
Caso real en Txcala. La esclava sorjuana fue encadenada hasta que alguien la liberó. 1843. . El convento de Santa Clara en Tlaxcala siempre había sido un lugar de silencio y oración, donde las monjas dedicaban sus días a Dios en una rutina inmutable.
Pero en el invierno de 1843 ese silencio se rompió de una manera que nadie podría haber imaginado. La historia que están por escuchar es sobre Sor Juana, una mujer cuya vida dentro de esos muros sagrados escondía un secreto tan terrible que cuando finalmente salió a la luz sacudió los cimientos de la sociedad laxcalteca.
Era enero de 1843 cuando María del Carmen Flores llegó al convento como cocinera. Tenía 32 años, manos curtidas por el trabajo duro y una mirada que había visto demasiadas injusticias en su vida. Venía de una familia humilde de Apisaco y el puesto en el convento representaba una oportunidad que no podía rechazar. Su primera semana transcurrió sin incidentes, aprendiendo las rutinas de la cocina, los horarios de las comidas, las preferencias de la madre superiora, pero había algo que la inquietaba. Cada noche, alrededor de las 11 escuchaba un
sonido metálico que resonaba desde algún lugar profundo del convento. Al principio pensó que eran las campanas o alguna puerta mal cerrada. Sin embargo, el sonido era demasiado regular, demasiado constante y siempre venía del mismo lugar, la dirección del sótano este, un área del convento a la que tenía prohibido el acceso.
Una noche de febrero, mientras preparaba el pan para el día siguiente, María escuchó el sonido de nuevo. Esta vez venía acompañado de algo más, un gemido débil, casi imperceptible. se quedó inmóvil con las manos hundidas en la masa. El gemido se repitió. No era el viento, no era su imaginación, era humano. Durante las siguientes semanas, María comenzó a investigar discretamente. Preguntó a las otras sirvientas sobre el sótano este.
La mayoría desviaba la mirada y cambiaba de tema. Una anciana que lavaba la ropa a Teresa, finalmente le susurró mientras planchaban las túnicas de las monjas. No hagas preguntas sobre ese lugar. Hay cosas en este convento que es mejor no saber. Pero María no podía dejarlo así. Los gemidos nocturnos se hicieron más frecuentes y con ellos el sonido de cadenas arrastrándose sobre piedra.
Una tarde de marzo, mientras la madre superiora Sor Catalina de los Ángeles dirigía las oraciones vespertinas en la capilla, María encontró su oportunidad. Con el corazón martilleando en su pecho, descendió las escaleras hacia el sótano este. El pasillo era estrecho y húmedo, iluminado apenas por pequeñas ventanas enrejadas cerca del techo.
El aire olía a Mo y a algo más, algo que María no podía identificar, pero que le revolvía el estómago. Avanzó lentamente, sus zapatos apenas haciendo ruido sobre las losas frías. Al final del pasillo había una puerta de madera gruesa con una pequeña abertura enrejada a la altura de los ojos. Se acercó. El sonido de cadenas era más fuerte ahora y podía escuchar una respiración trabajosa al otro lado. Con manos temblorosas se asomó por la abertura.
Lo que vio la horrorizó hasta lo más profundo de su alma. En una celda pequeña, sin más luz que la que entraba por un diminuto respiradero, había una mujer encadenada a la pared. Llevaba lo que alguna vez había sido un hábito de monja, pero ahora eran apenas arapos sucios que colgaban de su cuerpo demacrado. Sus muñecas y tobillos estaban rodeados de grilletes de hierro conectados a cadenas cortas que la mantenían en una posición semisentada contra la piedra fría.
Su cabello, que debió haber estado rapado como el de todas las monjas, había crecido largo y enmarañado, cayendo sobre su rostro. Pero fueron sus ojos los que más impactaron a María, vacíos, sin esperanza, como los de alguien que había dejado de ser completamente humano.
“Dios mío”, susurró María, y la mujer levantó la cabeza lentamente. Su voz era apenas un susurro ronco, “Agua.” María corrió de vuelta escaleras arriba, su mente en caos, llenó una jarra de agua y regresó mirando constantemente por encima del hombro. Deslizó la jarra a través de la pequeña abertura en la parte inferior de la puerta. La mujer se arrastró hacia delante tanto como sus cadenas lo permitían, y bebió con desesperación, derramando casi tanto como lograba tragar. ¿Quién eres?, preguntó María. Su voz apenas audible.
La mujer tardó un momento en responder como si las palabras fueran objetos extraños que tuviera que recordar cómo usar. Juana. Me llamo Juana. ¿Cuánto tiempo has estado aquí? Los ojos de Juana se perdieron por un momento. No lo sé. Los días ya no los cuento. Años, muchos años. Esa noche María no pudo dormir.
Al día siguiente, con extremo cuidado, comenzó a reunir información. Habló con Teresa, la anciana lavandera, quien finalmente se dio ante su insistencia. “Sor Juana”, dijo Teresa en voz baja mientras trabajaban en el lavadero. Llegó al convento hace más de 20 años. Era muy joven, tal vez 17. Su familia la mandó aquí como hacían con muchas hijas que no podían casar.
