El aniversario de bodas de plata que se suponía debía ser romántico… él me lanzó los papeles del divorcio a la cara sin decir una sola palabra. Llena de rabia, salí a buscar una explicación, y lo que descubrí me hizo llorar de dolor y arrepentimiento…/th
El restaurante Patio Condesa brillaba con la elegancia sutil de las lámparas de cristal reflejadas en la vajilla de porcelana. Leticia Sánchez Mendoza, de 52 años, había elegido cuidadosamente cada detalle para celebrar su aniversario de bodas de plata con Juan. Veinticinco años de matrimonio merecían una celebración digna —pensó— mientras se acomodaba el collar de perlas que él le había regalado por su décimo aniversario.
“Señora, ¿le gustaría ordenar de inmediato o prefiere esperar a su acompañante?”, preguntó el mesero con una sonrisa ensayada.
“Esperaré, gracias. Mi esposo no tardará en llegar”, respondió Leticia, mirando el reloj por tercera vez.
Juan nunca llegaba tarde. Era meticuloso con el tiempo, como con todo en la vida. Era director financiero de una importante empresa constructora en Ciudad de México. Su agenda estaba programada al minuto.
Por eso, cuando el reloj marcó 30 minutos de retraso, Leticia comenzó a inquietarse. Finalmente, la silueta familiar de Juan apareció en la puerta: alto, con el cabello negro salpicado de canas y ese andar que ella siempre había admirado. Pero algo no estaba bien. Su mirada, que solía ser cálida al verla, ahora era distante, casi fría. No sonrió al acercarse.
“Perdón por llegar tarde”, dijo secamente al sentarse frente a ella.
“No te preocupes, amor. Lo importante es que estamos juntos en este día tan especial”, respondió Leticia, extendiendo la mano sobre la mesa para tomar la suya. Juan no correspondió al gesto.
En su lugar, sacó un sobre marrón del portafolio y lo colocó entre los dos. El sonido del papel deslizándose sobre el mantel blanco pareció retumbar en los oídos de Leticia.
“¿Qué es esto?”, preguntó, aunque una voz interior ya le advertía que no quería saber la respuesta.
“Papeles de divorcio”, respondió él con un tono plano, sin emociones. “Mi abogado se pondrá en contacto contigo para explicarte los detalles.”
El mundo de Leticia se detuvo. Las conversaciones a su alrededor se volvieron un murmullo indistinguible. La luz parecía intensificarse al punto de hacerle arder los ojos.
¿Divorcio después de 25 años? Sin una explicación, sin una palabra de consuelo. Cada palabra que intentaba pronunciar se le atascaba en la garganta como cuchillas. Juan permanecía en silencio, con la mirada fija en algún punto detrás de ella, evitando mirarla a los ojos.
—Te mereces saber la verdad, Juan —insistió Leticia, intentando mantener la calma.
—No puedo. Ya no te amo —respondió él de forma cortante.
Ya no quedaba nada más que decir. Se levantó, dejó el sobre sobre la mesa. Por un instante, Leticia creyó distinguir dolor en sus ojos, pero aquel destello desapareció tan rápido que pensó que lo había imaginado.
—El apartamento es tuyo hasta que la venta se concrete. Yo me quedaré en un hotel —añadió, sin decir nada más, y se marchó.
Leticia se quedó quieta, consciente de las miradas curiosas y discretas de los comensales cercanos. Con las manos temblando, recogió su bolso y salió del restaurante sin tocar el sobre.
La noche de Coyoacán la recibió con una llovizna tenue, típica de julio en Ciudad de México. Caminó sin rumbo, dejando que las gotas se confundieran con el llanto que ya no pudo contener. Veinticinco años juntos, sueños construidos paso a paso… y todo colapsado sin explicación.
Al llegar a su departamento en Valle, la ausencia de Juan resultaba manifiesta. Su perfume aún flotaba en el aire, pero varios cajones del armario estaban vacíos. Solo había dejado lo esencial. Sentada en el borde de la cama, observó las fotos colgadas: su boda en Cuernavaca, las vacaciones en Huatulco, la graduación de su hijo Emilio, hoy en Monterrey. Esos momentos que ella pensaba perfectos ahora parecían sonrisas fingidas. Todo había sido mentira.
Susurró al silencio del cuarto, marcó el teléfono y llamó a Emilio. Necesitaba una voz conocida, alguien que la recordara de que su mundo no siempre fue vacío. —Mamá —dijo él con voz somnolienta—. No te preocupes, ya es medianoche… Papá dijo que quiere divorciarse.
Leticia respiró hondo. Sin rodeos ni adorno alguno: en nuestro aniversario de bodas.
