“CON ESE MUERTO DE HAMBRE NUNCA SALDRÁS DE POBRE”, LE DIJO ÉL… Y YO ESTABA DETRÁS DE LA PUERTA CON EL BOLETO DE LOTERÍA EN LA MANO
HISTORIA COMPLETA:
Le llamaban el boleto de los sueños. Yo no era de jugar, ¿para qué? La vida ya me había enseñado que los milagros no caen del cielo, se sudan en jornadas de doce horas, con las manos llenas de grasa y el lomo partido. Yo era mecánico. Un buen mecánico, pero mecánico al fin. Mi mundo olía a aceite de motor y a esfuerzo. Y en el centro de ese mundo estaba ella: Sofía.
Sofía era… luz. O eso creía yo. Llevábamos cinco años juntos, desde que éramos unos críos sin un peso en la bolsa, pero con el corazón lleno de planes. “Cuando tengamos nuestra casita”, decía ella, “quiero un jardín con geranios rojos”. Y yo, como un idiota, me imaginaba construyéndole ese jardín con mis propias manos. Cada tuerca que apretaba, cada motor que revivía, era un ladrillo para esa casa, una flor para ese jardín. Por ella llegaba más temprano al taller y me iba más tarde que nadie. Por ella aguantaba los regaños del jefe y las burlas de los compañeros que me veían comer solo arroz y frijoles para ahorrar. “Ya verán”, les decía yo, “cuando le compre su casa a mi Sofi”.
Un martes, de regreso a casa, todo mugriento y cansado, pasé por el puesto de lotería. El premio mayor era una millonada, una cifra con tantos ceros que me mareé solo de verla. Compré un boleto. Fue un impulso, una estupidez, un pequeño acto de rebelión contra mi realidad. Lo guardé en la cartera, junto a una foto de ella, y me olvidé del asunto.
El viernes por la tarde, mientras limpiaba un carburador, escuché los resultados en la radio del taller. Por pura curiosidad, saqué mi boleto. El primer número… coincidía. El segundo… también. El corazón se me empezó a acelerar, bombeando aceite y esperanza por mis venas. Tercero. Cuarto. Quinto. Sexto. No podía ser. Las manos me temblaban tanto que casi dejo caer el papelito. Le pedí a un compañero que me leyera los números. Y sí. Eran los míos. Todos.
No grité. No lloré. Me quedé paralizado. El mundo se detuvo. El ruido del taller se apagó y solo podía escuchar el latido salvaje en mis oídos. Era real. Era millonario. Mi primer pensamiento no fue un yate, ni un carro de lujo. Fue ella. Fue su jardín de geranios. Fue su cara cuando le dijera: “Mi amor, ya no tienes que preocuparte por nada. Nunca más”.
Salí del taller como un autómata. Le dije al jefe que me sentía mal, que tenía una emergencia. Corrí a la florería más cara que encontré y compré el ramo de rosas más grande y rojo que vi. Luego, corrí hacia nuestro pequeño apartamento alquilado. Quería llegar antes que de costumbre para darle la sorpresa. Mi plan era simple: entrar, ponerle el boleto en las manos y decirle que nuestros sueños se habían hecho realidad.
Llegué a la puerta. Iba a tocar, pero escuché voces dentro. La de ella… y la de un hombre. Me detuve en seco. La risa de ese hombre no era la de su hermano ni la de su padre. Era una risa socarrona, llena de burla. Pegué la oreja a la madera fría de la puerta, con el ramo de rosas temblando en una mano y el boleto millonario en la otra.
“¿Pero cómo aguantas estar con ese, Sofi?”, dijo la voz del hombre. “Siempre huele a grasa, siempre está cansado. Es un don nadie”.
Y entonces, escuché la voz de mi Sofía. La voz que me susurraba “te amo” por las noches, la misma que me animaba a seguir luchando. Pero no era la misma voz. Esta era fría, afilada como un cuchillo.
“Ay, Ricardo, es temporal”, respondió ella, y cada palabra era una puñalada en mi espalda. “Es un buen tonto, trabajador. Me paga el alquiler mientras encuentro algo mejor. ¿Te imaginas una vida con él? Pura miseria. Soñando con casitas de interés social y vacaciones en la playa más barata. No, gracias”.
El aire se me fue de los pulmones. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
Ricardo soltó una carcajada cruel. “Te mereces un hombre de verdad, mi reina. No un proyecto de pobre. Con ese muerto de hambre nunca saldrás de pobre”.
“Lo sé, mi amor, lo sé”, suspiró ella. “Dame tiempo. En cuanto pueda, lo boto. Es que a veces me da una lástima… parece un perrito pateado”.
Esa fue la frase que lo rompió todo. “Perrito pateado”.
Giré la llave en la cerradura, que siempre dejaba puesta por dentro, y abrí la puerta lentamente. El silencio que se hizo fue atronador. Estaban en el sofá. Él, sin camisa, con una copa de vino en la mano. Ella, recostada sobre su pecho, despeinada. Sus caras pasaron del placer a la confusión, y luego al pánico más absoluto al verme allí, de pie en el umbral, con mi ropa sucia de trabajo, las rosas en una mano y el boleto en la otra.
Los ojos de Sofía se clavaron en mí. Se levantó de un salto, tratando de arreglarse la blusa.
“Leo… mi amor… ¿qué haces aquí tan temprano?”, balbuceó.
Yo no podía hablar. Solo los miraba. Miraba al tipo que me había llamado muerto de hambre, y a la mujer por la que me había convertido en uno. Avancé dos pasos hacia la sala, nuestro pequeño espacio sagrado ahora profanado. Dejé caer las rosas al suelo. Se desparramaron sobre la alfombra barata que compramos juntos.
Luego, levanté la otra mano. Les mostré el boleto de lotería. La cara de Sofía cambió. El pánico se mezcló con una codicia desesperada cuando entendió lo que era.
“Iba a darte un jardín con geranios”, dije, y mi voz sonó rota, ajena. “Iba a comprarte el mundo entero”.
Me di la vuelta sin esperar su respuesta. Salí de ese apartamento y cerré la puerta a mis espaldas, dejando adentro los gritos de ella, las rosas muertas en el suelo y los fantasmas de cinco años de mentiras. Caminé sin rumbo bajo la lluvia que empezaba a caer, con el boleto millonario empapándose en mi mano, sintiéndome más sucio por dentro que lo que estaba por fuera. El papel con los números que prometían felicidad ahora solo se sentía como un pedazo de basura.
Esa tarde gané la lotería y me volví millonario. Y esa misma tarde, por primera vez, entendí que nunca en mi vida había sido tan pobre.
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