El viento seco del mes de octubre arrastraba polvo por las calles empedradas de San Miguel del Encinal, un pueblo olvidado en las montañas de Guerrero. Era 1972 y el México rural vivía en la sombra de tensiones políticas que pocos campesinos comprendían del todo, pero todos sentían en el aire como el olor a lluvia antes de la tormenta.

Las familias se aferraban a sus tradiciones, a sus milpas y a la creencia de que mientras uno se mantuviera alejado de los problemas, los problemas también se mantendrían alejados. Don Evaristo Maldonado era un hombre que había llegado al pueblo 5 años atrás, en 1967, con poco más que una mula cargada de herramientas y un silencio pesado en los ojos. Nadie sabía de dónde venía exactamente.

Algunos decían que de Chilapa, otros que de más al norte, quizá de las tierras calientes cerca de Teloloapan. Era un hombre alto, de espaldas anchas y manos callosas, con el rostro curtido por el sol y una mirada que parecía atravesar a las personas sin verlas realmente. Tenía alrededor de 50 años, aunque era difícil saberlo con certeza.

Hablaba poco, respondía con monosílabos y nunca participaba en las fiestas del pueblo ni en las faenas comunitarias. Al principio, los habitantes de San Miguel de Lcinal lo miraban con la desconfianza natural que se tiene hacia los forasteros. Pero Don Evaristo no buscaba amistad ni compañía. compró un terreno alejado en las afueras del pueblo, donde el camino de terracería se perdía entre los cerros cubiertos de encinos y matorrales.

Allí comenzó a construir su casa y esa construcción se convirtió en el tema de conversación durante años.

La casa de don Evaristo era extraña desde el principio.

No seguía el patrón arquitectónico típico de las viviendas de la región. Esas construcciones de adobe con techos de teja o lámina, con patios interiores donde se criaban gallinas y se colgaba la ropa a secar. La suya era una estructura más baja, casi enterrada en la tierra, con muros gruesos que parecían emerger del suelo mismo. Trabajaba solo.

Nunca aceptó ayuda de nadie, ni siquiera cuando don Abundio Garza, el vecino más cercano que vivía a casi un kilómetro de distancia, le ofreció una mano para levantar las vigas del techo. “No se ocupa, don Abundio”, le respondió con sequedad. Yo me las arreglo solo. Durante meses, don Evaristo desaparecía en las noches.

La gente lo veía partir al anochecer con su mula y un par de costales vacíos adentrándose en la sierra. Regresaba antes del amanecer, siempre cargado, siempre cubierto de polvo y con las manos manchadas de tierra. Los costales venían llenos de algo pesado, algo que hacía que la mula caminara despacio, resoplando por el esfuerzo. Nadie le preguntaba qué cargaba.

En esos años, en Guerrero había cosas que era mejor no saber. La construcción avanzaba lentamente, pero de manera constante. Las paredes se levantaban con una mezcla extraña, un mortero que don Evaristo preparaba él mismo y que tenía un color amarillento, casi blanquecino, diferente al barro común que usaban los demás.

Algunos que pasaban cerca decían que el olor era peculiar, un aroma ácido y terroso que se mezclaba con algo más, algo que no lograban identificar, pero que les revolvía el estómago. “Ese hombre está loco”, comentó una tarde refugio Campos, la dueña de la tienda del pueblo, mientras despachaba piloncillo y frijoles.

Dicen que en las noches se oyen ruidos raros cerca de su casa. Mi compadre Jesús pasó por ahí la semana pasada de regreso de su milpa y jura que escuchó golpes como si alguien estuviera rompiendo piedras. O huesos agregó en voz baja Carmela Soto, una anciana que siempre vestía de negro y que tenía fama de saber cosas que otros no sabían.

Las palabras de Carmela cayeron como piedras en agua quieta, creando ondas de silencio incómodo. Nadie se ríó, nadie dijo nada, porque en el fondo todos habían pensado algo parecido. Los rumores crecieron cuando comenzaron a desaparecer los perros del pueblo. Primero fue el perro negro de la familia Ruiz, un animal grande y fuerte que ladraba a cualquier extraño. una mañana simplemente no estaba.

Luego desapareció la perra café de los Mendoza, que acababa de tener cachorros. Los cachorros se quedaron llorando toda la noche buscando a su madre. En las siguientes semanas, otros tres perros se esfumaron sin dejar rastro. Tiene que ser un coyote, decía don Abundio, o un puma que bajó de la sierra. Pero los perros no eran los únicos que desaparecían.

En 1968, Tomás Velázquez, un jornalero que trabajaba en las huertas de mango cerca de Chilapa, dejó de regresar a casa. Su esposa Marina esperó tres días antes de ir al pueblo a preguntar. Nadie lo había visto. Se organizó una búsqueda, pero las montañas de guerreros son vastas y traicioneras, llenas de barrancos profundos y cuevas donde un hombre puede perderse para siempre. Nunca lo encontraron.

