En Puebla, 1943, Doña Socorro limpia el mismo altar cada jueves desde hace 15 años. Pero esta madrugada algo ha cambiado. El agua de su cubeta despide un edor putrefacto mientras las manchas rojizas emergen losas del mármol como si la iglesia misma estuviera sangrando.

La madrugada de Puebla se cubría de niebla cuando doña Socorro Ramírez cruzó la plaza principal, sus pasos resonando contra el empedrado colonial. A susta años, su figura menuda se movía con la familiaridad de quien ha recorrido el mismo camino durante décadas. Llevaba un reboso negro sobre los hombros y en sus manos agrietadas por el trabajo, un manojo de llaves que tintineaban con cada paso.

El reloj de la catedral marcaba las 5 de la mañana cuando llegó a la puerta lateral de la iglesia de Santo Domingo. Una imponente construcción del siglo X cuyas paredes de cantera dorada guardaban secretos tan antiguos como la conquista misma. Como cada jueves, desde hacía 15 años, Socorro entraba antes que nadie para limpiar el altar principal.

Una tarea que el padre Javier le había encomendado personalmente. “Buenos días, señor”, murmuró al entrar, persignándose con el agua bendita, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra del templo. El eco de su saludo rebotó entre los arcos y las bóvedas, perdiéndose en la inmensidad del recinto.

La iglesia estaba fría, como siempre al amanecer, pero había algo más esa mañana. Un olor apenas perceptible, como de carne pasada, flotaba en el aire. Socorro, arrugó la nariz. Quizás algún animal había muerto en el campanario o bajo el piso de madera antigua. No sería la primera vez. Se dirigió a la pequeña bodega donde guardaba sus implementos de limpieza. el balde de metal, el trapeador de madera con mechones de algodón, los trapos limpios y el jabón de ceniza que ella misma preparaba.

Con movimientos metódicos llenó el balde con agua de la pila, que se alimentaba del acueducto colonial y añadió un poco de vinagre, como siempre hacía para desinfectar. Al acercarse al altar, notó que la lámpara botiva que normalmente permanecía encendida día y noche estaba apagada. “Qué extraño”, pensó el padre Javier. “Nunca permite que se extinga.

La luz roja simbolizaba la presencia de Cristo en el sagrario y dejarla apagarse era considerado una grave negligencia. Dejando su balde en el suelo, subió los tres escalones de mármol que conducían al altar. La fina madera tallada relucía bajo un rayo de luz que se filtraba por el rosetón oriental.

Socorro abrió el pequeño compartimento donde se guardaba el aceite para la lámpara y notó que estaba vacío. Con un suspiro, decidió que primero terminaría su limpieza y luego se ocuparía de rellenar el aceite antes de que llegara el párroco. Cuando sumergió el trapeador en el agua y comenzó a limpiar el área frente al altar, el olor a carne en descomposición se intensificó.

No venía de afuera como había pensado inicialmente, venía del agua misma. Socorro observó el líquido. Era transparente, sin rastro visible de suciedad. Acercó su rostro y el edor la golpeó con tal intensidad que tuvo que retroceder. llevándose la mano a la boca para contener un arcada. “Virgen santísima”, susurró genuinamente desconcertada. El agua parecía limpia, pero olía como si hubieran macerado carne por días bajo el sol de agosto.

Decidida a terminar su labor, respiró por la boca y continuó trapezando. Pero con cada pasada el olor parecía intensificarse. Las losas de mármol negro y blanco que componían el piso del presbiterio comenzaron a brillar bajo sus cuidados, pero algo no estaba bien. donde pasaba el trapeador. Las betas blancas del mármol parecían enrojecer ligeramente, como si absorbieran un tinte.

Socorro entrecerró los ojos intentando determinar si era un efecto de la escasa luz o si realmente estaba sucediendo algo extraño. Se inclinó para examinar más de cerca y notó pequeñas gotas de un líquido rojizo que brotaba entre las juntas de las losas, justo donde había pasado el trapeador. El sonido de la puerta principal abriéndose la sobresaltó.

El eco metálico de la pesada aldonó por toda la iglesia. seguido por pasos firmes que conocía bien. Socorro, ¿está usted aquí tan temprano? La voz grave del padre Javier Montejo llegó hasta ella. A sus 45 años, el párroco era un hombre respetado en Puebla, conocido tanto por su erudición como por su carácter estricto.

“Sí, padre, como cada jueves”, respondió ella, incorporándose rápidamente y limpiándose las manos en el delantal. No mencionó lo del olor ni las manchas. Quizás era solo su imaginación jugándole una mala pasada o tal vez algo en el agua del acueducto que alimentaba la pila. El sacerdote se acercó con su sotana negra impecable y su rostro afeitado pulcramente.

Sus ojos oscuros se posaron primero en socorro y luego en la lámpara apagada. ¿Qué ha pasado con la luz perpetua?, preguntó. Y aunque su tono era mesurado, Socorro percibió la reprimenda implícita. La encontré así, padre. iba a rellenarla después de terminar con el piso. El padre Javier frunció el ceño y se dirigió directamente al sagrario. Esto no debió ocurrir. Le pedí explícitamente a Ramón que la revisara anoche.

Ramón Vega, el sacristán de 24 años, llevaba apenas 3 meses en el puesto. era sobrino del obispo, lo que explicaba cómo había conseguido el empleo a pesar de su evidente falta de vocación religiosa. Quizás se le olvidó, “Padre, el muchacho tiene muchas responsabilidades.

” Intercedió Socorro, aunque ella misma había notado la negligencia creciente del joven. El sacerdote no respondió, ocupado ya en preparar el aceite y encender nuevamente la lámpara botiva. Socorro volvió a su tarea, ahora consciente de la presencia del párroco. El olor seguía ahí, pero intentó ignorarlo. Mientras limpiaba cerca de la base del altar, su trapeador chocó contra algo bajo la pesada mesa de madera.

Era inusual encontrar objetos ahí, pues ella misma se encargaba de mantener ese espacio inmaculado. Se agachó para mirar mejor, parcialmente oculto por el mantel que caía hasta el suelo, había un pequeño objeto metálico. Socorro! Estiró la mano y lo recogió. Era un botón plateado con un diseño grabado, aparentemente arrancado de una prenda fina.

Lo sostuvo entre sus dedos, examinándolo con curiosidad. ¿Qué ha encontrado socorro? La voz del padre Javier la sobresaltó nuevamente. No lo había escuchado acercarse. Un botón, padre, estaba bajo el altar, respondió, mostrándoselo en la palma de su mano. El sacerdote lo tomó y lo examinó bajo la luz que ahora entraba con más fuerza por los vitrales.

Su expresión cambió sutilmente. Es un botón de uniforme militar, dijo finalmente, de oficial por el diseño. ¿Cómo habrá llegado ahí? Preguntó Socorro intrigada. ¿Quién sabe? Mucha gente pasa por la iglesia, respondió él guardándose el botón en el bolsillo de la sotana con un movimiento que a socorro le pareció demasiado apresurado. Terminaré de preparar todo para la primera misa.

Puede continuar con su labor, doña Socorro. Mientras el sacerdote se alejaba hacia la sacristía, Socorro notó una tensión en sus hombros que no había percibido antes. Algo en su reacción al botón la había inquietado, pero no podía precisar qué. Volvió a su tarea, sumergiendo nuevamente el trapeador en el agua que ahora parecía más turbia.

El olor a putrefacción era más intenso y Socorro tuvo que hacer un esfuerzo consciente para no vomitar. Estaba decidida a terminar antes de que llegaran los primeros feligreses para la misa de seis. De pronto, un ruido metálico resonó desde la sacristía, como si algo pesado hubiera caído al suelo.

Socorro levantó la vista, pero no vio al padre Javier. consideró ir a investigar, pero en ese momento la puerta lateral se abrió y entró Ramón, el joven sacristán, con aspecto de no haber dormido en toda la noche. Su camisa estaba mal abotonada y su pelo oscuro despeinado. “Buenos días, doña Socorro”, saludó con voz ronca, evitando mirarla a los ojos.

Ramón, el padre está molesto porque dejaste que se apagara la lámpara botiva”, le advirtió en voz baja. El muchacho palideció visiblemente. Yo la dejé encendida anoche. Se lo juro por Dios, pues esta mañana estaba apagada, insistió Socorro, observando la reacción del joven con más atención.

Ramón pasó una mano por su pelo, claramente nervioso. “Voy a hablar con él”, murmuró dirigiéndose hacia la sacristía. “Espera, lo detuvo socorro señalando el balde. ¿Notas algo extraño en esta agua?” El joven sacristán se acercó con reluctancia y miró dentro del balde. Inmediatamente retrocedió cubriéndose la nariz.

“Dios mío, ¿qué es ese edor? No lo sé. Ha estado así toda la mañana y mira el piso. Socorro señaló las manchas rojizas que habían aparecido entre las losas. Ramón observó el suelo con creciente alarma. Doña Socorro, esto no es normal. Deberíamos No pudo terminar la frase porque en ese momento el padre Javier salió de la sacristía.

Al ver a Ramón, su rostro se endureció. Vega, a mi despacho ahora. ordenó con una frialdad que no admitía réplica. El joven tragó saliva visiblemente y siguió al sacerdote, lanzando una última mirada preocupada hacia Socorro y el balde. Socorro continuó su labor cada vez más perturbada.

El agua ahora tenía un tinte rojizo y el olor era casi insoportable, pero estaba determinada a terminar. La iglesia comenzaba a iluminarse completamente con la luz del amanecer, revelando detalles que la penumbra había ocultado. Mientras limpiaba cerca del confesionario, notó algo en el suelo casi imperceptible contra la madera oscura. Se inclinó y recogió lo que parecía ser un trozo de tela rasgada.

Era un fragmento de encaje fino del tipo que adornaba las mantillas de las mujeres acomodadas. Estaba manchado con algo que parecía sangre seca. Socorro sintió un escalofrío recorrer su espalda. Primero el botón militar, ahora este pedazo de encaje ensangrentado y el agua que olía a muerte.

Todo apuntaba algo siniestro, algo que su mente se resistía a formular claramente. El sonido de voces alteradas llegó desde el despacho del párroco. Aunque las palabras exactas eran indescifrables, el tono de confrontación era evidente. De pronto se escuchó un golpe seco, como un puño contra una mesa, seguido por un silencio abrupto. Socorro, se quedó inmóvil. El trozo de encaje aún entre sus dedos escuchando.

Después de varios segundos, la puerta del despacho se abrió y salió Ramón, con el rostro congestionado y los ojos brillantes de lo que podrían ser lágrimas contenidas o pura rabia. “Ramón, ¿estás bien?”, preguntó Socorro cuando el joven pasó junto a ella. No se meta en esto, doña Socorro”, respondió él en voz baja, pero firme, “Por su propio bien.

” Antes de que pudiera insistir, los primeros feligreses comenzaron a entrar para la misa matutina. Eran principalmente mujeres mayores y algunos trabajadores que asistían antes de iniciar su jornada. Entre ellos, Socorro reconoció a doña Elvira Mendoza, viuda del coronel Mendoza, uno de los hombres más influyentes de Puebla, hasta su misteriosa desaparición seis meses atrás.

La mujer, siempre elegante a pesar de su luto, se dirigió directamente al primer banco, su lugar habitual. Socorro guardó discretamente el trozo de encaje en su bolsillo junto a su rosario. Recogió rápidamente sus implementos de limpieza, vaciando el agua maloliente en un desagüe exterior para que nadie más percibiera el edor. Cuando regresó, el padre Javier ya había iniciado la misa, su voz resonando con la autoridad de siempre mientras recitaba las oraciones en latín.

Desde su lugar en la parte posterior de la iglesia, Socorro observó a Ramón asistiendo mecánicamente al sacerdote, evitando cualquier contacto visual. La tensión entre ambos era palpable, al menos para ella que los conocía bien. Durante la comunión notó que doña Elvira no se acercó a recibir la algo inusual en ella. La mujer permaneció en su banco con la cabeza inclinada y los hombros ligeramente temblorosos, como si estuviera llorando en silencio.

Cuando la misa terminó y los feligres comenzaron a salir, Socorro vio al padre Javier acercarse a doña Elvira. Intercambiaron algunas palabras en voz baja y luego el sacerdote colocó su mano sobre el hombro de la mujer en un gesto que parecía de consuelo. Sin embargo, doña Elvira se apartó ligeramente como rechazando el contacto. Fue un movimiento sutil, pero revelador. Socorro, fingiendo ordenar los misales, se mantuvo lo suficientemente cerca para escuchar.

Necesito hablar con usted en privado, padre”, dijo doña Elvira, su voz apenas audible. “Por supuesto, venga a mi despacho esta tarde después del rosario”, respondió el sacerdote. “Preferiría que fuera en mi casa. Hay asuntos delicados que discutir.” El padre Javier pareció dudar por un momento. “Muy bien, iré a las 7.” Doña Elvira asintió y se alejó, sus pasos resonando en el mármol.

Al pasar junto a Socorro, la mujer se detuvo brevemente. “Buenos días, doña Socorro”, saludó con cortesía forzada, “Siempre tan diligente con la limpieza de la casa de Dios.” “Es mi deber y mi honor, doña Elvira”, respondió Socorro, inclinando levemente la cabeza. La mirada de la viuda se posó en el balde que Socorro sostenía.

“¿Ha habido manchas difíciles de limpiar últimamente?” La pregunta, aparentemente inocua, contenía un subtexto que hizo que socorro se tensara. El mármol a veces guarda secretos que solo el agua revela, señora. Los ojos de doña Elvira se agrandaron ligeramente. Tenga cuidado con lo que revela, doña Socorro. No todos los secretos deben salir a la luz.

Sin esperar respuesta, la viuda continuó su camino dejando a Socorro con una sensación de inquietud creciente. Había algo en el ambiente de la iglesia esa mañana, algo pesado y opresivo que iba más allá del olor pútrido del agua o las manchas en el piso. Cuando todos se hubieron marchado, incluyendo al padre Javier, que se retiró a su habitación, alegando necesitar preparar su sermón dominical, Socorro se encontró a solas con Ramón.

El joven sacristán limpiaba los cálices con movimientos mecánicos, su mente claramente en otro lugar. Ramón, dijo suavemente, acercándose. Algo extraño está pasando aquí. El muchacho no levantó la vista de su tarea. No sé de qué habla, doña Socorro. El agua olía a muerte. El botón militar, esto sacó el trozo de encaje manchado de su bolsillo.

Y la actitud de doña Elvira, todo está conectado, ¿verdad? Ramón finalmente la miró y Socorro vio miedo genuino en sus ojos. Jóvenes. Por favor, no siga indagando. No es seguro. ¿Qué no es seguro? ¿Qué está pasando, muchacho? El sacristán se acercó más, bajando la voz hasta un susurro apenas audible. Hay algo debajo del altar, doña Socorro. Algo que no debería estar ahí.

Un escalofrío recorrió la espalda de la mujer. ¿Qué quieres decir? No puedo decir más, pero si aprecia su vida, no venga a limpiar el próximo jueves. Invente una excusa, cualquier cosa. Antes de que Socorro pudiera insistir, el sonido de la puerta del despacho abriéndose los interrumpió. Ramón volvió rápidamente a su tarea y Socorro hizo lo mismo, recogiendo sus últimos implementos.

