
Apúrate, muchacha. La señora Castillo regresa de la Ciudad de México mañana temprano y quiere todo impecable. Le recordó Consuelo, el ama de llaves que llevaba más de 30 años sirviendo a la familia Castillo Montemayor. Su rostro, marcado por las arrugas del tiempo y la severidad reflejaba la disciplina con la que dirigía al personal de servicio. María Dolores asintió sin decir palabra.
Apenas llevaba tres semanas trabajando en la hacienda, pero ya había aprendido que el silencio era preferible a cualquier conversación con consuelo. La hacienda, construida a finales del siglo XVII, había pertenecido a la familia Castillo Montemayor por cinco generaciones, lo que alguna vez fue el centro de una próspera producción de age.
Ahora era una reliquia de tiempos más prósperos, mantenida con orgullo, casi obsesivo por doña Mercedes Castillo, viuda desde hacía 2 años. Niña, después de terminar aquí, ve a limpiar el ala este las habitaciones de los niños, ordenó Consuelo antes de salir, sus pasos resonando en el corredor de mosaicos hidráulicos. María Dolores suspiró.
El ala este, aquel sector de la hacienda que permanecía cerrado desde la tragedia. Todos en el pueblo hablaban de ello en susurros. Los tres hijos de doña Mercedes habían fallecido en circunstancias misteriosas 5 años atrás. Una fiebre, decía la versión oficial. Pero los rumores sugerían otra cosa. Historias que las criadas compartían en la cocina cuando creían que nadie las escuchaba.
Al terminar con la habitación principal, María Dolores recogió sus implementos de limpieza y se dirigió hacia el ala este. El corredor se volvía más frío conforme avanzaba, a pesar del calor sofocante de mayo. Las paredes, adornadas con retratos familiares, parecían seguirla con miradas inexpresivas. Frente a la primera puerta, María Dolores se detuvo.
Nunca había entrado a estas habitaciones. Consuelo siempre se encargaba personalmente de ellas, pero hoy había mencionado que tenía que supervisar la preparación de las habitaciones para los invitados que llegarían con doña Mercedes. Con mano temblorosa giró el pesado picaporte de bronce. La puerta se abrió con un chirrido que pareció amplificarse en el silencio.
Era la habitación de Alejandro, el hijo mayor, según recordaba de las conversaciones en la cocina. Tenía 11 años cuando murió. La habitación estaba perfectamente preservada, como si el tiempo se hubiera detenido. Un uniforme escolar colgado en el armario entreabierto, libros escolares sobre el escritorio y sobre la cama, perfectamente tendida con sábanas blancas, una colección de soldaditos de plomo formados en batalla y en la esquina, sobre una mecedora de madera tallada, una muñeca de porcelana.
María Dolores frunció el ceño. Una muñeca en la habitación de un niño se acercó con curiosidad. La muñeca tenía un vestido de encaje amarillento, el rostro pálido con mejillas sonrosadas y ojos de cristal que parecían seguirla. Al tomar la muñeca entre sus manos, un escalofrío recorrió su espalda.
Estaba inusualmente fría al tacto a pesar del calor, y entonces, tan suave que casi creyó haberlo imaginado, escuchó un susurro que parecía provenir de la muñeca misma. Alejandro. María Dolores soltó la muñeca que cayó sobre la mecedora con un golpe seco. Su corazón latía desbocado mientras retrocedía hacia la puerta. debía estar imaginando cosas.
El cansancio, los rumores que había escuchado, la atmósfera opresiva de aquella habitación congelada en el tiempo. ¿Qué haces aquí? La voz severa de consuelo la hizo dar un respingo. La mujer mayor estaba en el umbral, su figura recortada contra la luz del pasillo, su rostro una máscara de furia contenida. me pidió que limpiara estas habitaciones, balbuceó María Dolores.
Te dije que las limpiaras, no que tocaras las pertenencias de los niños, respondió Consuelo, entrando a la habitación. Con movimientos reverentes, casi ceremoniales, tomó la muñeca y la colocó de nuevo en la mecedora, acomodándola con precisión meticulosa. Nadie toca las muñecas nunca.
Esa noche, en el modesto cuarto que compartía con otras dos criadas en el área de servicio, María Dolores no podía conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de porcelana de aquella muñeca. Sus ojos vidriosos que parecían contener una vida propia. Sus labios pintados que parecían haberse movido para pronunciar aquel nombre.
“Estás muy callada, Mari”, comentó Lucía. una de sus compañeras, mientras se cepillaba el largo cabello negro antes de acostarse. “¿Te regañó, doña Consuelo otra vez?” María Dolores dudó antes de responder. No quería parecer supersticiosa, pero la inquietud que sentía era demasiado grande para guardarla.
Hoy estuve en las habitaciones de los niños”, confesó finalmente en voz baja. En la del niño Alejandro había una muñeca de porcelana y juraría que la escuché hablar. El cepillo de Lucía se detuvo en el aire. Intercambió una mirada con Teresa, la otra criada, que dejó escapar un suspiro pesado. “Las muñecas”, murmuró Teresa santiguándose.
“Dicen que doña Mercedes las compró en Europa, una para cada uno de sus hijos, poco antes de que enfermaran.” “¿Por qué habría muñecas en el cuarto de un niño?”, preguntó María Dolores. “No solo en el de Alejandro”, respondió Lucía. También hay una en el cuarto de Sofía y otra en el de Gabriel. Doña Mercedes insistió en que cada uno tuviera una, aunque el niño Alejandro protestó.
Decía que era cosa de niñas, pero la señora no se dio. Yo nunca limpio esas habitaciones, añadió Teresa. Una vez, hace como un año, entré al cuarto de la niña Sofía para sacudir. La muñeca estaba sentada junto a la ventana y cuando me acerqué, sentí como si me observara. Esa noche tuve pesadillas horribles. Soñé con la niña Sofía llamándome desde un pozo oscuro, diciéndome que la muñeca la había empujado.
María Dolores sintió un escalofrío. ¿Creen que las muñecas tienen algo que ver con la muerte de los niños? ¡Cállate!”, exclamó Lucía, mirando nerviosamente hacia la puerta. Ni siquiera pienses en eso. La última criada que empezó a hacer preguntas sobre los niños desapareció de la noche a la mañana. Doña Consuelo dijo que había regresado a su pueblo, pero nadie la vio salir.
Un silencio pesado cayó sobre el pequeño cuarto. Afuera, el viento agitaba las ramas de los jacarandás que rodeaban la hacienda, creando sombras inquietantes en las paredes. “Dicen que antes de morir los niños hablaban de las muñecas”, susurró Teresa. Finalmente decían que las escuchaban por las noches llamándolos.
La niña Sofía le contó a su nana que su muñeca, Amelia le susurraba cosas cuando todos dormían. “Supersticiones”, dijo Lucía, aunque su voz temblorosa traicionaba su propio miedo. “Seguramente los pobres angelitos ya estaban delirando por la fiebre. No fue fiebre”, afirmó Teresa con bossqueda. “Mi prima trabajaba aquí cuando pasó.
Dice que los niños empezaron a tener comportamientos extraños después de recibir las muñecas. Se volvieron distantes, hablaban solos y luego un día los encontraron a los tres en sus camas, fríos como el hielo, sin ninguna marca visible. El médico dijo que fue fiebre, pero no hubo velorio abierto y los enterraron muy rápido. María Dolores recordó el susurro que había escuchado.
Alejandro, un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¿Por qué doña Mercedes conservaría esas muñecas si hubieran tenido algo que ver con la muerte de sus hijos?, preguntó. ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de los ricos? Respondió Lucía, metiéndose bajo las sábanas. Ahora duérmete, que mañana será un día largo con la llegada de la señora y sus invitados.
Pero el sueño tardó en llegar para María Dolores. En la oscuridad de la noche, cada crujido de la vieja hacienda parecía amplificarse y justo cuando estaba a punto de caer en un sueño intranquilo, creyó escuchar muy lejano el eco de una risa infantil, seguido de un susurro que parecía colarse por debajo de la puerta. Ven a jugar con nosotros.
La mañana siguiente trajo consigo el bullicio y la agitación propios de la llegada de doña Mercedes Castillo. Los sirvientes corrían de un lado a otro, puliendo hasta el último rincón, preparando los platillos favoritos de la señora y disponiendo flores frescas en cada habitación.
María Dolores, asignada a ayudar en la cocina, observaba el nerviosismo colectivo con cierta distancia, su mente aún ocupada por los eventos del día anterior y las historias escuchadas en la noche. El sonido de neumático sobre la grava del camino principal anunció la llegada. María Dolores se asomó discretamente por una de las ventanas de la cocina y vio detenerse frente a la entrada principal. dos automóviles negros relucientes.
Del primero descendió un chóer uniformado que se apresuró a abrir la puerta trasera. Doña Mercedes Castillo Montemayor emergió con la elegancia propia de una mujer acostumbrada a ser el centro de atención. A sus años conservaba una belleza severa, alta de porte erguido, con el cabello negro recogido en un moño impecable y vestida completamente de negro, como lo hacía desde la muerte de su esposo.
Su rostro, de facciones aristocráticas parecía tallado en mármol, sin revelar emoción alguna. Del segundo automóvil descendieron tres personas, un hombre de mediana edad con traje oscuro y maletín que María Dolores supuso sería el abogado de la familia. Una mujer joven y elegante que guardaba cierto parecido con doña Mercedes, probablemente una pariente y un hombre mayor de aspecto distinguido, con un bastón de empuñadura plateada.
Consuelo ya estaba en la entrada dirigiendo a los mozos. para que se encargaran del equipaje. María Dolores volvió rápidamente a sus tareas, consciente de que no debía ser vista observando a los señores. “María Dolores, lleva estas bandejas al comedor pequeño”, ordenó la cocinera doña Esperanza, entregándole dos pesadas bandejas con té y pastelillos.
“La señora y sus invitados tomarán el refrigerio ahí.” Con paso cuidadoso, María Dolores se dirigió al comedor ubicado junto a la biblioteca. Al acercarse, escuchó voces provenientes de la habitación. La puerta estaba entreabierta y no pudo evitar escuchar retazos de la conversación mientras esperaba el momento oportuno para entrar.
Mercedes, debes considerar seriamente la oferta”, decía la voz del hombre mayor. Esta hacienda consume tus recursos y solo alimenta tu melancolía. Desde la tragedia te has encerrado aquí como si fuera un mausoleo. Tío Alfonso, agradezco tu preocupación, pero mi decisión es firme, respondió la voz fría de doña Mercedes.