Pero Juana era diferente, tenía ideas propias, cuestionaba todo, no era obediente y por eso la encadenaron. María no podía creer lo que estaba escuchando. Teresa miró alrededor nerviosamente. Dicen que desafió a la madre superiora, que habló de injusticias, de cómo trataban a las sirvientas, de cómo algunas monjas vivían en lujo mientras otras pasaban hambre.
La madre Catalina dijo que tenía el demonio dentro, que necesitaba penitencia para salvar su alma. ¿Hace cuánto tiempo la encerraron? 10 años, tal vez más. Al principio, algunas de las monjas más jóvenes protestaron, pero fueron transferidas a otros conventos. Ahora solo las más antiguas lo saben y todas tienen demasiado miedo para hablar. María sintió que la ira crecía en su pecho.
Nadie ha intentado ayudarla. Una monja lo intentó hace años. Sor Beatriz. La encontraron muerta al pie de las escaleras del campanario. Dijeron que fue un accidente. Teresa agarró el brazo de María con fuerza. No te metas en esto, por favor. No quiero encontrarte muerta también. Pero María ya había tomado su decisión.
Durante las siguientes semanas, cuando el convento dormía, bajaba al sótano con comida y agua. Juana poco a poco comenzó a recuperar algo de fuerza, aunque su cuerpo estaba destruido por años de inmovilidad y privación, las llagas en sus muñecas y tobillos donde los grilletes rozaban contra la carne nunca sanaban completamente. Entre las sombras de esa celda, Juana le contó su historia.
había llegado al convento a los 17 años, forzada por su padre, un comerciante de Puebla que había perdido su fortuna y no podía pagar una dote matrimonial. Al principio, Juana había intentado adaptarse, pero pronto comenzó a ver las profundas desigualdades dentro de los muros del convento.
Las monjas de familias ricas tenían celdas privadas con muebles cómodos, comida abundante, criadas personales. Las de familias pobres vivían asinadas con apenas lo necesario para sobrevivir. Pero lo que realmente había sellado su destino fue descubrir el secreto de la madre catalina. El convento, se suponía, era un lugar de pobreza y servicio.
Sin embargo, la madre superiora administraba una red de propiedades y negocios que generaban enormes ganancias, dinero de donaciones, terrenos arrendados, incluso un taller donde sirvientas indígenas trabajaban en condiciones cercanas a la esclavitud, produciendo textiles finos que se vendían en la ciudad de México bajo el sello del convento.
Cuando Juana confrontó a la madre Catalina con lo que había descubierto, la respuesta fue rápida y brutal. Una noche, mientras dormía, cuatro monjas la arrastraron al sótano. Le dijeron que era por su propio bien, que necesitaba aprender humildad y obediencia. Las cadenas, le dijeron, la ayudarían a reflexionar sobre sus pecados.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, los meses en años. Al principio, Juana había gritado hasta quedarse sin voz. Había llorado hasta que no le quedaron lágrimas. Había tirado de las cadenas hasta que sus muñecas sangraban. Pero nadie vino, nadie, excepto una monja anciana que le traía un pedazo de pan duro y agua una vez al día, siempre en silencio, siempre con la mirada baja.
Ahora, después de más de una década, Juana apenas recordaba cómo había sido ser libre. Sus piernas casi no podían sostenerla. Su espalda estaba permanentemente encorbada por las cadenas cortas. Su mente, alguna vez brillante y desafiante, estaba nublada por años de soledad y desesperación. María sabía que tenía que hacer algo. Pero, ¿qué? Si acudía a las autoridades locales, le creerían.
El convento tenía enorme influencia en Tlaxcala. La madre Catalina era prima del alcalde. El obispo había sido su confesor durante años. Y si la acusaban a ella de mentir, de intentar difamar a la iglesia. Una noche de abril, mientras llevaba comida a Juana, María escuchó pasos aproximándose.
Se escondió detrás de unos barriles viejos, justo cuando la madre Catalina descendía las escaleras acompañada de Sorinés, una monja mayor que servía como su mano derecha. “El obispo vendrá la próxima semana”, decía la madre Catalina. Su voz era fría, carente de emoción. “Debemos asegurarnos de que todo esté en orden.” Y ella preguntó Sorinés señalando la puerta de la celda de Juana.
Ya no es un problema, está quebrada. ni siquiera puede hablar coherentemente. Si alguien pregunta, diremos que eligió una vida de penitencia extrema, que es una santa, que busca la expiación a través del sufrimiento voluntario. Pero, madre, han pasado años. Sus heridas son estigmas, marcas de su devoción. La voz de la madre Catalina no admitía discusión. Y si alguien cuestiona, recordarán lo que le pasó a Sor Beatriz.
María contuvo la respiración mientras las dos monjas pasaban cerca de su escondite y continuaban por el pasillo. Esperó hasta que sus pasos se desvanecieron antes de salir. Su corazón latía tan fuerte que estaba segura de que alguien lo escucharía. Esa noche tomó una decisión. No podía acudir a las autoridades locales, pero había alguien más que podría ayudar.
