
La noche caía sobre Tlaxcala como un manto espeso que cubría las calles de tierra y las casas de adobe. Era el año 1691 y el pequeño pueblo colonial mexicano vivía bajo el estricto orden impuesto por la corona española y la Santa Iglesia. El padre Tomás Aguirre caminaba con paso lento por el sendero que conducía hacia la iglesia de San Francisco, sus sandalias levantando pequeñas nubes de polvo que se mezclaban con la bruma del atardecer.
A sus 35 años, el padre Tomás llevaba ya 10 como sacerdote en Tlaxcala, enviado desde España para servir en las tierras conquistadas. Su rostro, marcado por líneas de preocupación, pero aún joven, reflejaba la lucha interna que lo atormentaba desde hacía meses. Cada noche, tras los rezos, sus pensamientos vagaban hacia el mismo lugar.
La pequeña choa a las afueras del pueblo donde vivía Sitlali, una joven campesina de origen indígena. “Dios me perdone”, susurró para sí mismo mientras ajustaba su gastado hábito negro. El viento frío de noviembre le recordó que el invierno se aproximaba trayendo consigo no solo el frío, sino también la celebración de todos los santos, cuando el pueblo entero vendría a la iglesia.
Esa misma noche, a menos de un kilómetro de distancia, Sitlali Hernández encendía el fogón en su humilde vivienda. A sus 22 años, la joven era conocida en el pueblo por su belleza singular, una mezcla perfecta de rasgos indígenas y el legado español que corría por sus venas, fruto de generaciones anteriores.
Sus manos ásperas por el trabajo en el campo preparaban una sencilla cena de frijoles y tortillas mientras su mente divagaba. Padre nuestro que estás en los cielos. Rezaba en voz baja, pero sus oraciones se interrumpían cada vez que la imagen del padre Tomás aparecía en su mente. Habían intercambiado miradas durante las misas dominicales y en tres ocasiones, cuando ella fue a confesarse, sus dedos se rozaron al recibir la Un escalofrío prohibido que ambos intentaban negar. El sonido de cascos de caballo interrumpió sus pensamientos.
Por la ventana vio a los soldados españoles que patrullaban el pueblo, entre ellos el capitán Diego Mendoza, conocido por su crueldad y por imponer castigos ejemplares a quienes desafiaban las leyes coloniales o la moral cristiana. Que no vengan aquí”, pensó Sitlali mientras apagaba rápidamente la única vela que iluminaba su choa, quedando en la oscuridad completa.
Las patrullas se habían intensificado en las últimas semanas. Corría el rumor de que buscaban a herejes y a quienes practicaban antiguas costumbres indígenas, pero también vigilaban la moral pública y el respeto a los votos sagrados. Mientras tanto, el padre Tomás llegó a la iglesia vacía.
El eco de sus pasos resonaba entre las paredes de piedra mientras avanzaba hacia el altar. Se arrodilló frente al crucifijo y bajó la cabeza. Dame fuerzas, Señor, suplicó, aleja de mí estos pensamientos impuros. Pero incluso en la casa de Dios, la imagen de Sidlali lo perseguía. Mañana la vería de nuevo cuando ella viniera a la iglesia a traer las flores para el altar, como hacía cada semana.
Un encuentro inocente a ojos del pueblo, pero que para ambos se había convertido en el único momento de luz en sus vidas. Lo que ninguno de los dos sabía era que ya habían comenzado a despertar sospechas. Ojos vigilantes seguían sus movimientos y en Tlaxcala de 1691 no había pecado que permaneciera oculto por mucho tiempo, ni castigo que no fuera ejemplar.
El amanecer en Txcala llegó acompañado del sonido de las campanas que llamaban a la primera misa. Las calles comenzaban a llenarse de vida mientras los indígenas y mestizos se dirigían a sus labores diarias, algunos hacia los campos de cultivo, otros hacia el mercado local.
El aire fresco cargaba el aroma de leña quemada y tortillas recién hechas. Sitlali despertó sobresaltada. Había soñado nuevamente con el padre Tomás, un sueño que la llenaba tanto de culpa como de un extraño júbilo que intentaba reprimir. se vistió rápidamente con su sencillo vestido de algodón gastado, se cubrió con un rebozo y recogió las flores silvestres que había estado guardando para llevar a la iglesia Ave María purísima”, murmuró mientras se santiguaba frente a la pequeña cruz de madera que colgaba en la pared de su choa.
Al salir notó que su vecina, doña Josefa, una anciana viuda conocida por sus ojos inquisitivos y su lengua afilada, la observaba desde la puerta de su casa. “Buenos días te dé Dios, Chitlali”, dijo la anciana con un tono que ocultaba algo más que un simple saludo. “Otra vez con flores para la iglesia, el padre Tomás debe estar muy agradecido por tu devoción.
” Sitlali sintió que sus mejillas ardían. Es mi deber con Dios, doña Josefa, nada más. Claro, niña, el deber, respondió la anciana con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Solo recuerda que en estos tiempos hasta las paredes tienen oídos. Sitlalí apresuró el paso sintiendo un nudo en el estómago.
Las palabras de la anciana no eran una simple advertencia, eran una amenaza velada. En la iglesia, el padre Tomás terminaba la misa matutina. Los pocos feligreses que habían asistido ya se retiraban, dejando el recinto en un silencio solemne interrumpido solo por el eco de sus propios pasos.
Se dirigió a la pequeña sacristía y comenzó a quitarse los ornamentos sagrados cuando escuchó la puerta principal abrirse. Su corazón dio un vuelco al ver a Sitlali entrar con las flores en sus brazos. La luz que entraba por los vitrales creaba un halo alrededor de su figura, haciéndola parecer a los ojos atormentados del sacerdote como una visión divina y a la vez su mayor tentación.
“Buenos días, padre”, dijo ella con voz suave, manteniendo la mirada baja como dictaba la costumbre. Que Dios te bendiga, hija”, respondió él, intentando que su voz sonara firme y distante, aunque su pulso se había acelerado. Mientras Sitlali colocaba las flores en el altar, Tomás no pudo evitar observarla.
Cada movimiento de sus manos, cada gesto parecían grabarse a fuego en su memoria. Un silencio denso llenaba el espacio entre ambos, cargado de palabras no dichas. “Padre”, comenzó ella, rompiendo el silencio. “He estado teniendo sueños, sueños que me atormentan y me llenan de culpa. Tomás sabía que debía indicarle que fuera al confesionario, mantener la distancia apropiada, pero en lugar de eso dio un paso hacia ella.
¿Qué clase de sueños, Sitlali?”, preguntó con voz apenas audible. Ella levantó la mirada encontrándose con los ojos del sacerdote, sueños sobre algo que no debería desear. En ese momento, un ruido en la entrada de la iglesia lo sobresaltó. Rápidamente se separaron. Era solo el viento que había movido la pesada puerta, pero fue suficiente para recordarles dónde estaban y quiénes eran.
Debo irme”, dijo Sitlali apresuradamente. “Mi tío espera que le ayude en el campo hoy. Ve con Dios, hija”, respondió Tomás, recuperando su papel de sacerdote. Pero antes de que ella saliera, añadió en voz baja, “Si necesitas hablar, estaré en el confesionario esta tarde.” Lo que ninguno de los dos notó fue la sombra que se movía fuera de la iglesia.
El capitán Diego Mendoza había estado observando desde una distancia prudente. No había podido escuchar su conversación, pero la forma en que se miraban había sido suficiente para confirmar sus sospechas. “Aí los rumores son ciertos”, murmuró para sí mismo con una sonrisa cruel. “El padre y la India tienen un secreto y pronto todo Tlaxcala lo sabrá.
” La tarde caía sobre Tlaxcala como un presagio sombrío. Nubes grises se acumulaban en el horizonte, anunciando una tormenta que parecía reflejar la turbulencia en el corazón del padre Tomás. Sentado en el confesionario, esperaba con una mezcla de ansiedad y remordimiento. Sabía que lo que estaba haciendo era incorrecto, que abusaba de su posición y traicionaba sus votos.
Pero la fuerza de sus sentimientos por Sitlali había crecido hasta convertirse en algo que ya no podía controlar. El sonido de pasos suaves sobre el piso de piedra le indicó que alguien había entrado en la iglesia. A través de la celosía del confesionario, reconoció inmediatamente la silueta de Sitlali. vestía su reboso azul oscuro que apenas dejaba ver su rostro como si quisiera ocultarse de los ojos acusadores del pueblo.