Los laureles ha sido el hogar de los castillos por generaciones y seguirá siéndolo. Aquí están mis recuerdos. Aquí están mis hijos. Tus hijos están en el cementerio, prima intervino la mujer joven con voz suave pero directa. Y este lugar está matándote lentamente. ¿No ha sido la misma desde que ellos? Desde el accidente. Accidente, Isabela. El tono de doña Mercedes adquirió un filo peligroso.
Sabes perfectamente que lo que ocurrió con mis hijos no fue ningún accidente. Fue ese hombre, ese maldito anticuario que nos vendió esas abominaciones. María Dolores contuvo la respiración. Estaban hablando de las muñecas. Mercedes, por favor, interrumpió la voz que debía ser del abogado.
Hemos investigado exhaustivamente y no hay ninguna evidencia que vincule al señor Morales o sus mercancías con la enfermedad de los niños. La autopsia fue concluyente. Fiebre cerebral, una autopsia apresurada y conveniente. La voz de doña Mercedes se elevó cargada de amargura. Ustedes no estaban aquí. No vieron cómo cambiaron mis hijos después de recibir esos regalos.
No los escucharon hablar de voces en la noche, de sueños perturbadores. No vieron el terror en los ojos de mi pequeña Sofía cuando me dijo que su muñeca quería llevarla a un lugar del que nunca regresaría. Un silencio incómodo siguió a estas palabras. María Dolores permaneció inmóvil, las bandejas pesando cada vez más en sus manos, pero incapaz de interrumpir ese momento.
Si estás tan convencida de que esas muñecas tienen algo que ver con la tragedia, ¿por qué las conservas? Preguntó finalmente Isabela. ¿Por qué mantenerlas en las habitaciones de los niños como si nada hubiera pasado? La respuesta de doña Mercedes fue apenas audible, pero el sangre de María Dolores, porque ellas tienen algo de mis hijos, algo que tomaron esa noche, y hasta que descubra qué es y cómo recuperarlo, no me desaré de ellas. Además, no es tan sencillo.
La última vez que intenté sacarlas de la hacienda, Consuelo encontró a un mozo muerto al pie de la escalera. “Un accidente”, dijeron. Pero yo sé la verdad, ellas no quieren irse. María Dolores retrocedió involuntariamente chocando contra una mesa auxiliar. El ruido alertó a los ocupantes del comedor. ¿Quién anda ahí? Exigió saber doña Mercedes.
No había escapatoria. María Dolores empujó la puerta con el hombro y entró al comedor intentando mantener la compostura. Disculpe, señora. Traigo el té y los pastelillos que ordenó. dijo evitando mirar directamente a los presentes. Doña Mercedes la observó con intensidad. Sus ojos oscuros, penetrantes, parecían querer leer en su rostro cuánto había escuchado.
¿Eres nueva?, preguntó finalmente. Sí, señora. Me llamo María Dolores Fuentes. Llevo tres semanas trabajando aquí. Una sombra cruzó por el rostro de doña Mercedes, un destello de algo parecido al reconocimiento o quizás una preocupación súbita. Bien, dijo finalmente, deja las bandejas y retírate. Y María Dolores, ten cuidado en esta casa. No todas las habitaciones son seguras para curiosear.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven. Acaso Consuelo le había contado sobre su intrusión en la habitación de Alejandro. Colocó las bandejas sobre la mesa y se retiró con una reverencia, sintiendo la mirada de doña Mercedes clavada en su espalda, hasta que cerró la puerta tras de sí.
En el pasillo, mientras se alejaba, creyó escuchar nuevamente aquella risa infantil, seguida de un susurro que parecía provenir de las paredes mismas. Ella sabe tu nombre ahora. La llegada de doña Mercedes trajo consigo una atmósfera de tensión que parecía impregnar cada rincón de la hacienda. Durante los días siguientes, María Dolores intentó pasar desapercibida, cumpliendo diligentemente con sus tareas y evitando el ala este a toda costa.
Sin embargo, no podía evitar sentir que era observada constantemente, no solo por consuelo, cuya mirada severa la seguía por donde fuera, sino por algo más, algo que parecía acecharla desde las sombras. Una tarde, mientras tendía sábanas recién lavadas en el patio trasero, una anciana se acercó cojeando ligeramente.
Era Juana, la hiervera que venía a la hacienda dos veces por semana para traer remedios y hierbas frescas para la cocina. Debía tener más de 70 años. con el rostro surcado por profundas arrugas y ojos de un negro intenso que contrastaban con su cabello blanco recogido en una larga trenza. “Niña”, llamó Juana en voz baja, mirando nerviosamente a su alrededor para asegurarse de que estaban solas.
“Necesito hablar contigo.” María Dolores la miró con curiosidad. Había intercambiado apenas unas palabras con la anciana en ocasiones anteriores y nunca había mostrado interés en entablar una conversación. “Conmigo, doña Juana.” ¿Sobre qué? Sobre las muñecas, respondió la anciana acercándose más.
“Te vi salir del ala este hace unos días con la cara pálida, como si hubieras visto al mismo Tocaste una de ellas, ¿verdad?” María Dolores sintió que el color abandonaba su rostro. ¿Cómo lo sabe? Lo sé porque te han marcado”, murmuró Juana extendiendo una mano arrugada para tocar brevemente el brazo de María Dolores. “Lleva su sombra sobre ti.
Puedo verla como una niebla oscura que te rodea.” Un escalofrío recorrió la espina dorsal de la joven. Parte de ella quería descartar las palabras de Juana como supersticiones de una mujer mayor. Pero otra parte, la que había escuchado el susurro de la muñeca y las historias sobre los niños, no podía ignorar la advertencia. “¿Qué son esas muñecas, doña Juana?”, preguntó en un susurro.
La anciana miró nuevamente a su alrededor antes de responder. No son muñecas comunes, niña. El hombre que se las vendió a doña Mercedes, ese tal Morales, no era un simple anticuario. Venía de Europa, donde dicen que aprendió artes oscuras. Las muñecas él las creó con un propósito.
¿Qué propósito? Los ricos siempre quieren lo mismo, más vida, más tiempo. Juana sacudió la cabeza con pesar. Don Ernesto, el esposo de doña Mercedes, estaba muy enfermo. Entonces, cáncer, decían los médicos, le daban menos de un año. Morales le prometió a doña Mercedes una cura, algo que extendería la vida de su marido, pero todo poder tiene un precio.
María Dolores recordó las palabras que había escuchado en el comedor. Doña Mercedes cree que las muñecas tuvieron algo que ver con la muerte de sus hijos. No solo lo cree, lo sabe”, afirmó Juana con voz queda. Morales nunca le explicó cómo funcionaba su remedio. Le entregó las tres muñecas y le dijo que eran un regalo para los niños, que debían mantenerlas cerca.
Lo que doña Mercedes no entendió hasta que fue demasiado tarde es que las muñecas no estaban diseñadas para curar a don Ernesto, sino para tomar la fuerza vital de los niños y transferirla a él. Dios mío. María Dolores se cubrió la boca horrorizada. Está diciendo que las muñecas mataron a los niños para intentar salvar a don Ernesto, pero el ritual no se completó correctamente, continuó Juana ignorando la pregunta. Los niños murieron.
Sí, pero don Ernesto también falleció poco después y las muñecas quedaron atrapadas entre mundos con las almas de los niños ni vivas ni muertas, suspendidas como en un sueño eterno. ¿Por qué doña Mercedes las conserva entonces? ¿Por qué no destruirlas o enterrarlas? Porque tiene miedo, niña, miedo de que si las destruye las almas de sus hijos se pierdan para siempre.
Y porque Morales desapareció antes de explicarle cómo revertir lo que había hecho. Doña Mercedes ha buscado durante años a alguien que pueda ayudarla a liberar a sus hijos, pero mientras tanto, las muñecas han desarrollado voluntad propia. María Dolores pensó en el susurro que había escuchado, en la sensación de ser observada, en las risas infantiles en la oscuridad.
“¿Qué quieren de mí?”, preguntó finalmente con un hilo de voz. Los ojos de Juana se llenaron de compasión y miedo. Necesitan un nuevo recipiente, niña. Alguien joven con vida por delante, alguien como tú. El viento agitó repentinamente las sábanas tendidas. creando un sonido similar a un lamento.
“Debes irte de aquí”, continuó Juana, apretando el brazo de María Dolores con sorprendente fuerza para sus manos envejecidas. “Huye mientras puedas, ya te han marcado y no descansarán hasta tenerte. Y si no puedo irme, necesito este trabajo, doña Juana. No tengo a dónde ir.” La anciana rebuscó entre los pliegues de su rebozo y extrajo una pequeña bolsa de tela atada con un cordón rojo. Lleva esto contigo siempre.
Son hierbas de protección. Ruda, Romero, Albaca, todo bendecido en la Iglesia de San Francisco. No te protegerá para siempre, pero te dará tiempo. Y sobre todo, no entres nunca más al ala este, no importa quién te lo ordene. Y si escuchas voces llamándote en la noche, cúbrete los oídos y reza. María Dolores tomó la pequeña bolsa que desprendía un fuerte aroma a hierbas secas.
Mientras la guardaba en el bolsillo de su delantal, el sonido metálico de una campana anunció la hora de la comida principal. “Debo irme”, dijo, recogiendo apresuradamente el resto de las sábanas. “Gracias, doña Juana. Una cosa más”, añadió la anciana mientras María Dolores se alejaba. “Vigila tus sueños. Es ahí donde son más fuertes, donde pueden engañarte más fácilmente.
No confíes en lo que te muestren, no importa cuán real parezca. Con estas palabras resonando en su mente, María Dolores regresó a la casa principal, cada paso más pesado que el anterior, consciente de que algo había cambiado fundamentalmente en su vida desde que había entrado en aquella habitación y tocado la muñeca de porcelana.
Esa noche, mientras se preparaba para dormir, colocó la bolsa de hierbas bajo su almohada y rezó, como no lo había hecho en años, suplicando protección contra unos enemigos que no comprendía completamente, pero cuya amenaza sentía cada vez más cercana y real. La noche cayó sobre la hacienda los laureles como un manto pesado.
María Dolores se revolvía inquieta en su cama, incapaz de conciliar el sueño a pesar del agotamiento. A su lado, Lucía y Teresa dormían profundamente, sus respiraciones acompasadas contrastando con la agitación interna de María Dolores. Las palabras de Juana se repetían en su mente como un mantra ominoso. Realmente estaba en peligro. eran las muñecas algo más que objetos inanimados.