En 1969 desapareció Luz María Contreras, una joven de 17 años que había ido a lavar ropa al río. Su ropa apareció en la orilla doblada con cuidado, pero ella nunca regresó. Algunos dijeron que se había fugado con un novio secreto, otros que se había ahogado y la corriente se había llevado su cuerpo.

Su madre, doña Felipa, no dejó de buscarla nunca, caminando por las veredas y preguntando a cada persona que encontraba con los ojos secos de tanto llorar. En 1970, un arriero que transportaba mercancías entre San Miguel del Encinal y Chilpancingo no llegó a su destino. Su mula apareció días después sola, pastando cerca del camino.

La carga había desaparecido y también el arriero. Nadie relacionaba estas desapariciones entre sí. México era un país donde la gente desaparecía por muchas razones. accidentes, crímenes pasionales, conflictos con caciques locales o simplemente porque decidían buscar mejor suerte en otro lugar. Era 1972 y en Guerrero se hablaba en voz baja de guerrilleros en la sierra, de militares que hacían redadas, de personas que eran llevadas y nunca regresaban.

La violencia era una presencia invisible, pero constante, como el calor o la pobreza. Mientras tanto, la casa de Don Evaristo se completaba. Ya tenía techo, puertas y ventanas pequeñas, tan pequeñas que apenas dejaban pasar la luz. Los muros eran extraordinariamente gruesos, más de lo necesario para una simple casa campesina.

y el interior, según los pocos que habían logrado echar un vistazo cuando la puerta estaba abierta, era oscuro y laberíntico, con pasillos estrechos y habitaciones que parecían no tener sentido en su distribución. Lo más extraño era que Don Evaristo nunca invitaba a nadie a pasar. Cuando alguien llegaba a su puerta, él salía y hablaba afuera, cerrando siempre la entrada detrás de sí.

Una vez el padre Mauricio, el sacerdote del pueblo, intentó hacerle una visita pastoral, como era su costumbre con todos los feligreses. Don Evaristo lo recibió con cortesía fría, pero no lo dejó entrar. No soy creyente, padre, le dijo. Respeto su labor, pero prefiero que no bendiga mi casa. El padre Mauricio regresó al pueblo con una sensación de inquietud.

que no logró explicarse. Esa noche, en la soledad de su pequeña parroquia, rezó por don Evaristo Maldonado, sin saber muy bien por qué sentía que ese hombre necesitaba más oraciones que cualquier otro en el pueblo. Fue en octubre de 1972 cuando todo comenzó a desmoronarse. Un temblor sacudió la región.

No fue un terremoto devastador, pero sí lo suficientemente fuerte para agrietar paredes y derribar algunas construcciones antiguas. En San Miguel del Encinal varias casas sufrieron daños. La iglesia perdió parte de su campanario y la casa de don Evaristo, esa construcción sólida y misteriosa, también sufrió las consecuencias.

Una grieta enorme apareció en uno de los muros exteriores, partiendo la pared de arriba a abajo. Y de esa grieta comenzó a sobresalir algo que hizo que el corazón de don Abundio Garza, quien pasaba por allí revisando los daños en su propio terreno, se detuviera en seco. Eran huesos, huesos humanos. Al principio, don Abundio pensó que sus ojos lo engañaban.

Se acercó lentamente con las piernas temblándole, no por el terremoto, sino por el miedo que comenzaba a trepar por su espina dorsal. Los huesos estaban incrustados en el muro, mezclados con el mortero, como si fueran parte de la construcción misma. pudo ver claramente una costilla, parte de un fémur y lo que parecía ser los dedos de una mano.

Don Abundio retrocedió, tropezó con sus propios pies y cayó sentado sobre la tierra seca. El pánico le cerraba la garganta. Se puso de pie como pud y corrió hacia el pueblo sin mirar atrás, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor enloquecido.

Llegó a la plaza jadeando, gritando, señalando hacia el cerro donde estaba la casa de don Evaristo. La gente salió de sus casas alarmada. Don Abundio apenas podía hablar, las palabras se le atragan. Pero finalmente logró decir lo que había visto. Huesos. La casa de don Evaristo está hecha de huesos humanos. El silencio que siguió fue absoluto.

Todos se miraron entre sí con esa mezcla de incredulidad y horror que surge cuando lo impensable se vuelve posible. Refugio Campos se persignó. Carmela Soto asintió lentamente, como si hubiera estado esperando este momento durante años. El padre Mauricio cerró los ojos y murmuró una oración. Se formó un grupo de hombres armados con machetes, palos y un par de escopetas viejas que se usaban para cazar venados. Nadie quería ir, pero todos sabían que tenían que hacerlo.