“Ave María purísima”, susurró ella al arrodillarse en el confesionario. “Sin pecado concebida”, respondió él automáticamente, sintiendo la ironía de las palabras en sus labios. Hubo un largo silencio antes de que Sitlali hablara nuevamente. Padre, vengo a confesar, pero no sé si Dios puede perdonar lo que siento.
La voz de Tomás tembló ligeramente al responder, Dios perdona todos los pecados, hija. Su misericordia es infinita. Incluso cuando se ama a quien no se debe amar, preguntó ella con voz apenas audible. El sacerdote cerró los ojos sintiendo que cada palabra era una daga en su conciencia. Sitlali, yo tampoco puedo seguir fingiendo. Lo que siento por ti va más allá de lo que un sacerdote debería sentir por una feligresa.
Las palabras quedaron suspendidas entre ellos como un pecado materializado. Fuera del confesionario, la iglesia permanecía en silencio, aparentemente vacía, pero en las sombras de una columna, la figura de doña Josefa se mantenía inmóvil, escuchando cada palabra con una mezcla de horror y satisfacción morbosa.
Si alguien se entera, comenzó Sitlali el miedo evidente en su voz. Nadie lo hará”, la interrumpió Tomás tomando una decisión que cambiaría sus vidas para siempre. Mañana por la noche, cuando el pueblo duerma, nos encontraremos en la ermita abandonada cerca del río. Hablaremos sobre qué hacer.
Lo que no sabían era que sus palabras habían sido escuchadas no solo por doña Josefa, sino también por el capitán Diego Mendoza, quien había seguido a la anciana sospechando que esta vigilaba a la pareja. El capitán, desde las puertas de la iglesia sonrió con malicia. Tenía la prueba que necesitaba. Esa misma noche, mientras Sitlali dormía intranquila en su choa, soñando con la libertad y el amor prohibido.
Y mientras el padre Tomás se flagelaba en penitencia por sus pecados, el capitán Mendoza se reunía con el obispo de Puebla, quien se encontraba de visita en Tlaxcala. Es mi deber informarle, excelencia”, dijo Mendoza, con fingida preocupación, que uno de sus sacerdotes ha caído en el pecado más grave.
El obispo, un hombre de avanzada edad, pero con ojos penetrantes que parecían ver a través de las almas, escuchó atentamente el relato del capitán. “Son acusaciones muy serias, capitán”, respondió finalmente. “Si son ciertas, el castigo debe ser ejemplar. No solo por el bien de sus almas, sino para que todo el pueblo entienda que nadie está por encima de la ley de Dios.
¿Qué sugiere excelencia? preguntó Mendoza apenas ocultando su entusiasmo ante la perspectiva de infligir un castigo. “Mañana por la noche, cuando se encuentren, los sorprenderán”, dictaminó el obispo. “Y el domingo, tras la misa mayor, ambos serán humillados públicamente en la plaza del pueblo, como dicta la ley para los casos de fornicación y sacrilegio.
” El capitán Mendoza se inclinó con respeto, pero su mente ya imaginaba la escena. el orgulloso sacerdote español y la hermosa mestiza, ambos reducidos a la vergüenza pública. Un espectáculo que Tlaxcala no olvidaría fácilmente. Mientras tanto, ajenos a la tormenta que se cernía sobre ellos, Tomás y Sitlali pasaban la noche en vela, soñando con un futuro imposible, contando las horas para su encuentro en la ermita abandonada, donde creían que podrían hablar libremente sobre sus sentimientos prohibidos. Pero en la Atlaxcala colonial de 1691, los secretos tenían patas cortas y el
amor prohibido un precio muy alto. La ermita abandonada se erguía solitaria a orillas del río a 1 kómetro del pueblo. Construida décadas atrás por los primeros misioneros. Ahora yacía casi en ruinas con sus muros de adobe desmoronándose y su techo parcialmente derrumbado.
La vegetación había invadido parte de la estructura, convirtiendo el otrora lugar sagrado en un sitio olvidado por Dios y por los hombres. O al menos eso creían quienes rara vez se aventuraban por aquellos lados. La luna llena iluminaba el camino mientras Sitlali avanzaba con cautela. Cada sonido nocturno la sobresaltaba, el ulular de un búo, el crujir de las ramas bajo sus pies, el lejano aullido de un coyote, llevaba una pequeña bolsa con algunas pertenencias personales y unas monedas que había ahorrado durante años.
En su ingenuidad pensaba que tal vez podrían huir juntos, lejos de Tlxcala y de las rígidas normas que los condenaban. Virgen santísima, protégenos”, rezaba mientras sus pies descalzos avanzaban por el camino de tierra. A cierta distancia, el padre Tomás también se dirigía hacia la ermita.
Había abandonado su hábito sacerdotal y vestía ropas sencillas de campesino que había conseguido en secreto. Su mente era un torbellino de emociones contradictorias. Culpa por traicionar sus votos. miedo ante lo desconocido, pero sobre todo una pasión que ardía con fuerza inucitada en su corazón. Al llegar a la ermita, Tomás entró primero inspeccionando el interior sumido en sombras.
Encendió una pequeña vela que había traído consigo, iluminando parcialmente el espacio abandonado. El altar estaba derruido y una cruz de madera caída ycía en el suelo polvoriento, un símbolo de su propia fe quebrantada, pensó con amargura. Pocos minutos después, la silueta de Sitlali apareció en la entrada.
Sus miradas se encontraron en la semioscuridad y por un momento todo el miedo y la culpa se desvanecieron. Tomás avanzó hacia ella y por primera vez tomó sus manos entre las suyas sin el pretexto de la comunión o la bendición. Viniste”, susurró él como si no pudiera creerlo. “No podía no venir”, respondió ella con voz temblorosa.
El contacto de sus manos era como fuego, prohibido y a la vez inevitable. Años de miradas furtivas, de palabras amedias y deseos reprimidos culminaban en ese simple gesto. “He pensado mucho en qué debemos hacer”, comenzó Tomás. Podríamos ir hacia el norte, donde nadie nos conoce, comenzar una nueva vida. ¿Abandonarías tu vocación por mí?”, preguntó ella, la duda reflejada en sus ojos oscuros.
“Ya la he abandonado en mi corazón, Sitlali, cada vez que pienso en ti durante la misa, cada vez que imagino una vida contigo mientras rezo los salmos.” Las palabras quedaron suspendidas en el aire cuando un ruido afuera los alertó. Tomás apagó rápidamente la vela, sumiendo la ermita en la oscuridad.
Se escucharon voces y el inconfundible sonido de armas metálicas. “Es una trampa”, susurró Tomás con horror, comprendiendo demasiado tarde lo que sucedía. Alguien nos ha delatado. Sitlali ahogó un grito cuando la puerta de la ermita se abrió de golpe. La luz de varias antorchas iluminó el interior, revelando sus figuras abrazadas en un rincón.
Frente a ellos estaba el capitán Diego Mendoza, acompañado por cinco soldados y para mayor humillación el propio obispo de Puebla. Padre Tomás Aguirre. La voz del obispo resonó con autoridad y disgusto. Habéis deshonrado vuestro hábito y profanado vuestros votos sagrados. El capitán Mendoza avanzó con una sonrisa cruel.
Y tú, Sitlali Hernández, has seducido a un hombre de Dios, un pecado que clama venganza al cielo. Tomás intentó ponerse frente a Sitlali para protegerla. La culpa es mía, excelencia. Ella es inocente. Ninguno es inocente, sentenció el obispo. Y ambos pagarán por su pecado. Los soldados lo separaron a la fuerza. Sitlali lloraba en silencio mientras le ataban las manos a la espalda.
Tomás intentó resistirse, pero recibió un golpe que lo dejó aturdido. Por orden del santo oficio, proclamó el capitán con voz potente, quedáis ambos detenidos por los pecados de fornicación y sacrilegio. Seréis juzgados y castigados según dicta la ley. Mientras los arrastraban fuera de la ermita, sus miradas se cruzaron por última vez esa noche.
En los ojos de ambos había miedo, pero también una resolución silenciosa. Pasara lo que pasara, lo que sentían era real, más real que las cadenas que ahora los ataban o que las leyes que los condenaban. La noticia correría como pólvora por Tlaxcala. Esa misma noche. El padre español y la joven mestiza habían sido sorprendidos en pecado mortal.
Y el domingo, tras la misa mayor, todo el pueblo sería testigo de su castigo. El calabozo del cuartel español en Tlaxcala era un lugar olvidado por la luz y la esperanza, excavado bajo tierra, consistía en varias celdas pequeñas separadas por gruesos muros de piedra. El aire viciado olía a humedad, a tierra mojada y a la desesperación de quienes habían pasado por allí antes.