Su hermano Rafael trabajaba como secretario para un magistrado en la ciudad de México. Era un viaje de dos días desde Tascala, pero era su única esperanza. Al día siguiente, María pidió permiso para visitar a su madre enferma en Apisaco. La madre Catalina, sin sospechar nada, accedió.
María tomó la diligencia más temprana y, en lugar de ir a Pisaco continuó hacia la Ciudad de México. Rafael se sorprendió al verla aparecer en su puerta, pero su sorpresa se convirtió en horror cuando escuchó su historia. María, esto es esto es monstruoso. ¿Estás completamente segura? La he visto con mis propios ojos. He hablado con ella. Rafael está muriendo allí abajo.
Si no hacemos algo pronto, Rafael se pasó una mano por el cabello pensando, “El magistrado para quien trabajo está investigando casos de abuso en instituciones religiosas. Ha habido rumores durante años, pero nadie se atreve a hablar. Si pudiéramos conseguir evidencia, yo soy la evidencia y Juana, su cuerpo muestra lo que le han hecho. Necesitamos más.
Necesitamos a alguien con autoridad que pueda entrar al convento y verlo con sus propios ojos. Déjame hablar con el magistrado. Tres días después, María regresó a Tlaxcala. le dijo a la madre Catalina que su madre había mejorado y que estaba lista para retomar sus deberes. Mientras tanto, Rafael trabajaba en la Ciudad de México convenciendo al magistrado Joaquín Herrera de que había razones suficientes para investigar el convento de Santa Clara.
El magistrado Herrera era un hombre de 50 años, de principios firmes y reputación intachable. Había visto demasiada corrupción en su carrera y estaba decidido a limpiar las instituciones que abusaban de su poder, sin importar cuán sagradas se consideraran. El testimonio de María, combinado con rumores que había escuchado sobre irregularidades financieras en varios conventos, fue suficiente para justificar una investigación formal.
El 15 de mayo de 1843, el magistrado Herrera llegó a Tlaxcala con una orden judicial y cuatro guardias. La madre Catalina lo recibió con una sonrisa fría en la entrada del convento. Magistrado, es un honor. ¿A qué debemos su visita? Tengo razones para creer que se están cometiendo irregularidades en esta institución.
Tengo una orden para inspeccionar las instalaciones. La sonrisa de la madre Catalina no vaciló. Por supuesto, no tenemos nada que ocultar, aunque debo decir que estas acusaciones son ofensivas para una casa de Dios, entonces no tendrá problema en mostrarme todo el convento, incluyendo los sótanos.
Por primera vez algo parpadeo en los ojos de la madre Catalina. Los sótanos son solo áreas de almacenamiento, magistrado, polvorientas y poco interesantes. Aún así, insisto, María, que había estado trabajando en la cocina, vio al grupo pasar. Sus ojos se encontraron con los de Rafael, que acompañaba al magistrado.
Él le hizo un gesto casi imperceptible. Era el momento. Madre Catalina, dijo María saliendo de la cocina. Tal vez el magistrado también quiera ver el sótano este donde silencio. La voz de la madre superiora cortó el aire como un látigo. Vuelve a tu trabajo. Pero el daño estaba hecho. El magistrado Herrera se volvió hacia María.
¿Qué hay en el sótano este? María miró directamente a la madre Catalina antes de responder. Una prisionera, una mujer encadenada. El silencio que siguió fue absoluto. La madre Catalina palideció, pero rápidamente recuperó la compostura. Esta mujer está mintiendo. Es una sirviente problemática que lléveme allí ahora. La voz del magistrado no admitía discusión.
Con la madre Catalina caminando rígidamente delante de ellos, el grupo descendió al sótano este. María iba detrás con el corazón en la garganta y se habían movido a Juana y si era demasiado tarde. Pero cuando llegaron a la puerta de la celda y el magistrado ordenó abrirla, Juana seguía allí.
La luz de las antorchas que llevaban los guardias iluminó la escena. La mujer encadenada, su cuerpo destruido, las heridas abiertas donde el metal mordía su carne, los ojos que parpadeaban contra la luz después de años en la oscuridad casi total. El magistrado Herrera, un hombre que había visto muchas atrocidades en su carrera, se quedó sin palabras por un momento.
Luego se volvió hacia la madre Catalina con una furia contenida que hizo que la monja retrocediera. ¿Cuánto tiempo lleva esta mujer aquí? Es es una penitente voluntaria. Eligió este camino de miente. La voz de Juana, aunque débil, resonó en la celda. Me encerraron, me encadenaron por decir la verdad.
Uno de los guardias ya estaba trabajando en las cerraduras de los grilletes. Tomó varios minutos, las manos temblorosas de la emoción, pero finalmente las cadenas cayeron. Juana se desplomó hacia adelante y María corrió para sostenerla. La llevaremos a un hospital inmediatamente, dijo el magistrado. Y usted, madre Catalina, está bajo arresto.