Entre ellos estaban Donabundio, aunque sus piernas seguían temblando, Jesús Mendoza, cuya perra había desaparecido años atrás, y Roberto Velázquez, hermano de Tomás, el jornalero que nunca regresó. Caminaron en silencio por el sendero que llevaba a la casa de don Evaristo. El sol de la tarde comenzaba a descender, tiñiendo el cielo de naranja y púrpura.

El viento había cesado por completo, dejando un silencio pesado y antinatural. Cuando llegaron, encontraron la casa abandonada. La puerta estaba abierta, balanceándose levemente en sus goznes oxidados. La grieta en el muro exterior era tal como don Abundio la había descrito. Los huesos sobresalían del mortero, pálidos y viejos, pulidos por el tiempo y la cal.

Roberto Velázquez se acercó, tocó uno de ellos con dedos temblorosos y luego se apartó vomitando en el suelo. “Entremos”, dijo Jesús Mendoza, aunque su voz carecía de convicción. El interior de la casa era una pesadilla hecha realidad. Las paredes, todas ellas, estaban construidas con huesos, huesos humanos mezclados con mortero, formando patrones grotescos y deliberados.

Había cráneos empotrados como si fueran decoración, fémures y tibias, dispuestos en líneas verticales, costillas formando arcos en las puertas. El olor era abrumador, tierra, cal, humedad y algo más profundo y oscuro, el olor de la muerte antigua. Había tres habitaciones.

En la primera, que parecía ser la sala principal, los huesos estaban dispuestos con una especie de orden macabro. En la segunda, que debía haber sido su dormitorio, había una cama simple de madera y en las paredes más huesos, algunos con restos de cartílago aún adheridos, lo que sugería que habían sido colocados recientemente.

En la tercera habitación, la más pequeña, encontraron algo que heló la sangre de todos los presentes. Era una especie de altar. Sobre una mesa de madera había herramientas, sierras, cuchillos, cinceles y junto a ellas objetos personales, un reboso azul que Marina Velázquez reconoció de inmediato como el que usaba su hermano Tomás. Una peineta de carey que doña Felipa había descrito mil veces como la favorita de su hija Luz María.

un collar simple de cuentas de madera que había pertenecido al arriero desaparecido. “Dios mío”, susurró Jesús Mendoza. “tos están aquí, todos los que desaparecieron.” Los hombres salieron de la casa tropezando, luchando por respirar aire limpio, por alejar de sus mentes las imágenes de lo que habían visto. Algunos lloraban, otros permanecían en shock, mirando el suelo sin ver nada.

Roberto Velázquez gritaba el nombre de su hermano una y otra vez, golpeando el suelo con los puños. Se organizó una búsqueda inmediata de don Evaristo. Grupos de hombres recorrieron la sierra. Los caminos, los pueblos vecinos mandaron avisos a Chilpancingo, a Chilapa, a Tixtla. Pero don Evaristo Maldonado había desaparecido como un fantasma, como si nunca hubiera existido.

Las autoridades estatales llegaron tres días después. Llegaron soldados, algunos oficiales de la policía judicial y un médico forense de Chilpancingo. Acordonaron la casa y comenzaron la tarea macabra de documentar y extraer los restos. El proceso tomó semanas. El médico forense, un hombre de ciudad llamado Dr.

Ernesto Palacios, nunca había visto nada igual en sus 20 años de profesión. Contaron los huesos meticulosamente. Identificaron restos de al menos 23 individuos diferentes, hombres, mujeres, incluso dos adolescentes. Algunos llevaban años muertos, otros apenas meses. Las causas de muerte variaban. Golpes en el cráneo, cortes profundos, estrangulamiento, pero todos habían sido desmembrados con precisión quirúrgica después de muertos.

Este hombre no solo los mató”, explicó el doctor Palacios a las autoridades con la voz quebrada por la incredulidad. Los descarnó, limpió los huesos y los usó como material de construcción. Es como si hubiera estado edificando un monumento a sus crímenes. Los cuerpos fueron identificados uno a uno en la medida de lo posible.

Las familias pudieron al fin enterrar a sus muertos o al menos los pedazos que quedaban de ellos. Se celebraron funerales colectivos. El pueblo entero vistió de negro durante meses. Doña Felipa pudo finalmente llorar sobre los restos de su hija Luz María. Marina Velázquez abrazó el rebozo de su hermano Tomás como si fuera el hermano mismo. Pero las preguntas permanecían.

¿Quién era realmente don Evaristo Maldonado? ¿Por qué había hecho esto? ¿Dónde estaba ahora? Las investigaciones revelaron poco. No había registros de un ebaristo Maldonado nacido en las fechas aproximadas que manejaban. No había escrituras legales del terreno. Don Evaristo nunca lo había comprado formalmente, simplemente se había instalado allí y nadie lo había cuestionado.

Los documentos de identidad que había mostrado ocasionalmente resultaron ser falsos. El hombre era un fantasma, una identidad inventada. Algunos investigadores especularon que podía haber sido un soldado desertor, alguien que había participado en las operaciones contra insurgentes en la sierra guerrerense y que había enloquecido en el proceso.

