Caso real en Yucatán. La familia Iturbide escuchó pasos en la noche. 1857.

El calor de Mérida en julio de 1857 era insoportable. Las noches no traían alivio, solo mosquitos y ese aire denso que se pegaba a la piel como una segunda capa de ropa mojada. La casona de los Iturbide estaba en la calle 60, entre 57 y 59. una construcción colonial de dos plantas con paredes de mampostería tan gruesas que mantenían el fresco durante el día, pero que por las noches parecían exhalar todo el calor acumulado.

Don Sebastián Yurbide era un comerciante próspero, descendiente de españoles que habían llegado a Yucatán tres generaciones atrás. Su negocio de N Ken lo había posicionado como uno de los hombres más respetados de Mérida, aunque no el más querido. Tenía esa manera altiva de caminar con el mentón siempre en alto que irritaba a muchos, pero que intimidaba a la mayoría.

Su esposa, doña Clemencia Zabala de Iturbide, era todo lo contrario, menuda, de voz suave, con ese aire melancólico de quien ha aprendido a vivir en las sombras de otro. Tenían cuatro hijos. Rodrigo, el mayor, tenía 16 años y ya mostraba el mismo carácter imperioso de su padre.

Después venían las gemelas, María del Carmen y María de la Luz, de 13 años, idénticas hasta en la forma de pestañear. Y el pequeño Vicente de apenas 7 años, que pasaba las tardes jugando en el patio trasero con soldaditos de plomo que su padre le había traído de Veracruz. La familia vivía con tres sirvientes. Jacinta, una mujer maya de unos 50 años que había criado a don Sebastián.

y ahora cuidaba de sus hijos. Cocinaba en un fogón de leña en la cocina trasera. Tomás, un hombre callado de 40 años, se encargaba del mantenimiento de la casa y de los caballos. Y Felipa, una joven de 18 años que ayudaba con la limpieza y la ropa, había llegado hace apenas 6 meses desde un pueblo cerca de Valladolid.

Todo comenzó la noche del 14 de julio. Doña Clemencia fue la primera en escucharlos. Eran cerca de las 2 de la madrugada cuando despertó con esa sensación extraña de no estar sola. El calor era sofocante y don Sebastián roncaba a su lado ajeno a todo. Ella se incorporó lentamente en la cama con el camisón pegado al cuerpo por el sudor y aguzó el oído. Pasos.

lentos, deliberados, subiendo por la escalera de madera que conectaba el patio interior con el segundo piso. No eran los pasos descalzos y ligeros de los sirvientes, eran pesados, como las botas de un hombre, y se detenían cada tres o cuatro escalones, como si quien subía quisiera asegurarse de no ser escuchado, pero al mismo tiempo no pudiera evitar hacer ruido. Doña Clemencia sintió que el corazón le golpeaba en el pecho.

Estiró la mano para despertar a su esposo, pero algo la detuvo. Los pasos habían llegado al final de la escalera. Se detuvieron. El silencio que siguió fue peor que el ruido. Ella contuvo la respiración, esperando, sintiendo como el sudor le corría por la espalda. Entonces los pasos continuaron. No hacia su habitación. sino hacia el fondo del pasillo donde dormían los niños.

El corazón de Clemencia se aceleró aún más. Sacudió violentamente a su esposo. Sebastián, Sebastián, despierta. Don Sebastián se incorporó de golpe, desorientado, con los ojos hinchados de sueño. ¿Qué pasa, mujer? ¿Por qué gritas? ¿Hay alguien en la casa? Escuché pasos subiendo la escalera. Van hacia las habitaciones de los niños.

Don Sebastián frunció el ceño todavía aturdido, pero la urgencia en la voz de su esposa lo despaviló. Se levantó de la cama, tomó el candelabro de la mesita de noche y salió al pasillo. El corredor estaba oscuro, iluminado apenas por la luz de la luna que entraba por las ventanas que daban al patio. No había nadie. Clemencia, aquí no hay nadie”, dijo girándose hacia la puerta de su habitación.