El padre Javier apareció, su figura imponente recortada contra la luz que entraba por la puerta. Doña Socorro, ¿ya se retira? Preguntó su tono casual contrastando con la intensidad de su mirada. Sí, padre, he terminado por hoy. Excelente trabajo. Como siempre, el sacerdote se acercó y Socorro notó que llevaba algo en la mano. Olvidaba mencionarle, “La próxima semana estaremos haciendo algunas renovaciones en el altar. No será necesario que venga a limpiar el jueves.

Socorro sintió que la sangre se le helaba en las venas. La advertencia de Ramón resonaba en su mente. Como usted diga, padre, respondió, manteniendo un tono neutro a pesar de su turbación interna. Y una cosa más, añadió el sacerdote extendiendo su mano para revelar lo que sostenía, el botón plateado que ella había encontrado.

Creo que esto le pertenece. Socorro miró el botón y luego al sacerdote. No, padre, lo encontré bajo el altar. Como le dije, insisto, dijo él colocando el botón en la mano de socorro y cerrando sus dedos alrededor del objeto con una presión ligeramente excesiva. Guárdelo como recuerdo de su dedicación a la iglesia.

El gesto, que podría parecer generoso a cualquier observador, a Socorro le pareció una amenaza velada. El metal del botón parecía quemar su piel. Gracias, padre”, murmuró guardando el objeto en su bolsillo junto al trozo de encaje. Al salir de la iglesia, el sol de la mañana poblana brillaba sobre la plaza, iluminando la vida cotidiana que transcurría normalmente.

Vendedores ambulantes, estudiantes dirigiéndose a la escuela, oficinistas caminando apresuradamente. La normalidad del mundo exterior contrastaba brutalmente con la sensación de oscuridad que había experimentado dentro de la iglesia. Socorro cruzó la plaza, su mente un torbellino de preguntas sin respuesta. El botón en su bolsillo parecía pesar una tonelada.

Sabía, sin lugar a dudas, que lo que había descubierto esa mañana la había colocado en una posición peligrosa. El agua que olía a muerte, las manchas rojizas en el mármol, la advertencia de Ramón sobre algo bajo el altar, la extraña conversación con doña Elvira, todo apuntaba a un secreto siniestro que alguien, posiblemente el padre Javier, estaba desesperado por mantener oculto.

La pregunta era, ¿qué haría ella con ese conocimiento? La casa de Socorro Ramírez se encontraba en uno de los callejones que se desprendían de la plaza principal de Puebla, una construcción modesta de piedra y adobe con un pequeño patio interior donde crecían macetas de geranios y una higuera que daba sombra en los días calurosos.

Llevaba viviendo allí desde que enviudó 15 años atrás, cuando su esposo Esteban sucumbió a la tuberculosis, dejándola sola con una pensión mínima y la necesidad de encontrar empleo para subsistir. Ese jueves, al regresar de la iglesia, Socorro se sentía vigilada. No podía sacudirse la sensación de que alguien seguía sus pasos, observaba sus movimientos.

Dos veces se detuvo en su camino para fingir que arreglaba su rebozo, aprovechando para mirar disimuladamente hacia atrás. Las calles estaban transitadas como cualquier mañana, pero nadie parecía prestarle atención especial. Me estoy volviendo paranoica, se dijo a sí misma, aunque no lograba convencerse del todo. Al llegar a su casa, cerró la puerta con llave, algo que rara vez hacía durante el día, y se dirigió directamente a su pequeña cocina.

Necesitaba agua caliente y hierbas para preparar un té que calmara sus nervios. Sus manos temblaban ligeramente mientras encendía el brasero. Sobre la mesa de madera desgastada colocó el botón militar y el trozo de encaje manchado de sangre. Los observó bajo la luz natural que entraba por la ventana.

El botón, ahora que podía examinarlo con detenimiento, tenía grabado un escudo que reconoció como el del ejército federal. Era definitivamente de un uniforme de oficial. Tal como había dicho el padre Javier, el trozo de encaje, por su parte, era fino del tipo usado en mantillas o pañuelos de mujeres adineradas. Socorro conocía bien esos materiales.

En su juventud había trabajado como costurera para algunas familias acomodadas de Puebla. Este encaje en particular era caro, probablemente español, accesible solo para mujeres de la alta sociedad poblana. Doña Elvira”, murmuró recordando la mantilla negra que la viuda del coronel Mendoza usaba en misa. El silvido de la tetera la sacó de sus reflexiones.

Se preparó un té de tila con manzanilla y se sentó nuevamente intentando ordenar sus pensamientos. ¿Qué había querido decir Ramón con algo debajo del altar? La idea que venía a su mente era tan perturbadora que intentaba rechazarla, pero los indicios apuntaban en una dirección siniestra.

El olor a putrefacción en el agua, las manchas rojizas en el mármol, el botón militar, el encaje ensangrentado. Dios mío, no puede ser, dijo en voz alta, persignándose instintivamente. El coronel Felipe Mendoza había desaparecido hacía exactamente 6 meses. El caso había causado conmoción en Puebla. Un oficial de alto rango, respetado y temido a partes iguales, había salido de su casa una noche y nunca regresó.

Los rumores sobre su desaparición eran variados. Algunos decían que había huido con una amante, otros que había sido víctima de un ajuste de cuentas político. Los tiempos eran convulsos en México, aún en proceso de estabilización tras la revolución y contenciones internas en el ejército. Socorro recordó que el colonel Mendoza era conocido por su mano dura.

Se rumoraba que había ordenado ejecuciones extrajudiciales durante la cristiada, la rebelión de los católicos contra las políticas anticlericales del gobierno. Ironía amarga que ahora, si sus sospechas eran correctas, su cuerpo pudiera estar oculto bajo el altar de una iglesia católica. Un golpe en la puerta la sobresaltó derramando parte de su té.

Rápidamente guardó el botón y el trozo de encaje en el bolsillo de su delantal y se dirigió a la entrada. ¿Quién es?, preguntó manteniendo la puerta cerrada. Doña Socorro, soy yo, Ramón. Sorprendida, abrió la puerta para encontrar al joven sacristán con aspecto aún más descompuesto que cuando lo había visto en la iglesia.

Sus ojos estaban enrojecidos y miraba constantemente por encima de su hombro. Pasa, muchacho, rápido. Lo instó socorro cerrando la puerta tras él. Ramón entró claramente nervioso. No tengo mucho tiempo. El padre cree que estoy entregando una carta en el obispado. Siéntate. ¿Quieres un té? No, gracias. Vine a advertirle. El joven sacristán bajo la voz.

Están planeando algo. Después de que usted se fue, escuché al padre Javier hablando con alguien por teléfono. Mencionó que usted podría ser un problema. Socorro sintió un escalofrío recorrer su espalda. Un problema. ¿Por qué? Por lo que vio esta mañana. El agua, las manchas. Ramón tragó saliva y porque encontró el botón.

¿Qué significa ese botón, Ramón? ¿Y qué hay bajo el altar? El joven miró hacia la ventana como asegurándose de que nadie pudiera escucharlos. El coronel Mendoza está enterrado ahí, doña Socorro, bajo las losas del presbiterio, frente al altar, aunque ya lo sospechaba, escuchar la confirmación la hizo sentir náuseas. “Virgen santísima, ¿cómo lo sabes? Porque yo ayudé a enterrarlo”, confesó Ramón, su voz quebrada por la culpa. No tuve opción.

El padre Javier me amenazó con informar sobre mi hermano a las autoridades. Mi hermano luchó con los cristeros y aún está escondido. Si lo encuentran, lo fusilarán. Socorro se persignó nuevamente procesando la monstruosidad de lo que estaba escuchando. El padre Javier mató al coronel. No directamente fue durante una confesión.

Ramón parecía luchar con cada palabra. El coronel vino una noche muy alterado, pidió confesarse urgentemente. Yo estaba limpiando la sacristía y podía escuchar fragmentos. El coronel mencionaba a una mujer algo sobre un embarazo, sobre cómo tenía que solucionar el problema. Y luego hubo una discusión. Escuché un golpe, un grito ahogado y después silencio.

Socorro recordó de pronto los rumores que circulaban en Puebla meses antes de la desaparición del coronel. Se decía que tenía una relación con una joven de buena familia y que el escándalo estaba a punto de estallar. Y tú ayudaste a ocultarlo. Ramón asintió lágrimas de vergüenza rodando por sus mejillas. Esa noche el padre me dijo que el coronel había sufrido un ataque al corazón durante la confesión, que había sido la voluntad de Dios.

me hizo jurar silencio y me obligó a ayudarle a acabar bajo las losas del presbiterio. Dijo que era tierra consagrada, que Dios perdonaría nuestro pecado, porque estábamos protegiendo a la iglesia de un escándalo. Socorro se cubrió la boca con la mano. La idea de un cuerpo descomponiéndose bajo el altar donde se celebraba la misa diariamente era sacrílegamente espantosa.

Por eso el agua olía así esta mañana”, murmuró, y las manchas en el mármol, “Los fluidos a veces se filtran”, explicó Ramón evitando su mirada. “Normalmente no se nota porque el padre y yo nos aseguramos de limpiar antes de que llegue usted.” Pero anoche su voz se apagó. “¿Qué pasó anoche? Doña Elvira vino a la iglesia tarde cuando el padre ya se había retirado. Me pidió que le abriera la sacristía.

dijo que necesitaba ver algunos documentos parroquiales. No pude negarme. Es la viuda del coronel y una de las benefactoras principales de la iglesia, pero creo que estaba buscando algo más. El botón, dedujo Socorro. Ella sabe algo. Ramón asintió. Es posible. El caso es que me distraje y no pude hacer la limpieza habitual ni rellenar la lámpara botiva. Hizo una pausa.

Doña Socorro tiene que irse de Puebla por unos días. No es seguro para usted ahora. Irme. Esta es mi casa, muchacho. No tengo a dónde ir. Mi tía vive en Cholula. Podría quedarse con ella. Ramón sacó un papel doblado de su bolsillo. Aquí está la dirección. Por favor, al menos considérelo. Socorro tomó el papel, pero sabía que no huiría.

No era su naturaleza. ¿Qué va a pasar con lo que está bajo el altar? El Padre planea mover el contenido esta noche después de su reunión con doña Elvira. ¿Por qué ahora después de 6 meses? Porque la policía federal ha reabierto la investigación sobre la desaparición del coronel.

Hay un nuevo detective a cargo, alguien enviado desde la capital. Es meticuloso y no tiene vínculos con la iglesia ni con las autoridades locales. Ramón se levantó claramente ansioso por marcharse. Tengo que irme. Por favor, doña Socorro, tenga cuidado y considere lo que le he dicho sobre salir de la ciudad. Socorro lo acompañó hasta la puerta. Gracias por advertirme, Ramón.

Cuando el joven se hubo marchado, Socorro se sentó nuevamente abrumada por todo lo que había descubierto. El padre Javier, un hombre que había considerado virtuoso y ejemplar, era en realidad un asesino que había profanado la casa de Dios con un crimen horrendo. Sacó nuevamente el botón y el trozo de encaje de su bolsillo.

Ahora comprendía por qué el padre había insistido en que se quedara con el botón. Era una forma de incriminarla si alguna vez decidía hablar. ¿Y qué papel jugaba doña Elvira en todo esto? ¿Era realmente ignorante del destino de su esposo o sabía más de lo que aparentaba? Socorro recordó las palabras de la mujer esa mañana. No todos los secretos deben salir a la luz.

La tarde avanzaba mientras Socorro debatía consigo misma sobre qué hacer. podía seguir el consejo de Ramón y huir temporalmente a Cholula, o podía quedarse y enfrentar lo que viniera. También podía acudir directamente a las autoridades. Pero, ¿quién creería a una mujer mayor, viuda y de clase humilde, acusando a un respetado sacerdote de asesinato? La imagen del agua enrojecida con su edora descomposición no abandonaba su mente.

Tantos jueves limpiando aquel altar, arrodillándose en oración ante un sepulcro improvisado y profano. La idea le provocaba náuseas y una profunda indignación. Mientras el sol comenzaba a descender, Socorro tomó una decisión. No huiría, pero tampoco se quedaría de brazos cruzados. Con determinación guardó el botón y el encaje en una pequeña caja de madera que había pertenecido a su difunto esposo y se vistió con su mejor reboso negro.

La casa de doña Elvira quedaba a 15 minutos a pie en la zona residencial cercana al Zócalo, donde vivían las familias más adineradas de Puebla. Si el padre Javier iba a visitar a la viuda a las 7, Socorro llegaría antes, a las 6:30. Necesitaba hablar con doña Elvira a solas, averiguar qué sabía realmente la mujer sobre la desaparición de su esposo.

Al salir de su casa, notó que la tarde se había tornado inusualmente fría para mayo. Una bruma ligera comenzaba a formarse sobre las calles empedradas, dando a la ciudad colonial un aspecto fantasmal. Las farolas apenas comenzaban a encenderse, proyectando a los amarillentos en la creciente penumbra. Socorro avanzó con paso firme, su figura menuda pero erguida, contrastando con las imponentes fachadas barrocas de las casas señoriales.

A medida que se adentraba en el barrio residencial, las calles se volvían más anchas y mejor iluminadas. Los edificios más sostentosos con balcones de hierro forjado y portones tallados. La mansión de los Mendoza se distinguía por su fachada de cantera rosa y sus ventanales con vitrales. Una lámpara de aceite ardía junto a la puerta principal, señal de que la casa estaba habitada a pesar del luto de su propietaria.

Con el corazón latiendo fuertemente, Socorro se acercó a la entrada de servicio lateral y llamó discretamente. No pasó mucho tiempo antes de que una joven sirvienta abriera la puerta. Buenas noches, saludó socorro. Necesito hablar con doña Elvira. Es urgente. La sirvienta, una muchacha de no más de 18 años, la miró con recelo. La señora no recibe visita sin cita previa.

Dígale que soy Socorro Ramírez de la iglesia de Santo Domingo. Tengo información sobre su esposo. La mención del difunto coronel pareció causar impacto en la joven, cuya expresión cambió de recelo a nerviosismo. “Espere aquí”, dijo cerrando parcialmente la puerta. Socorro aguardó en el umbral, observando la calle a sus espaldas.

La bruma se había espesado, difuminando las siluetas de los transeútes ocasionales. Por un momento, creyó ver una figura masculina detenerse en la esquina mirando en su dirección, pero cuando entrecerró los ojos para enfocar mejor, la figura había desaparecido. La puerta se abrió nuevamente y la sirvienta apareció con expresión seria. La señora la recibirá. Sígame, por favor.

Socorro fue conducida a través de la cocina y luego por un pasillo decorado con tapices y pinturas religiosas. La casa olía a cera de abeja y a un perfume floral que no logró identificar. Finalmente llegaron a una pequeña sala de estar, claramente no la principal de la casa, sino un espacio más íntimo reservado para conversaciones privadas.

Doña Elvira Mendoza estaba sentada en un sofá tapizado embrocado verde oscuro, vestida de negro, como era habitual desde la desaparición de su esposo, pero no llevaba mantilla ni velo. Su pelo gris estaba recogido en un moño austero y su rostro antaño hermoso mostraba las marcas del sufrimiento y la tensión.