Otros pensaban que podría haber sido un asesino serial que se movía de región en región construyendo su casa de huesos. Era una compulsión enferma, un ritual personal. Había incluso quienes sugerían conexiones con cultos oscuros, prácticas prehispánicas distorsionadas, aunque estas teorías eran las menos creíbles. Lo que sí quedó claro fue que Don Evaristo había estado planeando esto durante mucho tiempo.

Las herramientas encontradas en su casa eran profesionales, bien mantenidas. Los huesos habían sido tratados con productos químicos para acelerar la descomposición de los tejidos blandos y blanquearlos. Había libros sobre construcción, anatomía y química rudimentaria, y había cuadernos escritos con letra pequeña y apretada, llenos de anotaciones que parecían ser registros de sus víctimas, fechas, lugares donde las había interceptado, descripciones de cómo las había matado, pero los cuadernos no explicaban el por qué. No había confesiones emocionales, ni justificaciones delirantes, ni

manifestos de un loco. Solo registros fríos, clínicos, como si estuviera documentando un proyecto de construcción cualquiera. Marzo 12, 1968. Varón Aprox, 35 años, interceptado en camino a Chilapa. Muerte por traumatismo craneal. Descarne completado en seis días. huesos utilizados en muro norte. Y así, página tras página, la casa fue demolida.

Los soldados la derribaron con mazos y picos, reduciendo a escombros aquella construcción Los huesos que aún quedaban incrustados en las paredes fueron extraídos y entregados a las familias correspondientes cuando era posible identificarlos, o enterrados en una fosa común en el cementerio del pueblo, cuando no.

El terreno fue bendecido por el padre Mauricio, quien roció agua bendita y pronunció oraciones en latín, intentando purificar un lugar que sentía contaminado hasta la médula. Pero no todos los huesos pudieron ser identificados. Había restos de al menos ocho personas que nunca fueron reclamados, lo que sugería que don Evaristo había expandido su área de cacería más allá de San Miguel del Encinal, atrayendo víctimas de otros pueblos, otros caminos, otros lugares donde un desaparecido más no haría demasiada diferencia.

Los meses pasaron. 1972 dio paso a 1973. La vida en San Miguel del Encinal intentó volver a la normalidad, pero había cambiado algo fundamental en el pueblo. La gente caminaba más rápido por los senderos solitarios. Las madres llamaban a sus hijos antes de que oscureciera.

Nadie volvió a construir nada en aquel terreno maldito que quedó abandonado, cubierto de maleza. Un recordatorio silencioso de lo que había sucedido. Don Abundio Garza nunca pudo dormir bien después de aquel día. Las pesadillas lo visitaban cada noche. Soñaba con paredes que respiraban, con huesos que se movían, con la cara de don Evaristo mirándolo desde las sombras.

Comenzó a beber mezcal para poder dormir y murió 5 años después con el hígado destrozado y el alma nunca reparada. Jesús Mendoza se mudó con su familia a Acapulco en 1974. No podía soportar seguir viviendo tan cerca del lugar donde habían encontrado la casa. Su esposa contaba que a veces en medio de la noche Jesús se despertaba gritando, diciendo que podía oler el mortero de huesos, ese olor ácido y terroso que nunca lo abandonó.

Roberto Velázquez dedicó el resto de su vida a buscar a don Evaristo. Viajó por todo Guerrero, luego por Michoacán, Oaxaca, Morelos. mostraba a todos una descripción detallada del asesino. Preguntaba en cantinas, mercados, plazas. Se volvió una figura conocida en los pueblos de la sierra.

El hombre obsesionado que buscaba al constructor de la casa de huesos. Nunca lo encontró. murió en 1989 en un accidente de autobús en la carretera a Cihuatanejo, llevando consigo la esperanza nunca cumplida de ver a don Evaristo enfrentar la justicia. Doña Felipa Contreras vivió hasta 1995. Nunca se recuperó completamente de la muerte de su hija, pero encontró una especie de paz al poder finalmente enterrarla en el cementerio del pueblo bajo una lápida sencilla de piedra que ella misma mandó hacer. Visitaba la tumba todos los días, le llevaba flores

de cempasil en noviembre. Le hablaba como si Luz María pudiera escucharla. murió una noche de enero en su cama con una fotografía de su hija entre las manos. El padre Mauricio escribió a sus superiores eclesiásticos sobre lo sucedido. El caso llegó hasta el obispado de Chilpancingo, donde causó conmoción y debate.

Algunos sugerían que debía realizarse un exorcismo en el lugar, otros que simplemente debía olvidarse y seguir adelante. Al final se decidió construir una pequeña capilla en la plaza del pueblo dedicada a las víctimas. La capilla sigue en pie hasta hoy, un lugar blanco y simple donde la gente enciende velas y reza por los muertos.