El silencio al otro lado fue breve, pero cargado de significado.
—Iré —respondió Emilio con decisión—. Tomo el vuelo primero mañana.
—No, hijo, tú tienes responsabilidades allá. Mamá estará bien —mintió Leticia—. Solo necesitaba contártelo.
Tras colgar, el departamento pareció aún más vacío. Caminó hacia la oficina que Juan consideraba su santuario. La paz del espacio reflejaba su naturaleza ordenada, siguió utilizando su computadora… y para su sorpresa no tenía contraseña. O quizás ya no le importaba lo que Leticia descubriera.
Revisó su bandeja de entrada: solo correos de trabajo, facturas digitales, boletines financieros. No hubo nada que explicara el abrupto final del matrimonio, ni en enviados, ni en archivos, ni en spam.
Estaba a punto de rendirse cuando notó un pequeño icono en la esquina del escritorio, una aplicación de almacenamiento en la nube que no reconocía. Al abrirla encontró una carpeta titulada Simplemente L. Su corazón se aceleró mientras hacía clic. Dentro había documentos financieros, principalmente estados de cuenta de un banco que no era el habitual, recibos de transferencias a una cuenta desconocida y fotografías, fotografías de una casa en Tepostland que nunca había visto. “¿Qué estás escondiendo, Juan?”, murmuró para sí misma. La llovisna se había
convertido en una tormenta fuerte, golpeando las ventanas como un eco de la tempestad que se desataba en su interior. Mientras el reloj marcaba las 3 de la madrugada, Leticia Sánchez Mendoza tomó una decisión. No aceptaría el divorcio sin respuestas. No permitiría que 25 años terminaran en silencio.
Si Juan no quería hablar, ella encontraría la verdad por sí misma. La mañana siguiente amaneció con un cielo despejado que contrastaba cruelmente con la tormenta interior de Leticia. Después de una noche sin dormir, se miró en el espejo del baño, ojos hinchados, cabello revuelto y una determinación nueva en su mirada.
Hoy no soy la víctima”, se dijo mientras se arreglaba con cuidado, eligiendo un traje sastre azul marino que usaba para las reuniones importantes en la galería de arte que dirigía en Polanco. Su primer destino fue la oficina de Juan en la constructora edificaciones Azteca. Conocía bien el edificio corporativo en Reforma. Había asistido a suficientes eventos de la empresa durante años. El guardia de seguridad la saludó con familiaridad.
Buenos días, señora Sánchez. Don Juan no ha llegado todavía. No vengo a verlo a él”, respondió con una sonrisa ensayada. “Quedé de verme con Mariana de recursos humanos. La mentira funcionó. Minutos después estaba en el piso 14, donde trabajaba Raúl Cortés, el mejor amigo de Juan y director de operaciones de la empresa.
Si alguien sabía algo, sería él.” Raúl la recibió con evidente incomodidad. Leticia, qué sorpresa”, dijo ajustándose nerviosamente la corbata. “Juan no está hoy, pidió unos días.” “Lo sé”, interrumpió ella cerrando la puerta de la oficina trás de sí. “Me entregó los papeles del divorcio ayer en nuestro aniversario de bodas de plata.” El rostro de Raúl palideció visiblemente. “Yo lo siento mucho.
No sabía que sería ayer. Entonces sí sabías del divorcio,”, concluyó Leticia sentándose frente a él. ¿Desde cuándo, Raúl? ¿Desde cuándo sabes que mi matrimonio se estaba desmoronando mientras yo vivía en la ignorancia? Raúl desvió la mirada hacia la ventana, donde el paseo de la reforma se extendía bajo ellos, bullicioso e indiferente a sus dramas personales.
“No me corresponde hablar de esto, Lety”, respondió finalmente. “Son asuntos entre ustedes.” “25 años, Raúl”, insistió ella inclinándose hacia adelante. “25 años merecen al menos una explicación. ¿Hay otra mujer?” El silencio de Raúl fue más elocuente que cualquier respuesta. Entiendo”, dijo Leticia sintiendo una nueva puñalada de dolor. “La conozco.
Por favor, no me pidas que la hemos recibido en nuestra casa”, exclamó ella conectando puntos. “Es alguien de nuestro círculo, ¿verdad?” Raúl se levantó visiblemente incómodo. “Leticia, te aprecio mucho, pero mi lealtad, tu lealtad está con quien te conviene.” Interrumpió ella con amargura.