A pesar de ello, mantenía la dignidad y la compostura propias de su clase. Doña Socorro saludó con un leve asentimiento de cabeza. Carmela me ha dicho que tiene información sobre mi esposo. Le advierto que si se trata de otro de esos videntes o mediums que pretenden comunicarse con los muertos por una moneda, no estoy interesada.

No es nada de eso, señora,”, respondió socorro, permaneciendo de pie, pues no había sido invitada a sentarse. Se trata de algo que descubrí esta mañana en la iglesia, algo relacionado con la desaparición del coronel. Los ojos de doña Elvira se estrecharon ligeramente.

¿Y qué podría haber descubierto una mujer de la limpieza que la policía no ha encontrado en 6 meses? La condescendencia en su tono irritó a socorro, pero se mantuvo firme. “Encontré esto bajo el altar”, dijo sacando el botón plateado de su bolsillo. Y también esto, añadió, mostrando el trozo de encaje ensangrentado. El rostro de doña Elvira perdió todo color, donde su voz se quebró, se levantó bruscamente y se acercó para examinar los objetos.

Este botón es del uniforme de gala de Felipe y el encaje. Sus dedos acariciaron la tela manchada casi con reverencia de mi mantilla española, la que llevaba la noche, que se interrumpió como si hubiera dicho más de lo que pretendía. Miró a Socorro con renovada intensidad. ¿Qué más encontró? Dígamelo todo. Socorro dudó un momento, evaluando si podía confiar en esta mujer.

Finalmente decidió que la verdad, por terrible que fuera, era lo único que podía ofrecer. El coronel está enterrado bajo el altar de la iglesia, doña Elvira, y creo que el padre Javier es responsable de su muerte. Esperaba conmoción, incredulidad o incluso furia ante tal acusación.

Pero la reacción de doña Elvira la desconcertó por completo. Una risa amarga, casi desprovista de humor. “Así que finalmente ha salido a la luz”, murmuró la viuda, volviendo a sentarse con movimientos rígidos. “Siéntese, doña Socorro. Esta conversación será larga y dolorosa.” Socorro tomó asiento frente a ella, intrigada por su reacción. “¿Usted ya lo sabía?”, preguntó directamente.

“Lo sospechaba. Felipe desapareció después de decirme que iba a la iglesia para confesarse. Había estado el perturbado durante días. Doña Elvira miró hacia la ventana donde la noche se había instalado completamente. Mi esposo no era un buen hombre, doña Socorro. Fue cruel conmigo y con muchos otros.

Durante la cristiada ordenó fusilamientos sin juicio y tenía una amante, una joven de apenas 19 años, hija de un comerciante respetable. Socorro escuchaba en silencio, consciente de que estaba siendo testigo de una confesión largamente contenida. “La joven quedó embarazada”, continuó doña Elvira. Felipe me lo confesó en un arrebato de pánico, no por arrepentimiento, sino por miedo al escándalo y a perder su posición.

Me dijo que iba a resolver el problema. Su voz se endureció. Conocía a mi esposo lo suficiente para saber lo que eso significaba. iba a deshacerse de la joven”, dedujo Socorro horrorizada, “y del bebé que llevaba en su vientre mi propio esposo planeando un asesinato.

Doña Elvira se cubrió el rostro con las manos por un momento. Cuando la retiró, sus ojos estaban secos, pero llenos de determinación. Esa noche, después de que Felipe saliera, fui a ver al padre Javier. Le conté todo. Le supliqué que interviniera, que persuadiera a mi esposo de encontrar otra solución. El Padre prometió hablar con él durante la confesión.

Y usted cree que durante esa conversación, no sé exactamente qué ocurrió. El padre Javier solo me dijo que Felipe había sufrido un ataque al corazón, que había sido la voluntad de Dios. me pidió que no informara a las autoridades inmediatamente, que esperara unos días para dar tiempo a ciertos arreglos para enterrarlo bajo el altar, completo socorro. Doña Elvira asintió.

Lo que no entiendo es por qué ocultármelo a mí. Yo podría haberlo ayudado a encubrir lo sucedido. Después de todo, la muerte de Felipe significaba que la joven y su hijo estaban a salvo. Tal vez temía que usted no lo viera así. Tal vez. Doña Elvira se levantó y se acercó a un pequeño mueble de donde extrajo una cajita de plata.

La abrió para revelar varios cigarrillos. Encendió uno con movimientos elegantes y exhaló una nube de humo. El padre viene esta noche. Quiere discutir algo urgente conmigo. Ahora entiendo de qué se trata. Va a mover el cuerpo. Informó Socorro. Esta noche, después de reunirse con usted, la investigación se ha reabierto. Lo sé.

Un detective de la Ciudad de México llegó ayer. Se hospeda en el hotel colonial. Doña Elvira dio otra calada a su cigarrillo. Es meticuloso y tiene autoridad para ordenar registros en cualquier propiedad, incluida la iglesia. El sonido de la Aldaba en la puerta principal resonó por toda la casa. Ambas mujeres se tensaron.

Es el padre”, dijo doña Elvira apagando apresuradamente su cigarrillo. “Rápido, escóndase ahí”, señaló una puerta lateral que conducía a un pequeño estudio. “Quiero que escuche nuestra conversación, pero no se muestre pase lo que pase.” Socorro dudó. “¿Por qué confía en mí de repente? Porque ambas queremos justicia, aunque por diferentes razones.

Los ojos de doña Elvira brillaban con intensidad. Yo por mi honor mancillado, usted por su devoción profanada. Antes de que Socorro pudiera responder, se escucharon pasos acercándose. Rápidamente se dirigió al estudio y cerró la puerta, dejándola ligeramente entreabierta para poder escuchar. Desde su escondite vio entrar al padre Javier.

El sacerdote parecía cansado, pero alerta, su sotana impecable como siempre. saludó a doña Elvira con formalidad, besando su mano extendida con un gesto que a socorro le pareció excesivamente familiar para un hombre de la iglesia. Elvira, gracias por recibirme en tu casa”, dijo tomando asiento cuando la viuda le invitó a hacerlo.

Siempre es un placer, padre, aunque me intriga el motivo de esta visita tan urgente. El sacerdote se inclinó hacia delante bajando la voz. Ha surgido un problema. La mujer de la limpieza, Socorro Ramírez, ha estado haciendo preguntas incómodas. Encontró ciertos objetos esta mañana. ¿Qué tipo de objetos? Preguntó doña Elvira fingiendo ignorancia.

Un botón del uniforme de Felipe y creo que también un trozo de tela que podría ser comprometedor. Y esto te preocupa porque la tumba está filtrando Elvira. El padre Javier parecía genuinamente angustiado. Los fluidos están subiendo a través del mármol. El olor esta mañana era inconfundible. Doña Elvira palideció visiblemente, esta vez sin fingimiento.

Dios mío, después de 6 meses, el cuerpo no se ha descompuesto como debería. El suelo bajo la iglesia es demasiado húmedo. El proceso se ha ralentizado. El sacerdote se pasó una mano por el rostro. Tenemos que moverlo esta noche. ¿A dónde? Es mejor que no lo sepas. Por tu propia seguridad. El padre Javier hizo una pausa. Hay algo más.

El detective Morales ha solicitado permiso para inspeccionar la iglesia mañana. En base a que un informante anónimo le sugirió que Felipe visitó la iglesia la noche de su desaparición. Los ojos de doña Elvira se estrecharon. Un informante. ¿Quién? Sospecho del joven Ramón.

Últimamente ha estado inusualmente nervioso y hoy desapareció durante horas sin explicación. El sacerdote se inclinó más cerca. Elvira, necesito tu ayuda. Necesito que distraigas al detective mañana. Invítalo a almorzar. Cuéntale sobre las infidelidades de Felipe. Sugiérele que pudo haber huído con su amante. ¿Y qué hay de la muchacha Magdalena? Si el detective la encuentra, Magdalena y su hijo están seguros en Veracruz. Me he asegurado de ello.

Desde su escondite, Socorro procesaba cada palabra con creciente horror. El padre no solo había matado al coronel, sino que había ayudado a su amante a escapar por altruismo o por algún motivo más oscuro. ¿Y cuál era realmente el papel de doña Elvira en todo esto? ¿Cómo piensas mover el cuerpo sin ser visto? preguntó la viuda.

Después del rosario de la noche, cuando la iglesia esté vacía, Ramón me ayudará, lo quiera o no. Y doña Socorro, la mujer de la limpieza. El padre Javier guardó silencio por un momento y cuando habló, su voz era fría y calculadora. Me ocuparé de ella si es necesario. ¿Qué significa eso exactamente? Insistió doña Elvira. Significa que haré lo que sea necesario para proteger a la iglesia de un escándalo, Elvira, como siempre he hecho. El sacerdote se levantó. Debo irme. Hay preparativos que hacer.

Doña Elvira también se puso de pie, pero en lugar de acompañarlo a la puerta, se interpuso en su camino. Antes de que te vayas, Javier, hay algo que debes saber. Su voz había adquirido un tono diferente, más duro. Estoy cansada de mentiras y se El sacerdote la miró con desconcierto.

¿De qué hablas? Sé que Felipe no murió de un ataque al corazón. Sé lo que realmente pasó esa noche. El rostro del padre Javier se transformó, toda pretensión de calma evaporándose. ¿Qué crees, saber? Lo sé todo, Javier. Sé que mataste a Felipe deliberadamente, no para salvar a Magdalena o a su hijo, sino porque estaba celoso, porque tú también la amabas.

Un silencio tenso se instaló entre ambos. Socorro contuvo la respiración, temiendo hacer el más mínimo ruido que delatara su presencia. “Siempre tan perceptiva, Elvira”, dijo finalmente el sacerdote, su voz despojada ya de toda afabilidad. ¿Y qué piensas hacer con esa información? Eso depende de ti.

Quiero la verdad, toda la verdad. ¿Qué pasó realmente esa noche? El padre Javier pareció debatirse internamente antes de responder. Felipe vino a confesarse, pero realmente quería presumir. Me contó con lujo de detalles cómo había seducido a Magdalena, cómo planeaba deshacerse de ella ahora que resultaba inconveniente.

Se burlaba mientras hablaba. como si confesarse le diera inmunidad para sus pecados futuros. Sus ojos brillaban con un fuego oscuro. Y entonces mencionó que sabía sobre nosotros, sobre Magdalena y yo. Tú y Magdalena. La sorpresa de doña Elvira parecía genuina. Pensé que la amabas en secreto, que nunca.

Magdalena vino a mí primero antes de conocer a Felipe. Era pura, inocente, buscaba consejo espiritual y encontró algo más. La voz del sacerdote se quebró ligeramente, pero su padre estaba al borde de la ruina. Felipe ofreció saldar sus deudas a cambio de Magdalena. Ella me dejó por él. por necesidad, no por amor.

Y cuando te enteraste del embarazo, supe que era mío”, afirmó con certeza. Magdalena me lo confirmó. Felipe no lo sabía, por supuesto. Él creía que el hijo era suyo. Doña Elvira se llevó una mano a la boca genuinamente impactada. “Dios mío, Javier, ¿qué hiciste?” Lo que tenía que hacer. Felipe amenazaba no solo a Magdalena, sino a mi propio hijo.

Cuando me dijo que planeaba resolver el problema, supe que no podía permitirlo. El sacerdote parecía casi transfigurado por la intensidad de sus emociones. Intenté razonar con él primero, lo juro, pero se rió en mi cara, me llamó hipócrita, amenazó con exponerme ante el obispo y entonces simplemente ocurrió, “¿Lo mataste en el confesionario en la casa de Dios?” Fue un momento de ira.

Tenía un abrecartas en la mano. Felipe se abalanzó sobre mí y yo me defendí. El padre Javier parecía ahora extrañamente calmado. Lo que vino después fue puro instinto de supervivencia. Llamé a Ramón, le mentí sobre lo ocurrido y enterramos a Felipe esa misma noche. Y Magdalena sabe que fuiste tú.

Sabe que Felipe está muerto, no como murió. ¿Cree que huyó o que fue víctima de sus enemigos políticos? Le di dinero para irse a Veracruz. Le prometí que me ocuparía de ella y del niño discretamente. Doña Elvira se acercó a la ventana dando la espalda al sacerdote. Todo este tiempo, Javier, todo este tiempo fingiendo compartir mi dolor, oficiando misas por el alma de mi esposo mientras su cuerpo se pudría bajo tus pies.

Lo hice para protegernos a todos, Elvira, a Magdalena, al niño, a la iglesia, incluso a ti. Sabía lo que Felipe te hacía, cómo te maltrataba. Se acercó a ella colocando una mano sobre su hombro. En el fondo, ¿no estás aliviada de que ya no esté? Doña Elvira se giró lentamente. Sus ojos estaban secos, su rostro una máscara impenetrable. No intentes manipularme, Javier.

No soy como tus feligreces, que creen ciegamente cada palabra que sale de tu boca. Se apartó de su contacto. ¿Qué pasará ahora? ¿Seguirás mintiendo? ¿Seguirás profanando tu iglesia y tu sacerdocio? Haré lo que sea necesario para proteger a mi hijo”, respondió él. Toda pretensión de santidad abandonada.

Y eso incluye silenciar a cualquiera que amenace con exponer la verdad, incluso a mí. La pregunta quedó suspendida en el aire, cargada de implicaciones. El padre Javier no respondió inmediatamente, sus ojos evaluando a la mujer frente a él. Eres una mujer inteligente, Elvira. ¿Sabes que revelar esto no beneficiaría a nadie? Felipe está muerto.

Ninguna verdad lo traerá de vuelta. Esto no se trata de Felipe, respondió ella con firmeza. Se trata de justicia, de verdad, de integridad. Conceptos nobles, concedió el sacerdote, pero impracticables en el mundo real. Si la verdad saliera a la luz, la Iglesia sufriría un escándalo irreparable. Tú quedarías marcada como la esposa engañada del coronel que embarazó a una joven.

Y el hijo de Magdalena crecería siendo señalado como el bastardo de un sacerdote asesino. Sus palabras, frías y calculadoras parecieron tener efecto en doña Elvira. Su resolución vaciló visiblemente. “¿Qué propones entonces?”, preguntó finalmente, “Seguir como hasta ahora. Yo moveré el cuerpo esta noche a un lugar donde nunca lo encontrarán.

Tú distraerás al detective mañana y cuando todo haya pasado podemos discutir.” Arreglos para el futuro. Arreglos. Magdalena necesitará apoyo para criar al niño y tú tienes influencia y recursos. Doña Elvira soltó una risa amarga. ¿Me estás pidiendo que ayude a mantener al hijo ilegítimo de mi esposo y su amante? ¿O debería decir tu hijo ilegítimo con la amante de mi esposo? Te estoy ofreciendo la oportunidad de hacer algo bueno, Elvira, de redimir en parte el mal que Felipe causó. El padre Javier se acercó nuevamente, su voz suavizándose.

Siempre has querido tener hijos, hijos que Felipe nunca te dio. Este niño es inocente de los pecados de sus padres. La manipulación era evidente, incluso para socorro desde su escondite, pero también vio como las palabras del sacerdote tocaban algo profundo en doña Elvira.

