Era una tarde tranquila en el pequeño pueblo de Alcalá del Río, cuando el sol se escondía tras los tejados de tejas rojas. Doña Carmen, una mujer bondadosa y de rostro sereno, regresaba del mercado con una bolsa llena de verduras frescas. En el camino se cruzó con dos niños mendigos, un chico y una niña, con la ropa sucia y rota, los rostros manchados de polvo, pero con unos ojos tan limpios y puros que conmovían el alma.
El mayor, de unos diez años, llevaba de la mano a su hermana pequeña y pedían unas monedas a los transeúntes con una timidez que dolía.

Conmovida, Carmen se detuvo y les habló. El niño se llamaba Diego, y la niña, Lucía. Le contaron que habían perdido a sus padres hacía meses y que vagaban de pueblo en pueblo buscando comida y refugio. El corazón de Carmen se encogió. Sin pensarlo dos veces, decidió llevarlos a su casa, aunque sabía que su marido, Don Manuel, hombre serio y de carácter rígido, no solía aceptar extraños bajo su techo.

Al llegar, Carmen preparó una cena caliente: carne guisada, verduras hervidas y una sopa aromática que llenó la casa de olor a hogar. Los niños comieron con avidez, los ojos brillándoles de felicidad. Carmen sonrió, pero su corazón estaba inquieto. Temía la reacción de su marido.
Y no se equivocó. Cuando Manuel regresó del trabajo y vio a los dos pequeños en la cocina, frunció el ceño:
—¿Quiénes son esos? ¿Por qué los has traído? Sabes que no nos sobra el dinero.

Carmen intentó explicarle, con voz suave, pero Manuel no se ablandó.
Aquella noche, después de acompañar a los niños hasta el camino del molino, Carmen volvió a casa con el alma dividida… y descubrió, horrorizada, que la caja de metal donde guardaba su dinero había desaparecido.

Manuel montó en cólera.
—¡Te lo dije! ¡Esos críos te han robado!
Carmen se quedó paralizada, pero en su interior se negaba a creerlo. Aquellas miradas limpias no podían mentir.

A la mañana siguiente, Manuel decidió ir a buscarlos. Carmen insistió en acompañarle. Recorrieron todo el pueblo y, finalmente, los encontraron bajo un viejo olivo, empapados por la lluvia, abrazados para darse calor.
Diego, temblando, sacó de su chaqueta un pequeño envoltorio de tela. Dentro estaba la caja metálica, intacta, con los billetes perfectamente doblados.

—Señora… —murmuró el niño con voz baja—. Anoche vi que se la dejó en la mesa. Tenía miedo de que alguien la cogiera, así que la guardé. Quise devolvérsela, pero cuando nos fuimos tenía mucha prisa y esta mañana no sabía cómo encontrar su casa. Nos refugiamos aquí porque llovía mucho.

Antes de que Manuel pudiera decir nada, Diego sacó de su bolsillo un anillo de plata vieja, lo puso en la mano de Carmen y añadió:
—Era de mi madre. Es lo único que nos queda de ella. Quiero dárselo para agradecerle la cena más rica que hemos comido nunca.

Los ojos del niño brillaban con lágrimas, y Lucía se abrazó a las piernas de Carmen, sonriendo:
—¡Tu comida sabe como la de mamá!

Manuel se quedó sin palabras. Su enfado se derritió como la lluvia sobre las hojas. Se dio la vuelta para ocultar las lágrimas que le asomaban a los ojos.
Carmen abrazó a los dos pequeños y susurró con ternura:
—Desde hoy, sois mis hijos. Volved a casa conmigo.

Volvieron los cuatro juntos por el sendero, bajo el cielo anaranjado del atardecer.
El anillo de plata fue colocado por Carmen sobre el altar familiar, como símbolo de fe y gratitud. Desde entonces, aquella casa humilde no solo tuvo un techo nuevo, sino también risas, amor y el calor de dos corazones que encontraron, por fin, un hogar.