
Año 1934, Guanajuato, México. En los archivos polvorientos de la diócesis, enterrado entre legajos de bautizos y defunciones, existe un expediente que la Iglesia selló con cera y fuego. No aparece en catálogos públicos, no tiene número de clasificación. Los curas, que alguna vez lo leyeron, se negaron a hablar de su contenido.
Solo una nota manuscrita en el margen escrita por un obispo ya fallecido, advierte, no es teología, es memoria y la memoria no debería regresar así. La historia comienza en abril de 1934 cuando Samuel Herrera Solís, un niño de apenas 5 años, desapareció mientras jugaba a la orilla del río Guanajuato.
Su cuerpo fue encontrado tres días después, enredado entre las raíces de un sauce llorón, con el rostro hinchado y una expresión que los campesinos que lo rescataron describieron como demasiado serena para un ahogado. El agua le había arrancado la inocencia, pero también algo más, algo que los médicos no supieron nombrar. 6 meses después, en la misma casa donde lloraron su muerte, nació otro niño. Lo llamaron Mateo.
Pero Mateo no era solo Mateo. Antes de comenzar, cuéntanos desde qué país y ciudad nos estás escuchando. Queremos saber hasta dónde llegan estas voces y en qué momento del día la oscuridad te encuentra. El expediente sellado, el documento conocido como caso Herrera, clasificado por orden episcopal, conservado en el Archivo Secreto de la Diócesis de Guanajuato, fue redactado entre noviembre de 1934 y marzo de 1935 por el padre Leopoldo Ruiz, párroco de la Iglesia de San Cayetano.
El expediente consta de 47 páginas manuscritas, testimonios de vecinos, cartas de la familia Herrera y un informe médico no autorizado que incluye fotografías que ya no existen. El archivo fue sellado en 1936 y solo fue revisado parcialmente en 1978 cuando un seminarista llamado Ernesto Valdés lo halló por error mientras buscaba registros de bautismo.
Valdés copió algunos fragmentos en su diario personal antes de que el padre rector le prohibiera continuar. Ese diario encontrado tras su muerte en 1994 es la única fuente directa que hoy conocemos sobre lo ocurrido en aquella casa de piedra al norte de Guanajuato. La familia Herrera vivía en una modesta propiedad en las afueras del pueblo de Valenciana, a menos de 10 km de la capital del estado. Eran gente sencilla.
Lucio Herrera, el padre, trabajaba como capataz en una mina de plata. Su esposa, Consuelo Solís era bordadora y cuidaba de sus tres hijos, Samuel, el mayor, Ana, de 3 años, y el recién nacido, cuyo nombre aún no habían decidido cuando Samuel desapareció. Samuel era un niño callado, observador, con un lunar pequeño en forma de media luna bajo el ojo izquierdo.
Los vecinos lo recordaban como un niño demasiado serio para su edad, que rara vez sonreía, pero que podía quedarse horas mirando el agua del río como si esperara algo. El 14 de abril de 1934, un sábado caluroso, Samuel salió a jugar con otros niños cerca del río. Su madre le advirtió que no se acercara demasiado. Él asintió en silencio como siempre.
Dos horas después, los gritos de los niños alertaron al pueblo. Samuel había desaparecido bajo el agua. Nadie lo vio caer, solo desapareció. Testimonio de Pedro Luna, campesino. 16 de abril de 1934. Fragmento del acta levantada por el comisario municipal de Valenciana. Llegamos al río cuando el sol empezaba a ocultarse.
El agua corría turbia por las lluvias de la semana anterior. Tardamos casi 2 horas en encontrarlo. Estaba enredado en las raíces del sauce, en la curva donde el río se ensancha. Lo que me perturbó no fue que estuviera muerto, era la manera en que estaba. No flotaba, estaba de pie, sostenido por las raíces, como si algo lo hubiera acomodado ahí.
Y sus ojos, señor comisario, sus ojos estaban abiertos mirando hacia arriba, hacia la superficie, como si todavía estuviera vivo, esperando salir. El informe médico emitido por el Dr. Ramiro Estrada, médico rural de Valenciana, certificó muerte por asfixia. Sin embargo, en una anotación personal hallada años después entre sus papeles, Estrada escribió algo más inquietante.
El cuerpo presenta signos típicos de ahogamiento, pulmones llenos de agua, piel macerada, livideces en las extremidades. Pero hay algo que no puedo explicar. El rigor mortis no corresponde con el tiempo estimado de inmersión. Es como si el cuerpo hubiera muerto dos veces, una en el agua, otra antes de entrar. El funeral se celebró el 18 de abril en la parroquia de San Cayetano.
La madre Consuelo lloró en silencio durante toda la ceremonia. El padre Lucio permaneció rígido con la mirada perdida, pero fue la hermana pequeña Ana quien pronunció las palabras que nadie olvidaría. Mientras el féretro era bajado a la tumba, la niña de 3 años, que hasta entonces no había hablado, señaló hacia el río visible desde el campo santo y dijo con una claridad terrible, Samuel no se fue.
Samuel se escondió en el agua y ahora está esperando. Los presentes atribuyeron las palabras al trauma infantil. Nadie quiso darles importancia. Pero el padre Leopoldo Ruiz, que presidió el funeral, las anotó en el margen de su agenda con una sola palabra: inquietante. El embarazo silencioso. Consuelo.
Solís estaba embarazada de 4 meses cuando Samuel murió. El embarazo, que había mantenido en privado hasta entonces se convirtió en el único consuelo de la familia. Lucio, devastado por la pérdida de su hijo mayor, se aferró a la idea de que el nuevo bebé podría llenar el vacío dejado por Samuel. Pero el embarazo no transcurrió con normalidad.
A partir de la quinta semana, tras la muerte de Samuel, Consuelo comenzó a experimentar síntomas que el Dr. Estrada no supo explicar. Dolores agudos en el vientre que no correspondían con contracciones, sueños recurrentes en los que veía a Samuel bajo el agua señalándola, diciéndole algo que ella no lograba escuchar, y lo más perturbador, una sensación constante de ser observada desde el interior.
En su diario personal, hallado décadas después, Consuelo escribió: “6 de junio de 1934. Anoche volví a soñar con Samuel. Esta vez estaba más cerca, podía ver su rostro bajo el agua, pero no era el rostro de un niño ahogado, era el de un niño que respira bajo el agua como si fuera aire. Me miraba fijamente y cuando desperté sentí una patada en el vientre, pero no fue una patada común.
Fue como si algo dentro de mí hubiera dado la vuelta, como si se estuviera acomodando. Los vecinos comenzaron a notar cambios en consuelo. Ya no salía de casa, evitaba hablar con la gente. Pasaba horas sentada frente a la ventana que daba al río con las manos sobre el vientre murmurando palabras que nadie lograba entender.
Lucio, preocupado, consultó al doctor Estrada. El médico examinó a consuelo y no encontró nada anormal desde el punto de vista físico, pero en privado le confesó a Lucio, su esposa está sana, el bebé está bien, pero hay algo que no me gusta. Cuando pongo el estetoscopio en su vientre, a veces escucho dos latidos.
No me refiero a gemelos, me refiero a dos corazones latiendo en momentos diferentes, como si hubiera dos presencias. Lucio no supo qué responder, solo le pidió que no le dijera nada a consuelo. El nacimiento. El 4 de octubre de 1934, 6 meses exactos después de la muerte de Samuel, Consuelo entró en trabajo de parto. El parto fue rápido, casi violento.
El doctor Estrada, asistido por la partera local, Guadalupe Mendoza, recibió al bebé poco después de medianoche. Era un niño, un niño sano, de buen peso, con los pulmones fuertes. Lloró al nacer como todos los recién nacidos, pero cuando lo limpiaron y lo envolvieron en mantas, la partera se detuvo en seco.