Pero su esposa había salido detrás de él y señalaba hacia el fondo del pasillo. “Fueron hacia allá. Te lo juro, Sebastián.” Eran pasos de hombre. Don Sebastián caminó por el pasillo revisando cada puerta. abrió primero la habitación de Rodrigo. El muchacho dormía profundamente con un brazo colgando fuera de la cama, cerró la puerta y fue a la habitación de las gemelas.

Las dos niñas estaban acurrucadas juntas en la misma cama, como solían hacer cuando tenían miedo. La habitación de Vicente estaba al final. Don Sebastián empujó la puerta lentamente. El niño no estaba en su cama. Vicente, gritó doña Clemencia, empujando a su esposo para entrar a la habitación. La cama estaba destendida, las sábanas en el suelo, pero el niño no aparecía por ningún lado.

Don Sebastián levantó el candelabro, iluminando cada rincón de la pequeña habitación. Revisó debajo de la cama, detrás del armario, incluso abrió el baúl de juguetes. Vicente, hijo. La voz de Clemencia temblaba. Los gritos despertaron a toda la casa. Rodrigo apareció en la puerta frotándose los ojos. Las gemelas salieron de su habitación asustadas.

Jacinta subió corriendo la escalera seguida por Tomás y Felipa. ¿Qué sucede, don Sebastián?, preguntó Jacinta con el rostro desencajado. Vicente no está. Mi esposa escuchó pasos. Alguien entró a la casa. Lo que siguió fue una búsqueda frenética. Revisaron cada habitación, cada rincón de la casona. Bajaron al patio, a la cocina, a la caballeriza.

Tomás revisó las puertas y ventanas. Todas estaban cerradas desde adentro con los pestillos corridos. No había señales de que alguien hubiera forzado la entrada. Cuando ya estaban a punto de salir a buscar en la calle, Rodrigo gritó desde el patio trasero. Está aquí. Todos corrieron hacia donde estaba el muchacho.

Vicente estaba sentado en el suelo junto al pozo, todavía en camisón, con los pies descalzos cubiertos de tierra. Tenía los ojos abiertos, pero la mirada perdida, como si estuviera mirando algo que nadie más podía ver. Doña Clemencia se lanzó hacia él, lo tomó en brazos y comenzó a llorar. Vicente, hijo mío, ¿qué haces aquí? ¿Cómo bajaste? El niño no respondió, ni siquiera parpadeó, solo siguió mirando al frente con esa expresión vacía que el heló la sangre de todos los presentes.

“Vicente, mírame”, insistió su madre sacudiéndolo suavemente. “¿Qué pasó? ¿Quién te trajo aquí?” El niño finalmente enfocó la mirada en su madre. Sus labios se movieron, pero apenas salió un susurro. El hombre de las botas. Doña Clemencia sintió que se le erizaba cada bello del cuerpo. Qué hombre, mi amor, qué hombre.

El que sube las escaleras cada noche me dijo que lo siguiera. Don Sebastián se acercó arrodillándose junto a su esposa. Vicente, no hay ningún hombre. Fue una pesadilla. Los niños tienen pesadillas. Pero Vicente negó con la cabeza con una certeza que no correspondía a un niño de 7 años. No es una pesadilla, papá. Viene todas las noches.

Yo lo escucho desde mi cama. Sube las escaleras y camina por el pasillo. Se detiene frente a mi puerta. A veces la abre. A veces solo se queda ahí mirando. El silencio que siguió fue absoluto. Incluso los grillos parecieron callarse. Jacinta se persignó tres veces seguidas. Felipa dio un paso atrás con los ojos muy abiertos.

Esas son tonterías”, dijo don Sebastián, pero su voz no sonó tan firme como él hubiera querido. “Vámonos todos a dormir. Ya es muy tarde y mañana hay mucho que hacer.” Pero esa noche nadie durmió realmente. Doña Clemencia se llevó a Vicente a su habitación y lo acostó entre ella y su esposo.