La parte racional de su mente luchaba contra la creciente convicción de que había algo maligno en aquella casa, algo que ahora la había elegido a ella. Un suave golpeteo la sobresaltó. Al principio pensó que sería el viento moviendo alguna rama contra la ventana, pero el sonido tenía un patrón demasiado regular, casi como si alguien estuviera llamando delicadamente a la puerta. “Toc, toc, toc.
” María Dolores se incorporó lentamente, conteniendo la respiración. Sus compañeras no parecían perturbadas por el ruido. Era posible que solo ella pudiera escucharlo. Toc, toc, toc. Más insistente esta vez. Tragando saliva, María Dolores se levantó y se acercó a la puerta. La bolsita de hierbas que Juana le había dado descansaba bajo su almohada, demasiado lejos ahora para buscar su protección.
¿Quién es?, susurró sin atreverse a abrir. No hubo respuesta. Solo otro golpeteo, ahora más suave, casi juguetón. Armándose de valor, entreabrió la puerta. El pasillo estaba vacío y sumido en la penumbra. Las lámparas de aceite que normalmente se mantenían encendidas durante la noche estaban apagadas, dejando solo la débil luz de la luna que se filtraba por una ventana lejana.
estaba a punto de cerrar la puerta, convencida de que su imaginación le había jugado una mala pasada cuando lo escuchó. Una risa infantil, suave y melodiosa, proveniente del fondo del pasillo, seguida de pasos ligeros que se alejaban. ¿Quién anda ahí? Llamó esta vez un poco más fuerte. La risa volvió a escucharse, ahora acompañada de una voz que reconoció al instante como la misma que había emanado de la muñeca. Ven a jugar con nosotros, María Dolores.
Un escalofrío recorrió su espalda. Sabía que debía cerrar la puerta, volver a la cama y cubrirse los oídos, como le había aconsejado Juana. Pero algo en aquella voz, una mezcla de inocencia y anhelo, despertó en ella una compasión. instintiva, por favor, continuó la voz, ahora con un tono suplicante. Estamos tan solos. Nuluya, casi sin darse cuenta, María Dolores salió al pasillo.
La puerta se cerró tras ella con un chasquido suave, dejándola en la semioscuridad. Al final del corredor, creyó distinguir la silueta pequeña de un niño que doblaba la esquina. Espera”, llamó en un susurro urgente, avanzando con pasos cautelosos. El pasillo parecía extenderse infinitamente ante ella, las sombras danzando en las paredes como si tuvieran vida propia.
El aire se volvía más frío conforme avanzaba y pronto se dio cuenta de que se dirigía hacia el ala este. Una parte de su mente gritaba que regresara, pero otra parte más fuerte la impulsaba a seguir. Al doblar la esquina vio nuevamente al niño. Estaba de espaldas a ella, vestido con lo que parecía un pijama blanco.
Su cabello negro contrastaba con la palidez de su ropa y su piel. Alejandro, murmuró María Dolores recordando el nombre que había escuchado susurrar a la muñeca. El niño se volvió lentamente. Su rostro, iluminado por un rayo de luna, era hermoso y sereno, pero sus ojos, sus ojos eran dos pozos oscuros, vacíos, como los ojos de cristal de la muñeca de porcelana.
“Has venido”, dijo, y su voz sonaba extrañamente hueca, como si viniera de muy lejos. Sabía que vendrías. Siempre vienen cuando los llamamos. María Dolores quiso retroceder, pero descubrió que no podía moverse. Sus pies parecían anclados al suelo. ¿Qué quieres de mí?, logró preguntar. Queremos vivir otra vez, respondió el niño con simplicidad. Estamos cansados de estar atrapados.
Queremos sentir el sol, correr por los campos, comer dulces, todas esas cosas que ya no podemos hacer. Lo siento mucho, dijo María Dolores, y lo decía sinceramente. A pesar de su miedo, no podía evitar sentir compasión por aquellas almas atrapadas en un limbo cruel, pero no entiendo cómo podría ayudarlos. El niño dio un paso hacia ella, extendiendo una mano pálida.
Es muy fácil. dijo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos vacíos. Solo tienes que dejarnos entrar un pequeño espacio en tu corazón, en tu mente. No lo notarás al principio. Seremos buenos. Lo prometemos. Entrar en mí. María Dolores retrocedió instintivamente, recuperando algo de movilidad en sus piernas.
Eso no es posible. Claro que lo es. Una segunda voz más aguda se unió a la conversación. A la derecha del niño apareció una niña de unos 9 años con un vestido blanco de encaje y largas trenzas negras. Sus ojos tenían la misma vacuidad inquietante. Tú nos llamaste cuando tocaste a Amelia. Estableciste una conexión.
Ahora solo necesitamos terminarla. Yo no llamé a nadie”, protestó María Dolores sintiendo un sudor frío recorrer su espalda. “Solo toqué una muñeca y susurraste nuestros nombres en tu mente”, añadió una tercera voz. “Un niño más pequeño de quizás 6 años se materializó a la izquierda de Alejandro.
Sentiste curiosidad por nosotros. La curiosidad es una invitación.” Los tres niños Castillo estaban ahora frente a ella. formando un semicírculo que bloqueaba el pasillo. A pesar de su apariencia inocente, había algo profundamente perturbador en ellos, una sensación de antigüedad y malicia que contrastaba con sus rostros infantiles.
“Solo queremos vivir, María Dolores”, dijo Sofía, la niña, con voz dulce. “Es eso tan terrible. Tú tienes vida de sobra, podrías compartir un poco con nosotros. Apenas lo notarías”, añadió Gabriel, el más pequeño. Solo unos minutos cada día, luego unas horas y cuando estés lista, quizás un poco más.
“¿Y qué pasaría conmigo?”, preguntó María Dolores, aunque en el fondo temía conocer la respuesta. La sonrisa de Alejandro se ensanchó, revelando dientes demasiado blancos, demasiado perfectos. Lo mismo que nos pasó a nosotros, respondió, un sueño largo y tranquilo, sin dolor, sin preocupaciones, y nosotros cuidaríamos de tu cuerpo, lo mantendríamos a salvo.
María Dolores sintió que el pánico crecía en su interior. Instintivamente, su mano buscó la pequeña bolsa de hierbas que Juana le había dado, solo para recordar que la había dejado bajo su almohada. No dijo con toda la firmeza que pudo reunir. No pueden tenerme, no les pertenezco. Los rostros de los niños cambiaron simultáneamente, transformándose en máscaras de furia.
Sus ojos, antes vacíos, ahora ardían con un fuego sobrenatural. “Nos perteneces desde que tocaste la muñeca”, gritó Alejandro, su voz perdiendo cualquier rastro de humanidad. fuiste marcada, eres nuestra. Los tres comenzaron a avanzar hacia ella, sus movimientos extrañamente rígidos, como si fueran marionetas manipuladas por hilos invisibles.
María Dolores intentó retroceder, pero tropezó y cayó al suelo. El frío de las baldosas se filtró a través de su camisón, paralizándola momentáneamente. “Ven con nosotros”, cantaron los tres al unísono, sus voces fusionándose en una sola. Ven a jugar para siempre. Justo cuando las manos pálidas de los niños estaban a punto de tocarla, María Dolores recordó las palabras de Juana.
Vigila tus sueños. Es ahí donde son más fuertes. ¿Era un sueño? Tenía que serlo. Los niños Castillo estaban muertos. No podían estar realmente en el pasillo. Esto no es real, exclamó cerrando los ojos con fuerza. Despierta, María Dolores, despierta.
Las voces de los niños se transformaron en gritos de rabia y sintió como si un viento helado la envolviera. Luego, silencio. Cuando abrió los ojos, estaba en su cama, empapada en sudor frío. Lucía y Teresa seguían dormidas a su lado, ajenas a su tormento. La habitación estaba en calma, iluminada por la tenue luz de una vela casi consumida. Había sido solo una pesadilla. Se sentía tan real, tan vívida.
Podía recordar cada detalle. El frío del suelo, el olor a humedad del pasillo, la vacuidad en los ojos de los niños. Extendió la mano bajo su almohada y sintió la bolsita de hierbas que Juana le había dado. El simple contacto con ella le proporcionó cierto alivio.
Se incorporó lentamente intentando calmar su respiración agitada. Fue entonces cuando notó algo que hizo que su sangre se helara. Pequeñas huellas de barro en el suelo que iban desde la puerta hasta su cama. Hellas del tamaño de pies infantiles. La mañana siguiente amaneció gris y opresiva, con nubes bajas que prometían lluvia y un aire tan denso que dificultaba la respiración.
María Dolores se movía por la hacienda como una sonámbula, realizando sus tareas mecánicamente, mientras su mente repasaba una y otra vez los eventos de la noche anterior. Las huellas de barro habían desaparecido al amanecer, pero la certeza de lo que había visto permanecía junto con un miedo creciente que le oprimía el pecho. Durante el desayuno en la cocina, apenas probó bocado.
que no pasó desapercibido para doña Esperanza, la cocinera. “Estás más pálida que un fantasma, muchacha”, comentó la mujer mayor colocando una taza de café humeante frente a ella. “¿Estás enferma?” “No, dormí bien”, respondió María Dolores, agradeciendo el café con un gesto. “Pesadillas”, afirmó Teresa, que estaba sentada frente a ella. “La escuché murmurar y agitarse toda la noche.
¿Con qué soñaste, Mari?” con el Antes de que María Dolores pudiera responder, la puerta de la cocina se abrió y entró consuelo. Todas las conversaciones cesaron instantáneamente. El ama de llaves miró alrededor con su habitual expresión severa. María Dolores llamó la señora quiere que limpie su estudio esta mañana. Yo estaré ocupada con los preparativos para la reunión de esta tarde.
Un murmullo de sorpresa recorrió la cocina. Era inusual que a una criada tan nueva se le asignara el estudio privado de doña Mercedes, un espacio normalmente reservado para el cuidado personal de Consuelo. “Sí, doña Consuelo”, respondió María Dolores, intentando ocultar su nerviosismo. Después de la conversación que había escuchado y de los eventos de la noche anterior, lo último que deseaba era estar cerca de doña Mercedes.