En una de estas celdas, el padre Tomás Aguirre ycía sobre un montón de paja sucia que servía como cama. Le habían quitado todas sus pertenencias, incluyendo el crucifijo que llevaba siempre al cuello. La única luz provenía de una pequeña ventana con barrotes cerca del techo, demasiado alta para alcanzar y demasiado estrecha para ofrecer escape alguno.
Llevaba allí dos días recibiendo solo agua y un trozo de pan duro una vez al día, pero más que el hambre o la sed, lo que lo atormentaba era la incertidumbre sobre el destino de Sitlali. No le habían permitido verla, ni habían respondido a sus preguntas sobre ella. Dios mío, rezaba en la oscuridad, protégela a ella, castígame a mí, pero no a ella.
El sonido de pasos acercándose interrumpió sus oraciones. La puerta de madera pesada se abrió con un chirrido y la figura del obispo de Puebla apareció recortada contra la tenue luz de una antorcha. “Dejadnos solos”, ordenó el obispo al guardia que lo acompañaba.
Cuando estuvieron solos, el anciano prelado observó al caído sacerdote con una mezcla de desprecio y algo que podría interpretarse como lástima. Tomás Aguirre comenzó con voz grave, “te envié a estas tierras confiando en tu vocación y tu fortaleza. ¿Cómo has podido caer tan bajo?” Tomás levantó la mirada. Su rostro, otrora limpio y afeitado, ahora mostraba una barba incipiente y manchas de suciedad.
Pero en sus ojos ardía todavía una llamarada de dignidad. No me arrepiento de amarla, excelencia”, respondió con voz firme. “Me arrepiento de haber vivido en la mentira tanto tiempo, celebrando sacramentos mientras mi corazón estaba en otro lugar.” El obispo apretó los labios en una fina línea de desaprobación.
El amor que proclamas no es más que lujuria, tentación del demonio disfrazada de sentimiento noble. ¿Cómo podéis juzgar lo que hay en mi corazón? Replicó Tomás. Solo Dios puede ver dentro del alma de los hombres. Y es precisamente a Dios a quien has traicionado, sentenció el obispo. Has quebrantado tus votos de castidad. Has profanado tu investidura sacerdotal.
has seducido a una joven bajo tu cuidado espiritual. Son pecados gravísimos, Tomás. ¿Dónde está ella? Preguntó Tomás ignorando las acusaciones. ¿Qué habéis hecho con Sitlali? El obispo hizo un gesto despectivo con la mano. La India está en una celda aparte, esperando también su castigo. Aunque siendo mujer y de sangre mezclada, su condena será menor que la tuya.
Ella no ha hecho nada malo”, insistió Tomás poniéndose de pie con dificultad. “Ha tentado a un sacerdote”, respondió el obispo, “y pagará por ello.” Se hizo un silencio tenso entre ambos hombres. Afuera el cielo comenzaba a oscurecerse anunciando la llegada de la noche.
“Mañana, después de la misa mayor”, continuó finalmente el obispo, “ambbos seréis expuestos en la plaza principal para recibir vuestro castigo público. Tú serás azotado y despojado oficialmente de tu condición de sacerdote. Después serás enviado de vuelta a España, donde pasarás el resto de tus días en un monasterio de clausura en penitencia perpetua.
Tomás sintió un escalofrío recorrer su espalda. No era el castigo físico lo que temía, sino la separación eterna de Sitlali. Y ella preguntó con voz apenas audible. La India recibirá 50 azotes respondió el obispo con frialdad. Después será recluida en el convento de las Carmelitas en Puebla, donde servirá como la bandera hasta que Dios disponga llevarla a su presencia.
Tomás cerró los ojos imaginando el cuerpo delicado de Kitlali, soportando tal tortura. Un dolor más profundo que cualquier azote físico atravesó su alma. Os lo suplico”, dijo cayendo de rodillas ante el obispo. “castigadme a mí con mayor severidad si queréis, pero perdonadla a ella.” El obispo lo miró desde su altura imperturbable.
La misericordia está en que ambos tendréis la oportunidad de purgar vuestros pecados en esta vida para no pagarlos en la otra. Es más de lo que merecéis. Con estas palabras, el prelado dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, añadió sin mirar atrás. Aprovecha esta noche para rezar y arrepentirte, Tomás Aguirre.
Mañana enfrentarás la justicia de los hombres, preludio de la justicia divina. La puerta se cerró con un golpe seco, dejando a Tomás nuevamente solo en la oscuridad. se dejó caer sobre la paja exhausto física y emocionalmente, pero no rezó como le había ordenado el obispo.
En su lugar, sus pensamientos volaron hacia Sitlali, hacia su sonrisa, hacia la vida que nunca tendrían juntos. “Perdóname”, susurró en la oscuridad, sin saber si le hablaba a Dios o a ella. A menos de 20 metros de distancia, separada por gruesos muros de piedra y tierra, Sitlali Hernández permanecía encerrada en una celda similar, pero más pequeña que la de Tomás.
A diferencia del sacerdote, ella había sido encadenada a la pared por un grillete en su tobillo izquierdo, una humillación adicional que reflejaba su condición de mujer y su sangre indígena. La joven se encontraba sentada sobre el suelo húmedo, con la espalda apoyada contra la pared. Su largo cabello negro, antes, siempre recogido en una trenza pulcra, ahora caía desordenado y sucio sobre sus hombros.
Su vestido de algodón estaba manchado de tierra y desgarrado en algunas partes, resultado del trato brutal recibido durante su captura. A pesar de su situación desesperada, Sitlali no lloraba. Sus ojos, aunque enrojecidos por las lágrimas anteriores, ahora mostraban una determinación férrea, nacida de la certeza de su amor. No se arrepentía de lo que sentía por el padre Tomás. Si debía sufrir por ello, lo haría con dignidad.
El ruido de la puerta al abrirse interrumpió sus pensamientos. Una mujer entró en la celda. llevando un pequeño cuenco de agua y un trozo de pan. Era doña Mercedes, la esposa del carcelero, conocida por su devoción religiosa y su falta de compasión hacia quienes consideraba pecadores.
“Aquí tienes, India”, dijo la mujer, dejando el cuenco en el suelo sin cuidado, derramando parte del agua. Aunque no mereces ni esto. Sitlali la miró sin responder, manteniendo su dignidad en silencio. No tienes nada que decir, insistió doña Mercedes. Ni siquiera te arrepientes de haber seducido a un hombre de Dios. Sitlali tomó el cuenco y bebió lentamente el agua que quedaba.
Cada gota era preciosa en su situación. No he seducido a nadie”, respondió finalmente con voz serena. “El amor nació en ambos corazones, como la lluvia que cae igual sobre la milpa y sobre la iglesia. La mujer hizo un gesto de disgusto ante la comparación. Blasfema. Hablas del amor como si fuera algo sagrado, cuando lo que sentías no era más que lujuria, tentación del demonio.
¿Cómo podéis juzgar lo que no conocéis?”, preguntó Sitlali, usando sin saberlo las mismas palabras que Tomás había dirigido al obispo. “Nuestro amor era puro, aunque prohibido.” Doña Mercedes soltó una risa amarga. “Puro, ¿acaso no ibais a fugaros juntos? ¿No ibais a vivir en pecado?” Sitlali guardó silencio.
No tenía sentido explicar a esta mujer que en su corazón, ante los ojos de Dios, ella y Tomás ya estaban unidos por un vínculo más fuerte que cualquier ceremonia. “Todo el pueblo estará mañana en la plaza para ver vuestro castigo”, continuó doña Mercedes con malicia apenas disimulada. Será un ejemplo para todas las jóvenes que se atrevan a mirar por encima de su condición.
¿Sabéis qué harán con él?”, preguntó Sitlali, incapaz de contener su preocupación por Tomás. La mujer sonríó satisfecha de haber encontrado un punto vulnerable. “El sacerdote caído será azotado públicamente, despojado de sus vestiduras sagradas y enviado de vuelta a España en el próximo barco. Nunca más volverás a verlo.
” El corazón de Sitlali se encogió de dolor, pero su rostro permaneció impasible. ¿No daría a esta mujer la satisfacción de verla sufrir. Y yo, preguntó con aparente calma, “Tú recibirás 50 azotes, respondió doña Mercedes. Después serás enviada al convento de las Carmelitas en Puebla, donde pasarás el resto de tu vida lavando ropa y sirviendo a las monjas.