Dile a Juan que no firmaré nada hasta que me dé la cara y que lo que sea que esté escondiendo en Tepostlán, voy a descubrirlo. La expresión sorprendida de Raúl confirmó sus sospechas. Había dado en el clavo. Salió de la oficina con la cabeza alta, ignorando las miradas curiosas de los empleados.
En el ascensor sacó su teléfono y llamó a su mejor amiga, Carmen Robles, profesora de literatura en la UNAM y su confidente desde la universidad. Necesito que me acompañes a Tepostlan”, le dijo sin preámbulos. Creo que Juan tiene una casa allí y posiblemente a otra mujer. Dos horas más tarde, el Volkswagen Jetta de Carmen avanzaba por la carretera hacia Morelos. El paisaje cambiaba gradualmente, los edificios de la ciudad daban paso a los volcanes a lo lejos y la vegetación más abundante. “¿Estás segura de esto, Leti?”, preguntó Carmen lanzándole una mirada preocupada.
¿Qué esperas encontrar? La verdad, respondió simplemente, sea cual sea, Teplán las recibió con su característico aire de pueblo mágico, calles empedradas, el imponente tepozteco alzándose sobre el valle y turistas paseando tranquilamente. Pero Leticia no había venido a admirar el paisaje.
Con la dirección obtenida de los documentos en la computadora de Juan, llegaron a una zona residencial en las afueras del pueblo. Casas elegantes, discretamente ocultas tras muros altos y vegetación abundante. “Es aquí”, dijo Leticia deteniendo el auto frente a una entrada con el número 27. Una propiedad hermosa con estilo colonial moderno, se vislumbraba tras la reja.
El jardín estaba impecablemente cuidado, con bugambilias moradas trepando por las paredes blancas. “¿Y ahora qué?”, preguntó Carmen. “No podemos simplemente entrar.” Como respondiendo a su pregunta, la puerta principal de la casa se abrió. Leticia contuvo la respiración esperando ver a la amante de su marido.
En cambio, una mujer mayor de unos 70 años salió cargando una bolsa de compras. “Doña Mercedes”, murmuró Leticia, reconociendo inmediatamente a la tía de Juan, a quien había visto en contadas ocasiones familiares. Sin pensarlo dos veces, bajó del auto y se acercó a la reja. Doña Mercedes”, llamó sobresaltando a la mujer. “Leticia”, respondió la anciana claramente sorprendida.
“¿Qué haces aquí?” “Eso mismo me pregunto yo,”, contestó Leticia. “¿Puedo pasar? Necesito hablar con usted.” La incomodidad era palpable mientras las tres mujeres se sentaban en la terraza de la casa. Mercedes le sirvió café de olla en silencio, evitando la mirada inquisitiva de Leticia. Juan compró esta casa hace 5 años, explicó finalmente.
Me pidió que viviera aquí. Dijo que era más tranquilo para mi salud que la ciudad. 5 años, repitió Leticia, y nunca lo mencionó. Mercedes suspiró profundamente. No es lo que piensas, Leticia. No hay otra mujer. Al menos no como imaginas. Entonces, ¿qué es? ¿Por qué el secreto? ¿Por qué pediría el divorcio después de tanto tiempo? La anciana pareció debatirse internamente antes de responder.
No me corresponde decírtelo, pero sí puedo decirte que Juan ha estado lidiando con algo muy difícil, algo que decidió enfrentar. Solo estamos casados. Se supone que enfrentamos las cosas juntos, replicó Leticia sintiendo que las lágrimas amenazaban con volver. Mercedes se levantó lentamente y se dirigió a un pequeño escritorio en la esquina de la sala.
De un cajón sacó una libreta de cuero gastado. Juan viene aquí cada dos semanas, dijo entregándole la libreta a Leticia. Pasa el día en el estudio de arriba y luego regresa a la ciudad. Deja esto aquí, quizás te dé algunas respuestas. Leticia tomó la libreta con manos temblorosas.
Al abrirla, reconoció de inmediato la caligrafía precisa de Juan. Era una especie de diario con fechas y anotaciones breves. 15 de marzo. La fatiga empeora. El Dr. Velázquez sugiere nuevos estudios. 2 de abril. Resultados confirmados. Pronóstico reservado. No le diré a Leticia todavía. 28 de mayo. Inicié el tratamiento. Efectos secundarios manejables por ahora. Emilio llamó.
Casi me quiebro al hablar con él. Leticia levantó la vista de la libreta. El horror reflejado en su rostro. ¿Está enfermo?, preguntó con un hilo de voz. Mercedes asintió lentamente. Leucemia, respondió con voz queda, diagnosticada hace más de un año. No quiso que nadie lo supiera, especialmente tú.