Lucio, que sostenía una lámpara de aceite para dar luz, se acercó. El niño tenía un lunar bajo el ojo izquierdo, un lunar en forma de media luna, exactamente igual al de Samuel. La partera Guadalupe Mendoza dejó constancia de ese momento en una carta que escribió al padre Ruiz semanas después. Padre, le juro por Dios que cuando vi ese lunar sentí que el cuarto se enfrió. El doctor Estrada también lo notó.
Nos miramos sin decir nada y entonces el niño dejó de llorar, abrió los ojos y yo, padre, yo habré visto miles de recién nacidos en mi vida. Pero ninguno me miró como ese niño me miró esa noche. No era la mirada de un bebé, era la mirada de alguien que ya había vivido.
Consuelo agotada por el parto, tomó al bebé en brazos, lo miró largo rato y entonces, con una voz apenas audible, dijo, “Samuel, regresaste.” Lucio la corrigió de inmediato. No es Samuel Consuelo, es nuestro nuevo hijo. Se llamará Mateo. Pero Consuelo no dejó de mirar al niño, y el niño no dejó de mirarla a ella. El Dr. Estrada anotó en su informe: “Parto sin complicaciones, niño sano. Peso 3.
2 kg, marca de nacimiento lunar bajo ojo izquierdo. Coincidencia notable con el difunto hermano. Recomiendo vigilancia médica y espiritual. Hay algo en esta casa que no corresponde con el orden natural. Las primeras señales. Durante las primeras semanas, Mateo se comportó como cualquier recién nacido. Lloraba cuando tenía hambre.
dormía cuando estaba satisfecho, pero poco a poco comenzaron a manifestarse detalles que perturbaron a toda la familia. A las tres semanas de nacido, Mateo dejó de llorar por completo. No era que estuviera enfermo, simplemente dejó de emitir sonidos. Permanecía despierto durante horas, con los ojos abiertos, siguiendo a su madre con la mirada.
Y cuando Consuelo se acercaba al río para lavar ropa, Mateo giraba la cabeza en esa dirección, como si pudiera ver a través de las paredes. Ana, la hermana de 3 años, comenzó a tener miedo del bebé. Se negaba a acercarse a la cuna. Cuando Consuelo le preguntaba por qué, la niña respondía siempre lo mismo. Ese no es Mateo, es Samuel. Y Samuel está mojado. Lucio intentó ignorar los comentarios de su hija, pero una noche al levantarse para revisar al bebé encontró algo que lo dejó paralizado.
Mateo estaba despierto, mirando hacia el techo y alrededor de su cuna el suelo estaba húmedo. No era orina ni ningún líquido identificable. Era agua, agua clara, fría, con un leve olor a río. Lucio limpió el suelo sin decir nada. Pero esa misma noche en su diario escribió, “No puedo explicar lo que vi. No hay gotera en el techo, no hay humedad en las paredes.
¿De dónde sale esa agua? ¿Y por qué?” Cuando me incliné a secarla, sentí que alguien me observaba desde el fondo del piso, como si hubiera una profundidad invisible bajo la madera. Consuelo, por su parte, comenzó a hablarle al bebé como si fuera Samuel. le cantaba las mismas canciones que le cantaba a su hijo muerto, le decía las mismas palabras.
Y cuando Lucio le pedía que dejara de hacerlo, ella lo miraba con ojos ausentes y respondía, “Él lo sabe. Él recuerda.” El doctor Estrada visitó la casa en noviembre, un mes después del nacimiento. Examinó al bebé y lo encontró en perfectas condiciones físicas, pero en privado le dijo a Lucio, “Este niño es sano, pero no es normal. No sé cómo explicarlo. Es como si estuviera aquí y en otro lugar al mismo tiempo.
Cuando lo cargo, siento que peso más de lo que debería, como si cargara dos cuerpos. Lucio le pidió discreción. El médico asintió, pero al salir de la casa se detuvo en el umbral y miró hacia el río. Entonces murmuró algo que Lucio apenas alcanzó a escuchar. Si fuera usted, padre, yo me mudaría lejos del agua. La visita del padre Ruiz.
A principios de diciembre de 1934, la partera Guadalupe Mendoza acudió al padre Leopoldo Ruiz, párroco de San Cayetano, y le contó todo lo que había presenciado en la casa Herrera. El cura, hombre pragmático y poco dado a supersticiones, decidió realizar una visita pastoral de rutina, lo que encontró lo obligó a abrir un expediente confidencial.
El padre Ruiz llegó a la casa una tarde de diciembre bajo un cielo cubierto de nubes bajas. Consuelo lo recibió con una cortesía tensa. Lucio estaba en la mina. Ana jugaba sola en un rincón evitando mirar hacia la cuna. Ruiz se acercó a bendecir al bebé. Mateo tenía dos meses. Estaba despierto con los ojos fijos en el techo. El cura preparó el agua bendita y comenzó la oración.
Pero cuando rocíó las primeras gotas sobre la frente del niño, ocurrió algo que Ruiz nunca pudo olvidar. El agua no se deslizó por la piel del bebé, se evaporó como si la piel estuviera hirviendo. Ruiz se detuvo, miró a consuelo. Ella tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no dijo nada.
El cura intentó nuevamente, esta vez sostuvo la mano del bebé para hacer la señal de la cruz. Y en ese momento sintió algo que lo hizo retroceder. La mano del bebé estaba fría, no tibia como debería ser la piel de un niño, fría como la temperatura del agua de un río en invierno. Ruiz terminó la bendición con prisa y salió de la casa.
Esa misma noche, en su despacho parroquial, escribió la primera entrada del expediente que luego sería sellado. 12 de diciembre de 1934. He visitado la casa de Lucio Herrera. El niño nacido el 4 de octubre presenta anomalías que no puedo atribuir a causas naturales. El agua bendita se evapora al contacto con su piel. Su temperatura corporal es inferior a lo normal.
Y cuando lo miré a los ojos, Padre celestial, cuando lo miré a los ojos, vi algo que no debería estar en un bebé de 2 meses. Vi reconocimiento, vi memoria, vi a alguien que ya había muerto. El padre Ruiz consultó con el obispo de Guanajuato. La respuesta fue clara. Observe, no intervenga y no hable de esto con nadie. Pero Ruiz siguió visitando la casa y lo que presenció en los meses siguientes lo convenció de que algo profano había regresado con aquel niño, algo que no debería haber cruzado de vuelta.
A medida que Mateo crecía, la frontera entre lo natural y lo imposible se volvía cada vez más delgada. No era solo el lunar idéntico, no era solo la temperatura de su piel, era la forma en que el niño parecía recordar cosas que nunca había vivido o quizás cosas que había vivido antes de nacer.
El padre Leopoldo Ruiz intensificó sus visitas a la Casa Herrera durante el invierno de 1935. En su expediente, ahora custodiado bajo llave en la sacristía de San Cayetano, el cura documentó con precisión científica cada anomalía, cada palabra extraña, cada comportamiento que desafiaba la lógica.
Y con cada página que escribía, la certeza crecía en su interior como una sombra fría. Aquel niño no había nacido vacío. Algo lo habitaba desde antes de tomar su primer aliento. Testimonio de Guadalupe Mendoza. Partera. 8 de enero de 1935. Declaración recogida por el padre Leopoldo Ruiz. Padre, yo he traído al mundo más de 200 niños en mis 40 años de oficio. Conozco el llanto de un recién nacido. Conozco el miedo de un bebé que tiene hambre o frío.