Una existencia miserable, pero mejor de lo que mereces.” Sitlalí asintió lentamente. Ya sospechaba que ese sería su destino. En la Atlxcala colonial, las mujeres indígenas o mestizas tenían pocas opciones: matrimonio arreglado, servicio doméstico o el convento. ¿Hay algo más que quieras confesar antes de mañana? Preguntó doña Mercedes. Su curiosidad malsana apenas disimulada.
El capitán Mendoza cree que podrías estar en cinta. Si es así, tu castigo sería aún mayor. Sitlali levantó la mirada, sorprendida por la sugerencia. No estoy esperando ningún hijo respondió con firmeza. Nunca hubo nunca nos tocamos de esa manera. Era verdad.
A pesar de sus sentimientos y de sus planes para huir juntos, ni ella ni Tomás habían cruzado esa línea. Sus encuentros, aunque cargados de emoción, habían consistido solo en palabras, miradas y en ocasiones excepcionales, el leve rose de sus manos. Doña Mercedes la estudió con suspicacia. Entonces confiesas que planeabais fugaros, vivir en pecado. Confieso que nos amábamos, respondió Sitlali con una serenidad que sorprendió a la propia mujer, y que seguiremos amándonos aunque nos separen.
Ni los azotes, ni los muros de un convento, ni el océano entero podrán cambiar eso. La esposa del carcelero retrocedió un paso, como si las palabras de Sitlali fueran contagiosas. Eres más peligrosa de lo que pensaba. murmuró. “Tu alma está verdaderamente perdida.” Se dirigió hacia la puerta, pero antes de salir se volvió una última vez. Reza mientras puedas, India.
Mañana necesitarás toda la fuerza que tengas. Cuando la puerta se cerró y el sonido de los pasos de doña Mercedes se desvaneció, Sitlali permitió por fin que las lágrimas corrieran por sus mejillas. No eran lágrimas de arrepentimiento, sino de dolor por la separación que se avecinaba. Tomás susurró en la oscuridad como si su nombre fuera una oración.
Afuera, el cielo nocturno de Tlaxcala se llenaba de estrellas indiferentes al sufrimiento humano que ocurría bajo su eterno brillo. Y en la Iglesia del pueblo las campanas sonaban llamando al rosario vespertino, ignorando que dos de los fieles más devotos habían encontrado su propia forma de acercarse a lo divino a través del amor humano.
La noticia del escándalo se había extendido por Tlxcala como fuego en campo seco en cada rincón del pueblo, desde la plaza principal hasta los campos de cultivo en las afueras, no se hablaba de otra cosa. El padre español y la joven mestiza, sorprendidos en una ermita abandonada, planeando fugarse juntos. Las versiones variaban según quien las contara.
Algunos aseguraban que habían sido descubiertos en pleno acto carnal, otros que practicaban rituales prohibidos, mezclando la fe católica con antiguas creencias indígenas. Los más sensatos reconocían que simplemente se habían encontrado para planear su huida. Pero incluso esto era un escándalo sin precedentes en el pequeño pueblo colonial.
Esa noche, víspera del castigo público, el mesón principal rebosaba de actividad. Hombres de todas las condiciones sociales, españoles, criollos, mestizos e indígenas, compartían espacio y pulque, unidos temporalmente por el morboso interés en el caso. “Yo siempre supe que ese cura no era trigo limpio”, comentaba un comerciante criollo vaciando su jarra de pulque.
Demasiado amable con los indios, demasiado blando en los castigos por pecados beniales. Y la muchacha, añadía otro, un mestizo que trabajaba como escribano, siempre con esa actitud altiva, como si fuera mejor que las demás. Bien merecido tiene lo que le espera. En una mesa apartada, el capitán Diego Mendoza bebía vino importado de España, saboreando no solo la bebida, sino también su triunfo personal.
Había sido él quien organizó la captura, él quien había informado al obispo y sería él quien dirigiría la ejecución del castigo al día siguiente. Un brindis, capitán, le dijo un terrateniente español acercándose a su mesa con copa en mano. Por mantener el orden y la moral en estas tierras salvajes.
Mendoza sonrió con satisfacción, chocando su copa con la del terrateniente. Solo cumplo con mi deber para con Dios y con el rey”, respondió con falsa modestia. Lo que no mencionaba era su interés personal en el caso. Hacía más de un año que había puesto sus ojos en Sitlali, atraído por su belleza y su espíritu indomable. Le había hecho llegar propuestas a través de su tío para que se convirtiera en su criada personal, un eufemismo que todos entendían.
La joven había rechazado todas las ofertas, manteniendo su dignidad intacta. Ahora, verla humillada públicamente sería una dulce venganza para el orgulloso capitán. Mientras tanto, en la casa parroquial contigua a la iglesia, el obispo de Puebla revisaba los preparativos para la ceremonia del día siguiente.
Sobre la mesa de roble tallado yacían los documentos oficiales, la excomunión formal de Tomás Aguirre, la orden de destierro firmada por el gobernador y la sentencia de reclusión conventual para Sitlali Hernández. Todo está en orden, excelencia. informó el sacristán que lo asistía. El cadalzo ha sido levantado en la plaza y los instrumentos de castigo están preparados.
El obispo asintió gravemente. Es necesario que el castigo sea ejemplar. La tentación acecha en estas tierras con más fuerza que en la vieja España. Debemos ser firmes. En su fuero interno. Sin embargo, el anciano prelado sentía cierta compasión por los amantes prohibidos.
Él mismo, en sus años de juventud en Salamanca había experimentado la dolorosa renuncia a un amor imposible para seguir su vocación religiosa, pero su deber estaba por encima de sus sentimientos personales. El orden colonial y la autoridad de la Iglesia debían prevalecer. Rezad por sus almas, ordenó al sacristán, y asegura de que las campanas toquen a las seis en punto. Quiero que todo el pueblo esté presente.
En otro extremo del pueblo, en una humilde choza de adobe, el tío de Sitlali, don Joaquín, un hombre mayor de rostro curtido por el sol y las penas, permanecía sentado frente al fogón apagado. Desde que se llevaron a su sobrina, no había encendido fuego ni cocinado. Se alimentaba únicamente de tortillas frías y agua, como una penitencia personal.
Don Joaquín había criado a Sitlali desde que sus padres murieron durante una epidemia de viruela, 15 años atrás. Nunca se había casado y la joven era lo más cercano a una hija que tenía. Ahora se culpaba por no haber visto las señales, por no haber protegido mejor a la muchacha. Un golpe en la puerta lo sacó de sus cavilaciones. Al abrir se encontró con doña Josefa, la vecina que había sido instrumental en la denuncia de Sitlali y el padre Tomás.
Buenas noches, don Joaquín, saludó la anciana con fingida amabilidad. Vine a ver cómo lo lleva. El hombre la miró con apenas disimulado desprecio. Todo el pueblo sabía que había sido ella quien siguió a Sitlali y escuchó tras las puertas de la iglesia. “Podría estar mejor, doña Josefa”, respondió secamente, “¿Qué la trae por aquí tan tarde?” La anciana entró sin esperar invitación.
Quería decirle que no se preocupe demasiado. El convento de las Carmelitas es un buen lugar. Allí su sobrina podrá purgar sus pecados y quizás con el tiempo encontrar la redención. Don Joaquín apretó los puños conteniendo su ira. ¿Y quién redimirá el pecado de la envidia, doña Josefa, o el de la maledicencia? La mujer se tensó visiblemente. No sé a qué se refiere.
Sabe perfectamente a qué me refiero replicó él. Usted ha odiado a Sitlali desde que era niña, desde que los jóvenes del pueblo empezaron a fijarse en ella en lugar de en su hija. Las mejillas de doña Josefa enrojecieron, pero no de vergüenza, sino de indignación. Cuide sus palabras. Solo hice lo que cualquier buena cristiana haría, denunciar el pecado donde lo veo.
Lo que hizo fue condenar a dos personas cuyo único crimen fue amarse, respondió don Joaquín con voz cansada. Y eso, doña Josefa, también tendrá su juicio ante Dios. La anciana se dirigió hacia la puerta ofendida. Antes de salir, lanzó una última mirada venenosa al hombre. Mañana todo el pueblo verá que la justicia de Dios es implacable con quienes quebrantan sus leyes. Le sugiero que no falte a la plaza.
Cuando se quedó solo nuevamente, don Joaquín se arrodilló frente a la pequeña imagen de la Virgen de Guadalupe que colgaba en la pared de su choosa. No era un hombre particularmente religioso, pero en ese momento necesitaba aferrarse a algo más grande que él mismo. Santa Madre, rezó con fervor, protege a mi niña, dale fuerzas para soportar lo que viene.