El mundo de Leticia, que creía no podía desmoronarse más, terminó de colapsar en ese momento. ¿Por qué me alejaría cuando más me necesita? murmuró más para sí misma que para las otras mujeres. Carmen le tomó la mano en un gesto de apoyo silencioso. “Porque Juan siempre ha sido así”, respondió Mercedes con tristeza, “orgullo, hasta lo absurdo. Prefiere alejarte que verte sufrir viéndolo deteriorarse.
” Leticia cerró los ojos recordando detalles que había pasado por alto. cansancio que Juan atribuía al trabajo, su repentina pérdida de peso que justificaba con una dieta, las manchas en su piel que ocultaba bajo camisas de manga larga incluso en verano. ¿Dónde está ahora?, preguntó levantándose con determinación renovada. en el Hospital Ángeles para su tratamiento semanal, respondió Mercedes.
Pero Leticia, él no quiere que ya no se trata de lo que él quiera. Interrumpió guardando la libreta en su bolso. Se trata de lo que necesita y me necesita, aunque sea demasiado terco para admitirlo. Mientras salían de la casa, el cielo de Tepostlán comenzaba a nublarse, anticipando otra tormenta.
Pero por primera vez desde la noche anterior, Leticia sentía que la tormenta en su interior comenzaba a aclararse. No era abandono lo que Juan le había ofrecido en su aniversario. Era, en su retorcida lógica, una forma de amor. El Hospital Ángeles se alzaba imponente en la zona de Pedregal, sus amplios ventanales reflejando las nubes grises que amenazaban con desatar otra tormenta sobre la Ciudad de México.
Leticia y Carmen llegaron poco después de las 4 de la tarde, cuando la actividad en el área de oncología comenzaba a disminuir. En el mostrador de información, Leticia respiró profundo antes de hablar. Buenas tardes. Busco al señor Juan Carlos Méndez Ruiz. Está en tratamiento de leucemia, dijo con voz firme, sorprendiéndose de su propia entereza. La recepcionista tecleó el nombre en su computadora.
El señor Méndez está en la sala de quimioterapia ambulatoria, quinto piso, respondió. Es usted familiar. Soy su esposa, contestó Leticia. Y aunque técnicamente seguía siendo cierto, las palabras le resultaron extrañas en la boca, como si ya no le pertenecieran completamente. Carmen decidió esperar en la cafetería. Esto era algo que Leticia debía enfrentar sola.
El ascensor la llevó al quinto piso con una lentitud exasperante. Con cada piso que subía, Leticia repasaba mentalmente lo que diría. La rabia inicial se había transformado en una mezcla de dolor, compasión y determinación. Ya no buscaba culpables, sino respuestas. La sala de quimioterapia era un espacio amplio con varios sillones reclinables dispuestos en semicírculo.
Cada paciente recibía su tratamiento mientras veía televisión. leía o simplemente descansaba. Leticia lo vio de inmediato. Juan estaba en un sillón junto a la ventana con un libro en las manos que no parecía estar leyendo realmente. Un gotero conectado a su brazo izquierdo administraba lo que Leticia supuso era el medicamento que combatía el cáncer que silenciosamente lo consumía.
Se veía más delgado de lo que recordaba, con una palidez que hasta ahora no había notado. Se acercó lentamente, sin ser vista. Cuando estuvo a un metro de distancia, Juan levantó la vista como si hubiera sentido su presencia. Sus ojos se abrieron con sorpresa y algo más. Vergüenza, ¿miedo, Leticia, murmuró cerrando el libro. ¿Cómo? Mercedes”, respondió ella simplemente sentándose en la silla vacía junto a él. “Y tus propias notas.
” Juan desvió la mirada hacia la ventana, donde las primeras gotas de lluvia comenzaban a golpear el cristal. “No deberías estar aquí”, dijo con voz apagada. “Te di los papeles precisamente para evitar esto.” “¿Para evitar qué exactamente?”, preguntó ella, manteniendo la voz baja pero firme.
Que tu esposa de 25 años esté a tu lado cuando más la necesitas para evitar que desperdicies los próximos meses o años cuidando de un enfermo”, respondió él con amargura. “Para darte libertad. No es tu decisión darme o quitarme libertad, Juan”, replicó Leticia. Es mi vida, mi elección.
Una enfermera se acercó para revisar el gotero, lanzándoles una mirada curiosa antes de retirarse discretamente. El pronóstico no es bueno continuó Juan, mirándola finalmente a los ojos. La leucemia está avanzada. El tratamiento es solo paliativo en este punto. Leticia sintió que el suelo se movía bajo sus pies, pero se mantuvo firme. ¿Cuánto tiempo? Seis meses, quizás un año con suerte”, respondió él.