Pero lo que vi en ese niño, en Mateo, no era ninguna de esas cosas. A los 3 meses dejó de llorar por completo. Y no porque estuviera cómodo, era como si hubiera decidido que ya no necesitaba llorar, como si supiera que alguien vendría de todos modos. Pero lo que más me perturbó fue lo que vi una tarde cuando fui a revisar a la señora Consuelo.
Ella estaba lavando ropa en la tina. El niño estaba en su cuna, supuestamente dormido. Me acerqué para arroparlo y lo encontré con los ojos abiertos mirando hacia la ventana. Seguí su mirada, padre. Afuera no había nada, solo el camino que lleva al río. Pero el niño miraba como si viera a alguien allí, como si alguien lo estuviera esperando. Le pregunté a la señora Consuelo si había notado algo raro.
Ella solo me miró con esos ojos cansados y dijo, “Él quiere volver al agua. Lo siento todas las noches. Cuando duermo, sueño que me ahogo. Y cuando despierto, Mateo está mirándome como si yo fuera la que se ahogó. Las primeras palabras. Los bebés suelen pronunciar sus primeras palabras entre los 10 y los 15 meses.
Palabras simples: mamá, papá, agua, sonido sin contexto profundo. Mateo pronunció sus primeras palabras a los 8 meses y no fueron simples. Era febrero de 1935. Lucio había regresado de la mina al anochecer. Consuelo preparaba la cena mientras Ana jugaba con una muñeca de trapo en el suelo. Mateo estaba sentado en su silla alta.
observando a su padre con esa mirada fija que ya no sorprendía a nadie en la casa. Lucio se quitó las botas y se sentó frente a la chimenea. El fuego crepitaba. El silencio de la casa era espeso como siempre. Entonces Mateo habló. No balbuceó. No emitió sonidos infantiles. Habló. Papá. El agua estaba fría. Lucio se quedó inmóvil. Consuelo dejó caer el cuchillo que sostenía.
Ana dejó de jugar y miró al bebé con los ojos muy abiertos. Mateo no lloraba, no sonreía, solo miraba a su padre con una expresión que ningún niño de 8 meses debería poder mostrar reconocimiento. Lucio se levantó lentamente, caminó hacia su hijo y se arrodilló frente a él. Su voz temblaba cuando preguntó, “¿Qué dijiste?” Mateo inclinó la cabeza hacia un lado, como haría alguien que intenta recordar algo lejano.
Y entonces, con esa voz aguda, pero extrañamente articulada, dijo, “El agua me tapó la boca. Quise gritar, pero el agua entró y no pude salir.” Consuelo soltó un gemido ahogado. Lucio se tambaleó hacia atrás. Ana comenzó a llorar y Mateo siguió mirándolos tranquilo, como si acabara de comentar algo tan natural como el clima, Lucio tomó al niño en brazos.
Su piel estaba helada, más fría de lo que jamás había estado. Y cuando lo miró a los ojos, lo que vio lo hizo retroceder. No eran los ojos de Mateo, eran los ojos de Samuel. Carta de Lucio Herrera al padre Leopoldo Ruiz, 15 de febrero de 1935. Encontrada entre los archivos personales del padre Ruiz. Padre Leopoldo, no sé a quién más recurrir.
Los médicos me dicen que mi hijo está sano, que es solo coincidencia, que los niños a veces aprenden a hablar temprano, pero usted estuvo aquí. Usted vio lo que yo vi. Mi hijo habla de cosas que no debería saber. Ayer le pregunté qué había comido y me dijo, “Pan como el que me dabas antes de ir al río. Padre, Mateo nunca ha ido al río, pero Samuel, sí. Samuel iba conmigo los sábados.
Mi esposa ya no distingue entre ellos. Llama a Mateo Samuel todo el tiempo, le canta las mismas canciones, le dice las mismas palabras y el niño, el niño responde como si recordara. Anoche encontré a Consuelo sentada junto a la cuna llorando. Le pregunté qué pasaba y me dijo, “Él me contó cómo se sintió morir. Dijo que el agua era verde, que había algo en el fondo que lo miraba y que cuando dejó de respirar no sintió miedo, solo frío. Padre, mi hijo tiene 8 meses. No debería poder hablar así.
No debería poder recordar su propia muerte. ¿Qué está pasando en mi casa? Por favor, venga pronto. Lucio Herrera. La segunda visita del padre Ruiz. El padre Leopoldo Ruiz llegó a la casa Herrera el 18 de febrero de 1935 acompañado del padre Hermenegildo Torres, un sacerdote mayor con experiencia en casos de posesión y fenómenos inexplicables.
El obispo había autorizado la visita, pero con una advertencia clara. Observen, no exorcicen y no documenten nada que pueda comprometer a la diócesis. Ruiz ignoró la última instrucción. Los dos sacerdotes encontraron a Consuelo en un estado de agotamiento extremo. Lucio parecía haber envejecido 10 años en dos meses.
Ana se escondió detrás de su madre en cuanto vio las sotanas negras. Y Mateo estaba sentado en el suelo jugando con bloques de madera, jugando como cualquier bebé de 8 meses. El padre Torres se acercó al niño. Lo observó durante varios minutos sin decir palabra. Mateo lo ignoró por completo, concentrado en apilar los bloques. Entonces Torres habló. Su voz era suave pero firme.
“¿Cómo te llamas?” El niño no respondió, siguió jugando. “¿Cómo te llamas?”, repitió Torres, esta vez más fuerte. Mateo levantó la vista. Sus ojos oscuros y profundos se clavaron en el sacerdote y con una calma escalofriante respondió, “Samuel, pero mamá me llama Mateo ahora.” El silencio que siguió fue absoluto. Torres miró a Ruiz.
Ruiz miró a Lucio. Nadie sabía qué decir. El padre Torres se santiguó y preguntó, “¿Dónde está Samuel?” El niño señaló hacia la ventana, hacia el río que serpenteaba a lo lejos. Allá bajo el agua esperando. Torres insistió. Esperando que Mateo inclinó la cabeza.
Entonces, con una voz que parecía venir de muy lejos, susurró a que alguien más baje. Informe confidencial del padre Hermenegildo Torres. 19 de febrero de 1935. Fragmento enviado al obispo de Guanajuato. Excelencia, he examinado al menor conocido como Mateo Herrera. Físicamente, el niño presenta desarrollo normal. Sin embargo, su comportamiento y capacidad lingüística son incompatibles con su edad cronológica.
Durante mi visita, el niño respondió preguntas complejas con coherencia inusual. No balbuceo. No presentó confusión típica de la infancia. respondió como un adulto que recuerda, “Realicé una prueba simple. Le mostré una fotografía del difunto Samuel Herrera que la familia conserva en un marco.
Le pregunté, ¿quién es este niño?” El menor no dudó, señaló la fotografía y dijo, “Soy yo antes, excelencia. He visto casos de posesión demoníaca. He asistido a enfermos mentales que creen ser otras personas, pero esto es distinto. Este niño no está poseído. Este niño recuerda, y si estoy en lo correcto, lo que habita en ese cuerpo no es un demonio, es una memoria. Una memoria que no debería haber regresado.
Recomiendo investigación eclesiástica inmediata y aislamiento de la familia. Si este caso se hace público, las implicaciones teológicas serían devastadoras. No estamos ante un milagro, estamos ante una blasfemia. Padre Hermenegildo Torres, SJ. Los sueños de consuelo. Durante marzo de 1935, Consuelo Solís comenzó a llevar un diario donde registraba los sueños que la atormentaban cada noche.
El diario encontrado tras su muerte en 1968 contiene 43 páginas de letra apretada, a veces casi ilegible. Algunas páginas están manchadas con agua, otras con lágrimas. Entrada del 3 de marzo de 1935. Anoche soñé que Samuel me llamaba desde el río. Su voz venía de abajo, desde el fondo. Me decía, “Mamá, ven. Aquí puedo respirar. Aquí no hace frío.” Me desperté empapada.