Lo que siguió fue un escándalo que sacudió no solo Tlaxcala, sino toda la región. El juicio de la madre Catalina reveló una red de corrupción y abuso que se extendía más allá del convento de Santa Clara. Otros conventos en Puebla y la Ciudad de México también fueron investigados.
Se descubrieron más casos de monjas castigadas brutalmente por cuestionar a sus superiores, de trabajadoras explotadas, de fondos desviados. Juana fue trasladada a un hospital en Puebla, donde pasó meses recuperándose. Sus piernas, débiles por años de inmovilidad, requirieron meses de terapia dolorosa antes de que pudiera volver a caminar.
Las cicatrices en sus muñecas y tobillos nunca desaparecerían, pero lentamente, con el cuidado de médicos dedicados y el apoyo constante de María, que la visitaba siempre que podía, Juana comenzó a sanar. La madre Catalina fue condenada y despojada de su posición. El obispo que había ignorado los rumores durante años fue forzado a renunciar.
El convento de Santa Clara fue reformado completamente con nuevas reglas que prohibían el castigo físico y requerían inspecciones regulares. Pero para Juana la victoria era amarga. Había perdido más de una década de su vida en esa celda, su juventud, su salud, partes de su cordura.
Había días en que las pesadillas la despertaban gritando, sintiendo aún el peso de las cadenas fantasmas en sus extremidades. Había momentos en que la luz del sol le parecía demasiado brillante, los espacios abiertos demasiado vastos, la libertad demasiado abrumadora. En septiembre de 1843, Juana dio su primer testimonio público ante una comisión investigadora.
Con voz temblorosa pero clara, contó su historia completa. Habló de los años de oscuridad, del hambre constante, del frío que penetraba hasta los huesos, de cómo había perdido la cuenta de los días. habló de cómo había intentado mantener su cordura recitando oraciones y poemas que recordaba de su juventud, de cómo había aprendido a medir el paso del tiempo por los pequeños cambios en la luz que entraba por el respiradero.
“Me quitaron mi libertad”, dijo, “su voz más fuerte ahora, pero no pudieron quitarme mi verdad. Todo lo que dije era cierto. El convento era corrupto. Las sirvientas eran tratadas como esclavas. El dinero destinado a los pobres iba a los bolsillos de los poderosos.
Y por decir esto, por atreverse a cuestionar, me castigaron de la manera más cruel. Su testimonio publicado en periódicos de toda la región provocó un debate nacional sobre el poder y la responsabilidad de las instituciones religiosas. Hubo quienes la defendieron como una heroína, una mártir de la verdad. Otros, especialmente entre el clero conservador, la atacaron como una hereje, una mentirosa que buscaba difamar a la iglesia.
Para diciembre de ese año, Juana había recuperado suficiente fuerza para dejar el hospital. María, que había sido despedida del convento, pero encontró trabajo en una hacienda cercana, le ofreció un lugar donde quedarse. Juana aceptó, agradecida de tener un refugio seguro, mientras decidía qué hacer con el resto de su vida.
En la pequeña casa que compartían en las afueras de Puebla, las dos mujeres formaron un vínculo profundo. Habían compartido algo que pocas personas podían entender, el conocimiento íntimo de cómo las instituciones supuestamente sagradas podían albergar los más oscuros pecados. María había arriesgado todo para salvar a Juana. Y Juana a su vez había dado a María un propósito que trascendía su vida ordinaria.
Durante los meses siguientes, Juana luchó con lo que su experiencia significaba. Había perdido su fe en la Iglesia institucional, pero no en Dios. Si hay un Dios le dijo a María una noche mientras se sentaban junto al fuego, no puede ser el Dios que la madre Catalina servía. Ese era un Dios de poder y control.
El verdadero Dios, si existe, debe ser un Dios de justicia y compasión. El juicio de la madre Catalina finalmente concluyó en marzo de 1844. Fue sentenciada a 20 años de prisión por secuestro, tortura y malversación de fondos. Sorinés y dos monjas más que habían participado activamente en el encierro de Juana recibieron sentencias menores.
El fallo estableció un precedente importante. Ninguna institución, sin importar cuán sagrada, estaba por encima de la ley. Pero para Juana, el verdadero desafío apenas comenzaba. ¿Cómo reconstruir una vida después de perder tanto? Sus años de cautiverio la habían dejado con cicatrices físicas y emocionales profundas. Tenía 38 años, pero su cuerpo sentía como si tuviera 60.
A menudo se despertaba en medio de la noche, confundida, buscando las cadenas que ya no estaban allí. Los espacios cerrados la hacían entrar en pánico. El sonido de metal contra metal la hacía temblar incontrolablemente. María fue paciente, ayudándola a través de cada crisis.
Encontraron consuelo en el trabajo simple: cultivar un pequeño jardín, cuidar pollos, tejer. Actividades que Juana no había podido hacer durante más de una década. Cada planta que crecía, cada huevo que recolectaban, era una pequeña victoria contra la oscuridad que había consumido tantos años de su vida. En mayo de 1844, exactamente un año después de su liberación, Juana recibió una visita inesperada.