Y por primera vez su voz se quebró ligeramente. No quería que me vieras así, que tu último recuerdo de mí fuera el de un hombre consumiéndose en una cama de hospital. Así que decidiste que el último recuerdo fuera el de un hombre entregándome papeles de divorcio en nuestro aniversario”, replicó ella con una mezcla de dolor e ironía.
Brillante plan, Juan. Un silencio incómodo se instaló entre ellos. En las otras sillas, pacientes con sus propias batallas, los miraban discretamente, reconociendo quizás el drama familiar que se desarrollaba. “Emilio no sabe nada”, dijo finalmente Juan. “No quiero que lo sepa. Es nuestro hijo”, respondió Leticia. Tiene derecho a saber que su padre está enfermo, a despedirse.
“¿Como tú te estás despidiendo ahora?”, preguntó él con una sonrisa triste. Con rabia, con dolor, con amor, corrigió ella. tomando su mano con cautela, evitando la vía intravenosa. A pesar de todo, con amor, las defensas de Juan parecieron desmoronarse en ese momento. Sus hombros se hundieron y, por primera vez, desde que Leticia lo conocía, vio lágrimas en sus ojos.
“Lo siento”, murmuró él. Pensé que sería más fácil para ti odiarme que verme morir lentamente. Nada sobre esto es fácil, Juan”, respondió ella, sintiendo sus propias lágrimas amenazar con desbordarse. “Pero lo enfrentaremos juntos, como prometimos hace 25 años en la salud y en la enfermedad, ¿recuerdas?” Él asintió lentamente. “El Dr.
Velázquez vendrá en unos minutos”, dijo como cambiando de tema. “Podrás hablar con él, hacer todas tus preguntas. Tengo muchas”, admitió Leticia, “Pero la más importante ya la respondiste tú. ¿Cuál? Si aún me amas”, respondió ella con suavidad. Y ahora sé que sí, aunque de una manera retorcida y absolutamente típica de ti. Por primera vez en lo que parecían siglos, una sonrisa genuina iluminó el rostro de Juan.
Siempre, admitió, incluso cuando intentaba alejarte. El tratamiento continuó por otra hora. Leticia permaneció a su lado, ambos hablando en voz baja sobre detalles prácticos, el régimen de medicamentos, los efectos secundarios, las próximas citas. Cuando el Dr.
Velázquez llegó, un hombre de mediana edad con expresión amable pero seria, Leticia escuchó atentamente cada palabra, cada explicación médica, cada posibilidad, por remota que fuera. “Han considerado el trasplante de médula?”, preguntó ella, sorprendiendo tanto al médico como a Juan con su conocimiento. Lo discutimos hace meses respondió el doctor, pero la edad del señor Méndez y el avance de la enfermedad hacen que sea de alto riesgo con pocas probabilidades de éxito.
Quiero intentarlo, intervino Juan inesperadamente, si hay aunque sea una pequeña posibilidad. El doctor asintió, prometiendo revisar el caso nuevamente. Cuando finalmente salieron del hospital, ya había anochecido. La lluvia había cesado, dejando el aire limpio y fresco. Carmen los esperaba pacientemente en el auto.
“Te llevaremos a casa”, dijo Leticia a Juan, “A nuestra casa. Leticia, no quiero ser una carga. El departamento del hotel ni siquiera lo menciones, interrumpió ella. Vamos a casa y mañana llamaremos a Emilio juntos. Durante el trayecto, Juan miró por la ventana las calles mojadas de la ciudad, como si las viera por primera vez o temiera que fuera la última.
Leticia observó su perfil, reconociendo al hombre que había amado durante más de dos décadas, pero viendo también a este nuevo Juan, vulnerable, asustado, pero quizás más auténtico que nunca. Al llegar al departamento en Del Valle, Juan se detuvo en el umbral, mirando el espacio familiar como si fuera un extraño.
“Tus cosas siguen donde las dejaste”, dijo Leticia encendiendo las luces, “e excepto tu computadora que revisé minuciosamente”, añadió con una pequeña sonrisa. “Siempre fuiste mejor detective que yo, contador”, respondió él, avanzando lentamente hacia el sofá. Carmen se despidió discretamente, prometiendo volver al día siguiente.
Solos por fin, el silencio entre ellos ya no era incómodo, sino contemplativo. ¿Qué sigue ahora?, preguntó Juan finalmente. Leticia se sentó junto a él, tomando su mano entre las suyas. Ahora luchamos respondió con determinación. Juntos. Esa noche, por primera vez en meses, Juan durmió sin pesadillas, con Leticia a su lado, velando su sueño como si pudiera, con su sola presencia, mantener a raya la enfermedad que amenazaba con arrebatárselo.