La mujer parecía genuinamente conmovida por la mención de un niño inocente. “Necesito tiempo para pensar”, dijo finalmente la viuda. “Esto es demasiado. No tenemos tiempo, Elvira. Debo actuar esta noche antes de que el detective obtenga la orden para inspeccionar la iglesia. ¿Y qué hay de doña Socorro? La mujer que encontró el botón. Me encargaré de ella. La voz del sacerdote se endureció.

No permitiré que una simple mujer de la limpieza destruya todo lo que es sacrificado para proteger. No le hagas daño, Javier, advirtió doña Elvira. Ya hay demasiada sangre en tus manos. Haré lo que sea necesario. Con esas palabras, el padre Javier se dirigió hacia la puerta. Espero tu respuesta antes de la medianoche, Elvira.

o actuaré sin tu consentimiento. Cuando la puerta se cerró tras él, doña Elvira permaneció inmóvil por varios segundos. Luego, con voz clara, pero sin girarse, dijo, “¿Puedes salir ya, doña Socorro?” Socorro emergió de su escondite, su rostro pálido por todo lo que había escuchado. “Dios santo”, murmuró persignándose automáticamente.

“Dios tiene poco que ver con esto, me temo”, respondió doña Elvira con amargura, se dirigió nuevamente al mueble y encendió otro cigarrillo. “Ahora sabemos toda la verdad, o al menos la versión de Javier. ¿Cree que miente?” No sobre el asesinato, pero sí sobre sus motivos. Doña Elvira exhaló una nube de humo.

Javier siempre ha sido ambicioso. Codicia el puesto de obispo desde hace años. Un escándalo con una joven feligresa habría destruido sus aspiraciones. Y el niño cree que realmente es suyo. Es posible. Felipe era despiadadamente viril, pero también descuidado. A veces bebía demasiado. Una sombra de dolor antiguo cruzó su rostro.

En cualquier caso, la criatura no tiene culpa de nada. Socorro asintió pensando en las implicaciones de todo lo que había descubierto. ¿Qué haremos ahora? Debemos actuar rápidamente. Doña Elvira aplastó su cigarrillo en un cenicero de plata.

Javier planea mover el cuerpo esta noche y luego probablemente silenciarnos a ambas. Silenciarnos. Usted también está en peligro después de nuestra conversación. Sin duda. Javier sabe que no puede confiar en mí. No completamente. La viuda se dirigió a un escritorio y extrajo papel y pluma. Voy a escribir una carta al detective Morales revelando todo lo que sabemos.

Usted la entregará personalmente en el hotel colonial. Socorro asintió, pero una duda la asaltó. ¿Por qué ayudar a exponer esto ahora? Como dijo el padre Javier, la verdad solo traerá escándalo y dolor para todos los involucrados. Doña Elvira la miró directamente, sus ojos brillantes de determinación.

Porque la verdad, doña Socorro, por dolorosa que sea, es preferible a vivir en un mundo construido sobre mentiras. Mi esposo era un hombre cruel, pero no merecía morir así ni ser enterrado como un perro bajo el altar de una iglesia. Hizo una pausa. Además, no puedo permitir que Javier siga ejerciendo como sacerdote predicando moralidad mientras sus manos están manchadas de sangre.

Mientras doña Elvira redactaba la carta, Socorro miró por la ventana. La noche se había tornado más oscura y la bruma más densa. En algún lugar de la ciudad, el padre Javier estaría preparándose para profanar aún más la iglesia, moviendo el cuerpo en descomposición del coronel. Y en algún lugar de Veracruz, una joven llamada Magdalena acunaba a un niño que podría ser hijo de un sacerdote asesino o de un militar abusivo, un niño nacido del pecado, pero inocente de todo mal.

La verdad, pensó Socorro, era como el agua que trapezaba en el altar. Podía parecer clara a simple vista, pero bajo la superficie ocultaba horrores inimaginables. Y una vez que comenzaba a filtrar, su edor se volvía imposible de ignorar. La niebla se había espesado considerablemente cuando Socorro salió de la casa de doña Elvira.

La carta sellada en un sobre con la rojo pesaba en el bolsillo de su delantal como si fuera de plomo. La viuda le había insistido en que la entregara directamente al detective Morales esa misma noche, sin demoras. No confíe en nadie más”, le había advertido doña Elvira mientras la acompañaba hasta la puerta de servicio. El padre Javier tiene aliados en toda la ciudad, personas que le deben favores o que simplemente creen ciegamente en su santidad.

“Y si el detective no me cree”, había preguntado Socorro, “le creerá. He incluido detalles que solo yo podría conocer y he mencionado el botón y el trozo de encaje que usted encontró. Esas son pruebas tangibles. Ahora, mientras avanzaba por las calles cada vez más desiertas, Socorro sentía una opresión en el pecho.

El hotel colonial quedaba a 10 cuadras de distancia cerca de la estación de ferrocarril. Para llegar allí tendría que pasar inevitablemente por la plaza principal y por ende frente a la iglesia de Santo Domingo. La idea de acercarse al templo le provocaba escalofríos. Y si el padre Javier la veía y si ya había iniciado el macabro proceso de exhumar el cuerpo del coronel.

Virgen santísima, protégeme”, murmuró aferrándose a su rosario mientras aceleraba el paso. Las farolas de gas proyectaban alos difusos en la niebla, creando un ambiente fantasmal. Las calles empedradas resonaban con sus pasos solitarios. De vez en cuando, una ventana iluminada o el sonido distante de una radio eran los únicos indicios de vida en la ciudad aparentemente dormida.

Al doblar una esquina, Socorro tuvo la inequívoca sensación de estar siendo seguida. Se detuvo bruscamente y giró, escudriñando la penumbra a sus espaldas. No vio a nadie, pero el eco de pasos que se detenían casi al mismo tiempo que los suyos le confirmó sus sospechas. Alguien la estaba siguiendo, manteniéndose oculto en las sombras y la niebla.

El miedo amenazó con paralizarla, pero Socorro se obligó a continuar. No puedo detenerme ahora se dijo. Demasiado depende de esta carta. decidió cambiar de ruta. En lugar de dirigirse directamente hacia la plaza principal, tomó un callejón estrecho que la llevaría por un camino más largo, pero menos expuesto.

Las casas a ambos lados del pasaje estaban prácticamente pegadas unas a otras, con balcones que casi se tocaban por encima de su cabeza, bloqueando la escasa luz de la luna. El sonido de los pasos tras ella continuaba. Ahora más cercanos. Socorro apretó el paso, su corazón latiendo desenfrenadamente.

El callejón desembocaba en una pequeña plazuela donde había una fuente colonial rodeada de naranjos. Si lograba llegar allí, podría buscar ayuda en alguna de las casas circundantes. Cuando estaba a pocos metros del final del callejón, una figura emergió de las sombras bloqueando su camino. Socorro se detuvo en seco, ahogando un grito.

“Buenas noches, doña Socorro”, dijo la voz de Ramón, el joven sacristán. El alivio la inundó momentáneamente hasta que notó la expresión tensa del muchacho y su postura rígida. Ramón, me has asustado. ¿Qué haces aquí? ¿Me estabas siguiendo? Lo siento, pero tenía que encontrarla antes que él. El joven miró nerviosamente por encima de su hombro. El padre Javier sabe que usted estuvo en casa de doña Elvira.

Está furioso. Dice que usted representa una amenaza para todos. Un escalofrío recorrió la espalda de socorro. ¿Cómo lo supo? Alguien la vio entrar. La sirvienta de los Mendoza tiene un hermano que es monaguillo en la iglesia. Ramón se acercó más bajando la voz. El padre me envió a buscarla, doña Socorro.

Me ordenó que la llevara a la iglesia para hablar con usted. El eufemismo no engañó a nadie. Socorro dio un paso atrás. Y has venido a cumplir sus órdenes. He venido a advertirle. Los ojos del joven brillaban con determinación. Debe irse de Puebla esta noche mismo. Hay un tren a Veracruz a medianoche. Si logra tomarlo, estará a salvo. No puedo irme ahora, Ramón.

Tengo que entregar esta carta al detective Morales. Socorro tocó el bolsillo donde guardaba el sobre. Es la única forma de detener al padre Javier. Ramón pareció debatirse internamente. Doña Socorro no entiende el peligro. El padre está desesperado. Esta tarde recibió una llamada del obispado.

El detective Morales ha solicitado formalmente permiso para inspeccionar la cripta de la iglesia mañana temprano. Entonces, tenemos que actuar ahora antes de que mueva el cuerpo. Ya es tarde para eso. La voz de Ramón se quebró. Lo hemos sacado hace una hora. El padre me obligó a ayudarle. Socorro sintió náuseas al imaginar la escena.

El cuerpo parcialmente descompuesto del coronel siendo extraído de su improvisada tumba bajo el altar. ¿Dónde lo han llevado? A la antigua hacienda de los Méndez, a las afueras de la ciudad. Está abandonada desde la revolución. Ramón parecía genuinamente perturbado. El padre planea enterrarlo en el pozo seco. Nadie lo encontrará. allí ni siquiera si dragan el río como hicieron el mes pasado.

Socorro procesó esta información rápidamente. Si el cuerpo ya había sido movido, la carta de doña Elvira perdía parte de su poder como evidencia. El detective podría ordenar una inspección de la iglesia, pero no encontraría nada bajo el altar, excepto quizás manchas y residuos difíciles de interpretar sin el contexto adecuado. “Necesito pruebas más contundentes”, murmuró para sí misma.

“¿Qué dice Ramón? ¿Sabes si el padre Javier llevó consigo algún objeto personal del coronel? ¿Algo que pudiera identificarlo claramente?” El joven reflexionó un momento. Su reloj de bolsillo. El padre lo conservó. Lo guarda en un cajón de su escritorio bajo llave. Es de oro con las iniciales del coronel grabadas. ¿Podrías conseguirlo, Ramón? Palideció.

Sería demasiado arriesgado. El padre nunca se separa de esa llave y ahora está más paranoico que nunca. Hay más en juego que nuestras vidas, muchacho. Socorro. colocó una mano en el hombro del joven. Se trata de justicia, de verdad, de permitir que un hombre, por malvado que fuera, descanse en una tumba digna y de impedir que un sacerdote corrupto siga profanando la casa de Dios.

Algo en sus palabras pareció resonar en Ramón. Después de un momento de duda, asintió. Hay otra cosa que podría servirnos. El padre lleva un diario donde anota todo. Lo escribe en latín para que nadie pueda leerlo, pero tengo acceso a él. Lo deja en su mesita de noche cuando se baña.

¿Crees que ahí habrá escrito sobre el asesinato? Estoy seguro. El padre es metódico. Le gusta justificar sus acciones, incluso ante sí mismo. Ramón miró nuevamente sobre su hombro. Pero debemos darnos prisa. Volverá a la casa parroquial después de asegurarse de que el cuerpo está bien oculto. Socorro consideró sus opciones. Podía seguir con el plan original y entregar la carta a Morales o podía intentar obtener pruebas más contundentes primero. Esto es lo que haremos, decidió finalmente.

Iré al hotel y entregaré la carta al detective Morales. Tú regresa a la iglesia y consigue ese diario. Nos encontraremos en una hora en la estación de tren. Ramón asintió, pero parecía inseguro. Y si el padre regresa antes de que pueda tomar el diario, entonces ven directamente a la estación. Tu seguridad es lo primero. El joven sacristán la miró con renovado respeto.

Usted es valiente, doña Socorro, más valiente que yo. No es valentía, Ramón, es fe. Fe en que la verdad prevalecerá con la ayuda de Dios. Socorro hizo la señal de la cruz. Ahora ve y que el Señor te proteja. Mientras Ramón se alejaba rápidamente, Socorro continuó su camino hacia el hotel colonial. La niebla parecía haberse espesado aún más, como si la ciudad misma intentara ocultar los oscuros secretos que estaban siendo desenterrados esa noche.

Al llegar a la plaza principal, no pudo evitar mirar hacia la iglesia de Santo Domingo. El templo se alzaba imponente en la penumbra, sus torres gemelas perdiéndose en la niebla. Las puertas estaban cerradas y no se veía luz en el interior, pero Socorro sabía que el edificio ya no sería nunca el mismo para ella.

La imagen del agua enrojecida y maloliente volvió a su mente provocándole náuseas. Continuó su camino bordeando la plaza, evitando pasar demasiado cerca de la iglesia. El hotel Colonial quedaba a dos cuadras. Su fachada Art Deco, contrastando con la arquitectura colonial circundante. Era el establecimiento más lujoso de Puebla, donde se hospedaban políticos, empresarios y visitantes distinguidos.

Socorro nunca había entrado allí y por un momento dudó. con su reboso gastado y su vestido sencillo, desentonaría completamente en ese ambiente refinado, pero la urgencia de su misión le dio valor. El portero la miró con suspicacia cuando intentó ingresar al vestíbulo. ¿Puedo ayudarla, señora?, preguntó con tono condescendiente. Necesito ver al detective Morales. Es urgente.

¿Tiene cita? No, pero traigo información importante sobre el caso que está investigando. El hombre la examinó de pies a cabeza, claramente poco impresionado. El detective no recibe a nadie sin cita previa y menos a estas horas. Socorro estaba a punto de insistir cuando una voz masculina intervino desde el interior del vestíbulo. Está bien, Joaquín, yo me encargo.

Un hombre de unos 50 años, vestido con un traje gris impecable, se acercó. Era alto y delgado, con un bigote fino y ojos oscuros y perspicaces que parecían evaluar todo lo que veían. Soy el detective Eduardo Morales. Se presentó. Quería verme. Socorro asintió aliviada de haberlo encontrado tan rápidamente. Mi nombre es Socorro Ramírez, Detective.

Traigo información sobre la desaparición del coronel Mendoza. Los ojos del hombre se agudizaron con interés. Pase a mi despacho provisional, por favor. La condujo a una pequeña sala en la parte posterior del vestíbulo, amueblada con un escritorio, dos sillones y una mesita con una botella de coñac y varios vasos. cerró la puerta tras ellos y le indicó que tomara asiento.

Ahora, doña Socorro, cuénteme qué información tiene sobre el coronel. En lugar de hablar, Socorro extrajo el sobre la su bolsillo y se lo entregó. Esto es de doña Elvira Mendoza, viuda del coronel. Contiene todo lo que necesita saber. Morales tomó el sobre con expresión intrigada y rompió el sello.

Leyó la carta en silencio, su rostro transformándose gradualmente de la curiosidad inicial a la incredulidad y, finalmente, a la indignación contenida. “Esto es extraordinario”, dijo finalmente, volviendo a doblar el documento. Si lo que dice aquí es cierto, estamos ante un caso de asesinato premeditado y profanación de restos. humanos.

Es cierto, detective, yo misma encontré estas pruebas, dijo Socorro, extrayendo de su bolsillo el botón militar y el trozo de encaje manchado. Los colocó sobre el escritorio. Morales los examinó con atención profesional. El botón coincide con los del uniforme de gala del coronel, efectivamente. Y este encaje dice que estaba manchado de sangre. Así lo creo.

Lo encontré en el suelo de la iglesia cerca del confesionario. Interesante. Morales guardó ambos objetos en un sobre de papel que extrajo de su maletín. Pero me temo que esto no basta para obtener una orden de arresto contra el padre Javier. Necesitamos el cuerpo o al menos pruebas irrefutables de que él cometió el crimen.