La cama estaba mojada, pero no era sudor, era agua. Agua que olía a río. Entrada del 12 de marzo de 1935. Mateo me miró hoy y me dijo, “Mamá, ¿por qué me dejaste ir al río solo?” Yo no supe qué responder. Samuel murió porque se fue solo al río. Mateo no debería saberlo, pero lo sabe. Lo sabe todo. Entrada del 20 de marzo de 1935.
El padre Ruiz vino otra vez. Le dije que Mateo habla dormido. Dice cosas terribles. Anoche lo escuché murmurar. El agua tiene bocas. Las bocas respiran y cuando respiran nos tragan. ¿Qué significa eso? ¿Qué vio Samuel en el fondo del río? Entrada del 28 de marzo de 1935. Ya no puedo más. Lucio quiere mudarnos.
Dice que esta casa está pero yo sé que no es la casa, es Mateo o Samuel o lo que sea que vive dentro de él. Anoche lo encontré de pie frente a la ventana. tiene 9 meses, no debería poder pararse solo, pero allí estaba mirando hacia el río y cuando me acerqué me dijo sin voltear, “Mamá, ¿me extrañaste cuando me fui? Lloré tanto que no pude responder y él solo dijo, “Yo también te extrañé, por eso regresé.” Testimonio de Ana Herrera. Registrado en 1958.
Ana Herrera, hermana de Samuel y Mateo, concedió una entrevista en 1958 a un investigador anónimo. La grabación fue encontrada en 1992. Yo tenía 3 años cuando Samuel murió, cuatro cuando nació Mateo. Y aunque era pequeña, recuerdo todo con claridad. Recuerdo que Mateo no era como los otros bebés. No lloraba, no reía, solo miraba.
Y cuando me miraba a mí, sentía que veía a través de mí, como si buscara algo que yo no podía ver. Mi madre insistía en que yo jugara con él, pero yo tenía miedo. Un día le pregunté por qué me miraba así y él me respondió, “Tenía menos de un año, pero me respondió como un adulto.
Te miro para recordarte, porque a veces olvido que ya no estoy bajo el agua.” Yo le pregunté, “¿Tú eres Samuel?” Y él sonríó por primera vez desde que nació. Fue una sonrisa terrible, una sonrisa que un bebé no debería poder hacer. Y dijo, “Soy los dos. Soy el que se ahogó y el que nació después. Y cuando el agua me llame de nuevo, volveré a ser uno solo.
” Desde ese día no volví a hablarle. Y cuando tenía 6 años, cuando mis padres finalmente decidieron mudarnos, Mateo me miró desde el carruaje y dijo, “No importa a dónde vayamos, el río siempre me encontrará.” y tenía razón. El dibujo. En abril de 1935, Consuelo intentó una última estrategia para entender lo que estaba pasando. Le dio a Mateo lápices de colores y papel.
Quería ver si podía dibujar, si podía expresar lo que no podía explicar con palabras. Mateo tenía 10 meses. Tomó el lápiz azul y durante dos horas, sin detenerse dibujó algo que hizo que Consuelo corriera a buscar al padre Ruiz. El dibujo mostraba un río. Bajo el río, una figura humana pequeña, claramente un niño, flotaba boca arriba, pero no estaba solo.
A su alrededor había otras figuras, sombras alargadas con brazos extendidos y todas tenían bocas abiertas como si estuvieran gritando o respirando bajo el agua. En la esquina del dibujo, con letra infantil pero legible, Mateo había escrito algo que nadie le había enseñado a escribir. Ellos también quieren regresar. El padre Ruiz conservó el dibujo, lo incluyó en su expediente con una nota manuscrita.
Esto no es producto de la imaginación infantil, esto es testimonio. El niño ha visto algo y ese algo no pertenece a nuestro mundo. El dibujo fue destruido en 1936 por orden del obispo, pero una fotografía borrosa sobrevivió entre los papeles del padre Ruiz y esa fotografía, vista décadas después por investigadores, confirmó lo que muchos sospechaban.
En el río Guanajuato en aquel año de 1934, algo más se ahogó junto a Samuel, algo que no era humano y algo que había regresado con él. El informe del padre Hermenegildo Torres llegó al escritorio del obispo Ignacio Valdés el 25 de febrero de 1935. La respuesta episcopal fue inmediata y terminante.
Prohibición absoluta de hablar del caso, censura de cualquier documento que pudiera filtrarse al público y orden directa al padre Ruiz de suspender sus visitas a la casa herrera. Pero Ruiz no obedeció. Convencido de que lo que ocurría en aquella casa excedía lo meramente espiritual, el párroco comenzó una investigación por su cuenta. Revisó los archivos parroquiales de las últimas cinco décadas. Consultó registros civiles.
Habló con ancianos de la región que guardaban memoria de sucesos extraños y lo que descubrió lo hizo comprender una verdad aterradora. Samuel Herrera no era el primero y probablemente no sería el último. Archivo parroquial. Registro de defunciones anómalas 1880-1934. Fragmento del cuaderno personal del padre Leopoldo Ruiz. Fechado en marzo de 1935.
He revisado 55 años de registros de defunción en la parroquia de San Cayetano. Buscaba un patrón, algo que conectara la muerte de Samuel con otros casos similares. Y lo encontré. Entre 1880 y 1934, un total de 17 niños menores de 10 años murieron ahogados en el río Guanajuato dentro de un radio de 20 km.
La cifra en sí no es alarmante, los ríos son peligrosos y los niños descuidados. Pero lo que me perturbó fue lo siguiente. En 12 de esos 17 casos, las familias reportaron nacimientos posteriores de hermanos menores con características físicas idénticas a los niños ahogados. marcas de nacimiento en los mismos lugares, lunares, cicatrices congénitas e incluso, en tres casos documentados, comportamientos que sugerían memoria de vidas anteriores. El caso más antiguo data de 1882.
Un niño llamado Francisco Medina se ahogó en mayo. En noviembre, su madre dio a luz a otro hijo con el mismo lunar en forma de cruz en el cuello. El párroco de entonces, don Evaristo Sánchez, anotó en el margen del acta de bautismo, “La madre insiste en que el niño llora solo cuando pasa cerca del río y que por las noches, cuando todo está en silencio, escucha respiraciones húmedas provenientes de la cuna. El caso nunca fue investigado.
La familia abandonó el pueblo 6 meses después. Otro caso relevante. 1903. Rosario Villanueva. Una niña de 7 años, desapareció en el río durante una inundación. Su cuerpo apareció una semana después. Su madre, embarazada en ese momento, dio a luz tr meses más tarde a una niña con los mismos ojos verdes que Rosario, algo inusual en la familia de piel y ojos oscuros.
A los 2 años, la niña comenzó a hablar de la casa bajo el agua y de las voces que cantan en el lodo. El párroco que atendió el caso solicitó intervención del obispado. Nunca recibió respuesta. La familia se mudó a la ciudad de México y hay más, muchos más. ¿Qué hay en ese río? ¿Por qué los ahogados regresan? Testimonio del anciano Sebastián Cortés, 8 de marzo de 1935.
Sebastián Cortés, de 78 años, pescador retirado y residente más antiguo de Valenciana, fue entrevistado por el padre Ruiz. Padre, lo que usted pregunta es algo que todos sabemos, pero que nadie dice en voz alta. Ese río no es como otros ríos. Mi abuelo, que era minero como el padre de Samuel, me contó que cuando abrieron las primeras galerías en 1750, encontraron algo raro debajo de la montaña. No era plata, no era oro, era una cámara.