Fuera la noche cubría Txcala con un manto de estrellas indiferentes. En pocas horas el sol saldría para iluminar uno de los días más oscuros en la historia del pequeño pueblo colonial. Un día en que el amor prohibido entre un sacerdote español y una joven mestiza recibiría el castigo que la sociedad de su tiempo consideraba justo.
Pero bajo el mismo cielo estrellado, en celdas separadas por muros de piedra, pero unidos en espíritu, Tomás y Sitlali encontraban consuelo en un mismo pensamiento. Pasara lo que pasara mañana, lo que sentían el uno por el otro era real. Y ni los azotes, ni los muros, ni los océanos podrían cambiar eso.
El amanecer del domingo trajo consigo un cielo despejado y un sol que prometía calentar con fuerza conforme avanzara el día. Para la mayoría de los habitantes de Tlaxcala era un buen presagio, el clima perfecto para el espectáculo público que estaba por desarrollarse. Desde temprano, la plaza principal comenzó a llenarse. Primero llegaron los vendedores ambulantes, aprovechando la oportunidad para ofrecer sus mercancías, frutas, atole, pequeños dulces de piloncillo y hasta imágenes de santos talladas en madera que irónicamente se venderían bien en un día de castigo por pecados. Poco después
empezaron a congregarse los habitantes del pueblo y de los alrededores. Españoles y criollos ocuparon los mejores lugares bajo la sombra de los árboles o los portales. Los mestizos y los indígenas se situaron donde pudieron, algunos trepados a los árboles para tener mejor vista, otros de pie bajo el sol inclemente.
En el centro de la plaza, un cadalzo había sido erigido durante la noche. Era una plataforma simple de madera, elevada a un metro del suelo con dos postes verticales en el centro a los que se atarían los condenados. Junto al cadalso, una mesa cubierta con un paño negro sostenía los instrumentos del castigo, látigos de cuero, unas tijeras grandes para cortar el cabello de Sitlali, parte de su humillación.
y los documentos oficiales que serían leídos públicamente. A las 8 en punto, las campanas de la iglesia comenzaron a repicar llamando a la misa mayor. El obispo de Puebla oficiaría personalmente la ceremonia, un honor reservado para ocasiones especiales. La iglesia se llenó rápidamente, aunque muchos asistían más por el evento que seguiría a la misa que por devoción religiosa.
Durante el sermón, el obispo habló extensamente sobre el pecado, la tentación y el castigo divino. Sus palabras cargadas de fuego y azufre preparaban el terreno para lo que vendría después. Recordad, tronó su voz bajo las bóvedas de la Iglesia, que el pecado puede esconderse incluso bajo el hábito sagrado o tras los ojos aparentemente inocentes.
Estad vigilantes, porque el demonio nunca descansa. Mientras tanto, en las celdas bajo el cuartel, Tomás y Sitlali eran preparados para su aparición pública. A él le habían entregado su hábito sacerdotal, que vestiría por última vez. A ella le habían dado un simple sayal blanco, semejante al que usaban las penitentes.
Cuando los guardias llegaron para escoltarlos, Tomás hizo un último intento desesperado. “Por favor”, le rogó al capitán Mendoza, que supervisaba personalmente el traslado. “Permitidme verla, hablar con ella una última vez.” El capitán sonrió con crueldad. No estáis en posición de hacer peticiones, Padre caído. Además, tendréis toda la eternidad para pensar el uno en el otro, cada uno en su propio infierno particular.
Al mediodía, cuando el sol estaba en su senénit y la plaza rebosaba de gente, comenzó la ceremonia del castigo. Primero salió una procesión desde la iglesia, monaguillos con cruces altas, el sacristán con el incensario y finalmente el obispo revestido con ornamentos morados, color de penitencia. Después, desde el cuartel, emergió otra procesión más sombría.
Soldados armados escoltando a los dos prisioneros. Tomás caminaba con la cabeza alta, aunque su rostro reflejaba el cansancio y el sufrimiento de los días en la celda. Sitlali avanzaba con pasos pequeños, los ojos bajos, pero la espalda recta, manteniendo su dignidad a pesar de las circunstancias.
Un murmullo recorrió la multitud cuando los vieron aparecer. Algunos gritaron insultos, otros guardaron un silencio cargado de expectación. Don Joaquín, el tío de Sitlali, observaba desde un rincón de la plaza el corazón destrozado al ver a su sobrina en tal situación. Los prisioneros fueron conducidos al cadalzo y colocados de pie uno junto al otro, pero sin permitirles mirarse o hablarse.
Un pregonero se adelantó y desenrollando un pergamino, comenzó a leer en voz alta. Por orden de su excelencia el obispo de Puebla y con la autorización del gobernador de Nueva España, se procede al castigo público de los siguientes reos: Tomás Aguirre, sacerdote español, culpable de quebrantar sus votos sagrados, profanar su investidura y planear la fuga con una feligresa, y Sitlali Hernández, mestiza, culpable de seducir a un hombre de Dios y planear vida en concubinato, el pregonero continuó Detallando los cargos y las sentencias. Tomás recibiría 20 azotes. Sería despojado públicamente de
su condición sacerdotal y enviado a España en el próximo barco. Sitlali recibiría 50 azotes, le cortarían el cabello como símbolo de su deshonra y sería recluida en el convento de las Carmelitas en Puebla de Porvida. Cuando terminó la lectura, el obispo se adelantó. Su voz amplificada por el silencio expectante de la multitud resonó en toda la plaza.
Que sirva este castigo de ejemplo para todos. La ley de Dios y la ley de los hombres no hacen distinción entre almas. Todos somos iguales ante el pecado y ante su consecuencia. A una señal suya, dos soldados se acercaron a Tomás. comenzaron a desvestirlo lentamente, quitándole una a una las prendas sacerdotales, primero la casulla, luego la estola, el alba y, finalmente, el crucifijo que llevaba al cuello.
Cada prenda era mostrada a la multitud antes de ser depositada en un baúl. Cuando Tomás quedó solo con un simple calzón de lino, ataron sus manos al poste. El verdugo, un hombre corpulento con el rostro cubierto por una capucha, se acercó con el látigo en mano. El primer azote arrancó un gemido de dolor al sacerdote.
La multitud reaccionó con un murmullo, mezcla de satisfacción y horror. Los golpes continuaron rítmicos y precisos, dejando marcas rojas en la espalda de Tomás, que pronto comenzó a sangrar. A pocos metros, Sitlali observaba la escena con horror, las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas. Cada golpe que recibía Tomás parecía repercutir en su propio cuerpo.
“Basta!”, gritó finalmente, incapaz de contenerse. Es suficiente. Su grito solo sirvió para que el capitán Mendoza ordenara amordazarla. Con un trapo sucio en la boca, Sitlali tuvo que seguir presenciando el castigo de Tomás hasta que se completaron los 20 azotes. Cuando terminaron, el sacerdote estaba semiconsciente, sostenido solo por las cuerdas que ataban sus manos al poste.
Lo desataron y lo dejaron caer sobre las tablas del cadalzo, su espalda convertida en una masa sanguinolenta. Luego fue el turno de Sitlali. lataron al segundo poste de espaldas a la multitud. Un soldado se acercó con las tijeras y de un solo movimiento cortó su larga trenza negra, que cayó al suelo como un símbolo de su honra perdida. Algunos en la multitud aplaudieron, otros guardaron un silencio incómodo.
El verdugo se posicionó nuevamente esta vez frente a la joven. Antes de empezar, el capitán Mendoza se acercó a ella y le quitó la mordaza. “Puedes gritar todo lo que quieras”, le susurró al oído. “De hecho, es lo que todos esperan”. Sidlali lo miró con desprecio.
No les daré ese placer, respondió con voz firme y cumplió su palabra. A pesar del dolor desgarrador de los azotes sobre su delicada piel, no emitió ni un solo grito. Sus labios sangraban por la fuerza con que los mordía para contenerse. Pero ni una súplica, ni un gemido escapó de ellos. A la mitad del castigo, cuando ya había recibido 25 azotes, Tomás recuperó parcialmente la conciencia. Al ver lo que ocurría, intentó incorporarse.
“¡Deteneos!”, gritó con la poca fuerza que le quedaba. “Ya es suficiente, está matándola.” Nadie le hizo caso. Los azotes continuaron hasta completar los 50. Para entonces, Sitlali había perdido el conocimiento, su espalda tan destrozada como la de Tomás, el sayal blanco teñido de rojo.