Las gemelas se quedaron despiertas hasta el amanecer, susurrándose una a la otra en la oscuridad. Rodrigo se sentó en su cama con un cuchillo de caza que guardaba en su baúl decidido a mantenerse despierto. Y en la habitación de los sirvientes, en la planta baja, Jacinta, Tomás y Felipa hablaban en voz baja a la luz de una vela. Yo también los he escuchado dijo finalmente Felipa con la voz quebrada.

Pensé que era mi imaginación, pero los he escuchado. Pasos que suben la escalera. Siempre a la misma hora, entre las 2 y las 3 de la madrugada, Jacinta asintió lentamente. Esta casa tiene memoria. Las paredes guardan cosas que es mejor no despertar. ¿Qué quieres decir?, preguntó Tomás.

La vieja mujer miró hacia la escalera que subía al segundo piso, como si esperara ver algo aparecer en cualquier momento. Antes de que don Sebastián comprara esta casa, aquí vivía otra familia, los Cervera, eran dueños de una hacienda en Equenera. Don Patricio Cervera era un hombre cruel de esos que disfrutan haciendo sufrir a otros.

tenía muchos trabajadores mayas, prácticamente esclavos, y los trataba peor que a animales. Un día, uno de esos trabajadores desapareció. Nadie preguntó mucho porque esas cosas pasaban, pero después desapareció otro y otro más. En total fueron cinco hombres los que se esfumaron en menos de un año. Felipa se había puesto pálida.

¿Y qué pasó con ellos? Nadie lo supo. Corrieron rumores de que don Patricio los había matado por robar o por insubordinación o simplemente porque se le antojó, pero nunca se encontraron los cuerpos. Don Patricio murió 3 años después de una enfermedad repentina. Dicen que gritaba en las noches, que veía cosas. Su familia vendió la casa rápido y se fue a Campeche. Eso fue hace 10 años.

Pero eso son solo historias, dijo Tomás. Aunque no sonaba muy convencido. Los pasos son reales respondió Jacinta. Y el niño no miente. Si dice que vio a un hombre, vio a algo. La mañana llegó con ese sol brutal de Yucatán que borra las sombras y hace que todo lo nocturno parezca absurdo.

Don Sebastián se levantó temprano, decidido a olvidar el incidente y continuar con su rutina. Pero doña Clemencia no pudo. Se quedó en cama con Vicente abrazado a ella, negándose a soltarlo. Las gemelas bajaron a desayunar con ojeras profundas. Rodrigo intentaba parecer despreocupado, pero no dejaba de mirar hacia la escalera cada pocos minutos.

Fue Jacinta quien habló mientras servía el chocolate caliente y los panuchos. Don Sebastián, con todo respeto, creo que deberíamos llamar al padre Ignacio. Don Sebastián la miró con el seño fruncido. El padre Ignacio, ¿para qué? Para que bendiga la casa, Señor. Por si acaso.

No vamos a caer en supersticiones indígenas. Jacinta fue solo una pesadilla del niño. Probablemente comió algo pesado antes de dormir y sonámbulo bajó al patio. “Yo lo escuché también”, dijo Rodrigo de repente, sorprendiendo a todos. “Los pasos no quería decir nada, pero los escuché tres noches seguidas.

Pensé que era Tomás o alguien revisando la casa, pero ahora don Sebastián golpeó la mesa con la palma de la mano. Basta. No voy a permitir que esta familia se llene de miedos irracionales. Probablemente es un animal en el techo o el viento haciendo crujir la madera. Esta casa es vieja. Las casas viejas hacen ruidos.

Pero esa noche, cuando volvió a escucharse, don Sebastián ya no pudo negarlo. Eran las 2:15 de la madrugada. Esta vez todos estaban despiertos esperando. Los pasos comenzaron exactamente igual que la noche anterior, el sonido inconfundible de botas pesadas subiendo la escalera de madera. Paso, pausa, paso, pausa, paso, pausa.

