amor desmedido, en esa incapacidad de soltar, creó algo que persiste hasta hoy, un eco, una sombra, una habitación que existe entre la vida y la muerte. Y en esa habitación, según dicen los que aún creen en estas cosas, Catalina Romero sigue esperando. No sola, nunca sola, rodeada de sus 20 esposos, su familia eterna, su amor imposible hecho realidad, en un plano que nuestros ojos no pueden ver.

Porque el amor, cuando es absoluto, no obedece las leyes del tiempo, no acepta la derrota de la muerte y no pide perdón por existir. Granada recuerda, las piedras del albaicín recuerdan. Y cada 3 de enero, cuando las campanas tocan al amanecer, hay quienes cuentan un, dos, tres, hasta 20.

Y entonces saben que ella sigue allí, en algún lugar, en alguna habitación que no aparece en ningún mapa, donde el amor no termina con el último suspiro, donde 20 hombres duermen para siempre y una mujer vestida de negro los vigila, los cuida, los ama por toda la eternidad. ¿Tú qué habrías hecho en su lugar si hubieras perdido a todos los que amabas? ¿Hasta dónde habrías llegado para no volver a estar solo? ¿Dónde termina el amor y comienza la locura? Déjalo en los comentarios y suscríbete para más historias reales que nunca debieron salir de los archivos.

Porque en el silencio de los expedientes olvidados, en las cartas que nadie debió leer, en los sótanos de los conventos y en las fosas sin lápida, duermen secretos que desafían todo lo que creemos saber sobre el amor, la muerte y lo que hay más allá. Y a veces, solo a veces esos secretos despiertan.