Era una mujer joven, tal vez de 20 años, con ojos asustados y manos nerviosas. Se presentó como Clara, una novicia del convento de la Concepción en Cholula. “He escuchado su historia”, dijo Clara sentándose en la pequeña sala de la casa. “He leído los periódicos y yo yo necesito su ayuda.” Juana y María intercambiaron miradas. “¿Qué sucede?”, preguntó Juana suavemente. Clara comenzó a llorar.
En nuestro convento hay una monja, Sor Mercedes. Lleva allí 40 años. Dicen que eligió una vida de reclusión extrema, que vive en una celda sin salir jamás, pero yo yo la he escuchado por las noches. Gime, llora y cuando pregunté si podía visitarla, la madre superiora me prohibió acercarme. Me amenazó con expulsarme si hacía más preguntas. El silencio en la habitación era pesado.
Juana sin asintió que algo frío se asentaba en su estómago. ¿Cuánto tiempo dijiste que lleva allí? 40 años. Entró al convento cuando era joven y, según dicen, poco después eligió encerrarse voluntariamente como penitencia. Juana cerró los ojos 40 años, cuatro veces más de lo que ella había sufrido.
Si era verdad, si otra mujer había estado encadenada durante cuatro décadas, tenemos que contárselo al magistrado Herrera, dijo María inmediatamente. Pero Juana negó con la cabeza. No, no, todavía necesitamos más información. Clara, puedes conseguir acceso a los registros del convento, alguna evidencia. Durante las siguientes semanas, Clara reunió información cuidadosamente, arriesgando el descubrimiento cada vez que se acercaba a los archivos o hacía preguntas discretas a las monjas más ancianas. Lo que descubrió fue perturbador.
Sor Mercedes había ingresado al convento en 1804, a los 18 años. Durante los primeros años había sido una monja modelo, pero luego abruptamente en 1809 todos los registros sobre ella cesaron, excepto por una nota. Ha elegido el camino de la reclusión perpetua para la expiación de sus pecados. No había registros de visitas, de correspondencia, de nada.
Era como si hubiera dejado de existir para el mundo exterior. Juana sabía lo que tenía que hacer, aunque la idea la aterrorizaba. Tenía que volver no al convento de Santa Clara, sino a ese mundo de paredes de piedra y secretos oscuros. tenía que enfrentar sus miedos más profundos para salvar a otra mujer de un destino que ella conocía demasiado bien.
Con la ayuda de Rafael, María y el magistrado Herrera comenzaron a planear una inspección del convento de la Concepción. Pero esta vez sería diferente. Esta vez habría testigos, periodistas, representantes de la diócesis reformada. No habría manera de ocultar la verdad. La inspección se llevó a cabo el 20 de junio de 1844.
Juana insistió en ir, aunque María intentó disuadirla. “No tienes que hacer esto”, le dijo. “Ya has sufrido suficiente.” “Precisamente por eso tengo que ir”, respondió Juana, “porque sé lo que es estar en esa oscuridad, creyendo que nadie vendrá jamás. Tengo que estar allí cuando la encontremos.” El convento de la Concepción era más grande y más antiguo que Santa Clara.
La madre superiora, Sor Guadalupe, recibió al grupo con una hostilidad apenas disfrazada. Esto es un ultraje. Basarse en los chismes de una novicia problemática para invadir. Tenemos una orden legal, interrumpió el magistrado. Y testimonios creíbles de que puede haber una mujer retenida contra su voluntad. en este convento.
Absurdo. Sor Mercedes eligió su camino. Es una decisión sagrada que debemos respetar. Entonces, no tendrá problema en permitirnos verla y confirmar que efectivamente está allí por elección propia. La madre Guadalupe vaciló, pero finalmente se dio ante la autoridad del magistrado.
Los condujo a través de corredores antiguos, bajando escaleras que parecían no tener fin. El aire se volvía más frío, más húmedo. Juana sentía que su respiración se aceleraba, que el pánico comenzaba a trepar por su garganta. María tomó su mano y la apretó con fuerza. Llegaron finalmente a una puerta de madera reforzada con metal, similar, pero más antigua que la que había aprisionado a Juana.
La madre Guadalupe sacó una llave de las profundidades de su hábito y la insertó en la cerradura con manos temblorosas. La puerta se abrió con un chirrido que habló de décadas sin uso. La celda era más pequeña que la de Juana, si eso era posible. Y en el centro, sentada en el suelo de piedra, había una figura que apenas parecía humana.
Su piel era pálida como papel viejo, su cabello completamente blanco y tan largo que se arrastraba por el suelo. Llevaba lo que alguna vez había sido un hábito, pero ahora era poco más que andrajos. Como Juana estaba encadenada, pero sus cadenas eran más antiguas, oxidadas. habían dejado surcos profundos en la piedra, donde ella las había arrastrado durante incontables años.
Pero lo más impactante fueron sus ojos. Cuando la luz de las antorchas entró en la celda, la mujer no reaccionó, no parpadeó, no se movió, simplemente se quedó allí mirando hacia adelante con ojos que no veían nada. “Dios mío”, susurró uno de los guardias. “¿Está viva?” Juana entró en la celda ignorando las protestas del magistrado.