Las autoridades nunca encontraron a don Evaristo Maldonado. A pesar de la búsqueda inicial, de los carteles distribuidos, de las alertas emitidas, el hombre se esfumó sin dejar rastro. Hubo algunos avistamientos no confirmados a lo largo de los años. alguien que se le parecía en un mercado de Puebla en 1975. Otro que trabajaba en una construcción en Veracruz en 1978, un ermitaño solitario en las montañas de Oaxaca en 1982.

Pero ninguno de estos avistamientos condujo a nada concreto. Algunos creen que murió en algún lugar de la sierra, quizá cayendo por un barranco o siendo atacado por animales salvajes. Otros piensan que logró escapar a otra región del país, quizá incluso al extranjero, y que posiblemente siguió matando, construyendo otras casas en otros lugares remotos.

Hay quienes sostienen que fue ejecutado sumariamente por militares o policías que nunca reportaron el incidente. Una forma de justicia extrajudicial que no era infrecuente en aquellos años turbulentos. La teoría más perturbadora y la que algunos investigadores consideran más probable es que don Evaristo simplemente cambió de identidad y de lugar y que se estableció en otro pueblo, en otra región donde nadie conocía su historia.

Quizá bajo otro nombre, con otra historia inventada volvió a empezar. Quizá construyó otra casa. Con el tiempo, la historia de don Evaristo y su casa de huesos se convirtió en leyenda. Los periodistas llegaron a San Miguel del Encinal en los años 70. Escribieron artículos sensacionalistas que fueron publicados en periódicos de la Ciudad de México.

Algunos llamaron a don Baristo el arquitecto de la muerte, otros el constructor caníbal, aunque nunca hubo evidencia de canibalismo. Los criminólogos lo estudiaron como uno de los casos de asesinato serial más extraños y perturbadores en la historia de México. Pero para la gente de San Miguel del Encinal no era una leyenda, era un trauma colectivo, una herida que nunca cerró del todo.

Los niños que crecieron en los años 70, que vieron a sus padres llorar y temblar, que escucharon las historias en voz baja, que sintieron el miedo palpable en cada rincón del pueblo, cargaron con ese peso durante toda su vida. Y cuando tuvieron sus propios hijos, les advirtieron sobre los peligros de confiar en extraños, de alejarse de los caminos conocidos, de construir casas en lugares malditos.

Refugio Campos, la dueña de la tienda, cerró su negocio en 1980 y se mudó a vivir con una sobrina en Iguala. Antes de irse le confió a Carmela Soto algo que nunca había dicho a nadie. Una noche de 1969, don Evaristo había entrado a su tienda para comprar provisiones. Mientras pagaba, ella notó manchas oscuras bajo sus uñas, manchas que parecían sangre.

Cuando él se fue, Refugio sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo, pero no dijo nada. No hizo nada. Durante años se culpó a sí misma, pensando que si hubiera hablado, si hubiera alertado a alguien, quizá algunas de las víctimas posteriores habrían podido salvarse. Carmela Soto, la anciana que siempre vestía de negro, murió en 1982.

Antes de morir, llamó al padre Mauricio a su lecho y le contó algo que nunca había revelado. Ella había visto a don Evaristo una noche, meses antes del descubrimiento, cargando lo que parecía ser un cuerpo envuelto en lonas sobre su mula.

había estado demasiado asustada para decir algo, temiendo que si el hombre se enteraba de que ella lo había visto, ella sería la siguiente. El padre Mauricio le dio la absolución y le dijo que Dios entendía el miedo humano. Carmela murió esa misma noche, llevándose consigo el peso de su silencio. El terreno donde estuvo la casa de don Evaristo nunca fue reclamado ni vendido.

Quedó como un baldío y con los años se convirtió en un lugar que la gente evitaba. Los niños del pueblo contaban historias de fantasmas que vagaban por allí, de voces que se escuchaban en las noches sin luna, de luces extrañas que aparecían y desaparecían. Los adultos se burlaban de esas historias, las llamaban supersticiones infantiles, pero ninguno de ellos cruzaba por ese terreno después del anochecer.

En 1985, un equipo de antropólogos forenses de la Universidad Nacional Autónoma de México visitó San Miguel del Encinal, interesados en estudiar el caso como parte de un proyecto sobre crímenes violentos en zonas rurales. Excavaron en el terreno buscando más restos que pudieran haber quedado enterrados.

encontraron fragmentos óseos adicionales, pequeños pedazos que habían sido pasados por alto en la demolición original. También encontraron herramientas enterradas, más sierras, cuchillos, incluso un hacha pequeña. Todo fue catalogado, fotografiado y llevado a la Ciudad de México para análisis adicional. El líder del equipo, el Dr. Alfonso Guzmán, escribió un informe detallado sobre el caso.