Y luego, continuó Consuelo, bajando ligeramente la voz. Necesito que vengas a mi habitación. Hay algo que debo discutir contigo. Con estas palabras enigmáticas, Consuelo se retiró, dejando a María Dolores con una nueva preocupación. ¿Qué querría discutir el ama de llaves? ¿Habría notado algo sobre su encuentro con las muñecas? El estudio de doña Mercedes resultó ser una habitación impresionante, con estanterías que llegaban hasta el techo repletas de libros antiguos, un escritorio de caoba masivo y ventanales que daban al jardín posterior. María Dolores limpió
meticulosamente, teniendo especial cuidado con los objetos personales de la señora. Fotografías enmarcadas de los niños, pequeñas cajas de música. Plumas estilográficas dispuestas en perfecto orden. En el escritorio había varios libros abiertos y cuadernos con anotaciones. Aunque intentó no leerlos por respeto a la privacidad, no pudo evitar notar que muchos parecían tratar sobre ocultismo, espiritismo y fenómenos paranormales.
Uno de ellos, abierto en una página marcada mostraba un diagrama de lo que parecía ser un ritual de transferencia de energía vital con símbolos que no reconocía y texto en un idioma que no era español. Mientras limpiaba el polvo de un estante superior, su trapo rozó una pequeña caja de madera tallada que no había notado antes. La caja se tambaleó y cayó al suelo abriéndose.
María Dolores contuvo la respiración temiendo haber roto algo valioso, pero la caja parecía intacta. Lo que llamó su atención fue su contenido, un pequeño trozo de papel amarillento con una dirección escrita en tinta desbaída. Calle Hidalgo 27, Tlaquepaque, y debajo el nombre Ernesto Morales, anticuario.
El mismo Morales que Juana había mencionado, el hombre que supuestamente había vendido las muñecas a doña Mercedes. ¿Podría ser esta su dirección? María Dolores memorizó la información antes de colocar cuidadosamente el papel de vuelta en la caja y devolverla a su lugar.
Al terminar con el estudio, se dirigió con paso vacilante hacia la habitación de Consuelo, ubicada en un pequeño pasillo cercano a las habitaciones principales, privilegio de su posición como ama de llaves de confianza. Llamó suavemente a la puerta. Adelante”, respondió la voz de consuelo. La habitación era austera, pero cómoda, con una cama individual, un armario de roble y un pequeño escritorio.
Lo que sorprendió a María Dolores fue ver sobre la mesita de noche una fotografía enmarcada de los tres niños Castillo, sonrientes y llenos de vida, muy diferentes a las apariciones espectrales de su sueño. Consuelo estaba sentada junto a la ventana. con una labor de bordado en el regazo. Parecía haber estado llorando, algo que María Dolores jamás hubiera imaginado posible en aquella mujer de hierro.
“¡Cierra la puerta”, ordenó consuelo dejando a un lado su bordado. María, a Dolores obedeció, permaneciendo de pie cerca de la entrada, sin saber qué esperar. Sé que has estado en las habitaciones de los niños”, comenzó Consuelo, su voz extrañamente desprovista de su habitual tono autoritario. “Sé que tocaste la muñeca de Alejandro y sé que anoche ellos te visitaron.
” María Dolores sintió que el suelo se movía bajo sus pies. “¿Cómo te escuché gritar en sueños?”, respondió Consuelo. No es la primera vez que ocurre. Antes de ti hubo otras jóvenes como tú, nuevas en la casa, curiosas, atraídas por las habitaciones prohibidas. ¿Qué les pasó?, preguntó María Dolores, aunque temía la respuesta.
Consuelo desvió la mirada hacia la ventana, donde la lluvia había comenzado a caer suavemente. Algunas huyeron, otras se quedaron demasiado tiempo. Comenzaron a cambiar, a comportarse de manera extraña, a hablar con voces que no eran las suyas. Un escalofrío recorrió la espalda de María Dolores. Juana me dijo que las muñecas contienen las almas de los niños, que fueron parte de un ritual para salvar a don Ernesto.
Consuelo se volvió bruscamente hacia ella, sus ojos brillantes de lágrimas contenidas. Juana habla demasiado”, murmuró para luego suspirar profundamente. “Pero tiene razón, en parte esas muñecas no son objetos ordinarios morales. Las creó con un propósito específico, canalizar la fuerza vital de un ser a otro.
Pero lo que doña Mercedes nunca supo, lo que yo nunca le dije, es que fui yo quien convenció a don Ernesto de buscar a Morales. La confesión cayó como una losa en la habitación silenciosa. María Dolores observó alma de llaves con una nueva perspectiva. Siempre había pensado en ella como una extensión de la autoridad de doña Mercedes, pero ahora veía a una mujer consumida por la culpa. Don Ernesto estaba muriendo.
Continuó consuelo. Su voz apenas un susurro. Cáncer terminal. Los médicos le daban semanas. Yo yo lo amaba. Lo había amado en silencio durante 20 años, viéndolo envejecer junto a doña Mercedes, viendo crecer a sus hijos. Y cuando supe que lo perdería para siempre, buscaste una manera de salvarlo. Completó María Dolores.
Consuelo asintió una lágrima solitaria deslizándose por su mejilla arrugada. Un primo mío en la Ciudad de México me habló de morales, de sus poderes, de sus conocimientos de lo oculto. Convencía a don Ernesto de contactarlo en secreto. Él estaba desesperado, dispuesto a intentar cualquier cosa. Morales le explicó el ritual.
Le dijo que necesitaría receptáculos, las muñecas y fuentes de energía vital pura. Los niños, susurró María Dolores horrorizada. Don Ernesto nunca supo que serían sus propios hijos. Se apresuró a aclarar consuelo, como si eso mitigara de alguna manera la atrocidad. Morales le dijo que la energía provendría de él mismo, que las muñecas actuarían como amplificadores, pero era mentira.
Necesitaba jóvenes inocentes con toda una vida por delante. Y qué mejor que los propios hijos de don Ernesto, sangre de su sangre. ¿Y usted lo sabía? ¿Sabía que los niños morirían? Consuelo bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada acusadora de María Dolores. Sospechaba que habría un precio alto, pero no imaginé que sería ese.
Cuando los niños comenzaron a enfermar, a hablar de voces y sueños extraños, me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Intenté detenerlo, busqué a Morales, pero había desaparecido. Y para entonces era demasiado tarde. Completó María Dolores. Los niños murieron en una noche, los tres al mismo tiempo. Continuó consuelo, su voz quebrándose. Sus almas, atrapadas en las muñecas nunca pudieron pasar al otro lado.
Y don Ernesto, el shock de perder a sus hijos, aceleró su enfermedad. Murió una semana después. Y doña Mercedes, ella sabe de su participación en todo esto. Consuelo negó con la cabeza. Ella culpa únicamente a Morales. Si supiera mi papel, me mataría con sus propias manos y con razón.
Por eso me he quedado todos estos años cuidando de las muñecas, intentando encontrar una manera de liberar a los niños. Es mi penitencia. ¿Y por qué me cuenta esto ahora? preguntó María Dolores, confundida por esta repentina confesión. “Porque te han elegido”, respondió Consuelo, mirándola directamente a los ojos. “Los niños te han marcado. Vi las huellas en tu habitación esta mañana antes de que desaparecieran.
Han intentado este proceso antes con otras criadas, pero nunca habían llegado tan lejos. Hay algo en ti que les atrae especialmente. Un pensamiento cruzó la mente de María Dolores. Mi madre murió al darme a luz, dijo lentamente. Juana dice que eso me dejó una sensibilidad especial para lo sobrenatural, una especie de velo más delgado entre este mundo y el otro.
Consuelo asintió, como si esto confirmara algo que ya sospechaba. Debes irte de aquí hoy mismo dijo con urgencia. Toma tus cosas y vete antes de que sea demasiado tarde. Los niños no son los mismos que fueron en vida. Lo que queda de ellos en esas muñecas está corrompido, retorcido por el ritual fallido y años de estar atrapados entre mundos.
No te dejarán ir fácilmente, pero aún tienes una oportunidad. ¿Y si pudiera ayudarlos? Preguntó María Dolores, sorprendiéndose a sí misma con la sugerencia. Si hubiera una manera de liberar sus almas, de darles descanso, Consuelo la miró con una mezcla de esperanza y temor. He buscado durante 5 años consultado a curanderos, espiritistas, sacerdotes. Nadie ha podido ayudarlos.
La dirección de Morales, dijo María Dolores, la vi en el estudio de doña Mercedes, calle Hidalgo en Tlaquepaque. Han buscado allí. Doña Mercedes envió gente a investigar poco después de la tragedia”, respondió Consuelo. La tienda estaba abandonada, sin rastro de morales, pero quizás quizás haya quedado algo, alguna pista sobre cómo revertir lo que hizo.
Un plan comenzaba a formarse en la mente de María Dolores. Si iba a enfrentarse a esta amenaza sobrenatural, necesitaba más información. Necesitaba encontrar a Morales o al menos descubrir sus secretos. Necesito ir a Tlaquepque, dijo con determinación. Mañana es mi día libre. Podría tomar el autobús temprano y estar de regreso por la noche.
Es peligroso, advirtió Consuelo. Si los niños se enteran de lo que planeas, por eso debe ayudarme. Interrumpió María Dolores. Manténgalos distraídos de alguna manera. y présteme algo de dinero para el viaje. Se lo devolveré con mi próximo sueldo. Consuelo pareció dudar, pero finalmente asintió.
Te ayudaré, pero prométeme que tendrás cuidado y que esta noche dormirás con la bolsa de hierbas que te dio Juana. No dejes que te atrapen en sueños otra vez. Lo prometo respondió María Dolores, sintiendo una mezcla de miedo y determinación. Mientras salía de la habitación de consuelo, no pudo evitar mirar hacia el ala este, donde sabía que tres pares de ojos vacíos la observaban desde las sombras esperando su oportunidad.
La mañana siguiente amaneció con un cielo despejado, como si la naturaleza quisiera compensar la opresiva lluvia del día anterior. María Dolores se despertó antes del alba. Tras una noche de sueño inquieto, pero sin visitas espectrales, gracias a la bolsa de hierbas que había mantenido firmemente apretada en su mano mientras dormía.
Se vistió en silencio para no despertar a sus compañeras y se encontró con consuelo en la cocina desierta. El ama de llaves le entregó un pequeño monedero con suficiente dinero para el viaje y una bolsa de papel con pan dulce y fruta para el camino. “Ten esto también”, dijo Consuelo entregándole un pequeño crucifijo de plata. Perteneció a don Ernesto.