El cuerpo ya no está bajo el altar, informó Socorro. Lo han movido esta misma noche a la antigua hacienda de los Méndez. ¿Cómo lo sabe? Me lo dijo Ramón Vega, el sacristán. Él ayudó a moverlo bajo coacción. ¿Y dónde está este Ramón ahora? Ha ido a buscar más pruebas. El diario personal del padre Javier, donde supuestamente ha escrito sobre el asesinato.

Morales la miró con creciente respeto. Usted y ese joven están arriesgando mucho, doña Socorro. Lo sé, detective, por eso he venido directamente a usted. El padre Javier es un hombre peligroso, más de lo que aparenta. Ha matado una vez y temo que lo haga de nuevo para proteger su secreto. No lo permitiremos.

Morales se levantó y se acercó a un teléfono colocado sobre una mesita auxiliar. Voy a llamar a mis hombres. Necesitaremos refuerzos para registrar la hacienda y detener al sacerdote. Mientras el detective hacía la llamada, Socorro miró por la ventana. La niebla continuaba espesándose y una lluvia fina había comenzado a caer, golpeando suavemente contra el cristal.

Mis hombres estarán aquí en 20 minutos”, informó Morales al colgar. “Me gustaría que usted permaneciera en el hotel hasta que todo esto termine por su propia seguridad.” Socorro, negó con la cabeza. No puedo, detective. Le prometí a Ramón encontrarnos en la estación de tren menos de una hora. El muchacho confía en mí. No puedo abandonarlo. Es demasiado peligroso.

El padre Javier podría estar buscándola en este momento. Precisamente por eso debo ir. Si Ramón llega a la estación y no me encuentra, podría regresar a la iglesia poniéndose en mayor peligro. Morales pareció evaluar sus opciones. Muy bien. Uno de mis hombres la acompañará a la estación, pero prométame que no hará nada imprudente. Esta ya no es su batalla, doña Socorro. déjenos hacer nuestro trabajo.

Socorro asintió, aunque en su interior sabía que su implicación en este asunto iba más allá de lo que cualquier investigación policial podría resolver. Se trataba no solo de justicia terrenal, sino de la profanación de un lugar sagrado, de la corrupción de un hombre que debía ser ejemplo de virtud.

Mientras esperaban a los refuerzos, Morales le ofreció un vaso de agua y le hizo más preguntas sobre lo que había visto y oído. Socorro le habló del agua maloliente, de las manchas rojizas en el mármol, de la conversación entre el padre Javier y doña Elvira que había escuchado escondida. Una pregunta más, doña Socorro, dijo el detective después de tomar notas.

¿Cree usted que doña Elvira estuvo involucrada en el asesinato o su encubrimiento? Socorro reflexionó antes de responder. No en el asesinato mismo, pero sospecho que sabía más de lo que aparentaba desde el principio. El padre Javier mencionó arreglos previos con ella y parecía haber una familiaridad entre ellos que va más allá de la relación normal entre un sacerdote y una feligreza.

Interesante. Morales hizo una anotación más en su libreta. El coronel Mendoza no era precisamente un santo. Durante mi investigación he descubierto que tenía enemigos poderosos, tanto en el ejército como en la política local. Su desaparición benefició a muchas personas. ¿Cree que pudo haber una conspiración más amplia? Es una posibilidad que no podemos descartar.

El detective guardó su libreta. La historia oficial era que el coronel había desaparecido tras una reunión con autoridades municipales. Nadie mencionó que hubiera ido a la iglesia esa noche. Alguien ha estado encubriendo la verdad desde el principio, concluyó Socorro. Y estamos a punto de descubrir quién.

Morales se levantó al escuchar voces en el vestíbulo. Parece que mis hombres han llegado. Efectivamente, tres agentes vestidos de civil entraron tras ser anunciados. Morales les explicó rápidamente la situación y les dio instrucciones precisas. Reyes y López, ustedes vendrán conmigo a la hacienda de los Méndez. Hernández, tú escoltarás a doña Socorro a la estación de tren y esperarás allí hasta que llegue el sacristán.

Una vez que lo tengan a él y al diario, tráiganlos directamente aquí. No se detengan por nada ni por nadie. Los hombres asintieron y se pusieron en movimiento. Hernández, un hombre fornido de unos 35 años con un rostro que inspiraba confianza, se presentó formalmente a socorro.

No se preocupe, señora, la protegeré con mi vida si es necesario. Socorro agradeció su compromiso y se preparó para salir. Antes de marcharse, el detective Morales le entregó una tarjeta. Si ocurre cualquier cosa, si ve al padre Javier o si el joven Ramón no aparece, llámeme inmediatamente desde cualquier teléfono público. La lluvia había arreciado cuando salieron del hotel.

Hernández insistió en que tomaran un taxi para reducir el riesgo de ser vistos y Socorro no puso objeciones. Su cuerpo empezaba a sentir el cansancio de un día lleno de emociones y descubrimientos perturbadores. El trayecto hasta la estación fue breve y silencioso. Socorro miraba por la ventanilla, observando como las calles se habían vaciado completamente bajo la lluvia y la niebla.

Puebla parecía una ciudad fantasma. Sus edificios coloniales convertidos en siluetas difusas entre la bruma. La estación de tren presentaba un aspecto desolado a esa hora. Faltaba poco para la medianoche y el último tren a Veracruz saldría en apenas 30 minutos. Unos pocos pasajeros esperaban en el Andén, protegidos de la lluvia bajo el techo de metal.

Una locomotora humeante esperaba su silueta negra recortada contra la débil iluminación de la estación. Socorro y Hernández se situaron en un banco desde donde podían ver la entrada principal. No había señales de Ramón. ¿Cree que vendrá? preguntó el agente después de varios minutos de espera. Eso espero.

Es un buen muchacho, solo que ha estado bajo la influencia del padre Javier demasiado tiempo. Los minutos pasaban y Socorro comenzaba a preocuparse seriamente. El reloj de la estación marcaba las 11:45 y aún no había rastro del joven sacristán. Quizás deberíamos llamar al detective Morales”, sugirió Hernández, claramente inquieto. “Esperemos 5co minutos más”, pidió Socorro.

“Tal vez tuvo dificultades para conseguir el diario.” A las 11:49, cuando ya estaban a punto de dirigirse al teléfono público, una figura emergió de la niebla corriendo hacia la estación. Era Ramón, empapado por la lluvia y con expresión de pánico. “Doña Socorro!”, gritó al verla. “Tenemos que irnos ahora.

” Socorro se levantó de inmediato y corrió hacia él, seguida de cerca por Hernández. “¿Qué sucede, muchacho? ¿Conseguiste el diario?” “Sí.” Ramón extrajo un pequeño libro de cuero negro de su chaqueta protegido dentro de una bolsa de plástico. Pero el padre Javier regresó antes de lo previsto. Me vio saliendo de su habitación. ¿Te siguió? No lo sé, pero no podemos arriesgarnos.

El tren está a punto de partir. Hernández intervino. Soy agente federal. Estoy aquí para protegerlos. Vengan conmigo. Los llevaré con el detective Morales. Ramón miró al hombre con desconfianza. ¿Quién es usted? ¿Cómo sé que no trabaja para él? ¿Puedes confiar en él? Aseguró Socorro. El detective Morales ya está en camino a la hacienda de los Méndez para buscar el cuerpo del coronel.

Esto pareció tranquilizar ligeramente al joven, pero seguía mirando nerviosamente hacia la entrada de la estación. Demasiado tarde”, murmuró de pronto, su rostro palideciendo aún más. Socorro y Hernández giraron para ver lo que había provocado esa reacción. En la entrada de la estación, parcialmente oculto por la niebla y la lluvia, se encontraba el padre Javier.

No vestía su sotana habitual, sino un traje oscuro que lo hacía parecer un hombre de negocios común. Pero su postura y la intensidad de su mirada eran inconfundibles, incluso a distancia. “No se muevan”, ordenó Hernández, llevando su mano al interior de su chaqueta, donde presumiblemente llevaba su arma. “Yo me encargaré de él. Tenga cuidado”, advirtió socorro.

“Es más peligroso de lo que parece.” El agente asintió y comenzó a avanzar hacia el sacerdote. Ramón, mientras tanto, entregó el diario a socorro. Si algo me pasa, asegúrese de que esto llegue al detective, dijo con voz temblorosa. Nada te pasará, muchacho. Estamos protegidos ahora.

Sin embargo, la escena que se desarrolló a continuación contradijo sus palabras tranquilizadoras. El padre Javier, al ver acercarse a Hernández, pareció evaluar la situación rápidamente. En lugar de huir o rendirse, hizo una seña casi imperceptible. De las sombras cercanas emergieron dos hombres que Socorro no había visto antes. Uno de ellos interceptó a Hernández antes de que pudiera llegar hasta el sacerdote.

Hubo un forcejeo breve y luego el sonido amortiguado de un disparo. El agente federal cayó al suelo sujetándose el costado. Los pocos pasajeros que quedaban en la estación comenzaron a gritar y correr en todas direcciones. El caos fue instantáneo. “Rápido el tren”, exclamó Ramón, tomando a socorro del brazo y arrastrándola hacia el andén, donde la locomotora ya silvaba anunciando su inminente partida.

Corrieron desesperadamente, esquivando a las personas que huían en dirección contraria. Socorro sentía el diario apretado contra su pecho, consciente de que contenía la evidencia que podría condenar al padre Javier. Lograron subir al último vagón justo cuando el tren comenzaba a moverse.

Ramón ayudó a Socorro a trepar los escalones y ambos se desplomaron en el pasillo interior, jadeando por el esfuerzo y la adrenalina. ¿Crees que nos siguen?, preguntó socorro entre respiraciones entrecortadas. Ramón se asomó por la ventanilla del vagón que se alejaba lentamente de la estación. No lo veo, pero eso no significa nada. El padre tiene contactos en todas partes.

Se refugiaron en un compartimento vacío y cerraron la puerta. El tren ganaba velocidad, alejándose de Puebla bajo la lluvia persistente. Socorro examinó el diario que Ramón había arriesgado tanto por conseguir. Era un libro pequeño pero grueso, encuadernado en cuero negro con las iniciales JM Javier Montejo, grabadas en oro en la esquina inferior.

Las páginas estaban llenas de una caligrafía precisa y pequeña en un latín que ninguno de los dos podía entender completamente. ¿Estás seguro de que aquí menciona el asesinato?, preguntó Ramón. Asintió. No puedo leer todo, pero reconozco el nombre del coronel aquí.

señaló un pasaje donde efectivamente aparecía escrito Coronel Mendoza entre el texto latino y esta palabra interficio significa matar o asesinar en latín. Socorro pasó las páginas con cuidado. El diario parecía abarcar varios años con entradas fechadas meticulosamente. La más reciente era de esa misma mañana. Debemos encontrar la forma de comunicarnos con el detective Morales”, dijo Socorro.

“Necesitas saber lo de la gente Hernández. Podemos intentar enviar un telegrama desde la próxima estación”, sugirió Ramón. El tren hace una parada técnica en Orizaba antes de continuar a Veracruz. Socorro asintió, aunque se preguntaba si para entonces no sería demasiado tarde. El padre Javier parecía tener recursos y aliados que ella nunca hubiera imaginado.

¿Quiénes eran esos hombres que habían atacado a la gente federal? ¿Simples matones contratados o personas con alguna conexión más profunda con el caso? A medida que el tren se alejaba de Puebla, Socorro miraba por la ventanilla la silueta de la ciudad que se desvanecía en la distancia. Había vivido allí toda su vida.

Había limpiado la iglesia de Santo Domingo durante 15 años, creyendo servir a Dios. Ahora huía en medio de la noche, perseguida por el mismo hombre en quien había depositado su fe y respeto. ¿A dónde iremos en Veracruz?, preguntó Ramón sacándola de sus reflexiones. “Mencionaste que Magdalena está allí con su hijo.” El joven asintió.

“En el Puerto Viejo, cerca de la iglesia de la pastora, el padre Javier arregló todo para que viviera discretamente bajo el nombre de Magdalena Fuentes. Quizás ella pueda aclarar algunas cosas. Confirmar o desmentir lo que el padre Javier le contó a doña Elvira es peligroso buscarla. Si el Padre descubre que intentamos contactarla, el Padre ya nos considera enemigos, Ramón.

No podemos empeorar nuestra situación. Socorro guardó cuidadosamente el diario en su bolso. Además, esa joven y su hijo merecen saber la verdad, sea cual sea. El tren avanzaba a través de la noche lluviosa, llevándolos hacia un destino incierto, pero inevitablemente ligado a los secretos que habían descubierto.

Socorro se sentía extrañamente en paz a pesar del peligro. por primera vez en mucho tiempo tenía un propósito claro, una misión que trascendía su rutina diaria de limpiar pisos y sacudir bancas. “Deberíamos descansar un poco”, sugirió notando el agotamiento en el rostro del joven sacristán. Mañana será un día largo.

Ramón asintió y se acomodó en su asiento, pero sus ojos permanecieron abiertos, vigilantes, como si esperara que en cualquier momento la puerta del compartimento se abriera para revelar al padre Javier o a uno de sus secuaces. “¿Cree que el detective Morales encontrará el cuerpo?”, preguntó después de un largo silencio. Eso espero. De lo contrario, todo esto habrá sido en vano. No en vano, doña Socorro.

Hemos expuesto la verdad. Eso nunca es en vano. La mujer sonrió ante la sabiduría inesperada del joven. Tienes razón, muchacho. La verdad siempre encuentra su camino a la luz, por oscuras que sean las tinieblas que intentan ocultarla. Mientras el tren avanzaba hacia Veracruz, Socorro se preguntó qué otros secretos saldrían a la luz antes de que esta historia terminara.

El agua que trapezaba el altar ya había revelado su terrible secreto, pero intuía que la edora muerte que había percibido esa mañana era solo el comienzo de una corrupción mucho más profunda y extendida. El amanecer llegó con una claridad inesperada mientras el tren se acercaba a Orizaba. La lluvia había cesado, dejando tras de sí un aire limpio y fresco que contrastaba con la pesadez opresiva de la noche anterior.

Socorro se despertó sobresaltada, desorientada momentáneamente, hasta que los recuerdos de la fuga precipitada volvieron a ella. Ramón dormitaba en el asiento frente a ella, su rostro joven marcado por la tensión incluso en el sueño. Socorro comprobó que el diario seguía seguro en su bolso y luego miró por la ventanilla.

El paisaje había cambiado dramáticamente. Las planicies del altiplano poblano habían dado paso a las estribaciones montañosas de la Sierra Madre Oriental con sus profundos barrancos y exuberante vegetación tropical. El tren comenzó a reducir velocidad anunciando su llegada a la estación de Orizaba. Socorro despertó suavemente a Ramón.

“Hemos llegado a Orizaba”, le informó. Debemos intentar comunicarnos con el detective Morales. El joven se incorporó frotándose los ojos. ¿Cuánto tiempo tenemos antes de que el tren continúe? 30 minutos según el itinerario. Descendieron apresuradamente del tren.

La estación de Orizaba era pequeña, pero elegante, con techos altos y detalles arquitectónicos de estilo francés. reminiscencia de la influencia europea durante el porfiriato. A esa hora temprana, apenas había actividad. “La oficina de telégrafos debe estar por aquí”, dijo Ramón orientándose rápidamente. Encontraron la pequeña oficina junto a la sala de espera.