Don Sebastián se levantó de golpe, tomó su pistola del cajón de la mesita de noche y salió al pasillo. Doña Clemencia lo siguió con Vicente aferrado a su camisón. Rodrigo salió de su habitación con el cuchillo. Las gemelas se asomaron, abrazadas una a la otra. Los pasos habían llegado al final de la escalera.

Don Sebastián levantó la pistola apuntando hacia las sombras del corredor. ¿Quién está ahí? Identifíquese. Los pasos continuaron. Ahora avanzaban por el pasillo acercándose lentamente. Don Sebastián podía escuchar su propia respiración acelerada, el latido de su corazón retumbando en sus oídos. apretó el gatillo listo para disparar.

Los pasos se detuvieron frente a la habitación de Vicente y entonces, sin que nadie abriera la puerta, sin que ninguna mano tocara el pomo, la puerta comenzó a abrirse lentamente con un chirrido largo que pareció durar una eternidad. Doña Clemencia gritó. Las gemelas corrieron hacia la habitación de sus padres. Vicente enterró el rostro en el vientre de su madre.

Don Sebastián avanzó con la pistola en alto, el dedo en el gatillo, temblando, pero decidido. Llegó hasta la puerta abierta y miró dentro. La habitación estaba vacía, la ventana cerrada, nada fuera de lugar, excepto que sobre la cama, perfectamente alineados, como si alguien los hubiera puesto ahí con cuidado, estaban los cinco soldaditos de plomo de Vicente.

Formaban una fila, todos mirando hacia la misma dirección, hacia el armario. Don Sebastián sintió un frío que nada tenía que ver con el clima. se acercó lentamente al armario, levantó la pistola y de un tirón abrió las puertas. Ropa, solo ropa colgada y algunos juguetes en el suelo. Pero entonces lo vio en la pared del fondo del armario, apenas visible en la oscuridad, había algo grabado en la madera. Acercó el candelabro que Rodrigo le pasó.

Eran cinco marcas, cinco líneas verticales como las que hace alguien que está contando. Y debajo, tallado con algo filoso, había una palabra en maya que don Sebastián no entendía. Llamaron a Jacinta. La mujer subió la escalera lentamente, como si cada paso le costara un esfuerzo enorme.

Cuando vio las marcas en el armario, se llevó la mano a la boca. “¿Qué dice?”, preguntó don Sebastián. Jacinta tardó un momento en responder. Cuando lo hizo, su voz era apenas un susurro. Dice, “Profundo, profundo. ¿Qué significa eso? No lo sé, señor, pero esas marcas son cinco, como los cinco hombres que desaparecieron. Don Sebastián sintió que algo se movía en su estómago.

No quería creerlo, no podía creerlo. Pero algo en el fondo de su mente, algo primitivo e instintivo le decía que estaban en peligro. Mañana a primera hora llamaré al padre Ignacio”, dijo finalmente, “y voy a hacer que revisen toda esta casa de arriba a abajo. Tiene que haber una explicación racional para todo esto.” Pero cuando el sol volvió a salir sobre Mérida, trajo consigo algo que haría que todo se volviera mucho, mucho peor.

Vicente había desaparecido nuevamente y esta vez nadie lo había escuchado levantarse. La búsqueda comenzó antes del amanecer. Don Sebastián recorrió cada centímetro de la casa mientras gritaba el nombre de su hijo con una desesperación que le salía desde lo más profundo del pecho. Doña Clemencia estaba en un estado casi catatónico, sentada en la cama de Vicente, aferrando el camisón del niño contra su pecho y meciéndose de adelante hacia atrás, sin decir una palabra.

Rodrigo y Tomás salieron a la calle despertando a los vecinos, preguntando si alguien había visto al niño. Las gemelas revisaban una y otra vez las mismas habitaciones, como si en algún momento Vicente fuera a aparecer mágicamente detrás de una cortina o dentro de un baúl. Jacinta rezaba en voz baja en maya con un rosario entre las manos que movía con dedos temblorosos.