Mientras lo observaba dormir, Leticia pensó en los papeles del divorcio, aún sin abrir en su bolso. Mañana los rompería en mil pedazos. No habría divorcio ni separación, ni más secretos entre ellos. Solo el tiempo que les quedara juntos fuera mucho o poco, y la promesa de aprovecharlo al máximo. Una semana después, el departamento en del Valle se había transformado.
La habitación principal ahora incluía un pequeño dispensario de medicamentos meticulosamente organizados. En la sala, una pizarra blanca detallaba horarios de medicación, citas médicas y niveles de energía diarios. Pero lo más notable era el cambio en el ambiente. Donde antes había silencio y secretos, ahora reinaba una comunicación abierta, a veces dolorosa, pero siempre honesta.
Emilio había llegado de Monterrey dos días después de la llamada en que sus padres juntos le contaron toda la verdad. Su reacción inicial fue de rabia, principalmente dirigida a su padre por ocultarle algo tan crucial, pero rápidamente dio paso a una determinación que recordaba mucho a la de Leticia. Investigué sobre especialistas en leucemia, anunció durante el desayuno mostrando su laptop con varias pestañas abiertas. Hay un médico en Houston que está teniendo buenos resultados con casos como el tuyo, papá. Juan, que
estaba teniendo un día relativamente bueno en términos de energía, sonrió ante el entusiasmo de su hijo. “Ya tengo un buen médico aquí, Emilio”, respondió con suavidad. “El doctor Velázquez es uno de los mejores oncólogos del país.” “Pero podríamos buscar una segunda opinión”, insistió Emilio.
“Incluso una consulta virtual. No perdemos nada.” Leticia observaba el intercambio mientras servía más café. Su hijo, con la misma tenacidad que ella había mostrado en Teppostlán, no estaba dispuesto a rendirse sin luchar. Le recordaba a ella misma una semana atrás cuando creía estar buscando a una amante y, en cambio, encontró una verdad mucho más dolorosa. “Hablaré con el Dr. Velázquez sobre eso”, concedió Juan.
“Finalmente, “quizás pueda coordinar una interconsulta. Era un pequeño triunfo y todos lo sabían. Juan, quien toda su vida había controlado cada aspecto de su existencia, estaba aprendiendo lentamente a compartir no solo las decisiones, sino también el peso de su enfermedad. Esa tarde, mientras Emilio había salido a comprar algunos encargos, Leticia encontró a Juan en el estudio revisando documentos.
Trabajando, preguntó desde la puerta con una taza de té de manzanilla en la mano. Organizando, corrigió él, aceptando la taza con gratitud. Mi testamento, seguros, fondos de inversión, quiero dejar todo en orden para ustedes. Leticia se sentó frente a él observando los papeles dispersos sobre el escritorio.
Documentos que en otras circunstancias la habrían hecho sentir segura sobre su futuro. Ahora solo le recordaban lo frágil que era todo. No necesito que lo dejes todo en orden dijo con suavidad. Necesito que luches por quedarte. Juan levantó la mirada, sus ojos reflejando una mezcla de cansancio y determinación.
Estoy luchando, Leti aseguró, pero también soy realista y parte de esa realidad es asegurarme de que tú y Emilio estarán bien pase lo que pase. Ella asintió, reconociendo la practicidad que siempre había caracterizado a su esposo, hablando de ser realistas. Continuó acercando su silla. Quiero que hagamos una lista. ¿Una lista? preguntó él intrigado.
De todo lo que queremos hacer en el tiempo que nos queda, explicó. Lugares que visitar, experiencias que compartir, conversaciones pendientes, todo. Juan pareció considerar la idea por un momento antes de tomar una hoja en blanco. Empecemos entonces, dijo escribiendo en la parte superior, el tiempo que nos queda. En las semanas siguientes, la lista se convirtió en su brújula.
A medida que la energía de Juan lo permitía, comenzaron a tachar elementos, una visita al Museo Nacional de Antropología que habían postergado durante años enseñarle a Emilio la receta secreta de chiles en nogada que Juan había aprendido de su abuela una tarde viendo álbum de fotos antiguos mientras recordaban anécdotas que Emilio nunca había escuchado. El Dr.
Velázquez había coordinado una teleconsulta con el especialista en Houston, quien sugirió algunas modificaciones al tratamiento. No prometían una cura, pero podrían mejorar la calidad de vida y quizás extender el tiempo disponible. Un mes después del fatídico aniversario, Leticia organizó una pequeña celebración en el departamento.