Quizás quizás ayude a protegerte. María Dolores tomó el crucifijo con sorpresa. Era un gesto inesperado viniendo de la severa ama de llaves. Gracias, doña Consuelo. Recuerda, debes estar de vuelta antes del anochecer, advirtió la mujer mayor. Es cuando ellos son más fuertes. Y no le digas a nadie, absolutamente a nadie lo que sabes sobre las muñecas o los niños.
Con estas palabras de advertencia resonando en su mente, María Dolores emprendió su viaje. Primero caminó hasta la carretera principal, donde tomó un autobús hacia Guadalajara. Desde la terminal central abordó otro hacia Tlaquepaque, un pueblo conocido por sus artesanías que ahora formaba parte de la zona metropolitana de la capital de Jalisco.
Tlaquepaque bullía de actividad cuando llegó poco después del mediodía. Artesanos, comerciantes y turistas llenaban sus coloridas calles ajenos por completo a la misión sobrenatural que había traído a María Dolores hasta allí. Preguntando a los locales, encontró la calle Hidalgo sin dificultad, una vía empedrada flanqueada por casas coloniales de fachadas coloridas.
El número 27 correspondía a un edificio de dos plantas con una fachada azul deslavada. Las ventanas del primer piso estaban tapeadas con tablones de madera y un cartel desteñido anunciaba local en renta. El lugar tenía el inconfundible aspecto de llevar años abandonado. María Dolores sintió una punzada de decepción.
¿Habría sido en vano su viaje? Estaba considerando sus opciones cuando notó a una anciana sentada en una silla de mimbre frente a la casa contigua, observándola con curiosidad mientras tejía. Buenas tardes, señora saludó María Dolores acercándose. Disculpe la molestia, pero estoy buscando información sobre la tienda que estuvo aquí, la del anticuario Morales.
La anciana entrecerró los ojos, escrutándola con intensidad antes de responder. Hace años que esa tienda está cerrada, niña. ¿Qué asuntos tienes tú con Morales? Es un asunto familiar, improvisó María Dolores. Mi patrona compró algunas piezas de él y necesitamos información sobre su procedencia.
La anciana dejó su tejido a un lado, aparentemente satisfecha con la explicación. Morales murmuró como saboreando el nombre. Un hombre extraño. Llegó de Europa decía él, aunque su acento sonaba más a Veracruz que a España. Abrió la tienda en el 45 o 46, no recuerdo bien. Vendía antigüedades, objetos raros, cosas que según él tenían historias especiales.
¿Sabe qué pasó con él?, preguntó María Dolores, conteniendo su impaciencia. Desapareció de la noche a la mañana en el 52, si no me falla la memoria. Un día la tienda estaba abierta al siguiente cerrada con llave y él se había esfumado. Dejó todas sus cosas ahí dentro. El dueño del local esperó un mes a que volviera a pagar la renta. Luego dos.
Al tercer mes, abrió la puerta para vaciar el lugar y rentarlo de nuevo. Y las cosas de morales, ¿qué pasó con ellas? La anciana se inclinó hacia delante bajando la voz como si compartiera un secreto. Ahí está lo curioso. Cuando abrieron la tienda, el lugar estaba limpio. Ni un solo objeto ni un papel, como si nunca hubiera existido un negocio ahí.
Solo quedó un viejo libro en un cajón del mostrador que el dueño del local tiró a la basura por estar en un idioma extranjero. Mi hijo, que es basurero, lo rescató pensando que podría venderlo, pero nadie lo quiso por estar escrito en letras raras. El corazón de María Dolores dio un vuelco. Su hijo aún tiene ese libro.
La anciana asintió. Lo guardó como curiosidad. Vive en la parte de atrás, pero no está ahora. Vuelve después de las 5. María Dolores miró su reloj con preocupación. Esperar hasta las 5 significaría regresar a la hacienda bien entrada la noche, justo lo que Consuelo le había advertido evitar.
Es muy importante, señora, insistió. No podría mostrarme el libro ahora. Pagaré por verlo. La mención del dinero pareció despertar el interés de la anciana. Tras un momento de consideración, se levantó con dificultad. “Espera aquí”, dijo antes de desaparecer dentro de la casa. Minutos después, regresó con un volumen grueso y desgastado, encuadernado en cuero oscuro. Se lo entregó a María Dolores con cierta reticencia.
“Mi hijo no sabe que lo tengo”, confesó. “Lo tomé porque me dio mala espina que lo conservara. Hay algo no natural en ese libro. María Dolores sintió un escalofrío al tomarlo entre sus manos. La cubierta estaba adornada con símbolos similares a los que había visto en los libros del estudio de doña Mercedes.
No había título visible, solo un emblema grabado en el centro, una figura humanoide rodeada por lo que parecían ser hilos o rayos que se extendían hacia pequeñas figuras a su alrededor. Al abrir el libro confirmó que estaba escrito en un idioma que no reconocía, con caracteres que parecían mezclar alfabetos antiguos, pero intercalados entre los textos había diagramas y dibujos detallados, círculos con inscripciones, figuras humanas con líneas de energía y lo que parecían ser instrucciones para la creación de objetos ritualísticos.
Un dibujo en particular captó su atención. mostraba tres figuras que parecían muñecas, conectadas mediante líneas a una figura humana central, que a su vez estaba conectada a otra. El diagrama recordaba inquietantemente la descripción del ritual que Consuelo había mencionado.
“¿Cuánto quiere por el libro?”, preguntó María Dolores, sabiendo que podría ser la clave para entender lo que había ocurrido con los niños Castillo y posiblemente como revertirlo. La anciana la miró con intensidad. No quiero dinero, niña. Quiero que lo saques de mi casa. Desde que está aquí he tenido pesadillas, he escuchado voces. Llévatelo y no lo traigas de vuelta.
María Dolores asintió envolviendo el libro en su reboso y guardándolo cuidadosamente en su bolsa. Sentía el peso del volumen como una presencia viva, inquietante. “Una cosa más”, dijo la anciana antes de que María Dolores se marchara. Morales tenía un ayudante, un hombre joven que venía a veces.
Nunca supe su nombre, pero hace unos años lo vi en el mercado. Ahora tiene una tienda de hierbas y remedios en Tonalá, cerca de la iglesia principal. Si alguien sabe algo más sobre Morales, es él. Esta nueva información presentaba un dilema. Tonalá estaba en dirección opuesta a la hacienda y visitarla significaría llegar incluso más tarde, pero la oportunidad de hablar con alguien que hubiera conocido a Morales era demasiado valiosa para dejarla pasar.
“Gracias, señora”, dijo María Dolores tomando su decisión. Que Dios la bendiga. El viaje a Tonalá fue breve, pero localizar la tienda tomó más tiempo del esperado. Finalmente, un vendedor ambulante le indicó un pequeño local cerca de la iglesia con un letrero que decía simplemente herbolaria y remedios tradicionales. El interior era oscuro y estaba impregnado del aroma de cientos de hierbas secas que colgaban del techo en manojos.
Detrás del mostrador, un hombre de unos 40 años, de rostro enjuto y mirada intensa, organizaba pequeños frascos de vidrio. Buenas tardes, saludó María Dolores. Estoy buscando información sobre Ernesto Morales, el anticuario que tenía una tienda en Tlaquepaque. Me dijeron que usted trabajó con él. El hombre se quedó inmóvil por un instante y luego levantó lentamente la mirada.
Sus ojos reflejaron primero sorpresa, luego un destello de miedo y finalmente una cautela calculada. No sé de quién me habla, respondió secamente. Por favor, insistió María Dolores bajando la voz. No busco problemas. Trabajo en la hacienda los laureles para la familia Castillo. Sé lo que pasó con los niños y las muñecas. Necesito entender cómo detenerlo.
La mención de las muñecas pareció quebrar la resistencia del hombre. Miró nerviosamente hacia la puerta y luego hacia una cortina que separaba la tienda de la trastienda. “Espera aquí”, dijo antes de desaparecer tras la cortina. Cuando regresó, llevaba en las manos un pequeño cofre de madera labrada. lo colocó sobre el mostrador y lo abrió con una llave que llevaba colgada al cuello.
Dentro había diversos objetos, un libro pequeño, varias piedras de colores, un manojo de hierbas secas atadas con un cordón rojo similar al que Juana le había dado y un sobre amarillento. “Mi nombre es Raúl Vega”, dijo en voz baja. “Fui aprendiz de Morales durante 3 años. No sabía. No entendía completamente lo que hacía hasta que fue demasiado tarde.
María Dolores sintió un escalofrío recorrer su espalda. Por fin, alguien que podría explicarle la verdad detrás de las muñecas. ¿Qué eran esas muñecas realmente?, preguntó inclinándose sobre el mostrador. Raúl extrajo el sobre del cofre y lo abrió con cuidado. Dentro había varias fotografías en blanco y negro. se las mostró a María Dolores.
Eran imágenes de muñecas de porcelana, similares, pero no idénticas a las que había visto en la hacienda. Morales las llamaba recipientes, explicó. No eran simples muñecas. Las creaba con un propósito específico, utilizando materiales especiales. La porcelana la mezclaba con tierra de cementerio y otros componentes que nunca me reveló. Los vestidos contenían hierbas rituales cocidas en el y los ojos hizo una pausa como si le costara continuar.
Los ojos los fabricaba con una mezcla de cristal y gotas de sangre de la persona destinada a ser el donante. Así establecía la conexión. Donante, repitió María Dolores, aunque temía entender a qué se refería. La víctima aclaró Raúl sin rodeos. La persona cuya energía vital sería extraída. En el caso de los Castillo, los niños.
¿Cómo funcionaba exactamente?, preguntó María Dolores, sintiendo náuseas, pero determinada a entender el proceso. “El ritual tenía tres fases,”, respondió Raúl, sacando ahora el pequeño libro del cofre y abriéndolo en una página marcada. Primero, la conexión. Las muñecas debían permanecer con los donantes durante al menos tres ciclos lunares, absorbiendo gradualmente su esencia.
Segundo, la extracción. Durante una noche específica determinada por alineaciones astrales, las muñecas actuarían como conductos, transfiriendo la energía vital del donante al receptor. Y tercero, la liberación. Una vez completada la transferencia, las muñecas debían ser destruidas ritualmente para liberar cualquier residuo energético y permitir que las almas de los donantes pasaran al otro lado.