Felipa lloraba en silencio mientras ayudaba en la búsqueda, revisando los rincones más improbables. Fue Tomás quien encontró la primera pista. En el patio trasero, junto al brocal del pozo, había marcas en la tierra, huellas pequeñas de pies descalzos que iban desde la puerta de la cocina hasta el pozo. Pero junto a esas huellas había otras, más grandes, más profundas, como si alguien de peso considerable hubiera caminado junto al niño.

“Don Sebastián, llamó Tomás con voz tensa, “venga a ver esto.” Don Sebastián bajó corriendo la escalera. Cuando vio las huellas, sintió que la sangre se le helaba en las venas. Se arrodilló junto a las marcas más grandes, pasando los dedos sobre la tierra compactada. No eran de zapatos normales. El patrón era extraño, como botas viejas con la suela desgastada de manera irregular.

¿Y estas huellas? Preguntó señalando las del niño. ¿Hacia dónde van? Tomás tragó saliva antes de responder, “Al pozo, señor, y ahí se detienen.” Don Sebastián se incorporó de un salto y corrió hacia el brocal. Se asomó, sintiendo como el corazón se le subía a la garganta. El pozo tenía unos 15 m de profundidad.

Era viejo de la época en que se construyó la casa, aunque ya no se usaba desde que habían instalado un sistema de cañería dos años atrás. La oscuridad del fondo era absoluta. Trae una cuerda y linternas ahora. Rodrigo apareció con una cuerda gruesa que usaban para amarrar a los caballos.

Don Sebastián la ató alrededor de su cintura mientras Tomás y su hijo lo sujetaban. Lentamente comenzó a descender por el interior del pozo. Las paredes estaban húmedas, cubiertas de musgo y pequeños hele que crecían en las grietas. El olor a tierra mojada y algo más, algo rancio y desagradable, se hacía más intenso con cada metro que descendía. ¿Ves algo? Gritó Rodrigo desde arriba. Don Sebastián no respondió.

Acababa de llegar al fondo y lo que vio le cortó el aliento. El pozo no terminaba en agua, o al menos no solo en agua. Había apenas medio metro de líquido oscuro y estancado, pero en una de las paredes, a nivel del agua, había una abertura, un túnel, lo suficientemente grande como para que un hombre pudiera pasar agachado.

“Hay un túnel”, gritó hacia arriba, “¡Unito túnel en el fondo del pozo, “Vicente, está ahí.” Don Sebastián metió la mano en el agua fría, tanteando la entrada del túnel. Sus dedos tocaron algo, algo de tela. Tiró con fuerza y sacó el camisón de Vicente, empapado y cubierto de lodo. Un grito ahogado se le escapó de la garganta.

Encontré su camisón. Está aquí abajo. Hay que entrar. Lo que siguió fue una discusión acalorada mientras don Sebastián subía. Rodrigo insistía en bajar él, argumentando que era más joven y ágil. Tomás decía que debían llamar a las autoridades. Don Sebastián no escuchaba a ninguno, solo podía pensar en su hijo, en esa criatura de 7 años que podía estar en algún lugar oscuro de ese túnel, asustado, herido o peor.

Prepararon antorchas, cuerdas adicionales y un machete. Don Sebastián, Rodrigo y Tomás descendieron juntos. El agua del pozo les llegaba a la cintura y estaba helada a pesar del calor de Yucatán. Don Sebastián fue el primero en entrar al túnel con una antorcha en alto y el machete en la otra mano.

El túnel estaba excavado en la roca caliza, tosco y bajo, obligándolos a avanzar casi a gatas. Las paredes goteaban agua y había raíces que colgaban del techo como dedos retorcidos. El aire era denso, viciado, con ese olor a tierra cerrada que hace que los pulmones se sientan pesados.