Cuando todo terminó, el obispo se acercó nuevamente al frente del cadalzo, hizo la señal de la cruz sobre los dos cuerpos maltrechos y pronunció las palabras finales. Queda así satisfecha la justicia terrenal. Que Dios tenga misericordia de sus almas. La multitud comenzó a dispersarse lentamente. Algunos comentaban lo ocurrido con mórbido entusiasmo.
Otros guardaban un silencio pensativo. Don Joaquín, el tío de Sitlali, se abrió paso entre la gente hasta llegar al pie del cadalzo. Mi sobrina, gritó, dejadme atenderla. Los guardias miraron al capitán Mendoza, quien después de un momento de consideración asintió. Al fin y al cabo, el espectáculo había terminado y era conveniente que la joven sobreviviera para cumplir el resto de su sentencia en el convento.
Mientras don Joaquín subía al cadalso para ocuparse de Sitlali, dos soldados se acercaron a Tomás para llevárselo. El sacerdote, apenas consciente, buscó con la mirada a la joven. “Sitlali”, [Música] murmuró débilmente. Sus miradas se encontraron por un breve instante, un momento robado en medio del dolor y la humillación.
No pudieron decirse nada, pero sus ojos hablaron por ellos. A pesar de todo, no se arrepentían. Después lo separaron. A Tomás lo llevaron de vuelta al cuartel, donde un médico atendería sus heridas antes del viaje a Veracruz para embarcar rumbo a España, a Sitlali. Don Joaquín la llevó a su choa, donde cuidaría de ella hasta que estuviera en condiciones de ser trasladada al convento en Puebla.
El sol comenzaba a descender en el horizonte de Tlaxcala, poniendo fin a un día que quedaría grabado en la memoria colectiva del pueblo. Un día en que el amor prohibido entre un sacerdote español y una joven mestiza había recibido el castigo que la sociedad colonial consideraba justo. Pero lo que esa sociedad no entendía era que a veces ni los azotes, ni la humillación pública, ni siquiera la separación forzosa pueden matar un amor verdadero.
Tres días después del castigo público, Tomás Aguirre fue trasladado desde Tlxcala hasta Veracruz, el principal puerto de la Nueva España. El viaje de casi 200 km lo hizo en una carreta custodiada por soldados, tumbado sobre un jergón de paja que apenas amortiguaba los golpes del camino en su espalda maltrecha. La fiebre lo había consumido durante los primeros dos días después de los azotes.
El médico, que lo atendió en el cuartel había hecho lo posible por limpiar y vendar sus heridas, pero algunas comenzaban a mostrar signos de infección en su delirio febril. Tomás llamaba constantemente a Sitlali, reviviendo momentos de su breve historia juntos, imaginando otros que nunca sucedieron.
Cuando finalmente llegaron a Veracruz, fue llevado directamente al convento de los dominicos, donde sería alojado hasta que zarpara el próximo barco hacia España. Los frailes, aunque conocían su historia y su caída, lo recibieron con la caridad cristiana propia de su orden. Hermano en Cristo, le dijo el Prior al recibirlo, aquí encontrarás refugio para tu cuerpo y esperamos también para tu alma atormentada.
Tomás apenas pudo asentir exhausto por el viaje y debilitado por sus heridas. Lo llevaron a una celda austera, pero limpia, donde un hermano Lego se ocupó de cambiar sus vendajes y darle una infusión de hierbas para bajar la fiebre. Esa noche, por primera vez su captura, Tomás durmió profundamente.
No fue un sueño reparador, sino más bien un estado de agotamiento absoluto que su cuerpo necesitaba para comenzar a sanar. Al amanecer, despertó con la mente más clara. se incorporó lentamente en el catre, sintiendo cada una de las heridas en su espalda protestar con el movimiento. A través de la pequeña ventana de su celda podía ver el mar, vasto, azul, imponente, el mismo mar que pronto lo separaría para siempre de la tierra, donde había conocido el amor y la perdición.
Un golpe suave en la puerta anunció la llegada del Prior, que entró con un cuenco de caldo caliente y un trozo de pan. “Debe recuperar fuerzas”, le dijo colocando la comida en una pequeña mesa. “El San Jerónimo zarpa en tres días. Es un buen barco, resistente. Te llevará a Cádiz y de allí serás escoltado hasta el monasterio de San Juan de la Penitencia en Toledo. Tomás asintió mecánicamente.
Los detalles de su futuro castigo le importaban poco. Su mente estaba fija en el pasado reciente, en Tllaxcala, en Sitlali. “¿Sabéis algo de la joven?”, preguntó con voz ronca por el desuso. La que fue castigada conmigo. El Prior lo miró con una mezcla de compasión y reproche. No deberías seguir pensando en ella, hijo. Ese camino ya está cerrado para ti.
Solo quiero saber si sobrevivió, insistió Tomás. Por favor. El fraile suspiró. Lo único que sé es que fue llevada al convento de las Carmelitas en Puebla, como estaba previsto. Si sobrevivió a los azotes y al viaje, estará allí ahora. Esta información, aunque escasa, le dio a Tomás un extraño consuelo.
Al menos Chitlali estaba viva y no demasiado lejos de Tlxcala. Quizás su tío podría visitarla ocasionalmente, llevarle noticias del mundo exterior. “Gracias”, murmuró tomando el cuenco de caldo con manos temblorosas. El prior observó beber lentamente. Tomás, dijo finalmente, usando su nombre de pila, en lugar de llamarlo padre o hermano, un recordatorio sutil de su estatus caído.
Lo que hiciste fue grave a los ojos de la Iglesia y de la ley, pero Dios ve más allá de las leyes de los hombres. Si tu arrepentimiento es sincero, él te perdonará. Tomás dejó el cuenco vacío sobre la mesa y miró directamente a los ojos del prior. “No me arrepiento de haberla amado”, respondió con una franqueza que sorprendió al fraile.
“Me arrepiento de no haber sido lo suficientemente valiente o inteligente para protegerla. Me arrepiento de haberla puesto en peligro, pero no me arrepiento de lo que sentí, de lo que siento por ella.” El Prior guardó silencio por un momento, procesando estas palabras. Finalmente hizo la señal de la cruz y se dirigió hacia la puerta. Rezaré por ti, Tomás Aguirre, dijo antes de salir, para que encuentres paz en la penitencia que te espera.
Mientras tanto, a cientos de kilómetros de distancia, en el convento de las Carmelitas de Puebla, Sitlali Hernández comenzaba su nueva vida de reclusión. Había llegado tres días antes, transportada en una carreta similar a la de Tomás, aunque su viaje había sido más corto. A diferencia del trato respetuoso que los dominicos dieron a Tomás en Veracruz, la recepción de Sitlali en el convento fue fría y severa.
No la consideraban una hermana caída, sino una pecadora que debía expiar su crimen mediante el trabajo duro y la oración forzada. La madre superior a una mujer de origen español llamada Sor Beatriz de la Cruz, la había recibido con estas palabras: “No estás aquí para convertirte en monja mestiza. Estás aquí para servir y para purgar tu pecado.
Trabajarás en la lavandería desde el amanecer hasta el anochecer y el resto del tiempo lo pasarás rezando por la salvación de tu alma corrompida.” Le habían asignado un jergón en un rincón de la lavandería, no en las celdas donde vivían las novicias y las monjas. Le habían rapado el poco cabello que le quedaba después del corte público y le habían dado un tosco sayal gris, marcando su estatus como penitente, no como miembro de la comunidad religiosa.
Sus heridas, aunque atendidas por su tío durante los días posteriores al castigo, seguían siendo dolorosas. Algunas se habían infectado provocándole fiebre intermitente, pero en el convento nadie parecía preocuparse por su salud. Su trabajo en la lavandería comenzó de inmediato.
Cargar pesados baldes de agua, frotar sábanas y hábitos contra piedras de lavar, tenderlos bajo el sol inclemente. Cada movimiento era una tortura para su espalda lacerada. Pero Sidlali no se quejaba. Había prometido no darles el placer de verlas sufrir y mantenía esa promesa día tras día.
Las otras lavanderas, mujeres indígenas y mestizas, que trabajaban en el convento por un mísero salario, al principio la evitaban, temerosas de asociarse con una pecadora condenada. Pero poco a poco, impresionadas por su silenciosa fortaleza, comenzaron a ayudarla discretamente. Le asignaban las tareas menos pesadas, le guardaban un poco de comida cuando la fiebre le impedía trabajar, incluso le aplicaban cataplasmas de hierbas medicinales en las heridas cuando nadie las veía.
Una de ellas, una mujer mayor llamada Shochitle, se atrevió a hablarle una noche cuando las demás ya dormían. Sé por qué estás aquí”, le dijo en voz baja. “Todo Puebla habla de ello. La mestiza que enamoró a un sacerdote.” Sitlali permaneció en silencio, temiendo que fuera una trampa. “No temas”, continuó Shitle. “No te juzgo.