Se arrodilló frente a Sor Mercedes y suavemente tomó su mano. Estaba fría como el hielo, pero había pulso, débil, pero presente. Mercedes dijo Juana suavemente. Mi nombre es Juana. He venido a liberarte. Al principio no hubo respuesta, pero luego muy lentamente los ojos de Mercedes se movieron.
Se enfocaron en el rostro de Juana y entonces, por primera vez en Dios, ¿sabe cuántos años? Habló. Su voz era como el susurro de hojas secas. Liberarme, no, no hay libertad, solo oscuridad, siempre oscuridad. Lágrimas corrían por el rostro de Juana mientras los guardias trabajaban en las cadenas. 40 años, 40 años de esta pesadilla viviente.
Cuando finalmente las cadenas cayeron, Mercedes se desplomó. Su cuerpo, tan débil por décadas de inmovilidad, no podía sostenerla. La llevaron al hospital inmediatamente, pero los médicos fueron claros. El daño era extenso. Sus piernas probablemente nunca volverían a funcionar. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad durante tanto tiempo, apenas podían tolerar la luz.
Su mente su mente estaba fragmentada, perdida en algún lugar entre la cordura y la locura. El escándalo fue aún mayor que el de Santa Clara. La madre Guadalupe fue arrestada al igual que las cinco monjas más ancianas que habían sabido del encierro de Mercedes durante todos esos años. El convento fue clausurado permanentemente, sus activos confiscados para pagar la atención médica de Mercedes y compensar a otras víctimas que comenzaron a salir a la luz, porque Mercedes no era la única.
La investigación que siguió reveló una red de abusos que se extendía por toda la región. Había sido sistemático, protegido por el secreto y el poder de la Iglesia, y durante generaciones había destruido vidas. Juana visitaba a Mercedes todos los días en el hospital. A veces Mercedes la reconocía, otras veces creía estar de vuelta en su celda, rogando por libertad que nunca llegaría.
En sus momentos lúcidos hablaba de su vida antes del convento, de una familia que probablemente había muerto hacía décadas, de sueños que había tenido de ser maestra, de viajar, de ser libre. “Tenía 18 años”, dijo una tarde. Su voz apenas un susurro. “Solo 18.” Y me encerraron porque pregunté por qué las monjas ricas comían carne mientras las pobres pasaban hambre. Eso fue todo.
Una pregunta y me costó toda mi vida. Mercedes murió el 15 de septiembre de 1844, 3 meses después de su liberación. Tenía 58 años, pero su cuerpo había sido destruido hasta el punto de que los médicos dijeron que había sido un milagro que sobreviviera tanto tiempo en esas condiciones.
Juana estuvo a su lado cuando murió, sosteniendo su mano, asegurándole que no estaba sola, que ya no había cadenas, que finalmente era libre. En su funeral asistieron cientos de personas, gente común que se había enterado de su historia y se había conmovido, periodistas que habían seguido el caso, reformadores que usaban su historia como evidencia de por qué era necesario cambiar el sistema, y otras víctimas, mujeres que habían sufrido abusos similares, pero menos extremos, que encontraban en Mercedes un símbolo de todo lo que estaba mal. Juana dio elogio.
Habló de cómo Mercedes había sacrificado su vida sin elegirlo, cómo había sido castigada simplemente por atreverse a cuestionar la injusticia. Ella era yo dijo Juana, su voz quebrándose. Yo soy ella. Somos todas las mujeres a quienes se les dijo que el silencio era virtud, que la obediencia era santidad. Pero Mercedes nos enseña algo diferente.
Nos enseña que cuestionar no es pecado, que buscar justicia no es blasfemia, que decir la verdad sin importar el costo es el acto más sagrado de todos. Los meses siguientes trajeron cambios radicales. El arzobispo ordenó inspecciones de todos los conventos en la región.
Se establecieron nuevas reglas que requerían visitas regulares de inspectores seculares que prohibían el castigo físico de cualquier tipo, que aseguraban que ninguna monja podría ser encerrada sin supervisión externa regular. Hubo resistencia, por supuesto. Muchos en el clero vieron estas reformas como un ataque a la autonomía de la iglesia, pero el escándalo había sido demasiado grande, el horror demasiado evidente, no podía ser ignorado.
Para Juana, sin embargo, el camino adelante seguía siendo incierto. Los recuerdos de sus años encadenada nunca la abandonarían completamente. Había noches en que se despertaba gritando, sintiendo el peso de las cadenas que ya no estaban. Había días en que no podía salir de la casa abrumada por el espacio abierto del mundo exterior.
El trauma no se borraba simplemente porque las cadenas habían sido removidas, pero con el apoyo de María y con el propósito que había encontrado en ayudar a otras víctimas, Juana comenzó lentamente a reconstruir su vida. comenzó a escribir documentando no solo su propia experiencia, sino las historias de otras mujeres que habían sufrido en silencio.