Invitó a los amigos más cercanos, Carmen, Raúl, quien finalmente se había atrevido a visitar después de múltiples llamadas de Juan, asegurándole que no había resentimientos. Mercedes y algunos colegas del trabajo de ambos. ¿Qué celebramos exactamente?, preguntó Juan mientras la ayudaba a colocar flores en la mesa de centro. sus movimientos más lentos, pero todavía precisos.
La vida, respondió Leticia simplemente. Cada día que tenemos la reunión fue íntima y emotiva, sin mencionar explícitamente la enfermedad, pero con todos conscientes de ella. Hubo risas, anécdotas compartidas, incluso baile cuando Carmen insistió en que todos recordaran sus días universitarios con las canciones de Juan Gabriel. Cerca del final de la velada, Emilio pidió la atención de todos levantando su copa.
“Quiero hacer un brindis”, dijo, su voz ligeramente temblorosa, “por mis padres, que me han enseñado que el amor verdadero no es solo estar juntos en los buenos momentos, sino elegirse mutuamente cada día, especialmente en los momentos difíciles.” Leticia sintió las lágrimas acumularse en sus ojos mientras todos levantaban sus copas.
Juan, sentado a su lado, tomó su mano y la apretó suavemente. Por el amor verdadero murmuró solo para ella. Esa noche, después de que todos se habían marchado y Emilio se había retirado a su habitación, Juan y Leticia permanecieron en el balcón contemplando las luces de la ciudad. ¿Sabes qué falta en nuestra lista?, preguntó él de repente.
¿Qué? Tepostlan respondió, la casa. Nunca te la he mostrado realmente. Quiero que pasemos un fin de semana allí los tres. El viaje a Tepostlán se concretó dos semanas después. La casa, que Leticia había visto brevemente durante su investigación se reveló como un refugio tranquilo con vistas al valle.
Juan, visiblemente cansado por el viaje, pero animado, le dio un recorrido completo, mostrándole cada rincón que había diseñado, pensando en un futuro que ahora parecía incierto. Siempre imaginé que nos retiraríamos aquí”, confesó mientras observaban el atardecer desde la terraza, “Lejos del ruido de la ciudad, cerca de la naturaleza.
” “Todavía podemos hacerlo”, respondió Leticia, negándose a abandonar la esperanza. cuando mejores. Juan no contradijo su optimismo, pero su mirada distante hacia las montañas decía todo lo que callaba. Esa tarde, mientras Mercedes preparaba la cena y Emilio exploraba el pueblo, Juan llevó a Leticia al estudio en el segundo piso. Era una habitación luminosa, con estanterías llenas de libros y un escritorio frente a la ventana con vista al jardín.
Aquí es donde escribía dijo señalando una pila de cuadernos en un estante. Leticia tomó uno reconociendo la misma letra pulcra de la libreta que Mercedes le había mostrado. Pero en lugar de anotaciones médicas encontró poesía, poemas que nunca había leído, que nunca supo que Juan escribía. ¿Desde cuándo? Comenzó sorprendida. Desde siempre, admitió él con una pequeña sonrisa. Era mi secreto.
Bueno, uno de ellos. Leticia pasó las páginas leyendo fragmentos de versos que hablaban de amor, de dudas, de la belleza cotidiana y más recientemente de la mortalidad y el tiempo. Son hermosos dijo con sinceridad. ¿Por qué nunca me los mostraste? Juan se encogió de hombros, un gesto curiosamente juvenil en un hombre que parecía haber envejecido décadas en pocos meses.
Supongo que temía que no fueran lo suficientemente buenos respondió. O quizás era la única parte de mí que guardaba solo para mí mismo. ¿Puedo leerlos todos?, preguntó Leticia sintiendo como si hubiera descubierto un tesoro escondido, una nueva faceta del hombre con quien había compartido su vida. Son tuyos ahora, respondió él.
Todos, mi legado literario, por modesto que sea, de regreso en la ciudad de México, las semanas se convirtieron en una rutina estructurada alrededor de los tratamientos, intercalada con momentos de la lista que seguían tachando metódicamente. Visitaron Sochimilko en un día soleado, asistieron a un concierto en Bellas Artes.
Tuvieron una cena con los amigos de la universidad que no veían en años. El deterioro de Juan era evidente, pero él se negaba a rendirse. Incluso cuando las náuseas del tratamiento lo dejaban exhausto, insistía en levantarse, en vestirse adecuadamente, en mantener la normalidad tanto como fuera posible.