Vicente, gritaba don Sebastián cada pocos metros. Vicente, hijo, soy papá. Responde si me escuchas. Solo el eco de su propia voz le respondía, rebotando en las paredes húmedas del túnel. Avanzaron unos 20 m cuando el túnel se bifurcaba en dos direcciones. Don Sebastián se detuvo levantando la antorcha para ver mejor.

A la izquierda, el túnel parecía continuar recto. A la derecha descendía. ¿Cuál tomamos?, preguntó Rodrigo con la voz temblorosa. Don Sebastián estaba a punto de responder cuando vio algo que le heló la sangre. En la pared, entre los dos túneles, alguien había grabado la misma palabra que habían encontrado en el armario de Vicente, profundo.

Y debajo una flecha apuntando hacia el túnel de la derecha, el que descendía. Por aquí, dijo, aunque cada instinto en su cuerpo le gritaba que diera media vuelta. El túnel descendente era más estrecho y resbaladizo. Tuvieron que avanzar de espaldas en algunos tramos. apoyándose con los pies en salientes de roca. La temperatura bajaba a medida que descendían.

Don Sebastián calculó que habían bajado otros 10 m cuando el túnel finalmente se niveló y se ensanchó. Y fue entonces cuando la antorcha iluminó algo que hizo que los tres hombres se detuvieran en seco. Huesos, montones de huesos humanos apilados contra las paredes del túnel. cráneos, fémures, costillas, todos mezclados con girones de ropa podrida y lo que alguna vez habían sido sandalias de cuero.

Don Sebastián sintió que el estómago se le revolvía. Contó rápidamente, cinco esqueletos, tal vez seis. Era difícil saberlo con precisión porque los huesos estaban mezclados. Dios santo, susurró Tomás persignándose. Los hombres desaparecidos dijo Rodrigo con voz temblorosa. Los trabajadores de don Patricio Cervera. Don Sebastián apretó los dientes.

No tenía tiempo para pensar en eso ahora. Solo importaba encontrar a Vicente. Vicente, gritó con todas sus fuerzas. Vicente. Y esta vez hubo una respuesta, un llanto débil, lejano, que venía de más adelante en el túnel. Los tres hombres se lanzaron hacia adelante, resbalando en el suelo mojado, golpeándose contra las paredes en su prisa.

El túnel giraba bruscamente a la izquierda y luego se abría en una cámara, una caverna natural en la roca caliza del tamaño de una habitación pequeña, con el techo bajo y goteante. Y ahí, en el centro de la caverna, estaba Vicente. El niño estaba sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho temblando. Estaba descalzo en ropa interior, cubierto de lodo y arañazos.

Pero estaba vivo. Vicente, don Sebastián dejó caer la antorcha y corrió hacia su hijo tomándolo en brazos. Gracias a Dios. Gracias a Dios. El niño se aferró a su padre con una fuerza sorprendente para alguien tan pequeño. Temblaba violentamente y sollyosaba sin control. Él me trajo aquí, papá, el hombre de las botas, me despertó y me dijo que lo siguiera.

No quería, papá, te lo juro, no quería, pero mis pies se movían solos. Bajamos por el pozo y entramos al túnel y llegamos aquí. Y entonces él, entonces él, ¿qué, hijo?, preguntó don Sebastián, aunque una parte de él no quería saber la respuesta. Vicente señaló hacia el fondo de la caverna, donde la luz de la antorcha apenas llegaba. Entonces él se fue por ahí, dijo que volvería, dijo que siempre vuelve.

Don Sebastián miró hacia donde señalaba su hijo. Al fondo de la caverna había otra abertura, más pequeña, casi un agujero en la pared. De ahí salía una corriente de aire frío que hacía titilar la llama de la antorcha. Saquemos al niño de aquí. dijo Tomás con voz urgente. Lo que sea que haya en este lugar, no debemos quedarnos.

Rodrigo ya había tomado a Vicente en brazos y comenzaba a retroceder hacia la salida. Pero don Sebastián se quedó un momento más, mirando hacia esa abertura oscura al fondo de la caverna. algo en su interior, una curiosidad mórbida mezclada con rabia, lo impulsaba a entrar, a ver qué había más allá, a encontrar a quien fuera o lo que fuera que había aterrorizado a su familia.