María Dolores procesó la información con horror creciente. Los detalles macabros del ritual explicaban por qué las almas de los niños Castillo habían quedado atrapadas. Pero el ritual nunca se completó”, murmuró, “mas para sí misma que para Raúl. Las muñecas nunca fueron destruidas. Exactamente, confirmó Raúl. Cuando Morales supo que los niños habían muerto, pero don Ernesto seguía enfermo, comprendió que algo había salido mal.
El ritual debía transferir gradualmente la energía, no extraerla toda de golpe. Pero las muñecas, creo que desarrollaron algún tipo de conciencia propia, alimentadas por las almas inocentes que habían capturado. ¿Por qué desapareció Morales?, preguntó María Dolores. Raúl desvió la mirada hacia la ventana, donde el sol comenzaba a descender.
“¿Miedo”, respondió simplemente. Cuando se dio cuenta de lo que había creado, entró en pánico. Me dijo que iba a buscar una forma de corregir su error y nunca regresó. Dejó casi todo atrás, excepto sus diarios personales y algunos instrumentos rituales. ¿Sabe cómo se puede revertir el proceso? ¿Cómo liberar las almas de los niños? Raúl dudó antes de responder, mirando nerviosamente el reloj en la pared.
Existe un ritual de liberación, dijo finalmente. Es lo que debió hacerse originalmente después de la transferencia, pero realizarlo ahora, después de tanto tiempo, es extremadamente peligroso. Las muñecas han acumulado poder. Han absorbido no solo las almas de los niños, sino también fragmentos de otras personas que han estado cerca de ellas a lo largo de los años.
Necesito saber cómo hacerlo”, insistió María Dolores. Esas almas merecen descansar y mientras sigan atrapadas seguirán buscando nuevos cuerpos, nuevas vidas que robar. Raúl la estudió detenidamente como evaluando su determinación y capacidad. El ritual debe realizarse durante la luna nueva explicó finalmente. Necesitarás crear un círculo de protección con sal bendita y velas negras.
Las muñecas deben colocarse en el centro rodeadas por objetos personales de los niños. Luego debes recitar la invocación de liberación tres veces mientras quemas estas hierbas. específicas. Sacó del cofre el manojo de hierbas secas y se lo entregó a María Dolores. Finalmente, debes destruir las muñecas. Quemarlas no es suficiente.
Deben ser despedazadas primero separando la cabeza del cuerpo y luego quemadas con las hierbas. Las cenizas deben ser enterradas en tierra consagrada antes del amanecer y eso liberará sus almas. preguntó María Dolores. En teoría, respondió Raúl, pero hay un riesgo significativo. Las muñecas lucharán por sobrevivir. Intentarán confundirte, asustarte, poseerte.
Y si el ritual se interrumpe una vez iniciado, las consecuencias podrían ser catastróficas. Le entregó el pequeño libro. Aquí está la invocación exacta y los detalles del ritual. Memorízalos bien. María Dolores tomó el libro consciente de que estaba aceptando una responsabilidad enorme.
“La próxima luna nueva es en tres días”, añadió Raúl. “Debes estar preparada para entonces.” Y recuerda, las muñecas son más poderosas de noche, especialmente cerca de las 3 de la madrugada, la hora en que murieron los niños. El regreso a la hacienda a los laureles fue un viaje angustioso para María Dolores.
A pesar de haber tomado el último autobús disponible, la noche ya había caído cuando llegó a la carretera principal, teniendo que caminar el último tramo hasta la hacienda bajo un cielo sin luna. Cada sombra parecía cobrar vida. Cada sonido nocturno se amplificaba en sus oídos tensos. El libro de Morales pesaba en su bolsa como una presencia física, y el conocimiento recién adquirido sobre el ritual pesaba aún más en su conciencia. Al acercarse a la hacienda, notó algo extraño.
Todas las ventanas estaban iluminadas, algo inusual para esa hora. Normalmente solo las luces del pórtico y algunas habitaciones principales permanecían encendidas después de la cena. Un presentimiento ominoso se instaló en su pecho mientras cruzaba el umbral de la entrada de servicio.
La cocina, normalmente bulliciosa hasta tarde, estaba desierta, aunque ollas y platos a medio lavar indicaban que la cena había sido interrumpida abruptamente. Doña Esperanza, Lucía llamó, pero solo el silencio le respondió. Siguió avanzando con cautela hacia el interior de la casa. Al pasar por el corredor principal, escuchó voces provenientes del salón.
Se acercó sigilosamente y entreabrió la puerta lo suficiente para ver dentro. Toda la servidumbre estaba reunida junto con doña Mercedes y sus invitados. Todos rodeaban algo en el centro de la habitación. Cuando algunas personas se movieron, María Dolores pudo ver de qué se trataba.
Consuelo yacía en el suelo, pálida e inmóvil, mientras el médico de la familia le tomaba el pulso con expresión grave. “Se pondrá bien”, anunció finalmente el doctor para alivio visible de todos. Ha sufrido un ataque de nervios severo, pero sus constantes vitales están estabilizándose. Necesitará reposo absoluto por unos días.
Nunca la había visto así”, comentó doña Mercedes, su rostro habitualmente impasible, mostrando genuina preocupación. Entró en mi estudio gritando incoherencias sobre las muñecas y los niños, diciendo que debíamos destruirlas esta noche, que era nuestra última oportunidad. Luego, simplemente se derrumbó. María Dolores sintió que su sangre se helaba.
Las muñecas debían haberse enterado de sus planes y habían atacado a consuelo para impedirle ayudar. Retrocedió lentamente, sin querer ser descubierta, pero su espalda chocó contra una mesa auxiliar provocando un ligero ruido. ¿Quién anda ahí? Exigió saber la voz autoritaria de doña Mercedes. No había escapatoria. María Dolores empujó la puerta y entró al salón consciente de todas las miradas fijas en ella.
“María Dolores”, dijo doña Mercedes con un tono que mezclaba sorpresa y sospecha. Consuelo mencionó tu nombre antes de desmayarse. Dijo que había ido a Tlaquepaque a buscar información sobre las muñecas. “¿Es eso cierto?” La joven criada miró a su alrededor evaluando rápidamente la situación. Consuelo yacía inconsciente.
El médico estaba ocupado atendiéndola y el resto de la servidumbre parecía confundida y asustada. Los invitados de doña Mercedes, su prima Isabela, el tío Alfonso y el abogado, la observaban con una mezcla de curiosidad y desdén. En ese momento, María Dolores tomó una decisión. No tenía sentido seguir ocultando lo que sabía, no cuando las vidas de todos en la hacienda podían estar en peligro.
Sí, señora, respondió con firmeza. Fui a Tlaquepaque a investigar sobre Ernesto Morales y las muñecas que le vendió hace 5 años. Sé lo que son realmente y sé cómo liberar las almas de sus hijos. Un silencio sepulcral cayó sobre la habitación. Doña Mercedes la miraba fijamente, su rostro una máscara inescrutable.
“Todos fuera”, ordenó finalmente la señora de la casa. Excepto usted, doctor, quédese con consuelo. Y tú, María Dolores, ven conmigo. A regaña dientes. Los sirvientes y los invitados abandonaron el salón, dejando solo al médico atendiendo a consuelo. Doña Mercedes condujo a María Dolores hacia su estudio privado, cerrando firmemente la puerta tras ellas. “Habla”, ordenó sin preámbulos.
¿Qué sabes sobre mis hijos y las muñecas? María Dolores respiró profundamente y comenzó a relatar todo. Su encuentro con la muñeca de Alejandro, los susurros que había escuchado, la visita nocturna de los niños en sus sueños, la advertencia de Juana, la confesión de consuelo y finalmente lo que había descubierto en Tlaquepaque sobre el verdadero propósito de las muñecas y el ritual fallido.
Mientras hablaba, observó como el rostro de doña Mercedes pasaba de la incredulidad al horror y, finalmente, a una determinación férrea. “Siempre supe que había algo más”, murmuró la mujer cuando María Dolores terminó su relato. Sentía que mis hijos seguían aquí, atrapados de alguna manera.
Los escuchaba por las noches llorando, llamándome, pero nunca imaginé la magnitud de esta abominación. se levantó y caminó hacia la ventana mirando la oscuridad exterior. Consuelo mencionó la luna nueva. Dijo que era nuestra única oportunidad. ¿Qué significa eso? El ritual para liberar las almas debe realizarse durante la luna nueva explicó María Dolores.
La próxima es en tres días. Tengo las instrucciones y los ingredientes necesarios. Doña Mercedes se volvió hacia ella, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de esperanza y temor. ¿Estás dispuesta a ayudarme a liberar a mis hijos?, preguntó. Y por primera vez, desde que María Dolores la conocía, su voz carecía de su habitual tono autoritario. Era la voz de una madre desesperada.
Sí, señora,” respondió María Dolores, “Pero debe entender que será peligroso. Las muñecas tienen poder y lucharán por sobrevivir. No me importa el peligro”, afirmó doña Mercedes con resolución. “Son mis hijos. Haré lo que sea necesario para darles paz.” Un golpe repentino en la puerta las sobresaltó a ambas.
Era el médico con expresión preocupada. Señora Castillo, Consuelo ha despertado y está pidiendo ver urgentemente a María Dolores. Dice que es cuestión de vida o muerte. Las dos mujeres intercambiaron una mirada significativa antes de dirigirse apresuradamente de vuelta al salón.
Consuelo estaba ahora sentada en un sofá, pálida y temblorosa, pero consciente. María dijo con voz débil al verla entrar. Gracias a Dios que estás bien. Ellos, ellos saben lo que planeas. Los escuché hablando en las habitaciones. Están furiosos. Nunca los había sentido tan poderosos. ¿Quiénes saben qué? Preguntó el médico confundido. Doña Mercedes lo ignoró centrándose en consuelo.
¿Qué más escuchaste? Planean algo esta noche”, respondió Consuelo, sus ojos llenos de terror. Hablaban de completar lo que empezaron, de encontrar nuevos cuerpos. Mencionaron a María Dolores y a ti, Mercedes. Dijeron que sería poético, un escalofrío colectivo. Recorrió la habitación. María Dolores comprendió con horror lo que eso significaba.
Las muñecas planeaban poseer tanto a ella como a doña Mercedes, madre e hija espiritual, reunidas en una perversa familia reconstituida. No podemos esperar tres días, decidió doña Mercedes. Debemos realizar el ritual esta noche, pero la luna nueva, comenzó María Dolores. No importa, interrumpió Consuelo. La fase lunar solo afecta la fuerza del ritual, no su eficacia básica.