Una cámara de piedra tallada con símbolos que nadie pudo leer. Y en el centro de esa cámara un pozo. Un pozo que conectaba con el río subterráneo. Los españoles lo sellaron. Dijeron que era obra del Pero mi abuelo juró que antes de sellarlo escucharon algo, un sonido como de respiraciones múltiples, como si algo vivo habitara en las profundidades.
Desde entonces, el río cambió, el agua se volvió más fría, los peces empezaron a nadar en círculos y los niños que se ahogaban, padre, los niños que se ahogaban no se quedaban muertos del todo. Yo mismo vi uno de esos casos cuando tenía 20 años. Un niño llamado Esteban se ahogó en 1877. Su madre quedó viuda poco después, pero estaba embarazada.
Cuando nació el nuevo hijo, todos vimos que era idéntico a Esteban, mismo rostro, misma voz cuando empezó a hablar. Y a los 3 años el niño comenzó a contar cosas. Decía que recordaba estar bajo el agua, que había visto caras en el fondo, caras que lo miraban y le decían que podía volver si quería. El niño vivió hasta los 12 años. Entonces, una noche de tormenta, salió de su casa sin avisar a nadie.
Lo encontraron al día siguiente flotando en el mismo lugar donde Esteban había muerto. Padre, no sé qué es lo que vive en ese río, pero sé que cuando alguien se ahoga allí, una parte de ellos se queda y esa parte tiene hambre de regresar. La conexión con la mina. Impulsado por el testimonio de Sebastián Cortés, el padre Ruiz contactó con el ingeniero Rodrigo Palacios, supervisor técnico de la mina de Valenciana.
Palacios, hombre pragmático y poco dado a supersticiones, aceptó reunirse con el sacerdote bajo condición de discreción absoluta. El encuentro tuvo lugar el 15 de marzo de 1935 en el despacho de palacios, rodeados de mapas geológicos y planos antiguos de las galerías subterráneas. Transcripción de la conversación reconstruida del diario del padre Ruiz. Ruiz, ingeniero, necesito información sobre las galerías más antiguas de la mina, específicamente aquellas que fueron selladas en el siglo XVII. Palacios.
Padre, esas galerías son peligrosas. Muchas colapsaron hace décadas. ¿Por qué el interés, Ruis? He escuchado rumores de que durante la excavación original se encontró algo inusual, una cámara sellada. Palacios. Silencio prolongado. ¿Quién le contó eso? Ruis. Sebastián Cortés, su abuelo, trabajó aquí Palacios. Los Cortés siempre han sido habladores. Pero sí es cierto, hay registros.
En 1752, durante la expansión de la galería norte, los mineros rompieron accidentalmente una pared que daba a una cavidad natural. No estaba en los mapas. Le entró había una cámara circular tallada a mano, muy antigua, anterior a la colonia, sin duda, y en el centro, un pozo vertical que descendía hasta conectarse con un río subterráneo, el mismo que alimenta el río Guanajuato en superficie, Ruiz, que había en la cámara, palacios.
Los informes españoles son confusos. Hablan de ídolos de piedra con forma de pez y de grabados que representaban figuras humanas sumergiéndose en agua. Pero lo que más los asustó fue el pozo. Dijeron que cuando bajaban antorchas, el fuego se apagaba antes de llegar al fondo, como si algo lo absorbiera. Y escucharon sonidos, respiraciones, como si algo vivo habitara en el agua.
Ruiz, ¿qué hicieron? Palacios sellaron la cámara con piedra y argamasa, pusieron una cruz de hierro en la pared y prohibieron volver allí. Oficialmente esa galería se considera colapsada, pero yo he visto los planos. sigue intacta, solo que nadie quiere acercarse. Ruis, ¿por qué, Palacios? Porque los mineros que trabajaban cerca empezaron a reportar cosas extrañas.
Escuchaban voces que venían del agua, veían sombras moviéndose en los charcos. Algunos decían que cuando bebían del agua subterránea tenían pesadillas. Pesadillas en las que se ahogaban una y otra vez. Tres mineros murieron en esa sección entre 1753 y 1755. Todos por ahogamiento. Pero, padre, no había agua suficiente en esas galerías para que un hombre se ahogara y sin embargo los encontraron con los pulmones llenos. Ruiz, ¿cree que hay una conexión entre esa cámara y las muertes en el río? Palacios. Padre, yo soy hombre de
ciencia, trabajo con roca, metal y números, pero le diré algo. Hay lugares en esta tierra que no deberían ser abiertos y ese pozo es uno de ellos. Si lo que me cuenta sobre el niño Herrera es cierto, entonces lo que regresó en su hermano no vino solo del río, vino de lo que habita en el fondo, de lo que ha habitado allí desde antes de que nosotros llegáramos.
La decisión del obispo. Cuando el padre Ruiz presentó sus hallazgos al obispo Valdés en abril de 1935, la respuesta fue más alarmante de lo esperado. El obispo no se sorprendió. Ya lo sabía. Carta del obispo Ignacio Valdés al padre Leopoldo Ruiz. 3 de abril de 1935. Documento clasificado. Desclasificado parcialmente en 1978.
Padre Ruiz, su investigación confirma lo que el obispado ha guardado en secreto durante más de un siglo. La diócesis de Guanajuato mantiene un archivo cerrado que contiene 23 casos documentados de niños ahogados que, según testimonios de sus familias, regresaron en hermanos nacidos posteriormente. La Iglesia ha estudiado este fenómeno desde 1790. Se consultó con teólogos de Roma.
Se realizaron exorcismos. Se intentó bendecir el río, nada funcionó. Lo que habita en ese río no es un demonio en el sentido tradicional, no es un alma en pena, es algo anterior, algo que existía antes de que la fe llegara a estas tierras. Los pueblos prehispánicos tenían un nombre para ello, Aisotl, el perro de agua, la criatura que arrastraba a los ahogados a un reino subterráneo donde seguían viviendo, pero no como humanos, como memoria líquida.
La Iglesia intentó eliminar esa creencia, pero la creencia persiste porque la criatura persiste. Y ahora, padre Ruiz, usted me pregunta qué debemos hacer con el niño Herrera. La respuesta es terrible. Nada. No podemos exorcizar lo que no es posesión. No podemos salvar lo que ya eligió regresar. El niño que llaman Mateo es y no es Samuel.
Es una reencarnación profana, un alma que cruzó de vuelta por un camino que no debería existir. Si intentamos separarlo de lo que lo trajo, el resultado será peor, porque lo que habita en el río no tolera que le arrebaten considera suyo. Mi recomendación, observe desde la distancia. documente, pero no intervenga y rece, padre Ruiz.
Rece para que lo que vive en el fondo no decida traer de vuelta a más. Que Dios nos perdone por nuestra impotencia. Obispo Ignacio Valdés. El exorcismo prohibido. El padre Leopoldo Ruiz, en un acto de desobediencia que sellaría su destino, decidió ignorar la orden del obispo. El 20 de abril de 1935, acompañado por el padre Torres, acudió a la Casa Herrera con el propósito de realizar un exorcismo.
No informó a las autoridades eclesiásticas, no pidió permiso, simplemente fue. Lo que ocurrió esa noche fue registrado por Ruis en un informe manuscrito que jamás entregó al obispado. El documento encontrado tras su muerte en 1947 contiene algunas de las descripciones más perturbadoras del expediente. Informe del padre Leopoldo Ruiz. 21 de abril de 1935.
Fragmento del documento personal. Llegamos a la casa Herrera al anochecer. Lucio nos recibió con alivio. Consuelo permanecía sentada en una silla mirando hacia la ventana. Ana se había escondido en su habitación. Mateo, de 11 meses, estaba en su cuna. Despierto, mirándonos fijamente, el padre Torres y yo nos preparamos.