Un hombre mayor con lentes gruesos atendía el aparato telegráfico con movimientos precisos y mecánicos producto de años de experiencia. Buenos días, saludó socorro. Necesitamos enviar un telegrama urgente a Puebla. El telegrafista levantó la vista de su aparato. Por supuesto, señora. ¿A quién va dirigido? Al detective Eduardo Morales, policía federal, hotel colonial.

El hombre asintió y preparó un formulario. Mensaje. Socorro dudó consciente de que debía ser cautelosa con las palabras. No sabía quién podría interceptar el telegrama o si el padre Javier tenía contactos en el servicio telegráfico. Escriba agente Hernández herido en estación. Padre J tiene cómplices. Seguimos a B con evidencia, Socorro y R.

El telegrafista transcribió el mensaje, contó las palabras y les indicó el costo. Socorro pagó con las pocas monedas que llevaba consigo. “¿Cuánto tardará en llegar?”, preguntó Ramón. Se transmitirá inmediatamente, respondió el hombre. Si el destinatario está en el hotel colonial, debería recibirlo en menos de una hora. Agradecieron al telegrafista y regresaron rápidamente al tren.

Mientras caminaban por el andén, Socorro tuvo nuevamente la inquietante sensación de estar siendo observada. miró discretamente a su alrededor, pero la estación seguía prácticamente desierta, con solo algunos trabajadores ferroviarios y unos pocos pasajeros madrugadores. “¿Sucede algo?”, preguntó Ramón notando su inquietud.

“No estoy segura. Tengo la sensación de que nos vigilan.” El joven sacristán examinó los alrededores con disimulo. “No veo a nadie sospechoso, pero no podemos bajar la guardia.” El padre Javier podría haber alertado a sus contactos en todas las estaciones del trayecto. Subieron nuevamente al tren justo cuando el silvato anunciaba la partida.

En el compartimento, Ramón bajó las cortinillas para evitar miradas indiscretas desde el pasillo. “Deberíamos revisar el diario más detenidamente”, sugirió Socorro extrayendo el libro negro de su bolso. “Tal vez encontremos algo que nos ayude a entender mejor contra qué nos enfrentamos.” Ramón asintió.

“¿Puedo traducir algunas partes? Estudié latín básico en el seminario menor antes de convertirme en sacristán. Durante las siguientes horas, mientras el tren avanzaba hacia Veracruz, ambos se sumergieron en las páginas del diario del padre Javier. Era una lectura perturbadora. Aunque Ramón solo podía traducir fragmentos, lo que emergía era el retrato de un hombre atormentado por ambiciones desmedidas y una moralidad distorsionada que justificaba cualquier medio para sus fines.

Aquí habla de Magdalena por primera vez, señaló Ramón, traduciendo laboriosamente un pasaje fechado 2 años atrás. Hoy vino la joven M a confesarse. Su pureza es como un rayo de luz en las tinieblas de este pueblo corrupto. Siento que Dios la ha puesto en mi camino por alguna razón que aún debo descubrir. Socorro escuchaba con creciente inquietud.

Las entradas posteriores mostraban cómo la admiración inicial del sacerdote por la joven se transformaba gradualmente en una obsesión enfermiza disimulada bajo el manto de la guía espiritual. “Me confía en mí completamente”, leyó Ramón de una entrada 6 meses después. me ha revelado sus más íntimos pensamientos, sus sueños, sus temores. La he consolado como un padre, pero en mi corazón arde un fuego que me avergüenza y me exalta a la vez.

¿Es esto una prueba divina o una tentación demoníaca? Dios mío”, murmuró socorro persignándose instintivamente. Las entradas se volvían más perturbadoras a medida que avanzaban en el tiempo. El padre Javier describía encuentros cada vez más íntimos con Magdalena, siempre justificándolos como una forma especial de dirección espiritual. Luego, abruptamente apareció la figura del coronel Mendoza.

El demonio ha enviado a uno de sus agentes para arrebatarme a M, tradujo Ramón, su voz temblando ligeramente. El coronel M, ese libertino sin escrúpulos, ha puesto sus ojos en ella. Su padre, presionado por deudas, está considerando la proposición indecente de este militar. debo intervenir antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, las entradas posteriores revelaban que el sacerdote no había logrado impedir el arreglo.

Magdalena se había convertido en la amante del coronel, inicialmente por presión familiar, luego quizás por las ventajas materiales que la relación le proporcionaba. “La he perdido”, leyó Ramón de una entrada particularmente amarga. M ha sucumbido a las seducciones mundanas. Ya no viene a confesarse conmigo.

La he visto en misa evitando mi mirada, su rostro marcado por la vergüenza y algo más. Satisfacción, orgullo, el pecado corrompe incluso a los más puros. Y finalmente llegaron a las entradas relacionadas con el embarazo de Magdalena y la fatídica noche del asesinato. Aquí el diario se volvía sorprendentemente explícito, como si el padre Javier necesitara justificar detalladamente sus acciones ante sí mismo.

El coronel vino esta noche alterado y furioso. Tradujo Ramón lentamente. M. Está embarazada. Él cree que el Hijo es suyo, pero yo tengo mis dudas. Después de todo, M y yo compartimos momentos de intimidad espiritual que él jamás podría comprender. Me habló de sus planes, obligarla a deshacerse del niño y luego abandonarla. La rabia nubló mi mente.

Cuando sacó su pistola para intimidarme, reaccioné instintivamente. El abrecartas estaba sobre mi escritorio. No recuerdo haberlo tomado, solo el momento en que penetró su garganta y el sonido ahogado que emitió mientras la vida abandonaba sus ojos. No siento remordimiento.

He librado al mundo de un monstruo y he salvado dos vidas inocentes, la de M y la de su hijo. Dios sabrá perdonar este acto de justicia divina. Socorro sintió náuseas al escuchar la descripción fría del asesinato y su justificación retorcida. Nunca fue un ataque al corazón. Fue un asesinato premeditado y mintió a todos, incluso a doña Elvira”, añadió Ramón, horrorizado por lo que acababa de leer.

Continuaron con las entradas posteriores que detallaban el encubrimiento del crimen. El padre Javier había manipulado a Ramón con amenazas sobre su hermano Cristo. había mentido a doña Elvira sobre las circunstancias de la muerte de su esposo y había arreglado el traslado de Magdalena a Veracruz, donde podría controlar su situación y eventualmente reclamar al niño como propio de alguna manera.

La entrada más reciente escrita la mañana anterior revelaba el pánico creciente del sacerdote ante la investigación renovada. “Todo se desmorona”, tradujo Ramón con dificultad. Pues la escritura se había vuelto más apresurada e irregular. El detective federal no se dejará comprar ni intimidar como los funcionarios locales y ahora esa entrometida mujer de la limpieza ha encontrado evidencia.

El agua, el agua siempre revela lo que la tierra intenta ocultar. Esta noche moveré el cuerpo a un lugar donde nunca lo encontrarán y después me ocuparé de los testigos. Dios perdonará lo que debo hacer, pues lo hago para proteger a su iglesia y a mi hijo. Un escalofrío recorrió la espalda de socorro. La amenaza era clara. El padre Javier planeaba eliminar a todos los que conocían su secreto.

“Somos testigos prescindibles”, murmuró. “Tú yo, quizás incluso doña Elvira y Magdalena,” añadió Ramón. Si ha empezado a sospechar la verdad sobre la muerte del coronel, la implicación quedó suspendida en el aire, demasiado terrible para verbalizarla completamente.

El tren redujo velocidad y el silvato anunció su aproximación a la siguiente estación. No era Veracruz aún, sino una parada intermedia en un pequeño pueblo. “Deberíamos cambiar de compartimento”, sugirió Ramón por precaución. Socorro asintió. recogiendo sus escasas pertenencias, se trasladaron a un vagón diferente, más concurrido, razonando que entre más personas habría mayor seguridad. El tren continuó su marcha.

El paisaje se había transformado nuevamente, mostrando ahora las extensas planicies costeras con sus campos de caña de azúcar y palmeras. A lo lejos, ocasionalmente podían vislumbrarse destellos del Golfo de México bajo el sol de la mañana. “Llegaremos a Veracruz en una hora aproximadamente”, informó Ramón consultando su reloj de bolsillo.

“¿Cuál es el plan una vez que lleguemos? Buscaremos a Magdalena”, decidió Socorro. Es la única que puede confirmar definitivamente la versión del diario y está en peligro si nuestras sospechas son correctas. Y después, después contactaremos nuevamente con el detective Morales. Si ha encontrado el cuerpo, tendremos un caso sólido contra el padre Javier. Ramón pareció dudar.

Y si no lo ha encontrado o si el Padre logró deshacerse de él de alguna manera, Socorro no había querido considerar esa posibilidad, pero era realista. Entonces tendremos que confiar en que este diario, junto con el testimonio de Magdalena, sea suficiente para iniciar una investigación más profunda.

El resto del viaje transcurrió en un silencio tenso. Ambos estaban agotados física y emocionalmente, pero demasiado alertas para relajarse. Cada vez que alguien pasaba por el pasillo del vagón, Ramón se tensaba visiblemente. Socorro intentaba mantener la calma, pero en su interior sentía un miedo constante. Finalmente, el tren comenzó a reducir velocidad mientras entraba en los suburbios de Veracruz.

La ciudad portuaria se extendía frente a ellos, sus edificios coloniales de colores brillantes resplandeciendo bajo el sol tropical. El Golfo de México se desplegaba en el horizonte, un vasto lienzo azul salpicado de embarcaciones de todos los tamaños. La estación de Veracruz era mucho más grande y bulliciosa que la de Orizaba. Cientos de personas se movían en todas direcciones, comerciantes, marineros, turistas, vendedores, ambulantes.

El aire olía a sal, pescado y frutas tropicales, una mezcla embriagadora que marcaba un fuerte contraste con el aire fresco de Puebla. “Será difícil encontrar a alguien en este caos”, comentó Socorro mientras descendían del tren, mezclándose con la multitud. Magdalena vive en el barrio del Puerto Viejo, cerca de la iglesia de la pastora recordó Ramón.

Podríamos empezar por allí. Tomaron un tranvía destartalado que los llevó a través de la ciudad, pasando por la plaza principal con su catedral y el palacio municipal para luego adentrarse en calles más estrechas y bulliciosas del barrio portuario. El Puerto Viejo era un laberinto de callejones y edificios coloniales desgastados por la sal y el tiempo.

Pescadores, estivadores y comerciantes de todo tipo poblaban sus calles creando un ambiente vibrante, pero algo intimidante para visitantes no acostumbrados. La iglesia de la pastora era una construcción sencilla, pero hermosa, con su fachada blanca y su campanario que se elevaba por encima de los tejados circundantes.

Frente a ella se extendía una pequeña plaza donde vendedores ambulantes ofrecían frutas, comida y artesanías. ¿Por dónde empezamos?, preguntó Socorro, abrumada por la multitud y el calor húmedo que era tan diferente del clima templado de Puebla. “Preguntemos en la iglesia”, sugirió Ramón. “Si Magdalena es devota, probablemente asiste a misa aquí.

” Se dirigieron hacia el templo, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, dejando entrar la brisa marina. En el interior, fresco y en penumbra, encontraron a un sacerdote anciano arreglando flores en el altar. Su rostro, amable, surcado por arrugas profundas, se iluminó al verlos entrar. “Bienvenidos, hermanos.

¿Puedo ayudarles en algo?”, preguntó con marcado acento veracruzano. “Buenos días, padre”, saludó Socorro persignándose instintivamente. “Estamos buscando a una joven llamada Magdalena Fuentes. Tenemos entendido que vive cerca de aquí.” El anciano sacerdote los miró con curiosidad. “¿Son familiares, amigos?”, intervino Ramón. “Venimos de Puebla con un mensaje importante para ella.

El sacerdote pareció dudar un momento, evaluándolos con la sabiduría que dan los años de escuchar confidencias en el confesionario. Magdalena es una buena muchacha. Viene a misa todos los domingos con su pequeño. Vive en la calle del Faro, en una casa verde con enredaderas. Es la tercera a mano derecha desde la esquina con calle marítima. Gracias, padre”, dijo Socorro sinceramente.

“¿Es muy importante que la encontremos está todo bien?”, preguntó el anciano, percibiendo su ansiedad. La muchacha ha pasado por momentos difíciles. Su situación es complicada. “Lo sabemos”, respondió Ramón. “Por eso necesitamos hablar con ella para ayudarla”. El sacerdote asintió lentamente. Que Dios los acompañe entonces y díganle a Magdalena que el padre Tomás pregunta por ella y su pequeño Javier.

Socorro y Ramón intercambiaron una mirada significativa al escuchar el nombre del niño. Era una confirmación más de la historia que habían leído en el diario. Siguiendo las indicaciones del sacerdote, pronto encontraron la casa verde con enredaderas. Era una vivienda modesta, pero bien mantenida, con macetas de geranios en las ventanas y un pequeño patio visible a través de una reja de hierro forjado.

La puerta estaba entreabierta y desde el interior se escuchaba el llanto de un bebé. Socorro llamó suavemente. Hola, Magdalena. El llanto continuó, pero no hubo respuesta. Llamó nuevamente, esta vez con más fuerza. Después de un momento se escucharon pasos y la puerta se abrió un poco más, revelando a una joven de no más de 20 años.

Era hermosa, de una manera sencilla y natural, con grandes ojos oscuros y cabello negro recogido en una trenza. En sus brazos sostenía a un bebé de pocos meses que seguía llorando quedamente. “Sí”, preguntó con evidente recelo. “¿Quiénes son ustedes?” Magdalena Fuentes inquirió Socorro suavemente.

Al ver el asentimiento de la joven continuó. Mi nombre es Socorro Ramírez y este es Ramón Vega. Venimos de Puebla. Necesitamos hablar con usted sobre el padre Javier. El rostro de la joven palideció visiblemente al escuchar el nombre. miró a ambos lados de la calle como temiendo ser observada y luego les hizo una seña para que entraran rápidamente.

El interior de la casa era sencillo pero acogedor. Muebles modestos, algunas imágenes religiosas en las paredes, un pequeño altar con flores frescas en una esquina. Magdalena les indicó que se sentaran en un sofá gastado mientras ella tomaba asiento frente a ellos, meciendo al bebé para calmarlo. ¿Qué sucede con el padre Javier?, preguntó finalmente cuando el pequeño se había tranquilizado.

¿Le ha ocurrido algo? No exactamente, respondió Socorro con cautela, pero hemos descubierto ciertas irregularidades relacionadas con él y con el coronel Mendoza. Al escuchar el nombre del coronel, Magdalena se tensó visiblemente. ¿Qué saben ustedes del coronel? Sabemos que está muerto, dijo Ramón directamente.

Sabemos que el padre Javier lo mató. Y sabemos por qué. La joven ahogó un grito apretando inconscientemente a su bebé contra su pecho. No sé de qué están hablando negó, pero su voz temblorosa y su mirada aterrorizada la traicionaban. Socorro adoptó un tono más suave. Magdalena, no estamos aquí para juzgarte ni para hacerte daño, al contrario, creemos que podrías estar en peligro.