Será más difícil, requerirá más energía, pero puede funcionar. Entonces lo haremos ahora, declaró doña Mercedes. Doctor, necesito que se lleve a todos los invitados y sirvientes a la casa de huéspedes inventando cualquier excusa. Diga que hay un problema con las tuberías, algo que requiera evacuar la casa principal por esta noche.
El médico, aunque visiblemente confundido, asintió y salió a cumplir su encargo. “Consuelo, ¿puedes ayudarnos?”, preguntó doña Mercedes con una gentileza inusual en su trato con el ama de llaves. “Lo intentaré”, respondió la mujer mayor intentando ponerse de pie con dificultad. “Pero ella es quien debe dirigir el ritual.
Yo ya no tengo la fuerza necesaria para enfrentarme a ellos.” María Dolores sintió el peso de la responsabilidad sobre sus hombros apenas una semana atrás. Era simplemente una criada más en una hacienda antigua. Ahora estaba a punto de enfrentarse a fuerzas sobrenaturales para liberar almas atrapadas entre mundos. Necesitaremos objetos personales de los niños, dijo recordando las instrucciones de Raúl. Algo que usaran o amaran en vida.
Sus habitaciones están intactas, respondió doña Mercedes. Todo lo que necesitamos está allí. También necesitamos sal bendita, velas negras y un espacio amplio donde realizar el ritual”, continuó María Dolores, repasando mentalmente los requisitos. “Tenemos todo eso”, aseguró Consuelo. “He estado preparándome para este momento durante años, aunque nunca supe exactamente cómo proceder.
” Mientras el doctor organizaba la evacuación de la casa, las tres mujeres comenzaron los preparativos para el ritual que esperaban. pondría fin a cinco años de horror sobrenatural y daría descanso a las almas atormentadas de tres niños inocentes. Pero en las habitaciones del ala este tres pares de ojos de cristal brillaban con malicia en la oscuridad y tres muñecas de porcelana aparentemente inanimadas comenzaban a emanar un aura de furia y poder que hacía vibrar el aire mismo.
La biblioteca de la Hacienda, con su amplio espacio y suelo de mármol, fue elegida para realizar el ritual. Mientras doña Mercedes y Consuelo, aún débil pero determinada, movían los muebles para despejar el centro de la habitación, María Dolores repasaba las instrucciones del pequeño libro que Raúl le había entregado.
“Debemos crear un círculo perfecto con la sal bendita,”, explicó, y colocar siete velas negras equidistantes alrededor. Luego, en el centro pondremos las muñecas junto con los objetos personales de los niños. ¿Quién traerá las muñecas?, preguntó doña Mercedes, un temblor apenas perceptible en su voz. Un silencio tenso cayó sobre la habitación.
Ninguna de las tres mujeres había considerado ese detalle crucial. Alguien tendría que entrar en las habitaciones de los niños y tomar las muñecas, que seguramente opondrían resistencia. Iré yo se ofreció finalmente María Dolores. Ya he estado en contacto con ellas. Ya me han marcado. Tengo la bolsa de hierbas de Juana para protegerme.
No irá sola declaró doña Mercedes. Son mis hijos mi responsabilidad. Te acompañaré. Yo también, añadió Consuelo, incorporándose con esfuerzo. Es lo mínimo que puedo hacer después de mi papel en todo esto. Doña Mercedes miró a su ama de llaves con una expresión indescifrable.
María Dolores se preguntó si la señora habría comprendido finalmente la confesión que le había relatado el papel de consuelo en la tragedia de sus hijos. Bien”, dijo finalmente, “Iremos las tres juntas.” Armadas con crucifijos y las hierbas protectoras de Juana, las tres mujeres avanzaron por el corredor hacia el ala este.
A medida que se acercaban, la temperatura descendía notablemente y María Dolores podía jurar que escuchaba susurros y risas infantiles entre las paredes. La primera puerta, la de la habitación de Alejandro, estaba cerrada, pero no con llave. Doña Mercedes la abrió con mano firme, revelando la habitación en penumbra, iluminada solo por la luz de la luna que se filtraba por la ventana.
La muñeca de porcelana seguía en la mecedora, exactamente donde María Dolores la había visto la primera vez. Pero algo había cambiado. Los ojos de cristal, antes inexpresivos, ahora parecían seguir cada uno de sus movimientos con una malicia palpable. “Alejandro!” llamó doña Mercedes suavemente, avanzando hacia la muñeca. “Hijo mío, hemos venido a ayudarte, a liberarte.
” Un viento helado surgió de la nada, agitando las cortinas y haciendo temblar los objetos en la habitación. La muñeca, sin embargo, permaneció inmóvil. Con un movimiento decidido, doña Mercedes tomó la muñeca entre sus manos. Inmediatamente un grito agudo, como el de un niño en agonía, pareció emanar de las paredes mismas.
La muñeca se volvió súbitamente pesada, tanto que doña Mercedes casi la deja caer. Rápido! Urgió Consuelo. Envuélvela en esto. Extendió un paño negro con símbolos bordados en hilo rojo que María Dolores reconoció como un paño de protección similar a los que había visto en la tienda de Raúl. Una vez envuelta la muñeca, el grito cesó, aunque el frío permaneció.
Procedieron de la misma manera con las habitaciones de Sofía y Gabriel, enfrentando resistencia similar, vientos inexplicables, gritos, y en la habitación de Gabriel, todos los juguetes comenzaron a vibrar y a elevarse ligeramente del suelo antes de caer con estrépito cuando la muñeca fue envuelta. De vuelta en la biblioteca, colocaron las tres muñecas envueltas en el centro del círculo de sal que María Dolores había trazado cuidadosamente.
Alrededor de ellas dispusieron objetos personales de los niños, un libro de cuentos favorito de Sofía, El trompo preferido de Alejandro, el osito de peluche desgastado de Gabriel. Las siete velas negras fueron encendidas en orden mientras María Dolores recitaba en voz baja las palabras del ritual que había memorizado durante el viaje de regreso.
El latín antiguo sonaba extraño en sus labios, pero cada palabra parecía cargar el aire de energía. Una vez completado el círculo de velas, las tres mujeres se miraron conscientes de que estaban a punto de dar un paso irreversible. “Ahora debemos desenvolver las muñecas”, indicó María Dolores, “y luego recitaré la invocación tres veces mientras quemamos las hierbas.” Doña Mercedes asintió.
Su rostro una máscara de determinación. con manos ligeramente temblorosas desenvolvió la primera muñeca, la de Alejandro. Nada ocurrió. La muñeca permaneció inerte, sus ojos de cristal reflejando la luz danzante de las velas. Alentada, procedió con las otras dos. Cuando las tres muñecas estuvieron descubiertas, María Dolores encendió las hierbas en un pequeño brasero de plata que con suelo había proporcionado.
Un humo aromático y denso comenzó a elevarse, formando extrañas figuras en el aire antes de disiparse. “Voy a comenzar la invocación”, anunció María Dolores. “Pase lo que pase, no rompan el círculo de sal y no interrumpan el ritual. Respirando profundamente, comenzó a recitar las palabras antiguas. La primera repetición transcurrió sin incidentes, pero durante la segunda, las llamas de las velas crecieron súbitamente, alcanzando casi 1 m de altura.
El humo de las hierbas se espesó, formando una niebla que flotaba sobre el círculo. Y entonces, al comenzar la tercera repetición, las muñecas se movieron. No fue un movimiento sutil. Las tres se incorporaron simultáneamente como tiradas por hilos invisibles, y giraron sus cabezas de porcelana hacia María Dolores. Sus bocas, antes pintadas en sonrisas inmóviles, se abrieron de manera imposible, revelando oscuridad en lugar de dientes o lengua.
No lo hagas”, dijeron al unísono con voces que mezclaban tonos infantiles con algo mucho más antiguo y maligno. Nos destruirás y a ellos con nosotros. María Dolores tituó las palabras del ritual momentáneamente olvidadas ante el horror de ver a las muñecas cobrar vida. Continúa”, ordenó doña Mercedes, su voz quebrándose. No son mis hijos los que hablan, son las entidades que los mantienen prisioneros. Recuperando su concentración, María Dolores reanudó la invocación.
Las muñecas comenzaron a convulsionar, como sacudidas por espasmos, mientras un líquido oscuro que parecía sangre brotaba de sus ojos de cristal. Mamá, por favor”, suplicó la muñeca de Sofía. Su voz ahora perfectamente idéntica a la de una niña. Me duele, mamá, haz que pare. No quiero irme todavía.
Doña Mercedes soyosó, pero mantuvo su posición, sus ojos fijos en la muñeca que utilizaba la voz de su hija para manipularla. A medida que María Dolores se acercaba al final de la tercera repetición, las manifestaciones se intensificaron. Los objetos en la biblioteca comenzaron a vibrar y a elevarse. Libros volaron de los estantes.
Una lámpara de araña se balanceó violentamente y un viento helado surgido de la nada amenazaba con extinguir las velas. Consuelo, con un valor nacido de la desesperación, protegió las llamas con su cuerpo, recibiendo varios golpes de los objetos voladores, pero manteniéndose firme. “Ustedes nos pertenecen”, rugieron las muñecas, sus voces ahora completamente inhumanas. “Hemos esperado demasiado, no nos iremos solos.
” Justo cuando María Dolores pronunciaba las últimas palabras del ritual, las muñecas levitaron, elevándose casi un metro sobre el suelo. Sus cuerpos de porcelana comenzaron a agrietarse, líneas finas como telarañas, extendiéndose desde sus ojos sangrantes hasta cubrir toda su superficie. “Ahora!”, gritó María Dolores.
Debemos destruirlas físicamente. Doña Mercedes se adelantó con un martillo que habían preparado para este propósito. Con un golpe certero y cargado de toda la ira y el dolor acumulados, durante 5 años destrozó la cabeza de la muñeca de Alejandro. En lugar de fragmentos de porcelana, de la muñeca emanó una luz brillante, casi cegadora.
En medio de esa luz, por un instante fugaz, María Dolores creyó ver la silueta de un niño sonriente. Consuelo y María Dolores procedieron de la misma manera con las otras dos muñecas, liberando destellos similares de luz. El viento ahullante cesó abruptamente y los objetos que flotaban cayeron al suelo con estrépito.