Mi abuela me contaba historias de nuestros antepasados, de cómo el amor era sagrado para ellos, más allá de las leyes impuestas por los españoles. Él no es solo un sacerdote para mí. respondió finalmente Sitlali, sorprendiéndose a sí misma por hablar. Es Tomás, un hombre con dudas, con miedos, con sueños, igual que yo. Shotchitl asintió comprensivamente.
¿Sabes qué fue de él? Lo enviaron a España respondió Sitlali, sintiendo un nudo en la garganta. Nunca volveré a verlo. La mujer mayor guardó silencio por un momento, como si dudara en decir algo más. Finalmente habló. Mi hijo trabaja en el puerto de Veracruz. Va y viene con información.
Si quieres, podría pedirle que averigüe en qué barco partirá Tuto Tomás. Los ojos de Chitlali se iluminaron por primera vez en días. ¿Harías eso por mí? Lo haré, asintió Shochitlle. No puedo prometer nada más que eso, pero al menos sabrás cuándo y cómo se marcha. Gracias”, susurró Sitlali, apretando la mano rugosa de la anciana entre las suyas.
“Saber eso sería algo a lo que aferrarme.” En los días siguientes, Sitlali trabajó con renovada energía a pesar del dolor constante. La posibilidad de tener noticias de Tomás, por pequeñas que fueran, le daba fuerzas para soportar la rutina agotadora del convento, los rezos interminables y la mirada despectiva de las monjas.
Mientras tanto, en Veracruz, Tomás se recuperaba lentamente. La infección en sus heridas había remitido gracias a los cuidados de los frailes dominicos. Y aunque seguía débil, ya podía caminar por su propia cuenta. Le permitían dar cortos paseos por el claustro del convento, siempre vigilado por un fraile. En esos momentos miraba hacia el mar y pensaba en el viaje que pronto emprendería, alejándolo para siempre de la tierra, que había sido su hogar durante 10 años, y de la mujer que había cambiado su vida. La noticia llegó un atardecer. El San
Jerónimo zarparía al amanecer del día siguiente. Tomás sería escoltado a bordo antes del alba para evitar cualquier espectáculo público. Esa noche, el caído sacerdote escribió una carta. No estaba seguro de si alguna vez llegaría a su destinataria, pero necesitaba poner en palabras lo que sentía.
El Prior le había proporcionado papel, tinta y pluma, quizás como un último acto de compasión. “Mi querida Sitlali”, comenzó, las palabras fluyendo desde su corazón directamente al papel. “Cuando leas esto, si es que alguna vez llega a tus manos, yo estaré al otro lado del océano, en una tierra que una vez llamé hogar, pero que ahora me parecerá tan extraña como lo fue México cuando llegué hace 10 años.
escribió durante horas llenando varias páginas con sus pensamientos, sus sentimientos, sus recuerdos compartidos y sus esperanzas perdidas. Al terminar, dobló cuidadosamente las hojas y la selló con un poco de cera que el fraile le había dejado. A la mañana siguiente, antes de partir hacia el muelle, entregó la carta al Prior.
“¿Podríais aseguraros de que esto llegue al convento de las Carmelitas en Puebla?”, preguntó, consciente de que era mucho pedir. El Prior tomó la carta y la miró con expresión indescifrable. Por un momento, Tomás temió que la arrojara al fuego delante de sus ojos, pero en lugar de eso, el fraile la guardó entre los pliegues de su hábito.
No puedo prometer que llegará a sus manos dijo finalmente, “pero haré lo que pueda.” Era más de lo que Tomás esperaba. Asintió agradecido y se preparó para el último tramo de su viaje en tierra mexicana. El puerto de Veracruz bullía de actividad incluso a esa hora temprana.
Comerciantes, marineros y trabajadores iban y venían cargando mercancías, revisando amarres, preparando los barcos que zarparían con la marea favorable. El San Jerónimo, un galeón de buen tamaño, se mecía suavemente en el muelle principal, listo para emprender el largo viaje a España. Tomás, escoltado por dos soldados y un fraile dominico, avanzaba lentamente hacia el barco.
Ya no llevaba el hábito sacerdotal, sino ropas sencillas de civil. Su cabello, antes pulcramente tonsurado, había comenzado a crecer de manera despareja y una barba incipiente cubría su mentón. Para cualquiera que lo viera, era simplemente un español más retornando a la madre patria, quizás un comerciante o un funcionario menor.
Mientras se acercaban a la pasarela del barco, Tomás sintió el impulso de mirar hacia atrás una última vez, como para grabar en su memoria la imagen de la tierra que dejaba. Fue entonces cuando lo vio entre la multitud del muelle, un joven indígena lo observaba fijamente. No parecía un simple curioso.
Sus ojos seguían cada movimiento de Tomás con deliberada atención. Por un instante, sus miradas se cruzaron. El joven hizo un gesto casi imperceptible, llevándose la mano al corazón. Luego desapareció entre la multitud. Tomás no tuvo tiempo de reflexionar sobre este extraño encuentro.
Los soldados lo instaron a continuar y pronto se encontró a bordo del San Jerónimo, siendo conducido a lo que sería su camarote durante el viaje. Un pequeño compartimento en la bodega, apenas lo suficientemente grande para un camastro y un baúl. Aquí te quedarás hasta que lleguemos a Cádiz, le informó secamente uno de los soldados. Se te traerá comida dos veces al día y podrás subir a cubierta una hora cada tarde, siempre acompañado. Tomás asintió. No esperaba comodidades ni privilegios.
De hecho, considerando su condición de prisionero, el trato era más humano de lo que podría haber sido. Mientras tanto, el joven indígena que había observado a Tomás en el muelle se alejaba rápidamente del puerto. Se llamaba Tisoc. Era hijo de Shitl, la lavandera que había mostrado compasión por Sitlali en el convento de las Carmelitas.
Había viajado desde Puebla hasta Veracruz con la única misión de confirmar la partida del sacerdote y, si era posible, llevarle algún mensaje a Sitlali. Tisc emprendió el regreso de inmediato, cabalgando sin descanso. Tres días después llegaba a Puebla y se dirigía al convento.
No podía entrar, por supuesto, pero sabía que su madre saldría al mercado esa tarde para comprar jabón y ceniza para la lavandería. Tal como esperaba, encontró a Shochitle en el mercado central regatando con un vendedor. Esperóciemente a que terminara su compra y luego se acercó a ella. como si fuera un encuentro casual. “Madre la saludó con respeto. Hijo mío”, respondió ella, abrazándolo brevemente.
“¿Traes noticias?” Tisca sintió bajando la voz. El sacerdote partió hace tres días en el galeón San Jerónimo. Lo vi abordar con mis propios ojos. Shochitel cerró los ojos un momento como procesando la información. Algo más que deba saber ella parecía recuperado de sus heridas”, añadió Tisoc.
Caminaba por sí mismo, aunque con cierta dificultad y había algo más. Dudó un momento antes de continuar. Entregó una carta a un fraile dominico antes de subir al barco. No pude escuchar lo que decían, pero el fraile guardó la carta en su hábito. Esta información hizo que Shitle abriera mucho los ojos. Una carta.
¿Crees que podría ser para ella? No lo sé, admitió Tisoc. Pero el fraile no la destruyó, al menos no allí mismo. Shitl asintió pensativa. Le diré lo que has visto. Le dará algo de paz saber que él ha partido con vida y quizás la esperanza de que algún día pueda recibir sus palabras. Esa noche, mientras las demás lavanderas dormían, Shochitl se acercó al jergón de Sitlali y le contó todo lo que su hijo había presenciado en Veracruz.
La joven escuchó en silencio, las lágrimas corriendo por sus mejillas, sin emitir sonido alguno. ¿Crees que esa carta era para mí?, preguntó finalmente, su voz apenas un susurro. No puedo saberlo con certeza, respondió honestamente Shochitle.
Pero si lo era, y si ese fraile dominico decide cumplir su promesa, quizás un día llegue a ti. Titlali cerró los ojos, permitiéndose un momento de esperanza en medio de su desesperación. “Gracias”, murmuró apretando la mano de la anciana. “¿No sabes lo que significa para mí saber que está vivo, que ha partido con suficiente fuerza para enfrentar lo que le espera? Ahora debes concentrarte en sobrevivir tú también”, le aconsejó Shitle.