“No quiero ser solo un paciente”, le dijo a Leticia una tarde particularmente difícil. “Quiero seguir siendo tu esposo, el padre de Emilio, un hombre completo hasta el final. Tres meses después del diagnóstico compartido durante una revisión rutinaria, el Dr. Velázquez lo sorprendió con noticias inesperadas.
“Los últimos estudios muestran una respuesta favorable al tratamiento”, explicó mostrándoles las gráficas en su computadora. No es una remisión completa, pero definitivamente es mejor de lo que esperábamos. ¿Qué significa exactamente?, preguntó Leticia apretando la mano de Juan con fuerza. Significa tiempo”, respondió el médico con una sonrisa cautelosa.
“Más tiempo del que habíamos proyectado inicialmente, y quizás si esta tendencia continúa, podríamos considerar ese trasplante que mencionaron.” En el auto, de regreso a casa, Juan permaneció inusualmente silencioso. “¿En qué piensas?”, preguntó Leticia finalmente. “En que quizás me apresuré”, respondió él mirando por la ventana.
con los papeles del divorcio, con todo. Quizás debí tener más fe o menos orgullo”, añadió ella con una sonrisa suave. “Oo, concedió Juan, ¿sabes qué es lo irónico? Que estos meses, desde que descubriste la verdad han sido algunos de los más honestos y auténticos de nuestro matrimonio.” Leticia asintió, reconociendo la verdad en sus palabras.
La enfermedad, con toda su crueldad derribado muros entre ellos que ni siquiera sabían que existían. “Entonces, no los desperdiciemos”, dijo deteniendo el auto frente a su edificio. “Todavía nos queda mucho por tachar en esa lista.” Se meses después del aniversario que casi termina su matrimonio, Juan y Leticia regresaron al restaurante Patio Condesa, vestidos elegantemente como aquella noche, pero con una diferencia fundamental.
Esta vez llegaron juntos. Juan, más delgado, pero con mejor color que en meses anteriores, caminaba con la ayuda de un bastón. La quimioterapia había terminado la semana anterior y aunque el futuro seguía siendo incierto, el presente era un regalo que ambos habían aprendido a valorar. “Es extraño volver aquí”, comentó él mientras el mesero los guiaba a la misma mesa que habían ocupado seis meses atrás.
“Pensé que sería apropiado”, respondió Leticia. cerrar un ciclo, comenzar otro. Durante la cena hablaron de todo y de nada, de los planes de Emilio de regresar a Monterrey la siguiente semana, de la posibilidad de pasar más tiempo en Tepostlán, de los poemas que Juan seguía escribiendo y que ahora compartía con ella cada mañana.
Al terminar el postre, Leticia sacó un pequeño paquete de su bolso y lo colocó entre ellos, exactamente donde Juan había puesto el sobre con los papeles del divorcio medio año antes. ¿Qué es esto?, preguntó él, curioso. Ábrelo. Dentro Juan encontró un juego de llaves nuevas y una fotografía de la casa en Teppostlán, pero con un cambio notable.
En la entrada, un letrero de madera tallada que decía Casa Méndez Sánchez. La registré a nombre de ambos, explicó Leticia. Ya no es tu refugio secreto, sino nuestro hogar compartido. Juan tomó su mano sobre la mesa sin palabras para expresar lo que sentía. No sé cuánto tiempo nos quede, dijo finalmente.
El doctor es optimista, pero realista. Lo sé, respondió ella, pero ya no importa tanto el tiempo que tengamos, sino lo que hagamos con él. Salieron del restaurante bajo un cielo estrellado, caminando lentamente por las calles iluminadas de Coyoacán. El futuro, con todas sus incertidumbres, ya no parecía tan aterrador cuando se enfrentaba juntos.
¿Sabes qué debemos añadir a la lista?, preguntó Juan, deteniéndose para descansar en una banca del parque. ¿Qué? Renovar nuestros votos, respondió con una sonrisa. En nuestro próximo aniversario, el verdadero no el de bodas de plata que arruiné. Leticia ríó inclinándose para besarlo suavemente. Es una cita, confirmó, y esta vez nada de sorpresas desagradables. Solo la verdad, prometió él.
De ahora en adelante solo la verdad entre nosotros. Mientras regresaban a casa bajo la noche mexicana, Leticia pensó en cómo un final puede convertirse en un nuevo comienzo cuando menos lo esperas. en cómo el amor, el verdadero amor, no se define por los años compartidos, sino por la voluntad de seguir eligiéndose mutuamente, especialmente cuando el camino se vuelve difícil, y en cómo a veces los silencios más dolorosos pueden dar paso a las verdades más profundas si tienes el valor de enfrentarlas. M.
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