Las tres mujeres permanecieron inmóviles jadeando, rodeadas por los fragmentos de porcelana, que ahora parecían simples muñecas rotas sin ningún poder o presencia sobrenatural. ¿Ha terminado?”, preguntó Consuelo finalmente, rompiendo el silencio. Como respondiendo a su pregunta, una suave brisa perfumada con aroma a flores recién cortadas llenó la habitación y entonces, frente a ellas, tres figuras translúcidas tomaron forma, Alejandro, Sofía y Gabriel Castillo, no como las apariciones espectrales y malévolas de los sueños de María Dolores, sino como niños normales, sonrientes y en paz. Gracias”, dijo
Alejandro, su voz un susurro etéreo. Estábamos atrapados por tanto tiempo. “Mamá”, añadió Sofía, extendiendo una mano que casi parecía sólida hacia doña Mercedes, quien lloraba silenciosamente. “No estés triste, ahora podemos descansar. Te queremos”, completó Gabriel, el más pequeño. “Siempre te querremos.
” Doña Mercedes avanzó hacia ellos, atravesando el círculo de sal, incapaz de contenerse. Mis niños, soy mis pequeños, perdónenme por no haberlos protegido. No fue tu culpa, aseguró Alejandro. Fueron engañados todos ustedes. Los tres niños miraron entonces a Consuelo, quien había caído de rodillas, su rostro bañado en lágrimas. Te perdonamos, Consuelo”, dijo Sofía con dulzura. “Sabemos que nos querías, que querías a papá.
” El ama de llaves soyó con más fuerza, incapaz de hablar, abrumada por la absolución que nunca creyó merecer. Finalmente, los tres niños se volvieron hacia María Dolores. “Gracias por liberarnos”, dijo Alejandro, “por escucharnos cuando intentamos advertirte. Las muñecas nos obligaban, explicó Sofía.
Nos forzaban a atraer a otros para que sufrieran nuestro mismo destino. Pero tú fuiste más fuerte, añadió Gabriel. No te rendiste. Las figuras comenzaron a desvanecerse gradualmente, volviéndose más translúcidas con cada segundo que pasaba. “Debemos irnos ahora”, dijo Alejandro. “Hay luz esperándonos y papá está allí. Adiós, mamá.” Se despidió Sofía. Sé feliz por nosotros.
Te queremos, repitió Gabriel una última vez antes de que las tres figuras se disolvieran en el aire, dejando tras de sí solo una sensación de paz y calidez. Las tres mujeres permanecieron en silencio por largo rato, cada una procesando a su manera lo que acababan de presenciar.
Finalmente, doña Mercedes se levantó y con una dignidad recobrada tomó las manos de María Dolores y Consuelo. “Gracias”, dijo simplemente su voz cargada de emoción, “por ayudarme a liberar a mis hijos, por darles paz. Afuera la noche había dado paso al amanecer. Un nuevo día comenzaba en la hacienda los laureles, libre por fin de las sombras que la habían atormentado durante cinco largos años.
María Dolores miró por la ventana hacia el sol naciente que doraba los campos de age. Por primera vez, desde que había llegado a la hacienda, sintió que podía respirar libremente, sin la opresión constante de ojos invisibles, observándola. La pesadilla había terminado. Siguiendo las instrucciones del ritual, recogieron cuidadosamente los fragmentos de las muñecas y las cenizas de las hierbas.
Doña Mercedes sugirió enterrarlos en el pequeño cementerio familiar ubicado en los terrenos de la hacienda, donde descansaban los cuerpos de los niños. Era tierra consagrada como requería el ritual y parecía apropiado completar allí el ciclo que había comenzado 5co años atrás. Mientras caminaban en silencio hacia el cementerio, llevando una pequeña caja con los restos, María Dolores reflexionó sobre los eventos extraordinarios que había vivido en tan poco tiempo.
Había llegado a la hacienda a los laureles buscando simplemente un trabajo y se había visto envuelta en una batalla contra fuerzas sobrenaturales que jamás hubiera imaginado reales. El cementerio familiar era un espacio pequeño y bien cuidado, rodeado por una cerca de hierro forjado y sombreado por antiguos cipreses.
En el centro se alzaba un mausoleo de mármol blanco con el escudo de la familia Castillo Montemayor. A un lado, tres lápidas idénticas más recientes que el resto marcaban los lugares de descanso de Alejandro, Sofía y Gabriel. Doña Mercedes se arrodilló ante las tumbas de sus hijos y depositó la caja en un pequeño hoyo que consuelo había acabado. “Descansen en paz, mis amores”, murmuró cubriendo la caja con tierra.
Mientras realizaba este último acto del ritual, una transformación sutil pero profunda pareció operarse en doña Mercedes. La rigidez que había caracterizado su porte durante años parecía disolverse como si un peso invisible hubiera sido finalmente levantado de sus hombros. “Se ha terminado”, dijo poniéndose de pie.
Finalmente se ha terminado. Las tres mujeres regresaron a la casa en silencio, cada una sumida en sus propios pensamientos. Al llegar, encontraron al doctor esperándolas en la entrada, visiblemente preocupado. ¿Está todo bien?, preguntó, escrutando sus rostros en busca de señales de lo que había ocurrido durante la noche.
Los sirvientes están inquietos, preguntando cuándo pueden regresar. Todo está bien, doctor, respondió doña Mercedes con una serenidad que María Dolores no le había visto nunca. Puede decirles que vuelvan. El problema con las tuberías ha sido resuelto. El médico asintió, aunque su expresión dejaba claro que no creía una palabra de aquella excusa, sin embargo, tenía el tacto suficiente para no hacer preguntas.
Consuelo necesita descansar, añadió doña Mercedes. María Dolores, por favor, ayúdala a llegar a su habitación. Mientras acompañaba alma de llaves, María Dolores notó que la mujer mayor parecía haber envejecido 10 años en una sola noche. Su rostro, habitualmente severo, mostraba ahora líneas de cansancio y una vulnerabilidad que nunca había dejado entrever.
“¿Estás bien, doña Consuelo?”, preguntó María Dolores con genuina preocupación. Consuelo sonrió débilmente. Mejor que en años, niña. He vivido con esta culpa tanto tiempo. El perdón de los niños es más de lo que merezco, pero lo acepto como el regalo que es. Al llegar a la habitación de Consuelo, la mujer mayor se sentó pesadamente en su cama.
“¿Hay algo que debo decirte?”, dijo tomando la mano de María Dolores. “Doña Mercedes me ha pedido que te ofrezca un nuevo puesto en la casa. quiere que sea su dama de compañía personal. La sorpresa debió reflejarse claramente en el rostro de María Dolores, porque Consuelo soltó una pequeña risa. Sí, es un gran honor.
Significa que vivirás en la casa principal, tendrás tu propia habitación y un salario considerablemente mayor. Pero más importante, significa que doña Mercedes confía en ti. Y después de lo que hemos vivido, puedo entender por qué. María Dolores no sabía qué decir. En cuestión de días había pasado de ser una simple criada a convertirse en la persona en quien la señora de la casa depositaba su confianza.
Piénsalo continuó Consuelo. Ahora si me disculpas, necesito descansar. Esta vieja tiene los huesos cansados. María Dolores dejó a consuelo y se dirigió a su habitación compartida. encontró a Lucía y Teresa ya de vuelta, llenas de preguntas sobre lo que había ocurrido durante la noche, pero se limitó a darles respuestas vagas.
Algunas experiencias eran demasiado extraordinarias, demasiado personales para ser compartidas. Esa tarde doña Mercedes la mandó llamar a su estudio. La encontró sentada tras su escritorio revisando papeles. La habitación parecía diferente, más luminosa y aireada. Los libros de ocultismo habían desaparecido y varias ventanas estaban abiertas, permitiendo que la brisa fresca circulara libremente.
“Siéntate, María Dolores”, indicó doña Mercedes señalando una silla frente a ella. “Supongo que Consuelo ya te ha comentado mi propuesta.” “Sí, señora. Es muy generoso de su parte, pero no estoy segura de merecer. Salvaste a mis hijos.” interrumpió doña Mercedes. Les diste paz después de años de tormento y me devolviste a mí misma.
No hay manera de que pueda pagarte adecuadamente por eso, pero quiero intentarlo. Extendió un sobre a través del escritorio. Esto es para ti, una carta de recomendación y suficiente dinero para que puedas estudiar si es lo que deseas. Siempre tendrás un lugar en esta casa, pero también quiero que tengas opciones. María Dolores tomó el sobre con manos temblorosas, abrumada por la generosidad inesperada. “Señora, yo, Mercedes”, corrigió la mujer con una sonrisa suave.
Después de lo que hemos vivido juntas, creo que puedes llamarme por mi nombre, al menos en privado. Mercedes, repitió María Dolores, la palabra extraña en sus labios. No sé qué decir. No es necesario que digas nada. Solo piensa en lo que realmente quieres hacer.
Tienes un don, María Dolores, una sensibilidad especial. Podrías hacer mucho bien en este mundo. María Dolores pensó en Juana, en Raúl, en todas las personas que como ella podían percibir lo que otros no veían. Pensó en las almas perdidas que podrían necesitar ayuda para encontrar su camino, en los secretos oscuros enterrados que a veces necesitaban ser traídos a la luz.
Me gustaría quedarme por ahora, decidió, aprender más sobre todo esto y ayudar si puedo. Mercedes asintió como si hubiera esperado esta respuesta. Bien, Consuelo puede enseñarte mucho, aunque no lo parezca, y yo tengo contactos que podrían instruirte mejor que yo en ciertos asuntos.
se levantó y caminó hacia la ventana, mirando hacia los campos que se extendían hasta el horizonte. La hacienda los laureles ha sido un lugar de tristeza durante demasiado tiempo. Quizás ahora pueda ser un refugio, un lugar de sanación, no solo para nosotras, sino para otros que lo necesiten. María Dolores se unió a ella en la ventana. El sol de la tarde doraba los campos de ag lejos el pequeño cementerio familiar parecía un oasis de paz bajo los cipreses centenarios.
Por un instante creyó ver tres pequeñas figuras jugando entre las tumbas, riendo y corriendo bajo la luz dorada. Pero fue solo un destello, un último adiós antes de que las almas de los niños Castillo encontraran finalmente su descanso eterno. Un nuevo comienzo, murmuró María Dolores. Sí, concordó Mercedes, una paz serena reflejada en su rostro.
Un nuevo comienzo para todas nosotras. Afuera, el viento agitaba suavemente las hojas de los ages, susurrando promesas de días mejores. La sombra que había cernido sobre la hacienda los laureles durante cinco largos años se había disipado finalmente, permitiendo que la luz volviera a iluminar sus antiguas paredes.
Y en algún lugar más allá de este mundo, tres niños sonreían, libres al fin. M.
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