Este convento puede ser tu prisión, pero no tiene por qué ser tu tumba. Sé paciente, trabaja duro, gánate poco a poco el respeto de las monjas. Con el tiempo quizás tu situación mejore. Sitlali asintió comprendiendo la sabiduría de esas palabras. Había perdido todo, su libertad, su dignidad, el hombre que amaba.
Pero aún tenía su vida y mientras viviera, mantendría vivo también el recuerdo de Tomás y de lo que habían compartido. En el océano Atlántico, a bordo del San Jerónimo, Tomás Aguirre contemplaba las estrellas desde la cubierta del barco durante su hora permitida al aire libre. Eran las mismas estrellas que había observado tantas veces desde Tlaxcala, las mismas que ahora brillaban sobre Puebla. sobre el convento donde Chitlali estaba recluida.
Bajo este mismo cielo, pensó encontrando extraño consuelo en esa idea. Aunque nos separen océanos y muros, seguimos bajo el mismo cielo. Y así con miles de kilómetros aumentando entre ellos cada día, Tomás y Sitlali comenzaban a recorrer caminos separados, unidos únicamente por el recuerdo de un amor que la sociedad de su tiempo había considerado imperdonable, pero que para ellos había sido lo más real y puro que jamás experimentarían.
Laxcala, México. 5 años después, 1696, don Joaquín Hernández caminaba con dificultad por el sendero que conducía al cementerio de Tlaxcala. A sus 65 años, los achaques de la vejez se habían intensificado, especialmente desde aquel fatídico día en que su sobrina Sititlali fue públicamente humillada y después enviada al convento.
El dolor de no poder protegerla se había convertido en una carga física que encorbaba su espalda y hacía temblar sus manos. El pequeño cementerio estaba tranquilo esa tarde. Una leve brisa mecía las flores silvestres que crecían entre las tumbas, y el sol comenzaba su descenso hacia el horizonte, bañando todo con una luz dorada y melancólica.
Don Joaquín se detuvo frente a una tumba sencilla marcada con una cruz de madera. No había nombre grabado, solo una fecha. 20 de noviembre de 1691, el día del castigo público. He venido a despedirme, compadre, habló en voz baja, como si el ocupante de la tumba pudiera escucharlo. Mi tiempo se acaba y quería verte una última vez.
La tumba pertenecía a don Francisco, un viejo amigo que había muerto de un infarto al presenciar la flagelación de Sitlali. Había sido uno de los pocos que se opusieron abiertamente al castigo, gritando que era injusto y desproporcionado. Su corazón, ya debilitado por la edad, no resistió la impotencia y la rabia.
“Las cosas han cambiado mucho en estos años”, continuó don Joaquín. “El capitán Mendoza ya no está en Tlaxcala. Lo trasladaron a Guatemala después de que se descubriera que extorsionaba a los comerciantes. Dicen que allá la vida es más dura, que los nativos son menos sumisos que aquí. Una sonrisa amarga cruzó su rostro arrugado.
Y la vieja Josefa, la que delató a Sitlali y al padre Tomás, murió el invierno pasado. Nadie fue a su entierro, excepto su hija, que heredó su casa y su mala lengua. se arrodilló con dificultad para colocar unas flores sobre la tumba. Pero no he venido a hablarte de ellos, compadre. He venido porque recibí noticias de Mitlali después de tanto tiempo.
De entre los pliegues de su camisa sacó una carta arrugada por las muchas veces que la había leído. Llegó hace una semana, traída por un fraile dominico que viajaba de Puebla a México. La escribió hace más de un año, dice. con manos temblorosas, desdobló el papel y comenzó a leer en voz alta, aunque no había nadie más que pudiera escucharlo.
Querido tío Joaquín, espero que esta carta lo encuentre con buena salud. Han pasado 4 años desde que nos separamos y no ha habido día en que no piense en usted y en nuestra pequeña casa en Tlaxcala. Mi vida en el convento ha sido dura, pero no tanto como podría haber sido.
Las monjas ya no me tratan con desprecio. Creo que mi trabajo constante y mi silencio les han ganado, si no respeto, al menos tolerancia. Ya no duermo en la lavandería, sino en una pequeña celda junto a las novicias. No soy una de ellas, nunca lo seré. Pero al menos ahora me permiten asistir a las clases de lectura que dan a las niñas que educan aquí.
He aprendido a leer y a escribir, tío. Esta carta es prueba de ello. La hermana Inés, la más joven de las monjas, ha sido mi maestra en secreto. Dice que tengo facilidad para las letras, pero la razón principal por la que le escribo es para compartir una noticia que llegó al convento hace unos meses. Un fraile dominico que venía de España trajo consigo una carta para mí.
Sí, tío. Una carta de él, de Tomás. No puedo enviarle esa carta. Es mi tesoro más preciado, pero puedo decirle que está vivo. Vive en un monasterio cerca de Toledo, cumpliendo su penitencia. Sus días son austeros y solitarios, pero dice que ha encontrado cierta paz en el silencio y en la contemplación.
me pide perdón por haberme puesto en peligro, por no haber sido más cuidadoso, por el sufrimiento que me causó, como si hubiera sido su culpa tío, cuando ambos sabemos que fue una decisión de los dos. Lo más importante es que no me ha olvidado. Dice que piensa en mí cada día, que reza por mí, que espera que algún día pueda perdonarlo, como si hubiera algo que perdonar.
El fraile que trajo su carta se apiadó de mí y prometió llevar mi respuesta cuando regrese a España el próximo año. He escrito y reescrito esa carta decenas de veces tratando de condensar 5 años de pensamientos y sentimientos en unas pocas páginas. No sé si alguna vez volveré a saber de él después de esto.
Es un milagro que esta primera carta haya llegado a mí y que pueda responderle, pero me basta con saber que está vivo, que me recuerda, que lo que vivimos fue real. Tío Joaquín, no sé si alguna vez podré regresar a Tlaxcala. Las monjas hablan de enviarme a una misión en las montañas, donde necesitan a alguien que ayude con la enfermería. Otra habilidad que he adquirido aquí, parte de mí anhela ese cambio, la posibilidad de un lugar donde nadie conozca mi historia, donde no sea la mestiza que enamoró a un sacerdote.
Le escribiré de nuevo cuando sepa más sobre este posible traslado. Mientras tanto, cuídese mucho, sepa que lo quiero y que agradezco todo lo que hizo por mí, especialmente después de aquel día terrible. su sobrina, que no lo olvida, Sitlali. Don Joaquín dobló la carta con cuidado y la guardó nuevamente entre sus ropas. Las lágrimas corrían libremente por sus mejillas arrugadas.
¿Lo oyes, compadre? Mi niña sabe leer y escribir ahora y ha recibido noticias de su Tomás. soltó una risa entrecortada por el llanto. Ni siquiera la Santa Inquisición pudo separarlos del todo. Se puso de pie lentamente, apoyándose en su bastón.
No viviré para ver si vuelven a encontrarse, pero me voy con la certeza de que su amor sobrevivió a los azotes, a la humillación pública, a los océanos de distancia. Y eso, amigo mío, es un tipo de victoria, ¿no crees? El sol casi había desaparecido en el horizonte, tiñiendo el cielo de rojos y púrpuras intensos.
Don Joaquín contempló por última vez la tumba de su amigo y luego dirigió su mirada hacia el oeste, hacia Puebla, donde su sobrina continuaba su vida, y más allá hacia el océano y España, donde un antiguo sacerdote español quizás miraba el mismo atardecer. El amor prohibido de Tlaxcala, murmuró para sí mismo. Una historia que algún día quizás pueda contarse sin vergüenza ni condena, con paso lento pero decidido, el anciano emprendió el camino de regreso a su casa, llevando consigo la carta de Sitlali, y la esperanza de que de alguna manera el tiempo y la distancia no fueran obstáculos insuperables para un
amor que había sobrevivido a lo peor que su época pudo imponerle. Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, en un austero monasterio cerca de Toledo, un hombre de 40 años con el cabello ya veteado de gris contemplaba el mismo cielo estrellado.
Sus manos sostenían un pequeño trozo de tel abordado con motivos indígenas, el único recuerdo tangible que conservaba de una joven mestiza que contra todas las probabilidades había logrado hacerle llegar un mensaje a través de océanos, montañas y los rígidos muros de la sociedad colonial. Y así, separados por distancias insalvables, pero unidos en espíritu, Tomás y Sitlali continuaban viviendo, llevando en sus corazones el eco de un amor que, aunque prohibido y castigado, había sido lo más verdadero que jamás conocieron. Un amor que quizás algún día la historia recordaría no como
un pecado, sino como un acto de valentía en un mundo que aún no estaba preparado para comprenderlo. Oh.
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