En sus conclusiones describió a don Evaristo como un individuo con una patología psicológica severa y altamente organizada, capaz de mantener una fachada de normalidad mientras ejecutaba crímenes de extrema violencia. Su necesidad compulsiva de incorporar los restos de sus víctimas en una estructura física sugiere una psicosis con elementos de ritualización y posible delirio de grandeza o inmortalidad.

Pero ni los análisis psicológicos postmortem, ni los estudios forenses, ni las teorías criminológicas podían responder la pregunta fundamental que obsesionaba a todos. ¿Por qué? ¿Qué llevó a un hombre a hacer algo tan monstruoso? ¿Qué había en su mente, en su pasado, en su alma, que lo impulsó a matar a más de 20 personas y construir una casa con sus huesos? Algunos investigadores indagaron en posibles antecedentes, revisaron registros militares, archivos penitenciarios, expedientes psiquiátricos de todo el país, buscando a alguien que coincidiera

con la descripción de don Evaristo. Encontraron varios candidatos posibles. un sargento desertor del ejército que había desaparecido en 1965 después de estar involucrado en operaciones contra insurgentes particularmente brutales, un interno de un hospital psiquiátrico en Oaxaca que había escapado en 1966 y nunca fue recapturado.

un trabajador migrante que había sido acusado de violencia en Sinaloa en los años 50, pero nunca procesado. Ninguna de estas pistas llevó a una identificación definitiva. Don Evaristo Maldonado permaneció como un enigma, un nombre falso pegado a un rostro que algunos recordaban pero que otros comenzaban a olvidar. En 1990, un escritor de Ciudad de México llamado Julio Rentería publicó un libro sobre el caso titulado La casa del horror, el constructor de huesos de guerrero.

El libro se basaba en entrevistas con sobrevivientes, testimonios de las familias de las víctimas, documentos oficiales y especulaciones del autor. Fue un éxito modesto de ventas, alimentando el morbo público por casos de crímenes reales. Algunos habitantes de San Miguel del Encinal se indignaron por el libro sintiendo que explotaba su dolor para el beneficio comercial.

Otros simplemente lo ignoraron, cansados de que su pueblo fuera conocido solo por aquella tragedia. Refugio Campos, ya anciana y viviendo en Iguala, leyó el libro y lloró durante días. Las palabras impresas en papel traían de vuelta todo. El miedo, la culpa, las caras de los muertos.

Escribió una carta al autor reprochándole su insensibilidad, pero nunca la envió. La carta fue encontrada después de su muerte en 1994, guardada entre las páginas de una vieja Biblia. El padre Mauricio, quien se había jubilado y vivía en un asilo para sacerdotes en Cuernavaca, también leyó el libro. Le molestó que el autor hubiera cambiado algunos detalles, dramatizado otros, inventado diálogos que nunca ocurrieron.

Pero lo que más le dolió fue la forma en que el libro reducía a las víctimas a simples estadísticas, nombres en una lista, huesos en una pared. Él recordaba a cada uno de ellos, Tomás Velázquez, que siempre se sentaba al fondo de la iglesia durante las misas.

Luz María Contreras, que tenía una voz hermosa y cantaba en el coro, el arriero, cuyo nombre era Facundo Ríos y que tenía tres hijos pequeños esperándolo en casa. El padre Mauricio escribió su propia versión de los hechos, un manuscrito de casi 300 páginas que tituló Memoria y lamento San Miguel del Encinal 1967-1972. nunca intentó publicarlo.

Cuando murió en 1998, el manuscrito fue encontrado entre sus pertenencias y entregado a la parroquia de San Miguel del Ensinal, donde permanece guardado en un armario junto a registros de bautizos y matrimonios. Un testimonio olvidado de acontecimientos que el pueblo preferiría olvidar. Para el cambio de siglo, San Miguel del Ensinal había cambiado.

Las generaciones que vivieron directamente el horror de 1972 estaban envejeciendo o habían muerto. Los jóvenes conocían la historia, pero de manera abstracta, como algo que les habían contado, no como algo que habían vivido. El pueblo se modernizó lentamente. Llegó la electricidad confiable. Se pavimentó el camino principal.

Se instalaron teléfonos públicos. La vida continuaba como siempre continúa. Pero el terreno donde estuvo la casa de don Evaristo seguía abandonado. La maleza lo había cubierto completamente, convirtiéndolo en un pequeño bosque urbano de arbustos espinosos y árboles torcidos.

Los ancianos del pueblo aún contaban historias a los niños. advirtiéndoles que no jugaran allí. Y los niños, con la valentía ignorante de la juventud, a veces se acercaban, se retaban unos a otros a pisar el terreno maldito, pero nunca se adentraban demasiado. Algo en el aire, en el silencio pesado que reinaba en ese lugar, los hacía retroceder.