“Don Sebastián, vámonos”, insistió Tomás tirando de su brazo. Pero antes de que pudieran moverse, escucharon algo que les celó la sangre, pasos. Venían del agujero al fondo de la caverna, pasos lentos, pesados, de botas sobre piedra, acercándose. “Corran!”, gritó don Sebastián. Los tres hombres salieron disparados del túnel.

Rodrigo iba adelante con Vicente aferrado a su cuello. Tomás y don Sebastián lo seguían resbalando, tropezando, escuchando como los pasos detrás de ellos se aceleraban. No se atrevían a mirar atrás, solo corrían con el corazón desbocado y los pulmones ardiendo. Llegaron a la bifurcación, tomaron el túnel ascendente, avanzaron a trompicones por el pasaje estrecho.

Los pasos seguían ahí, persiguiéndolos cada vez más cerca. Don Sebastián podía escuchar ahora una respiración pesada, áspera, como la de alguien que ha estado bajo tierra demasiado tiempo. Salieron finalmente al pozo principal. Rodrigo ya estaba trepando por la cuerda con Vicente. Tomás lo siguió.

Don Sebastián fue el último. Cuando sus manos agarraron la cuerda, sintió algo rozarle el tobillo, un contacto frío, como dedos de hielo cerrándose alrededor de su piel. Gritó y pateó con fuerza, sintiendo como su bota golpeaba algo sólido. Fuera lo que fuera, lo soltó. Don Sebastián trepó por la cuerda más rápido de lo que había subido en su vida, con los brazos ardiendo y el terror dándole una fuerza sobrehumana.

Cuando salió finalmente del pozo, Rodrigo y Tomás lo jalaron lejos del brocal. Los cuatro se quedaron ahí en el patio jadeando, temblando, mirando la abertura oscura del pozo, como si esperaran ver algo emerger en cualquier momento. Pero no salió nada, solo ese silencio pesado, denso, que parece llenar el aire antes de una tormenta. Don Sebastián abrazó a Vicente con tanta fuerza que el niño jadeó.

Las lágrimas le corrían por las mejillas sin que pudiera controlarlas. Rodrigo tenía la mirada perdida, todavía en shock. Tomás temblaba de pies a cabeza. “Hay que sellar ese pozo”, dijo finalmente don Sebastián con voz ronca. “Ahora mismo, antes de que anochezca y nadie, absolutamente nadie, va a volver a bajar ahí.” Trabajaron toda la tarde.

Tomás y Rodrigo trajeron piedras grandes, escombros, sacos de arena. Llenaron el pozo hasta el borde y luego colocaron encima una pesada losa de piedra que habían sacado del patio. Don Sebastián la selló con cemento. Cuando terminaron, todos estaban exhaustos, cubiertos de polvo y sudor, pero el pozo estaba completamente cerrado.

Esa noche, don Sebastián mandó llamar al padre Ignacio. El sacerdote llegó al anochecer. un hombre mayor de cabello blanco y mirada serena que había visto muchas cosas en sus 60 años de vida. Escuchó en silencio mientras don Sebastián le contaba todo sin omitir ningún detalle, por absurdo o aterrador que sonara.

Cuando terminó, el padre Ignacio se quedó callado un largo momento con las manos entrelazadas sobre su regazo. Esta casa tiene una historia oscura, don Sebastián. Ya lo sospechaba cuando me pidieron que bendijera la casa hace 10 años, cuando los cerveras se fueron. Pero ellos rechazaron mi oferta. Dijeron que no creían en supersticiones. ¿Usted sabía de los hombres desaparecidos? El padre asintió lentamente.

Había rumores. Don Patricio Cervera era un hombre cruel. Los mayas que trabajaban en su hacienda vivían en condiciones infrahumanas. Varios vinieron a mí buscando ayuda, pero yo era joven entonces y tenía miedo de enfrentarme a alguien tan poderoso. Me avergüenza admitirlo, pero no hice nada. Y luego empezaron las desapariciones.