Pusimos agua bendita, sal consagrada, el crucifijo mayor de la parroquia. Comenzamos con las oraciones del ritual romano. Mateo no reaccionó, solo nos observaba. Cuando llegué a la parte de la invocación, cuando ordené que cualquier espíritu impuro abandonara el cuerpo del niño, ocurrió algo inesperado. El niño sonró.
No fue una sonrisa infantil, fue una sonrisa de reconocimiento, como si supiera exactamente lo que estábamos intentando hacer y como si supiera que no funcionaría. Entonces habló con una voz que no era la de un bebé de 11 meses, dijo, “Padre Leopoldo, el agua no se puede exorcizar porque el agua solo recuerda. Me detuve.” Torres palideció.
Le pregunté, “¿Quién eres?” Y el niño o lo que habitaba en él. Respondió, “Soy Samuel y soy Esteban y soy Francisco, y soy Rosario. Somos todos los que bajamos y decidimos subir de nuevo. El río nos guardó y ahora vivimos dos veces. Le pregunté, “¿Por qué regresas?” Su respuesta fue escalofriante. Porque abajo está frío y aquí arriba todavía sentimos el calor.
Pero cuando ya no lo sintamos, volveremos y entonces traeremos a otros. Intenté continuar el exorcismo. Rocié agua bendita sobre el niño. El agua se evaporó al contacto con su piel y entonces ocurrió algo que jamás olvidaré. El niño se puso de pie en la cuna solo, sin apoyo.
Un bebé de 11 meses no puede hacer eso, pero él lo hizo y señaló hacia la ventana, hacia el río invisible en la oscuridad. Ellos también quieren regresar, Padre, los que todavía están abajo, los que no han encontrado un cuerpo, pero pronto lo harán, porque el río sigue llamando y alguien siempre responde. La temperatura del cuarto descendió bruscamente.
El crucifijo que sostenía el padre Torres se agrietó. se partió en dos sin que nadie lo tocara y el niño volvió a acostarse, cerró los ojos y se durmió como si nada hubiera pasado. Torres me miró, estaba temblando. Yo también. Salimos de la casa sin decir palabra. Al día siguiente envié una carta al obispo solicitando reunión urgente. Nunca recibí respuesta.
El exorcismo había fallado porque lo que habitaba en Mateo Herrera no era un demonio que pudiera ser expulsado, era una memoria que había elegido encarnarse de nuevo y esa memoria pertenecía al río y el río nunca olvida el traslado. Dos semanas después del exorcismo fallido, la familia Herrera tomó la decisión que tanto habían postergado, abandonar Valenciana.
Lucio consiguió trabajo en una mina de león a más de 100 km del río Guanajuato. Vendieron la casa a un precio irrisorio. Nadie en el pueblo quería comprarla. Finalmente, un forastero de la Ciudad de México la adquirió sin hacer preguntas. La familia partió el 7 de mayo de 1935 antes del amanecer, cuando todavía no había testigos en las calles.
Pero según el testimonio de Sebastián Cortés, quien los vio partir desde su ventana, ocurrió algo inquietante. Testimonio de Sebastián Cortés. Mayo de 1935. Los vi subir al carruaje. El padre, la madre, la niña y el bebé. El bebé iba envuelto en mantas, dormido, o eso parecía. Pero cuando el carruaje empezó a moverse, cuando pasó frente a mi casa en dirección contraria al río, el bebé abrió los ojos y volteó la cabeza.
Volteó la cabeza en dirección al río, aunque el carruaje se alejaba en sentido opuesto. Y lo juro por mi vida, padre, lo juro. El bebé lloró. Fue el primer llanto que escuché de ese niño desde que nació. Y no era un llanto de bebé, era un llanto de despedida. Como si supiera que estaba siendo separado de algo que amaba. o algo que lo poseía.
La familia Herrera nunca regresó a Valenciana. El padre Leopoldo Ruiz continuó documentando el caso hasta 1936, cuando el obispo Valdés le prohibió formalmente escribir una sola palabra más sobre el asunto. Ruiz obedeció, pero guardó todos sus documentos en un baúl de hierro que cerró con candado.
Y en la tapa escribió con tisa, no es teología, es testimonio y el río todavía respira. La familia Herrera llegó a León el 9 de mayo de 1935 con la esperanza de que la distancia los protegería. Lucio consiguió trabajo en la mina de Santa Rosa. Alquilaron una casa modesta en las afueras de la ciudad, lejos de cualquier río, cerca de una zona árida donde el agua era escasa y valiosa.
Durante los primeros meses, todo pareció mejorar. Mateo se comportaba como un niño normal de un año. Comía, dormía, jugaba con objetos simples, ya no hablaba de cosas imposibles, ya no miraba hacia ningún horizonte invisible. Consuelo comenzó a recuperar el color en el rostro. Lucio volvió a sonreír. Ana incluso se acercó a su hermano pequeño sin miedo, pero el alivio fue breve porque el río, aunque invisible, seguía llamando y la memoria del agua es más larga que la distancia.
Diario de Consuelo Solís, fragmento de junio de 1935. Entrada fechada el 18 de junio de 1935. Hace un mes que llegamos a León. Pensé que al alejarnos del río, Mateo olvidaría que lo que habitaba en él se debilitaría con la distancia. Pero anoche ocurrió algo que me hizo comprender que nunca podremos escapar. Mateo se despertó llorando. No era llanto de bebé, era llanto de alguien que sufre.
Corría su cuna, tenía los ojos abiertos, pero no me miraba. Miraba al techo y murmuraba algo en voz baja. Me acerqué y logré escuchar. El agua me extraña. Dice que vuelva. Dice que si no vuelvo, vendrá por mí. Le pregunté, “¿Quién te dice eso?” Y él, sin mirarme, respondió, “Samuel, el de abajo, el que no subió completo, todavía está esperando.” No supe qué responder.
Lo abracé y sentí algo terrible. Su piel estaba húmeda, no de sudor, de agua. Agua fría que olía a río. Lucio dice que es mi imaginación, que el niño solo tuvo una pesadilla, pero yo sé lo que sentí y sé lo que escuché. El río no olvidó y Mateo tampoco. Testimonio de Rafael Guzmán, vecino. 1936. Rafael Guzmán, vecino de los Herrera en León, dejó constancia de su testimonio ante el comisario local. Los Herrera eran gente tranquila, nunca causaban problemas.
Pero había algo raro en su hijo menor, el que decían que se llamaba Mateo. Yo lo veía jugar en el patio como cualquier niño, pero siempre jugaba solo, nunca con otros niños. Y cuando llovía, el niño salía descalzo y se quedaba parado bajo la lluvia con la boca abierta como si estuviera bebiendo algo más que agua.
Una tarde, en julio del 35, lo vi hacer algo que no puedo explicar. Había un balde con agua de lluvia en el patio. El niño se acercó, metió las manos y se quedó quieto mirando el reflejo del agua. Me acerqué por curiosidad y cuando miré dentro del balde, lo que vi me heló la sangre.
No era solo el reflejo del niño, había dos rostros en el agua. Uno era Mateo, el otro era otro niño más pálido, con los ojos muy abiertos y ambos me miraban. Retrocedí asustado. El niño sacó las manos del agua y sonríó. y dijo algo que nunca olvidaré. Él también quiere jugar, pero solo puede hacerlo en el agua. Desde ese día evité acercarme a esa familia. El incidente del pozo.
El 14 de agosto de 1935 ocurrió el evento que sellaría el destino de Mateo. En el patio trasero de la casa que los Herrera alquilaban había un pozo antiguo sellado con tablas de madera y una piedra pesada. Nadie lo usaba. Estaba seco desde hacía años. Esa tarde Consuelo estaba preparando la comida. Lucio trabajaba en la mina. Ana jugaba dentro de la casa.