Sus escritos fueron publicados en periódicos y eventualmente compilados en un libro que causó sensación. En 1846, dos años después de la liberación de Mercedes, Juana y María abrieron una casa segura para mujeres que escapaban de situaciones abusivas. ya fuera en conventos, en matrimonios o en trabajos donde eran explotadas.
La llamaron Casa Mercedes en honor a la mujer que había sufrido más tiempo que nadie. La casa se convirtió en un refugio para docenas de mujeres. Allí encontraban no solo comida y alojamiento, sino también consejería, educación y apoyo para comenzar nuevas vidas. Juana usaba su propia experiencia.
para ayudar a otras a procesar su trauma, a encontrar formas de vivir con las cicatrices que nunca sanarían completamente. El magistrado Herrera se convirtió en un aliado cercano, ayudando con los aspectos legales, conectándolas con recursos y continuando su trabajo de reforma. Rafael, el hermano de María, también se involucró profundamente utilizando sus conexiones políticas para presionar por cambios legislativos que protegieran los derechos de las mujeres.
En 1848, 5 años después de la liberación de Juana, el gobierno emitió nuevas leyes que expandían significativamente los derechos de las mujeres dentro de instituciones religiosas. Ya no podían ser forzadas a ingresar a conventos contra su voluntad. Tenían derecho a visitas regulares de familiares. Podían abandonar los conventos si lo deseaban.
Y lo más importante, cualquier forma de castigo físico era estrictamente prohibida y castigada como crimen. Fueron cambios revolucionarios para la época. Y aunque había mucha resistencia, el horror de casos como el de Juana y Mercedes había movido la opinión pública lo suficiente como para hacer posible lo que antes habría sido impensable. Pero para Juana el trabajo estaba lejos de terminar.
Cada vez que una nueva mujer llegaba a casa Mercedes con su propia historia de abuso, Juana se veía recordada de que aunque habían logrado mucho, todavía quedaba un largo camino por recorrer. El sistema que había permitido su encierro, que había permitido 40 años de tortura para Mercedes, no se había desmantelado completamente, había cambiado, sí, pero las estructuras de poder que permitían el abuso todavía existían, solo que ahora estaban más ocultas, más sutiles. En el otoño de 1850, Juana recibió una carta que la dejó sin
palabras. Era de sorbeatriz. o más precisamente de alguien que afirmaba ser sorbeatriz, la monja que supuestamente había muerto en un accidente años atrás por intentar ayudar a Juana. La carta decía, “No morí, me exiliaron. Me enviaron a un convento en España con amenazas de que si alguna vez regresaba o hablaba de lo que sabía, matarían a mi familia.
He vivido en silencio durante años, pero ahora que las cosas han cambiado, que la verdad ha salido a la luz, finalmente puedo hablar. Hay más, mucho más que necesitas saber sobre lo que realmente estaba sucediendo en Santa Clara. Juana mostró la carta a María y Rafael. Los tres se miraron sabiendo que estaban al borde de descubrir algo aún más grande.
Sor Beatriz regresó a México en diciembre de ese año. Era una mujer de unos 50 años con ojos tristes que habían visto demasiado. Lo que les contó fue peor de lo que habían imaginado. El encierro de Juana no había sido solo sobres silenciarla por cuestionar las injusticias financieras. Había algo más. La madre Catalina había estado involucrada en un esquema que iba más allá de simple malversación de fondos.
Había estado vendiendo bebés. Muchas mujeres jóvenes llegaban a los conventos embarazadas enviadas por familias que querían ocultar la vergüenza. Los bebés nacían en secreto y, según la historia oficial eran enviados a orfanatos. Pero en realidad muchos eran vendidos a familias ricas que no podían tener hijos propios.
La madre Catalina había hecho una fortuna con este negocio durante décadas. Juana había comenzado a sospechar cuando encontró registros discrepantes de nacimientos y colocaciones. Había intentado investigar más, hacer preguntas y por eso fue silenciada de manera tan brutal. No era solo una molestia, era una amenaza existencial para un negocio criminal que generaba enormes sumas de dinero.
La revelación abrió una nueva investigación, aún más extensa que las anteriores. Se rastrearon registros, se entrevistaron familias, se buscaron bebés, ahora adultos que habían sido vendidos décadas atrás. Fue un trabajo doloroso y lento, pero poco a poco emergió una red de corrupción que conectaba múltiples conventos, funcionarios corruptos y familias adineradas. El escándalo resonó por todo México, llevó a reformas aún más profundas, no solo en instituciones religiosas, sino en todo el sistema de adopción y cuidado de niños. La madre Catalina, ya en prisión enfrentó nuevos cargos. Murió en
prisión en 1852, sin haber mostrado remordimiento alguno. Para Juana, cada nueva revelación era como abrir una herida que apenas había comenzado a sanar, pero también le daba propósito. Su sufrimiento no había sido en vano. Había expuesto una red de corrupción que había destruido innumerables vidas. Y aunque el precio personal había sido terrible, había logrado algo importante.
En 1855, 12 años después de su liberación, Juana recibió un reconocimiento formal del gobierno por su valentía y su trabajo en reformar las instituciones religiosas y ayudar a otras víctimas de abuso. Fue un momento agridulce. El reconocimiento no podía devolverle los años que había perdido. No podía borrar las cicatrices en sus muñecas y tobillos.