El padre Javier ha comenzado a eliminar a quienes conocen la verdad. ¿Quiénes son ustedes realmente? Insistió la joven, la desconfianza evidente en su voz. Yo era la mujer que limpiaba el altar de la iglesia de Santo Domingo explicó Socorro. Ayer descubrí que el coronel Mendoza estaba enterrado bajo ese mismo altar y yo era el sacristán, añadió Ramón.

Ayudé a enterrarlo bajo coacción del padre Javier, pero ahora sé toda la verdad. La leí en su propio diario. Para dar credibilidad a sus palabras, extrajo el libro negro y lo colocó sobre la mesa entre ellos. Magdalena lo miró como si fuera una serpiente venenosa. “¿Lo reconoces, verdad?”, preguntó socorro suavemente.

Lo has visto antes Magdalena asintió lentamente lágrimas formándose en sus ojos. Él lo escribía cada noche antes de dormir. Decía que era su conversación con Dios. Magdalena continuó socorro. Necesitamos saber qué pasó realmente para protegerte a ti y a tu hijo. La joven miró al bebé en sus brazos, que ahora dormía plácidamente. Ajeno al drama que se desarrollaba a su alrededor. Pareció tomar una decisión.

“Les contaré todo”, dijo finalmente, su voz firme a pesar de las lágrimas que corrían por sus mejillas. “Pero no por mí, por mi hijo. Merece saber la verdad cuando crezca. No vivir rodeado de mentiras como he vivido yo. Y así, mientras la tarde avanzaba y la luz del sol poniente teñía de oro las paredes blancas de la modesta casa, Magdalena Fuentes reveló su historia.

Una historia de manipulación, abuso de poder, obsesión enfermiza y, finalmente, asesinato. Había conocido al padre Javier cuando tenía 17 años. recién llegada a Puebla desde su pueblo natal, había encontrado trabajo como ayudante en la casa parroquial. El sacerdote se había mostrado paternal al principio, ofreciéndole guía espiritual y protección en la ciudad desconocida.

Gradualmente, sin embargo, esa relación había cambiado. Lo que comenzó como confesiones y consejos se transformó en algo más íntimo, más inapropiado. Me hacía sentir especial, confesó Magdalena con amargura. Decía que Dios me había elegido para una misión particular, que nuestra relación trascendía las normas comunes.

Yo era joven, ingenua, y él era un sacerdote respetado por todos. ¿Cómo podía dudar de sus palabras? Cuando su padre enfrentó problemas financieros severos, el coronel Mendoza apareció ofreciendo una solución que venía con condiciones muy específicas. Magdalena debía convertirse en su amante, desesperada por ayudar a su familia y manipulada para creer que este sacrificio tenía algún tipo de bendición divina sugerida veladamente por el propio padre Javier.

La joven había aceptado. El coronel era un hombre frío, calculador, pero nunca me maltrató físicamente, recordó. me dio comodidades materiales que nunca había tenido y con el tiempo llegué a sentir algo parecido al afecto por él. Eso enfureció al padre Javier.

El embarazo había sido el catalizador de la tragedia. Cuando Magdalena informó a ambos hombres de su estado, las reacciones fueron diametralmente opuestas. El coronel, inicialmente furioso, había exigido que se deshiciera del niño, amenazando con retirar su apoyo económico a la familia de la joven. El padre Javier, por su parte, había visto en el embarazo una oportunidad.

me dijo que el niño era suyo, que Dios había bendecido nuestra unión prohibida con un milagro”, explicó Magdalena, acariciando suavemente la cabeza de su bebé dormido. Insistió en que debía proteger al niño a toda costa, incluso si eso significaba enfrentar al coronel. La noche del asesinato, Magdalena había estado esperando en una casa segura arreglada por el padre Javier.

Se suponía que el sacerdote hablaría con el coronel, lo persuadiría de alguna manera de dejarla en paz. En lugar de eso, horas después, había llegado con las manos manchadas de sangre, anunciando que el problema estaba resuelto. Me dijo que el coronel había muerto de un ataque al corazón durante su confesión, que era la justicia divina, recordó Magdalena.

Pero yo vi la sangre en sus manos, vi la mirada en sus ojos. Supe que lo había matado, aunque no quise aceptarlo. Entonces, los días siguientes habían sido un torbellino confuso. El padre Javier había arreglado rápidamente su traslado a Veracruz, proporcionándole dinero y una identidad nueva. Le había prometido que se reuniría con ella después de que las aguas se calmaran, que formarían una familia de alguna manera. Me enviaba dinero regularmente”, explicó Magdalena.

Cartas llenas de promesas y planes para el futuro, pero con el tiempo sus cartas cambiaron. Se volvieron más posesivas, controladoras. Hablaba de cómo el niño recibiría una educación religiosa, de cómo yo debía mantenerme pura para él. El último contacto había sido apenas una semana atrás, cuando el padre Javier la había llamado por teléfono, algo inusual, pues normalmente se comunicaban por carta.

Había sonado alterado, preguntándole si alguien había intentado contactarla, advirtiéndole que no hablara con extraños sobre su pasado en Puebla. Mencionó que pronto vendría a Veracruz, que tenía que hacer algunos arreglos antes, concluyó Magdalena. un temblor evidente en su voz. Ahora entiendo lo que eso significa. Está eliminando a todos los que conocen la verdad.

Socorro y Ramón intercambiaron miradas de preocupación. La historia confirmaba lo que habían leído en el diario, pero añadía una dimensión más perturbadora. El padre Javier planeaba reunirse con Magdalena próximamente. “Debemos contactar al detective Morales inmediatamente”, dijo Socorro. Y debemos encontrar un lugar seguro para ti y el niño mientras tanto.

¿Quién es ese detective? Preguntó Magdalena. Un investigador federal que está reabriendo el caso de la desaparición del coronel, explicó Ramón. Si todo ha salido bien, a estas horas ya debe haber encontrado el cuerpo en la hacienda abandonada. Pero el padre Javier es muy inteligente, advirtió Magdalena.

tiene conexiones, influencia y se ha logrado burlar a ese detective también. Es un riesgo que debemos correr, respondió Socorro. La verdad debe salir a la luz, Magdalena, por el bien de todos. La joven miró a su hijo dormido, una expresión de determinación formándose en su rostro. Tienen razón. He vivido demasiado tiempo con miedo y mentiras.

Si testificar contra él es lo que se necesita para acabar con esto, lo haré. Decidieron que lo más seguro sería que Magdalena y el bebé no permanecieran en la casa. El padre Javier conocía la dirección y podría llegar en cualquier momento. Ramón sugirió buscar refugio en la iglesia de la pastora con el padre Tomás mientras Socorro iba a la oficina de telégrafos para contactar al detective Morales. “Toma solo lo esencial”, aconsejó Socorro a la joven.

“Documentos importantes, algo de ropa para ti y el niño. Debemos movernos rápidamente.” Mientras Magdalena preparaba una pequeña maleta, Socorro notó una fotografía enmarcada sobre una cómoda. Mostraba a una Magdalena más joven junto a un hombre mayor, evidentemente su padre, frente a una casa rural sencilla.

“¿Es tu familia?”, preguntó suavemente. Magdalena asintió tomando la fotografía y guardándola en la maleta. Mi padre murió hace 3 meses sin saber toda la verdad. Creía que el coronel me había abandonado al descubrir mi embarazo y que yo había huído a Veracruz para evitar la vergüenza. “Lo siento”, dijo Socorro sinceramente.

“Lo único que me consuela es que murió sin conocer el monstruo en que se había convertido el padre Javier, a quien tanto respetaba.” Magdalena cerró la maleta con un movimiento decidido. “Estoy lista.” Salieron de la casa con cautela, verificando que no hubiera nadie sospechoso en los alrededores. El sol comenzaba a ponerse, tiñiendo el cielo de tonalidades rojizas y doradas.

Las calles del Puerto Viejo bullían de actividad mientras los pescadores regresaban de su jornada en el mar y los bares y cantinas se preparaban para la noche. Se dirigieron primero a la iglesia de la pastora, donde el padre Tomás los recibió con preocupación al ver sus rostros tensos. “¿Qué sucede, hijos míos?”, preguntó mirando especialmente a Magdalena y al bebé que ahora estaba despierto, observando el mundo con ojos curiosos.

“Padre, necesitamos su ayuda”, comenzó Ramón. “Magdalena está en peligro. Necesita un lugar seguro para quedarse esta noche, ella y el niño.” El anciano sacerdote no pidió explicaciones detalladas con la sabiduría de quien ha vivido lo suficiente para reconocer la urgencia genuina. simplemente asintió. Pueden quedarse en la casa parroquial.

Hay una habitación libre que uso para visitantes. Gracias, padre, dijo Magdalena con sincera gratitud. Yo iré a la oficina de telégrafos, anunció Socorro. Ramón, quédate con Magdalena y el padre Tomás. Si no, regreso en una hora. asuman lo peor y busquen ayuda con las autoridades locales. Antes de marcharse, Socorro tomó el diario del padre Javier.

Esto es nuestra evidencia más concreta por ahora. Lo llevaré conmigo y me aseguraré de que llegue a manos del detective Morales. La oficina de telégrafos central de Veracruz estaba situada cerca del muelle principal, a unos 15 minutos a pie desde la iglesia. Socorro avanzó rápidamente por las calles cada vez más oscuras, el diario negro seguro en su bolso.

La sensación de ser observada había regresado más intensa que nunca. En una esquina particularmente oscura, se detuvo abruptamente y giró, escudriñando las sombras tras ella. Por un momento creyó ver una figura masculina que se escondía en un portal, pero cuando entrecerró los ojos para enfocar mejor, no había nadie allí.

Estoy volviéndome paranoica, murmuró para sí misma, pero apresuró aún más el paso. La oficina de telégrafos estaba a punto de cerrar cuando llegó. Un empleado joven, visiblemente ansioso por terminar su jornada, la atendió con impaciencia, apenas disimulada. Un telegrama a Puebla, por favor. Solicitó Socorro. Para el detective Eduardo Morales, Hotel Colonial. Es urgente.

El joven preparó el formulario con movimientos mecánicos. Mensaje. Socorro dictó cuidadosamente. Encontramos a M en Veracruz. confirma todo. Esperamos instrucciones en Iglesia La Pastora Puerto Viejo, Sir pagó la tarifa y esperó mientras el telegrafista transmitía el mensaje.

Los clics metálicos del aparato resonando en la oficina casi vacía. “Listo”, anunció finalmente el joven. “Espera respuesta.” “Sí, por favor. Tendrá que esperar afuera”, indicó señalando un banco de madera junto a la entrada. Estamos cerrando, pero si llega una respuesta esta noche, la colgaremos en el tablón de avisos externo.

Socorro asintió y salió a la calle, donde tomó asiento en el banco indicado. La noche había caído completamente sobre Veracruz. A lo lejos se escuchaba música proveniente de los bares del puerto, mezclada con el sonido constante de las olas rompiendo contra los muelles. Algunas estrellas comenzaban a aparecer en el cielo despejado, contrastando con las luces de los barcos anclados en la bahía.

Mientras esperaba, Socorro reflexionó sobre los extraordinarios eventos de las últimas 36 horas. Su vida ordenada y rutinaria se había transformado completamente desde que había percibido aquel edor a muerte en el agua con que trapezaba el altar.

Ahora se encontraba a cientos de kilómetros de su hogar, involucrada en una trama de asesinato, manipulación y abuso de poder que jamás hubiera imaginado. El sonido de pasos aproximándose la sacó de sus pensamientos. levantó la vista para encontrarse con un hombre alto, vestido con un traje oscuro a pesar del calor húmedo de la noche veracruzana.

Su rostro quedaba parcialmente en sombras, pero había algo perturbadoramente familiar en su postura. “Buenas noches, doña Socorro”, dijo con una voz que ella reconoció de inmediato, helándole la sangre en las venas. “Qué curioso encontrarla tan lejos de Puebla.” El padre Javier Montejo emergió completamente a la luz de la farola cercana, su rostro mostrando una sonrisa que no alcanzaba sus ojos fríos y calculadores.

“Padre Javier”, murmuró socorro instintivamente presionando su bolso contra su pecho, consciente del diario incriminatorio que contenía. Me ha dado usted muchos problemas”, continuó el sacerdote sentándose calmadamente a su lado, como si estuvieran teniendo una conversación casual después de misa.

Usted y ese muchacho ingrato de Ramón, tantos años de servicio fiel a la iglesia y ahora esto, ¿cómo me encontró?, logró preguntar Socorro, su mente trabajando frenéticamente para encontrar una vía de escape. No fue difícil. El telegrama que enviaron desde Orizaba fue bastante revelador y tengo amigos en el servicio ferroviario que me informaron de su llegada a Veracruz.

El padre Javier miró hacia la oficina de telégrafos y ahora, supongo, acaba de enviar otro mensaje al detective Morales. Demasiado tarde, me temo. El tono casual con que pronunció esas últimas palabras envió un escalofrío por la espina de socorro. ¿Qué quiere decir con demasiado tarde? El detective Morales tuvo un desafortunado accidente esta mañana en la hacienda de los Méndez.

Los pozos antiguos pueden ser muy peligrosos, especialmente cuando la madera que los rodea está podrida por el tiempo. El sacerdote suspiró teatralmente. Una verdadera tragedia. Su cuerpo probablemente nunca será encontrado, al igual que el del coronel. Socorro sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Si el detective estaba muerto, todas sus esperanzas de justicia se desvanecían.

No le creo desafió, aunque su voz traicionaba su miedo. Poco importa lo que crea doña Socorro. Los hechos son los hechos. El padre Javier se acercó más bajando la voz. Ahora hablemos de lo realmente importante. El diario que Ramón robó de mi habitación. Lo quiero de vuelta. Socorro apretó el bolso con más fuerza. ¿Para qué? Para destruir la evidencia de sus crímenes.

Para proteger a la iglesia de un escándalo innecesario, corrigió él con suavidad engañosa. Piénselo, doña Socorro. Qué bien haría exponer esto ahora. Solo causaría dolor y sufrimiento a muchas personas inocentes. A los feligreses que han depositado su fe en mí, a doña Elvira, que finalmente ha encontrado paz. a Magdalena y su hijo, que necesitan estabilidad.

“Usted no se preocupa por ellos,”, replicó Socorro con creciente indignación. Solo se preocupa por sí mismo, por su posición, por sus ambiciones. El rostro del padre Javier se endureció momentáneamente, pero recuperó rápidamente su máscara de calma. “Todos servimos a propósitos mayores que nosotros mismos, doña Socorro.

A veces, para proteger lo bueno debemos hacer cosas que parecen cuestionables a simple vista. Asesinar a un hombre a sangre fría y enterrarlo bajo el altar de una iglesia va más allá de cuestionable, padre”, respondió Socorro, sorprendida por su propia audacia. Es un sacrilegio, un pecado mortal. Dios juzgará mis acciones”, dijo el sacerdote con una convicción que resultaba escalofriante.

“Pero mientras tanto, tengo una misión que cumplir y usted se interpone en mi camino.” Sin previo aviso, el padre Javier extendió su mano y agarró firmemente el brazo de socorro. “Ahora me dará ese diario y me dirá dónde están Ramón y Magdalena. Luego regresará conmigo a Puebla, donde la mantendré bajo observación hasta que todo esto se haya olvidado.