Mateo, de 15 meses, estaba en el patio solo. Cuando Consuelo salió a buscarlo, lo encontró sentado frente al pozo. Las tablas habían sido removidas. La piedra, que pesaba más de 50 kg, estaba a un lado y Mateo miraba hacia el interior del pozo oscuro. Consuelo corrió hacia él, lo tomó en brazos y lo alejó.
Pero cuando miró hacia el pozo, vio algo que la paralizó. En el fondo, donde no debería haber agua, había un charco. Y en ese charco un reflejo, el reflejo de un niño que no era Mateo, era Samuel. Consuelo gritó. Los vecinos sacudieron. Cuando revisaron el pozo, el agua había desaparecido. El fondo estaba seco, cubierto de tierra y piedras.
Pero en el borde del pozo grabado en la piedra húmeda, había una frase que nadie supo explicar. El agua siempre encuentra el camino de regreso. La escritura era infantil, como si hubiera sido trazada con un dedo pequeño. Esa noche, Lucio y Consuelo tomaron una decisión que los perseguiría el resto de sus vidas. La separación. El 20 de agosto de 1935, la familia Herrera entregó a Mateo a un internado religioso dirigido por monjas carmelitas en la ciudad de Aguascalientes, a más de 200 km de León. No fue una decisión fácil.
Consuelo lloró durante días. Lucio apenas podía mirar a su esposa. Ana, que tenía 5 años, no entendía por qué su hermano se iba. Pero ambos padres sabían que era la única opción. Mateo no era solo Mateo y lo que habitaba en él estaba creciendo. El padre Leopoldo Ruiz, informado por Carta de la Decisión, escribió en su diario personal: “La familia Herrera ha hecho lo que la Iglesia no se atrevió a hacer. Han separado al niño del mundo.
Quizás la distancia y las oraciones constantes puedan contener lo que el exorcismo no pudo expulsar, pero temo que sea demasiado tarde porque el río no olvida.” Y lo que el río recuerda siempre regresa a reclamar. Carta de la madre superiora Teresa Aguirre al padre Ruiz, septiembre de 1935. Documento hallado en los archivos del convento de Aguascalientes. Padre Leopoldo, he recibido al niño Mateo Herrera tal como me solicitó.
Los padres han pagado por adelantado su manutención durante 5 años. La criatura llegó tranquila, sin llorar, sin poner resistencia. Durante las primeras semanas, todo transcurrió con normalidad. El niño come bien, duerme bien, no causa problemas, pero hay algo en él que inquieta a las hermanas.
Cuando rezamos el rosario, el niño permanece en silencio mirando fijamente la imagen de Cristo en la cruz. No es mirada de devoción, es mirada de observación, como si evaluara algo. Y cuando bendecimos el agua de las tinajas para el aseo matutino, el niño se niega a tocarla, llora, grita, se retuerce como si el agua bendita lo quemara. Pero lo más perturbador ocurrió anoche.
Una de las hermanas, Sor Catalina, escuchó voces en el dormitorio de los niños. Subió a investigar. Mateo estaba sentado en su cama despierto hablando con alguien que no estaba allí. Sor Catalina le preguntó con quién hablaba. El niño señaló hacia la ventana y dijo, “Con Samuel. Dice que viene en camino, que encontró un río más cerca y que pronto podrá visitarme.
Padre, no hay ríos en Aguascalientes. Es una ciudad árida, pero esa misma noche una tormenta inusual inundó parte de la ciudad. El agua anegó las calles durante horas y cuando la tormenta cesó encontramos algo inquietante en el patio del convento, un charco, un charco de agua que no se secaba. Y en el reflejo del agua, las hermanas juraron ver el rostro de un niño que no era Mateo.
Padre, ¿qué hemos recibido en nuestra casa? Madre superior a Teresa Aguirre. El final de Mateo. Mateo Herrera vivió en el convento de Aguascalientes durante 3 años, de 1935 a 1938. Creció en silencio. Aprendió a leer, aprendió las oraciones, se comportó como un niño devoto, pero las hermanas notaron que nunca sonreía, que nunca jugaba con otros niños y que siempre, siempre evitaba el agua.
No se bañaba a menos que lo obligaran. No bebía más de lo necesario y cuando llovía se escondía en su habitación y lloraba hasta quedarse dormido. En julio de 1938, una tormenta de verano azotó Aguascalientes. El sistema de drenaje de la ciudad colapsó. Las calles se inundaron. El agua llegó hasta el primer piso del convento.
Esa noche Mateo tenía 4 años. Las hermanas lo encontraron parado frente a la puerta principal. mirando el agua que entraba lentamente por debajo de la puerta. No lloraba, no gritaba, solo miraba. Sor Catalina intentó llevarlo a su habitación, pero el niño se resistió y entonces, con una voz que no era la suya, dijo, “Ya llegó Samuel, ya llegó y ahora tenemos que ser uno otra vez.
” Antes de que nadie pudiera detenerlo, Mateo abrió la puerta y salió corriendo hacia la calle inundada. Las hermanas corrieron tras él, pero el niño era rápido, demasiado rápido para un niño de 4 años. Lo vieron correr hacia el charco más profundo de la calle.
Lo vieron detenerse en el borde y lo vieron mirar hacia abajo, hacia su propio reflejo. Zor Catalina gritó su nombre, pero Mateo no volteó, solo se dejó caer hacia adelante, como si alguien lo estuviera tirando desde abajo. El agua solo tenía 30 cm de profundidad, pero cuando las hermanas llegaron, Mateo ya no respiraba.
Sus pulmones estaban llenos de agua, como si se hubiera ahogado en un río profundo. Acta de defunción. Mateo Herrera Solís, Registro Civil de Aguascalientes, 28 de julio de 1938. Causa de muerte, ahogamiento accidental, circunstancias: inundación urbana por tormenta. Profundidad del agua. Insuficiente para ahogamiento según informe médico. Observaciones. Caso inusual. Se recomienda autopsia.
Autopsia denegada por orden judicial. El cuerpo de Mateo fue devuelto a León. Lucio y Consuelo lo recibieron en silencio. No hubo funeral público, solo un entierro discreto en el cementerio municipal. Pero lo que nadie supo hasta años después fue lo que encontraron cuando lavaron el cuerpo para prepararlo. En la palma de su mano derecha, Mateo tenía algo grabado.
No era tatuaje, no era marca de nacimiento, eran palabras, palabras escritas con lo que parecía ser lodo del fondo de un río. Samuel y Mateo, juntos otra vez bajo el agua. El expediente sellado. El padre Leopoldo Ruiz recibió la noticia de la muerte de Mateo en agosto de 1938.
En su diario escribió su última entrada sobre el caso. El niño ha muerto o quizás ha regresado. No sé si es un final o un regreso al principio. Solo sé que el río ganó como siempre gana. Porque el río no conoce olvido, solo memoria. Y la memoria es eterna. En 1947, Ruiz murió de neumonía. Sus documentos fueron entregados al obispado de Guanajuato.
El expediente Herrera fue sellado con cera roja y guardado en el archivo secreto con la etiqueta caso 034 GTO, reencarnación profana, no abrir sin autorización episcopal. Durante décadas nadie habló del caso. Hasta 1978 el descubrimiento. En 1978 el seminarista Ernesto Valdés encontró el expediente por accidente. Copió fragmentos en su diario. Cuando el rector lo descubrió, Valdés fue expulsado del seminario, pero no antes de compartir lo que había leído con un periodista de Guanajuato.