No podía silenciar las pesadillas que todavía la visitaban. Pero cuando se paró frente a la audiencia en la ceremonia, mirando a las docenas de mujeres a las que había ayudado a lo largo de los años, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo, esperanza. No para ella misma necesariamente, sino para las generaciones futuras, para las niñas que crecerían en un México donde sus voces importaban, donde cuestionar no era pecado, donde buscar justicia era un derecho, no un crimen.
“Mi nombre es Juana”, comenzó su voz clara y fuerte. Durante más de 10 años fui una esclava encadenada en un convento, castigada por atreverse a decir la verdad. Pero aquí estoy libre y con vida para contar mi historia. No estoy aquí para ser celebrada como una heroína.
Estoy aquí para recordarnos que lo que me pasó a mí, lo que le pasó a Mercedes y a tantas otras nunca debe volver a pasar. Estoy aquí para decir que el cambio es posible. que la justicia, aunque tarde, puede prevalecer. Y estoy aquí para prometer que mientras tenga aliento en mi cuerpo, seguiré luchando para que ninguna mujer vuelva a ser encadenada por decir la verdad.
El aplauso fue ensordecedor, pero Juana apenas lo escuchó. Estaba pensando en Mercedes, en sus últimas palabras antes de morir. Cuéntales, cuéntales a todos lo que nos hicieron. No dejes que nos olviden. Juana no lo haría. Se aseguraría de que el mundo nunca olvidara.
Los años siguientes trajeron más trabajo, más desafíos, pero también más victorias. Casa Mercedes se expandió abriendo sucursales en otras ciudades. El movimiento de reforma que Juana había ayudado a iniciar continuó ganando fuerza. Gradualmente el sistema comenzó a cambiar, pero para Juana personalmente la paz completa nunca llegó.
El trauma de sus años encadenada la acompañó hasta su muerte en 1872, a los 66 años. María estuvo a su lado hasta el final, como lo había estado desde aquella primera noche cuando descubrió a Juana en el sótano. En su lecho de muerte, Juana tomó la mano de María y susurró, “Gracias por todo, por salvarme, por creer en mí, por no dejarme olvidar que todavía era humana cuando había olvidado cómo serlo.
” María lloró apretando la mano de su amiga. Fuiste tú quien me enseñó lo que significa verdaderamente ser valiente. Nunca lo olvidaré. El funeral de Juana fue un evento nacional. Acudieron miles de personas, desde campesinas hasta políticos, todas unidas en honrar a una mujer que había sufrido horrores inimaginables, pero había usado ese sufrimiento para crear cambio real.
Su historia se convirtió en leyenda. Se escribieron libros sobre ella, se enseñó en escuelas, se usó como ejemplo de por qué la justicia y la transparencia son esenciales, incluso especialmente en instituciones sagradas. Y aunque los detalles específicos se difuminaron con el tiempo, el mensaje central permaneció claro. Ninguna institución está por encima de la ley.
Ninguna autoridad tiene derecho a silenciar la verdad. Y el coraje de una sola persona que se niega a aceptar la injusticia puede cambiar el mundo. María continuó el trabajo de casa Mercedes hasta su propia muerte en 1880. Para entonces, la organización había ayudado a más de 500 mujeres a escapar de situaciones abusivas y comenzar nuevas vidas.
El modelo fue replicado en toda América Latina, inspirando un movimiento más amplio de derechos de las mujeres. Hoy, más de 180 años después, la celda donde Juana fue encadenada todavía existe, preservada como museo. Miles de personas la visitan cada año mirando las cadenas oxidadas, el pequeño espacio donde una mujer pasó más de una década de su vida.
leen su historia, aprenden sobre su coraje y se van con una comprensión más profunda de cómo el poder puede corromperse y por qué la vigilancia constante de nuestras instituciones es esencial. La historia de Juana nos recuerda que la injusticia prosperará si las personas buenas permanecen en silencio.
Nos recuerda que cuestionar la autoridad no es falta de respeto, sino un deber sagrado. Y nos recuerda que incluso en la oscuridad más profunda, la luz de la verdad eventualmente encontrará su camino. Porque Juana fue encadenada, pero nunca fue silenciada. Y su voz, amplificada por aquellos que se atrevieron a escuchar y actuar, resonó a través de las generaciones, creando ondas de cambio que todavía se sienten hoy.
Esa es la lección final de su historia. Las cadenas físicas pueden ser removidas, pero las cadenas de la opresión sistémica solo se rompen cuando personas ordinarias realizan actos extraordinarios de valentía. María arriesgó todo para salvar a una extraña. Juana soportó años de tortura, pero se negó a renunciar a su verdad. Juntas cambiaron no solo sus propias vidas, sino el curso de la historia.
Y así termina la historia de Sorjuana, la esclava encadenada de Tlaxcala. Una historia de horror, sí, pero también de esperanza, de sufrimiento, pero también de triunfo, de oscuridad, pero finalmente, gloriosamente de luz. M.
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