Cinco hombres en un año, todos trabajadores de Cervera, nunca se encontraron los cuerpos. “Están en el túnel”, dijo don Sebastián con amargura. “los vimos.” Los arrojó ahí como si fueran basura. Y ahora caminan,” añadió el padre Ignacio, “los que mueren sin justicia, sin un entierro apropiado, a veces no encuentran descanso.

Sus espíritus quedan atados al lugar de su muerte, buscando que alguien sepa la verdad, que alguien los recuerde. Pero, ¿por qué, mi hijo? ¿Por qué nos atormentan a nosotros? Nosotros no tuvimos nada que ver con lo que les pasó.” El padre Ignacio suspiró. Porque ustedes viven en la casa donde comenzó su sufrimiento, porque necesitan que alguien sepa lo que les pasó.

Y tal vez, don Sebastián, porque es tiempo de que se haga justicia. Justicia. Cervera está muerto. ¿Qué justicia puede haber? La justicia de la verdad, la justicia de un entierro apropiado, la justicia de que sus familias sepan qué les pasó a sus seres queridos. Don Sebastián se frotó el rostro con ambas manos.

¿Y cómo hacemos eso? Primero bendeciré esta casa. Luego mañana iremos a las autoridades. Les diremos dónde están los cuerpos. Se los entregaremos a sus familias para que puedan darles un entierro cristiano. Solo entonces tal vez encontrarán paz. Esa noche el padre Ignacio bendijo cada habitación de la casa.

Roció agua bendita en los umbrales, rezó en latín y maya, colocó crucifijos en las paredes. Cuando llegó al patio trasero, donde estaba el pozo sellado, se arrodilló sobre la losa de piedra y rezó durante casi una hora. La familia y Turbide y los tres sirvientes estaban reunidos en la sala principal, sin atreverse a separarse. Nadie quería estar solo.

Doña Clemencia tenía a Vicente en su regazo, acariciándole el cabello. Las gemelas estaban sentadas muy juntas en el sofá, tomadas de la mano. Rodrigo estaba junto a la ventana, mirando hacia el patio donde el padre continuaba sus rezos. Cuando finalmente el sacerdote terminó y entró a la casa, su rostro estaba pálido y tenía ojeras profundas. “Algo está muy mal en ese pozo”, dijo con voz cansada.

“Hay una presencia fuerte, antigua. No son solo los espíritus de esos cinco hombres. Hay algo más. Algo que estaba ahí antes, algo que Cervera despertó cuando comenzó a arrojar cuerpos al túnel.” “¿Qué quiere decir?”, preguntó doña Clemencia con voz temblorosa. Los cenotes y túneles de Yucatán son sagrados para los mayas. Son entradas al inframundo, al Shibalbá.

Hay fuerzas ahí que no debemos perturbar. Cervera no solo mató a esos hombres, profanó un lugar sagrado al usar ese túnel como fosa común. Y ahora algo camina por esos pasajes, algo que no debería caminar. El silencio que siguió fue absoluto. Incluso Vicente dejó de moverse. ¿Qué hacemos entonces?, preguntó finalmente don Sebastián. Rezan, mantienen sellado ese pozo.

No vuelven a abrirlo nunca bajo ninguna circunstancia. Y mañana, cuando saquemos los cuerpos, lo hacen con respeto y con oración. Tal vez eso sea suficiente para apaciguar a los espíritus. Y si no es suficiente? El padre Ignacio lo miró directamente a los ojos.

Entonces, don Sebastián, le sugiero que considere seriamente vender esta casa y mudarse, porque hay lugares que están malditos por el mal que se cometió en ellos y ninguna bendición puede cambiar eso completamente. Esa noche, por primera vez en tres noches, no se escucharon pasos en la escalera, pero nadie durmió de todas formas. M.