23 de enero de 1943, Pas-de-Calais, norte de Francia. La nieve caía sobre las ruinas de una antigua fábrica textil, rebautizada en los mapas militares alemanes como “Unidad Médica de Campaña 19”. Pero allí no había nada médico. Solo el frío cortante, el olor a desinfectante mezclado con sangre seca y la orden que resonaba en los pasillos: “Quítense la ropa y arrodíllense”.

Era la frase que lo iniciaba todo, pronunciada con una frialdad clínica. Entre esos muros grises, a las mujeres francesas —enfermeras, maestras, mensajeras de la Resistencia— se les despojaba de sus nombres y su humanidad.

El hombre al mando era el Dr. Ernst Felker, un médico metódico de Berlín. De gafas finas y manos siempre limpias, Felker no veía víctimas; veía datos. Lo anotaba todo en sus cuadernos de tapa negra: temperatura corporal, tiempo de resistencia, reacción cutánea. Para él, la ciencia no debía ser limitada por el sentimentalismo.

Las mujeres eran mantenidas en celdas húmedas en el sótano. A las 6 de la mañana, los golpes de culata en las puertas de hierro las despertaban. Descalzas, caminaban por los pasillos helados hasta el antiguo almacén de telas.

Allí esperaba Felker, junto a tres enfermeras alemanas que obedecían sin levantar la mirada. Y en un rincón, siempre de pie, el oficial de la SS Klaus Ritner. Ritner nunca hablaba. Solo observaba y tomaba notas en una libreta más pequeña. Su presencia silenciosa era la burocracia que validaba el horror, convirtiendo la locura de Felker en un procedimiento autorizado.

“Quítense la ropa y arrodíllense”.

Entonces comenzaban los experimentos. Inyecciones de bacterias vivas —tétanos, gangrena— para observar la infección. Pequeñas incisiones sin anestesia. Pero lo peor eran las tinas de agua helada. Las mujeres eran sumergidas, atadas con correas, mientras Felker cronometraba cuánto tardaban en perder la conciencia. Luego probaba métodos de recalentamiento, a menudo fatales.

Las mujeres aprendieron a no gritar. Gritar solo atraía más atención. Mordían sus labios y soportaban en un silencio absoluto.

Los cuerpos eran retirados por la noche. Un granjero cercano empezó a notar un olor extraño proveniente de un sótano abandonado, pero en esa época, investigar significaba la muerte. Así que cerró sus ventanas e intentó olvidar.

En abril de 1944, mientras los Aliados avanzaban, la unidad fue evacuada. Los documentos fueron quemados. Felker, Ritner y los cuadernos desaparecieron. Las 17 prisioneras que aún vivían fueron transferidas a otros campos, perdiéndose en el caos. La fábrica quedó en silencio.

Durante décadas, nadie habló del lugar. La historia de esas mujeres fue enterrada con sus cuerpos.

En 1978, durante unas obras para construir un estacionamiento en el terreno, los obreros encontraron un sótano sellado. Dentro, decenas de restos humanos. Y entre los huesos, fragmentos de diarios que repetían la misma frase: “Quítense la ropa y arrodíllense”.

Veinte años después, un historiador francés llamado Laurent Morau compró en una subasta en Múnich tres cuadernos de tapa negra. Eran los diarios de Felker. La lectura fue escalofriante, no por emoción, sino por la falta de ella: “Sujeto 7. Femenino. Edad estimada 28. Inmersión 4°C. Duración 22 min. Resultado: pérdida de conciencia a los 18 min. Sujeto fallecido durante la noche”. Era la banalidad del mal, registrada con letra cursiva precisa.

Morau buscó supervivientes. En 1989, tres mujeres respondieron a su anuncio.

Simone Lefèvre le habló del frío de las tinas. Marguerite Blanc recordó a una joven embarazada, fascinada por Felker, quien la sometió a pruebas de hipotermia hasta que perdió al bebé y murió días después. Hélène Girard, que emigró a Canadá, confesó que recitaba poemas de Baudelaire en su mente durante las torturas para “seguir siendo humana”.

En 1999, Morau publicó “El silencio de las mujeres de Pas-de-Calais”. El libro sacudió al mundo, dando por fin nombre a esas víctimas olvidadas. Una de ellas, Élise, una maestra, había logrado grabar en la pared de su celda con un clavo: “Mi nombre es Élise, yo existí”.

Pero una pregunta quedó sin respuesta. ¿Qué pasó con Felker? Se evaporó. Nunca fue juzgado.

En la primavera de 2003, Simone Lefèvre, con 81 años, le pidió a Morau que la acompañara de regreso. El lugar era ahora un estacionamiento de asfalto gris y agrietado. No había ninguna placa, ningún memorial.

Simone caminó hasta el centro, donde calculó que había estado el almacén. Se detuvo y miró al historiador. “Durante sesenta años”, dijo ella, con la voz temblando pero firme, “he tratado de olvidar. Pero olvidar es dejarlos ganar por segunda vez”.

Sacó de su bolsillo un pequeño ramo de flores silvestres que había recogido en el camino. Lentamente, se arrodilló; esta vez, no por la orden de un soldado, sino por su propia voluntad. Colocó las flores sobre el asfalto.

“Mi nombre es Simone”, susurró al suelo. “Y Élise existió. Todas existimos”.

Se levantó, ayudada por el historiador, y se alejó del estacionamiento sin mirar atrás. El ciclo, por fin, estaba cerrado.