El periodista, cuyo nombre nunca fue revelado, comenzó a investigar. entrevistó a sobrevivientes, buscó en archivos civiles, encontró el acta de defunción de Samuel, encontró el acta de nacimiento de Mateo, encontró el acta de defunción de Mateo. Y encontró algo más, otros casos, casos recientes. Testimonios contemporáneos 1990-2024. En 1992, un niño de 6 años llamado Diego Fuentes murió ahogado en el río Guanajuato. Su madre estaba embarazada de 3 meses.
En diciembre de ese año dio a luz a un niño con un lunar idéntico al de Diego. El niño llamado Emilio comenzó a hablar a los 7 meses. Sus primeras palabras fueron mamá, el agua estaba fría. En 2003, una niña de 4 años llamada Gabriela Romero desapareció durante una excursión familiar cerca del río. Su cuerpo fue encontrado dos días después. Su madre, embarazada de 5 meses, dio a luz en agosto.
La bebé nació con los mismos ojos verdes de Gabriela, algo inusual en la familia. A los 2 años, la niña dibujó un río con figuras bajo el agua. Cuando le preguntaron qué era, respondió, “Es donde vivíamos antes.” En 2015, las autoridades de Guanajuato registraron siete muertes por ahogamiento de menores en el río.
Cinco de esas familias reportaron nacimientos posteriores con características similares. Ningún caso fue investigado oficialmente, pero en 2018, un grupo de investigadores independientes publicó un estudio titulado Fenómeno de memoria transgeneracional. en la cuenca del río Guanajuato. Análisis de casos 1880-2018. El estudio documentó 62 casos de niños ahogados cuyos hermanos nacidos posteriormente presentaban marcas físicas idénticas y comportamientos que sugerían memoria de vidas anteriores.
El estudio fue retirado de circulación por metodología no científica, pero el archivo digital sobrevivió y en él una conclusión inquietante. El patrón se mantiene constante durante 138 años. La tasa de incidencia no disminuye. El fenómeno no responde a variables culturales, sociales o tecnológicas. Es independiente del tiempo. Es dependiente del lugar.
Y el lugar es el río, el río Guanajuato. Hoy, hoy en 2024, el río Guanajuato sigue fluyendo. Es turístico, es fotografiado, es admirado, pero los lugareños lo saben, los abuelos lo cuentan, los pescadores lo susurran. Ese río guarda memoria y la memoria tiene hambre. Cada año, entre abril y agosto, las autoridades colocan señales de advertencia: “Prohibido nadar, corriente peligrosa.
” Pero las señales no hablan de la corriente, hablan de lo que habita bajo la corriente. En 2023, un grupo de arqueólogos intentó explorar la cámara sellada en la mina de Valenciana. Obtuvieron permisos. Bajaron con equipos modernos. A los 50 m de profundidad, todos los instrumentos dejaron de funcionar. Las linternas se apagaron y escucharon algo. Respiraciones, múltiples respiraciones, como si cientos de personas estuvieran inhalando y exhalando bajo el agua.
El equipo evacuó, el proyecto fue cancelado y la cámara sigue sellada. Pero en las noches de tormenta, cuando el río crece, los vecinos de Valenciana aseguran escuchar voces, voces de niños que cantan, que llaman, que invitan a bajar. Y cada año alguien responde. Epílogo, la memoria del agua. Consuelo. Solís murió en 1968 en León. Nunca volvió a Guanajuato, nunca volvió a hablar de Mateo.
En su lecho de muerte, rodeada por Lucio y Ana, pronunció sus últimas palabras: “El agua no olvida y Samuel sigue esperando.” Lucio murió seis meses después. En su testamento dejó escrito, “No me entierren cerca de ríos”. Ana Herrera, la única sobreviviente de la familia, vivió hasta 2010. A los 78 años concedió una última entrevista a un documentalista. En ella dijo, “Mi hermano Samuel murió en 1934.
Mi hermano Mateo murió en 1938. Pero yo sé que ninguno de los dos murió realmente. Porque a veces cuando sueño los veo a ambos juntos bajo el agua mirándome y diciéndome que algún día cuando yo muera, podré bajar con ellos y entonces seremos una familia otra vez completa bajo el río.” Ana murió el 12 de abril de 2010.
Exactamente 76 años después de la muerte de Samuel fue cremada. Sus cenizas fueron esparcidas en el desierto de Sonora, lejos de cualquier río. Pero quienes conocen la historia dicen que no importa, porque el agua siempre encuentra el camino y la memoria nunca muere, solo se hunde y espera. Cierre documental. El expediente Herrera sigue sellado en la diócesis de Guanajuato.
Los pocos que han podido leerlo dicen que contiene fotografías, cartas y testimonios que desafían toda explicación racional. En 2019, un obispo retirado declaró bajo anonimato, “Hay cosas en este mundo que la fe no puede explicar y el caso Herrera es una de ellas. No es posesión, no es locura, es algo más antiguo, algo que existía antes del cristianismo, antes de las religiones, es la memoria del agua.
Y el agua, a diferencia de los hombres, nunca olvida. El río Guanajuato sigue fluyendo y bajo su superficie dicen, “Aún habitan los que bajaron y decidieron regresar, no como fantasmas, como recuerdos líquidos, como ecos de vidas que se negaron a terminar. Y cada año alguien más escucha el llamado, alguien más baja y alguien más regresa en un cuerpo que no es el suyo, con una memoria que no debería existir.
Porque el río no distingue entre vivos y muertos, solo entre los que recuerdan y los que olvidan. Y los que se ahogan en el río Guanajuato nunca olvidan. Nunca. ¿Tú qué habrías hecho en su lugar? ¿Habrías mantenido a Mateo contigo sabiendo que no eras solo tu hijo? ¿Habrías intentado separar a Samuel de él? ¿O habrías aceptado que algunos regresos no son bendiciones, sino ecos nunca debió cruzar de vuelta? Déjalo en los comentarios y suscríbete para más historias reales que nunca debieron salir de los archivos. Porque hay verdades que el tiempo entierra, pero
que la memoria del agua nunca deja morir. Basado en documentos del Archivo de la Diócesis de Guanajuato clasificados. Testimonios de sobrevivientes y registros civiles de defunción. Los nombres han sido modificados, los hechos permanecen, el río Guanajuato sigue fluyendo y bajo su superficie algo sigue recordando.
News
(1897, Azángaro) El Carnicero que Vendía Cortes que Ningún Animal Tiene — la Carne de sus Hijos
En el mercado de la plaza se vendía carne que ningún ganadero reconocía. Cortes demasiado tiernos para resura, fibras demasiado…
El asiento de una chica multimillonaria negra robado por un pasajero blanco — Segundos después, el vuelo queda en tierra
El asiento de una chica multimillonaria negra robado por un pasajero blanco — Segundos después, el vuelo queda en tierra…
(1899, Granada) La viuda que dormía con los cadáveres de sus 20 maridos
Año 1899, Granada, Andalucía. En las laderas del Albaisín, donde los jazmines trepaban sobre muros de cal y las campanas…
1912, Puebla) La macabra historia del niño que cocinó a sus hermanos para alimentar a sus padres
Año 1912, Puebla de Los Ángeles, en los barrios olvidados al sur de la ciudad, donde el polvo de la…
(1976) El clan Harlow: al descubierto la familia endogámica más perturbadora de Estados Unidos
El Pacto del Sótano: La escalofriante historia real del incesto generacional del clan Harlow y el impactante destino de un…
El esclavo gigante y “guapo” de ojos verdes — Volvió loca a la hija del gobernador…
La capitanía de São Vicente respiraba sudor, caña de azúcar y miedo. Era 1532, y la colonia portuguesa era una…
End of content
No more pages to load