Socorro intentó liberarse, pero el agarre del sacerdote era sorprendentemente fuerte. Y sí me niego. La sonrisa del padre Javier se volvió gélida, entonces me veré obligado a tomar medidas más definitivas, como hice con el detective y como haré con cualquiera que amenace lo que he construido.

En ese momento, el telegrafista salió de la oficina cerrando la puerta tras él. Al ver a Socorro forcejeando con el sacerdote, se detuvo confundido. “¿Está todo bien, señora?”, preguntó acercándose cautelosamente. El padre Javier aflojó inmediatamente su agarre y adoptó una expresión de preocupación paternal. Todo está perfectamente bien, joven. Mi tía no se siente muy bien.

Estaba a punto de acompañarla a casa. El telegrafista miró a socorro esperando confirmación. Ella vio oportunidad. De hecho, llegó respuesta a mi telegrama, preguntó ignorando la mirada amenazadora del sacerdote. Sí, acaba de llegar, confirmó el joven sacando un pequeño papel de su bolsillo. Iba a colgarlo en el tablón, pero ya que está aquí, le entregó el telegrama a Socorro, quien lo abrió con manos temblorosas, consciente de la mirada intensa del padre Javier sobre ella. El mensaje era breve. Estoy bien.

Cuerpo recuperado. Orden de arresto emitida para PJM. Permanezcan donde están. Llegó mañana primer tren. Morales. Una oleada de alivio inundó a socorro. El detective estaba vivo. Habían encontrado el cuerpo. La justicia aún era posible. ¿Malas noticias?, preguntó el padre Javier intentando leer el telegrama por encima de su hombro.

Al contrario, respondió socorro encontrando una fuerza renovada. Excelentes noticias. Antes de que el sacerdote pudiera reaccionar, Socorro se levantó bruscamente. “Gracias por su ayuda”, le dijo al telegrafista. “Y ahora, si me disculpa, debo irme.” Comenzó a alejarse rápidamente, pero el padre Javier la siguió, alcanzándola en pocos pasos. No irá a ninguna parte con mi diario, doña Socorro”, amenazó en voz baja.

Y ese telegrama no cambia nada. Aún puedo desaparecer antes de que Morales llegue mañana. Socorro se detuvo y lo enfrentó directamente, su miedo transformado en indignación. Es demasiado tarde, Padre. La verdad ha salido a la luz, como siempre ocurre eventualmente.

El agua siempre revela lo que la tierra intenta ocultar. Recuerda, el rostro del sacerdote se contorsionó con furia apenas contenida. Por un momento, Socorro vio al verdadero hombre detrás de la máscara piadosa, alguien capaz de asesinar por ambición y obsesión. Última oportunidad, advirtió él. Su voz ronca por la ira. El diario. Ahora no respondió socorro firmemente.

Esto termina aquí, padre Javier. El sacerdote hizo un movimiento brusco como si fuera a agarrarla nuevamente, pero se detuvo al notar que varios transeútes se habían detenido observando la escena con curiosidad. La calle, previamente desierta, ahora tenía varios testigos potenciales. “Esto no ha terminado”, murmuró retrocediendo lentamente.

“Nos veremos muy pronto, doña Socorro.” Con esas palabras se dio la vuelta y desapareció entre las sombras de una calle lateral, su figura oscura fundiéndose con la noche. Socorro permaneció inmóvil por un momento, su corazón latiendo desbocadamente. Luego, cuando estuvo segura de que el sacerdote se había marchado, emprendió una carrera desesperada hacia la iglesia de la pastora. Tenía que advertir a Ramón y Magdalena.

El padre Javier estaba en Veracruz y ahora acorralado y desesperado, era más peligroso que nunca. La iglesia estaba iluminada solo por unas pocas velas cuando Socorro llegó jadeando por el esfuerzo. El padre Tomás estaba arrodillado frente al altar, rezando silenciosamente. Al escuchar sus pasos apresurados, se volvió con expresión preocupada.

Doña Socorro, ¿qué sucede? ¿Dónde están Ramón y Magdalena? Preguntó urgentemente. En la casa parroquial preparando al niño para dormir. ¿Ocurre algo malo? El padre Javier está aquí en Veracruz. Me interceptó en la oficina de telégrafos. El anciano sacerdote se persignó instintivamente. Dios nos ampare. La siguió hasta aquí. No lo creo. Pero no podemos arriesgarnos.

Debemos irnos inmediatamente. Juntos se dirigieron apresuradamente a la casa parroquial, una pequeña construcción adosada a la iglesia. Encontraron a Ramón y Magdalena en la cocina compartiendo una cena sencilla mientras el bebé dormía en una cuna improvisada. “Socorro!”, exclamó Ramón al verla. “Estábamos preocupados. Tardaste más de lo esperado.

El padre Javier está en Veracruz”, anunció sin preámbulos. Me encontró en la oficina de telégrafos. Sabe que estamos aquí. Magdalena palideció instintivamente buscando a su hijo con la mirada. ¿Cómo nos encontró? Tiene contactos por todas partes, pero hay buenas noticias también. Socorro extrajo el telegrama de su bolsillo.

El detective Morales está vivo. Han recuperado el cuerpo del coronel y han emitido una orden de arresto contra el padre Javier. El detective llegará mañana en el primer tren. Entonces solo tenemos que sobrevivir hasta mañana, murmuró Ramón, una mezcla de alivio y ansiedad en su voz. No podemos quedarnos aquí, dijo Socorro.

Es el primer lugar donde buscará. Pero, ¿a dónde iremos a estas horas? preguntó Magdalena cargando a su bebé dormido. El padre Tomás, que había escuchado toda la conversación con creciente consternación, intervino. Conozco un lugar, el convento de las hermanas de la caridad en las afueras de la ciudad.

La madre superiora es una vieja amiga y nos ayudará sin hacer preguntas. ¿Podemos llegar allí sin ser vistos?, preguntó Socorro. Hay un camino poco transitado que bordea la costa. Será un poco más largo, pero más seguro que las calles principales. No había tiempo que perder. Recogieron rápidamente sus escasas pertenencias, incluido el diario incriminatorio, y se prepararon para salir.

El padre Tomás insistió en acompañarlos, a pesar de su avanzada edad. “No dejaré a mis ovejas sin protección”, declaró con una firmeza que contradecía su apariencia frágil. Además, sin mí no podrán entrar al convento a estas horas. Salieron por la puerta trasera de la casa parroquial, adentrándose en la noche veracruzana.

El camino costero estaba iluminado solo por la luz de la luna que se reflejaba en las aguas tranquilas del Golfo. A lo lejos, las luces de los barcos anclados en la bahía parpadeaban como estrellas caídas. Avanzaban en silencio, conscientes de que cada sonido podría delatarlos. Magdalena llevaba al bebé envuelto en una manta, acunándolo para mantenerlo dormido.

Ramón caminaba delante, atento a cualquier movimiento sospechoso, mientras el padre Tomás y Socorro cerraban la marcha. El convento se avistaba ya en la distancia, sus muros blancos brillando bajo la luz lunar cuando escucharon el inconfundible sonido de pasos acercándose rápidamente desde atrás.

Se detuvieron girando para enfrentar lo que se avecinaba. La figura del padre Javier emergió de las sombras. Su rostro distorsionado por la furia y la desesperación. En su mano derecha sostenía lo que parecía ser un arma. Se acabaron las uidas, anunció con voz fría. Todos ustedes vendrán conmigo ahora.

¿A dónde, padre? Desafió Ramón, colocándose protectoramente frente a Magdalena y el bebé, a otra tumba improvisada bajo algún altar. No seas insolente, muchacho. Aún puedo salvarte si cooperas. El sacerdote avanzó un paso más, el arma firme en su mano. Solo quiero lo que me pertenece, mi diario y mi hijo. Este niño no es suyo declaró Magdalena con sorprendente firmeza.

Y nunca lo será. El niño es mío, Magdalena, lo sabes bien. El padre Javier intentó un tono más suave, persuasivo. Podemos ser una familia, como te prometí, lejos de aquí, donde nadie nos conozca. Una familia basada en mentiras y sangre”, replicó ella estrechando protectoramente a su bebé. “No, padre, esto termina aquí.” El rostro del sacerdote se endureció.

Si no puedo tenerte a ti y al niño por las buenas, será por las malas. No he llegado tan lejos para perderlo todo ahora. dio otro paso adelante. Pero entonces el padre Tomás, que había permanecido en silencio hasta ese momento, se interpuso entre el grupo y el sacerdote armado.

Javier Montejo dijo con voz firme y clara que contradecía su apariencia anciana, en nombre de Dios te ordeno que depongas esa arma y te entregues a las autoridades. Apártese, viejo. Esto no le concierne, espetó el padre Javier. Todo lo que atenta contra la integridad de la Iglesia y sus fieles me concierne”, respondió el anciano sin retroceder. “Has deshonrado tu vocación. Has matado.

Has mentido. Has manipulado a personas inocentes en nombre de Dios. No puedo permitir que continúes.” Por un momento, algo parecido a la duda cruzó el rostro del padre Javier. Su mano con el arma tembló ligeramente, pero fue solo un instante fugaz. La desesperación y la rabia recuperaron el control.

Entonces, comparta su destino con ellos”, declaró apuntando el arma directamente al pecho del anciano. Lo que ocurrió a continuación sucedió con una rapidez vertiginosa. Ramón, viendo la intención homicida en los ojos del padre Javier, se lanzó hacia delante para proteger al padre Tomás. El sacerdote corrupto, sorprendido por el movimiento, disparó instintivamente.

El sonido del disparo resonó en la noche, sobresaltando a las gaviotas que descansaban en las rocas cercanas. Ramón cayó al suelo con un gemido sofocado, sujetándose el hombro izquierdo donde la bala había impactado. “Ramón!” gritó socorro corriendo hacia el joven herido. Magdalena y el padre Tomás también se acercaron.

formando un escudo humano alrededor del sacristán caído. El bebé, despertado por el disparo y los gritos, comenzó a llorar desesperadamente. El padre Javier pareció momentáneamente aturdido por lo que acababa de hacer. miró el arma en su mano como si no reconociera el objeto.

Luego, cuando el llanto del bebé penetró su conmoción, levantó nuevamente el arma, su rostro transformado por una determinación siniestra. Apártense de él, ordenó, y entréguenme al niño y el diario ahora. Nunca, respondió Magdalena, su voz temblando, pero firme. Entonces morirán todos, incluido mi hijo declaró el padre Javier, apuntando nuevamente.

Fue en ese preciso momento cuando múltiples voces resonaron desde la oscuridad circundante. Policía federal, suelte el arma inmediatamente. Luces de linternas iluminaron la escena desde varias direcciones. El padre Javier giró bruscamente, desorientado por la repentina intrusión. A varios metros de distancia, emergiendo de la penumbra, apareció la figura del detective Eduardo Morales, acompañado por al menos seis agentes armados.

Se acabó, padre Javier”, anunció Morales con voz firme. “baje el arma y entréguese pacíficamente.” El sacerdote, acorralado y sin escapatoria, pareció desmoronarse ante sus ojos. Su rostro, siempre compuesto y autoritario, se descompuso en una máscara de desesperación. Por un momento, pareció considerar la posibilidad de disparar a las figuras que se acercaban o quizás devolver el arma contra sí mismo.

Finalmente, con un gesto de derrota absoluta, dejó caer la pistola al suelo arenoso. “Lo he hecho todo por él”, murmuró mirando hacia el bebé que seguía llorando en brazos de Magdalena. Todo por mi hijo. Los agentes se abalanzaron sobre él, sometiéndolo rápidamente y colocándole esposas. Mientras lo conducían hacia un vehículo que esperaba en la distancia, el padre Javier mantuvo la mirada fija en Magdalena y el niño, una mezcla de anhelo, furia y resignación en sus ojos.

El detective Morales se acercó al grupo dirigiéndose primero a Ramón, que seguía en el suelo sujetándose el hombro sangrante. “Necesita atención médica”, observó. “Tenemos un médico esperando en la ciudad.” Luego se volvió hacia Socorro. Doña Socorro Ramírez, supongo. Su telegrama desde Orizaba fue crucial. Nos permitió llegar a tiempo.

“¿Pero cómo usted dijo que llegaría mañana?”, preguntó Socorro confundida. Esa información en el telegrama era por precaución en caso de que fuera interceptado”, explicó el detective. “En realidad, llegamos a Veracruz hace 3 horas, siguiendo la pista del padre Javier. Sabíamos que vendría por ustedes.” ¿Y el cuerpo del coronel? Preguntó Socorro.

Recuperado de la hacienda, tal como indicaba su mensaje, el padre Javier cometió un error al mover los restos. dejó un rastro de evidencia que pudimos seguir fácilmente. Morales miró hacia el vehículo donde el sacerdote ya estaba asegurado. Se enfrentará a cargos por asesinato en primer grado, obstrucción de la justicia, profanación de restos humanos y ahora intento de asesinato.

No volverá a ver la luz del día como hombre libre. Mientras hablaban, varios agentes habían improvisado una camilla para transportar a Ramón. El joven, a pesar del dolor, parecía aliviado. “¿Se acabó, verdad?”, preguntó con voz débil, mirando a socorro. “Sí, muchacho, por fin se acabó.

” Magdalena se acercó, el bebé ya más calmado en sus brazos. “¿Qué pasará ahora con nosotros?” El detective Morales adoptó un tono más suave. Serán testigos clave en el juicio, por supuesto, pero después serán libres de reconstruir sus vidas donde quieran. El Estado les proporcionará protección. Hasta entonces el amanecer comenzaba a insinuarse en el horizonte, tiñiendo el cielo de tonalidades rosadas y doradas.

La brisa marina traía consigo el aroma salado del Golfo y el lejano sonido de barcos preparándose para zarpar. Socorro observó al pequeño grupo que se había formado en esas extraordinarias circunstancias. Ramón, el joven sacristán que había encontrado el valor para enfrentar la verdad.

Magdalena, la joven madre determinada a proteger a su hijo de las garras de un hombre corrupto, el padre Tomás, que representaba lo que un verdadero hombre de fe debería ser. y el detective Morales, símbolo de una justicia que aunque tardía, finalmente había llegado. Y en el centro de todo, un bebé inocente que, gracias a los eventos de esos dos días frenéticos, crecería ahora libre del oscuro legado de su concepción.

Mientras caminaban hacia la ciudad, dejando atrás la amenaza que había pendido sobre ellos, Socorro recordó como todo había comenzado con agua que olía a muerte, agua que revelaba lo que la tierra intentaba ocultar, agua que, como la verdad misma, siempre encuentra su camino a la superficie por muchas capas de mentiras que intenten contenerla.

La iglesia de Santo Domingo en Puebla ya nunca sería la misma para ella. probablemente nunca volvería a atrapear aquel altar, pero quizás pensó esa era también una forma de redención, limpiar la casa de Dios no solo de polvo y suciedad, sino de la corrupción que la había profanado. El agua siempre revela la verdad y la verdad, por dolorosa que sea, siempre trae consigo la posibilidad de sanación y renovación.

Si han llegado hasta aquí, les agradezco enormemente por acompañarme en esta oscura travesía, por los secretos de la Iglesia de Santo Domingo. Me encantaría saber qué emoción les ha dejado esta historia. Inquietud, indignación o quizás un escalofrío al pensar en esos lugares que creíamos puros.