En 2003 llegó a San Miguel de Encinal una periodista joven de Chilpancingo llamada Verónica Salinas. Estaba trabajando en un reportaje sobre crímenes sin resolver en Guerrero y el caso de Don Evaristo era uno de los más fascinantes.

Entrevistó a los pocos sobrevivientes que quedaban, don Abundio Garza, quien para entonces tenía más de 80 años y estaba casi ciego, pero cuya memoria de aquel día seguía intacta. Doña Felipa Contreras, quien le mostró la tumba de su hija y lloró en silencio mientras la periodista tomaba fotografías, y otros habitantes más jóvenes que compartieron las historias que habían escuchado de sus padres y abuelos. Verónica también visitó el terreno.

Caminó entre la maleza con la piel, herizándose sin razón aparente, sintiendo como si miles de ojos invisibles la observaran. Tomó fotografías, grabó videos con su cámara, intentó capturar la atmósfera del lugar. Esa noche, en su habitación de hotel en Chilpancingo, revisó el material. Las fotografías habían salido extrañamente borrosas, como si algo hubiera interferido con el lente.

Los videos tenían interferencias, ruidos estáticos que no deberían estar allí. Verónica era una persona racional. escéptica por naturaleza, pero algo en aquello la inquietó profundamente. Su reportaje fue publicado en un periódico regional en 2004. Era un trabajo bien investigado, respetuoso con las víctimas y sus familias, crítico con las autoridades que nunca resolvieron el caso.

Generó cierto interés, pero pronto fue olvidado, reemplazado por noticias más actuales, por tragedias más recientes, porque México no había dejado de sangrar. Guerrero, en particular seguía siendo una región convulsionada por la violencia, narcotráfico, corrupción, desapariciones forzadas, fosas clandestinas.

La historia de Don Evaristo, por terrible que fuera, parecía casi pintoresca comparada con las atrocidades modernas. Ahora no eran individuos solitarios y enloquecidos los que construían monumentos a la muerte, sino organizaciones enteras, carteles que dejaban cuerpos colgando de puentes, que disolvían personas en ácido, que convertían estados enteros en cementerios.

En 2014, cuando los 43 estudiantes de Ayotsinapa desaparecieron, el pueblo de San Miguel del Eninal guardó un minuto de silencio en la plaza. Los ancianos que aún vivían pensaron en aquellas otras desapariciones décadas atrás, en aquellas otras familias, buscando desesperadamente a sus seres queridos.

pensaron en la impotencia, en la rabia, en el dolor que nunca termina. Algunas familias de San Miguel viajaron a Iguala para unirse a las marchas, llevando fotografías viejas de sus propios desaparecidos, reclamando una justicia que nunca llegó. Hoy en 2025, San Miguel de Encinal es un pueblo que lucha por sobrevivir como tantos otros en México rural.

Los jóvenes se van a las ciudades o al norte buscando oportunidades que su tierra natal no puede ofrecerles. Los viejos se quedan aferrados a sus casas, a sus milpas, a sus memorias. El pueblo se ha encogido. Algunas casas están abandonadas. La iglesia necesita reparaciones que nadie puede pagar. El terreno donde estuvo la casa de don Evaristo sigue allí cubierto de vegetación.

Olvidado por casi todos, excepto por los más ancianos. Ya no hay niños que se reten a pisar ese suelo maldito, porque ya casi no hay niños en el pueblo. Ya no se cuentan las historias del constructor de huesos, porque las voces que las contaban se han apagado. Pero la tierra recuerda, la tierra siempre recuerda.

En las noches sin luna, cuando el viento sopla desde la sierra, algunos ancianos juran que aún pueden oler ese olor peculiar, ácido y terroso, el olor del mortero hecho con cal y muerte. Juran que a veces, si escuchas con atención, puedes oír el sonido de una sierra cortando hueso, el ruido de piedras siendo colocadas una sobre otra, construyendo algo que nunca debió existir.

Y en algún lugar, quizá en otro pueblo remoto, en otra región olvidada por Dios y las autoridades. Quizá hay un hombre viejo de espaldas aún anchas a pesar de los años, con ojos que no ven realmente a las personas, sino a través de ellas. Un hombre que llegó hace tiempo con una mula y herramientas, que habla poco, que trabaja solo.

Un hombre que está construyendo una casa porque los monstruos no mueren, simplemente se mueven. Cambian de nombre, de rostro, de lugar, pero siguen siendo lo que siempre fueron. Y la pregunta que nadie puede responder, la pregunta que mantiene despiertos a los que conocen la historia es esta. ¿Cuántas casas más ha construido don Evaristo? ¿Cuántos otros muros en cuántos otros lugares están hechos de huesos humanos? Cuántas familias, en cuántos otros pueblos aún buscan a sus desaparecidos, sin saber que sus seres queridos se convirtieron

en cimientos. en paredes, en puertas de una construcción La respuesta está enterrada en algún lugar de México, en la tierra árida de Guerrero, en las montañas de Oaxaca, en los desiertos del norte. Está en los registros olvidados, en las fosas sin marcar, en las historias que nadie quiso contar, porque el horror era demasiado grande para ponerlo en palabras.

Don Evaristo Maldonado, si ese era realmente su nombre, nunca fue encontrado, nunca enfrentó un juicio, nunca pagó por sus crímenes. Es posible que esté muerto, consumido por la tierra que él mismo profanó con su obra macabra. Es posible que siga vivo, un anciano anónimo en algún rincón del país con memorias que ningún humano debería cargar.

Pero lo que es seguro es que dejó una marca imborrable en San Miguel del Eninal, un trauma que se transmitió de generación en generación, una sombra que nunca se disipó del todo. Los que vivieron aquellos días nunca fueron los mismos. Los que nacieron después crecieron con historias que les enseñaron que el mal no es una abstracción, no es algo de películas o leyendas.

El mal puede ser tu vecino, el hombre callado que vive en las afueras del pueblo, el que construye una casa solo, el que nunca deja que nadie entre. La casa de huesos fue destruida hace más de 50 años, pero su memoria persiste en las pesadillas de los ancianos, en las advertencias de las madres a sus hijos, en el silencio incómodo que cae sobre el pueblo cuando alguien de fuera pregunta sobre su historia en el terreno valdío que nadie quiere tocar, como si el suelo mismo estuviera contaminado por lo que una vez sostuvo. Las víctimas de Don Evaristo nunca tuvieron justicia

verdadera. Sus familias nunca tuvieron respuestas completas. El monstruo que las mató, que descarnó sus cuerpos, que convirtió sus huesos en ladrillos y mortero, escapó sin castigo. Y esa injusticia, ese vacío donde debería haber habido rendición de cuentas es una herida que nunca sanó. San Miguel del Encinal sobrevive. Pero marcado para siempre.

Es un pueblo como muchos en México, hermoso en su simplicidad, resiliente en su pobreza, traumatizado por violencias que vienen de fuera y de dentro. Sus habitantes son gente buena, gente trabajadora, gente que merece algo mejor que ser recordada solo por el horror que un hombre trajo a su comunidad.

Pero la historia no es justa y la memoria es selectiva. Y así décadas después, cuando alguien menciona San Miguel del Encinal, lo primero que viene a la mente de quienes conocen la historia es la casa, la casa de huesos, la construcción de Don Evaristo. Y en las noches más oscuras, cuando el viento ahulla entre los cerros, es fácil imaginar que todavía está allí.

de pie sólida con sus paredes pálidas brillando débilmente bajo la luna. Es fácil imaginar que nunca fue destruida, que sigue existiendo en alguna dimensión paralela de horror, un monumento eterno a la capacidad humana para la crueldad incomprensible. Pero eso son solo imaginaciones.

La casa fue destruida, los huesos fueron enterrados, las víctimas descansaron al fin. Sin embargo, don Evaristo nunca fue encontrado. Y mientras eso sea cierto, mientras exista la posibilidad de que esté en algún lugar, de que haya seguido construyendo, el horror no ha terminado. Realmente no ha terminado para las familias que aún buscan a sus desaparecidos en Guerrero en todo México.

No ha terminado para los miles que caminan por las calles con fotografías de sus seres queridos, preguntando si alguien los ha visto. No ha terminado para una nación que ha normalizado la violencia, que ha aprendido a vivir con la muerte como compañera constante. La historia de Don Evaristo y su casa de huesos es una historia mexicana.

Es una historia de violencia, de impunidad, de comunidades destrozadas. de autoridades incompetentes o cómplices. Es una historia que se repite con diferentes nombres, en diferentes lugares, con diferentes métodos, pero siempre con el mismo resultado. Familias rotas, muertos sin justicia, monstruos que escapan.

Y es una historia que no debe olvidarse, porque olvidar es permitir que vuelva a suceder. Porque recordar a las víctimas, decir sus nombres, honrar su memoria es la única forma de justicia que aún podemos darles. Tomás Velázquez, Luz María Contreras, Facundo Ríos y los otros 20, cuyos nombres también merecen ser recordados, aunque algunos ya se hayan perdido en el tiempo.

Ellos existieron, vivieron, amaron, trabajaron, soñaron. Y un hombre decidió convertirlos en materiales de construcción, en objetos, en huesos sin nombre incrustados en paredes, pero eran personas y merecían mejor. San Miguel del Encinal lo recuerda. Y mientras haya alguien en ese pueblo que pueda contar la historia, mientras haya memoria, las víctimas no estarán completamente perdidas.

La casa de huesos puede haber sido destruida, pero su legado permanece en el terreno valdío, en las pesadillas, en las advertencias, en el conocimiento terrible de que el mal no es abstracto, no es lejano, no es imposible. El mal puede ser tu vecino y puede estar construyendo.