
El coronel le cortó los dedos a la costurera frente a sus propios soldados, uno por uno, mientras le gritaba que aprendiera a respetar la autoridad. El machete brillaba bajo el sol de Durango cuando descendía, y cada corte arrancaba un alarido que resonaba por todo San Miguel del Mesquital.
Rosa María temblaba amarrada a la silla en medio del cuartel federal, sus manos extendidas sobre una mesa de madera manchada con sangre vieja. Los soldados federales miraban en silencio, algunos con el estómago revuelto, pero ninguno se atrevía a intervenir. El coronel Ernesto Carranza sonreía con cada golpe, disfrutando el poder absoluto que le daba su uniforme.
La costurera había cometido el error de pedirle pago justo por coser los uniformes federales. Y eso en la mente retorcida del coronel era un desafío imperdonable a su autoridad. Era el año 1913 y el norte de México ardía con la furia de la revolución. En los llanos áridos de Durango, el pueblo de San Miguel del Mesquital vivía bajo el yugo del gobierno federal, ese mismo gobierno que solo servía a los ricos hacendados y pisoteaba al pueblo trabajador.
El coronel Carranza gobernaba el pueblo con mano de hierro desde hacía 3 años y en ese tiempo había convertido San Miguel en su feudo personal. Los campesinos trabajaban de sol a sol bajo amenaza constante. Quien protestaba, quien reclamaba, quien se atrevía a levantar la voz, terminaba colgado del mezquite más cercano como escarmiento para los demás.
La tierra era dura, seca como hueso de animal muerto, pero más duro era vivir bajo la bota del coronel. Rosa María Sánchez tenía 30 años y era la mejor costurera de San Miguel. sus manos, esas mismas manos que ahora sangraban sobre la mesa del cuartel, habían bordado los vestidos de novia de medio pueblo. Habían cocido los bautizos de los niños, habían remendado la ropa de los campesinos pobres sin cobrarles ni un centavo.
Era una mujer humilde, viuda desde hacía 5 años, madre de dos chamacas pequeñas que la esperaban en su jacal, al otro lado del pueblo. Rosa María vivía de su aguja e hilo y su trabajo era tan bueno que hasta los federales le pedían que les cosiera los uniformes. Pero esta vez, cuando el coronel Carranza le ordenó que cosiera 20 uniformes nuevos sin pagarle nada, Rosa María cometió el error de decirle que no.
El coronel Ernesto Carranza era un hombre de 40 años, curtido por el sol del desierto y endurecido por años de servicio al régimen corrupto. Medía 1, con80 cm. Tenía bigote negro tupido y ojos color café oscuro que brillaban con crueldad cuando ejercía su poder. Había llegado a San Miguel después de servir bajo las órdenes de Victoriano Huerta en la ciudad de México y traía consigo una reputación de brutalidad. que hacía temblar a los pueblos.
Le gustaba humillar públicamente a quienes consideraba inferiores y tenía especial placer en castigar a las mujeres que se atrevían a desafiarlo. Su arrogancia lo hacía creer que el ejército federal lo protegería de cualquier consecuencia, sin importar cuán brutales fueran sus crímenes. El uniforme lo hacía sentirse invencible, intocable, un dios pequeño en su reino de tierra seca y sufrimiento. Esta mañana del mes de agosto, el coronel había mandado llamar a Rosa María al cuartel.
Ella llegó pensando que iba a recibir el pago atrasado de los trabajos anteriores, pero en lugar de dinero encontró la furia del coronel. “¿Cómo te atreves a negarme algo, india mugrosa?”, le gritó Carranza frente a sus soldados. “Yo soy la autoridad aquí y cuando yo ordeno algo se hace sin preguntas.
” Rosa María intentó explicar que tenía que alimentar a sus hijas, que necesitaba comprar tela para otros trabajos, pero el coronel no quería escuchar razones. La agarró del cabello y la arrastró hasta el centro del patio del cuartel, donde ordenó que la amarraran a una silla. Órale, si quieres saber cómo terminó todo este desmadre, dale like y suscríbete ahorita, porque lo que viene está bien cabrón, compadre.
El sol del mediodía caía como plomo derretido sobre el cuartel federal. Los soldados formaron un círculo alrededor de Rosa María, mientras el coronel Carranza desenvainaba su machete con movimientos lentos y deliberados. El metal brillaba amenazante y Rosa María sintió como el miedo le helaba la sangre en las venas. “Vas a aprender a respetar la autoridad”, dijo el coronel con voz fría.
y todo el pueblo va a aprender contigo. Extendió las manos de Rosa María sobre la mesa de madera, esa misma mesa donde se planeaban las ejecuciones y se torturaba a los prisioneros. Las manos de la costurera temblaban incontrolables, los dedos delgados y callosos por años de trabajo honrado. El primer golpe cayó sobre el dedo meñique de la mano izquierda.
El machete cortó limpio y el dedo cayó sobre la mesa con un sonido sordo que nadie olvidaría jamás. Rosa María gritó con una intensidad que hizo que varios soldados desviaran la mirada, pero el coronel solo sonríó más amplio. “¿Ya aprendiste?”, preguntó con sarcasmo. Rosa María no podía responder. El dolor la ahogaba.
Las lágrimas corrían por su rostro mezclándose con el sudor y la tierra. “¿No me oyes? dijo el coronel. Posa a ver si con otro dedo. El segundo golpe cayó sobre el dedo anular. Luego el tercero, el cuarto. Cada corte era una agonía interminable, cada grito un eco de sufrimiento que resonaba en el desierto árido de Durango.
Cuando el coronel terminó, Rosa María había perdido cuatro dedos de la mano izquierda y tres de la derecha. Las manos que habían creado belleza, las manos que habían alimentado a sus hijas con trabajo honrado. Ahora eran muñones sangrantes que apenas podía reconocer como propios. El coronel limpió su machete en el zarape de Rosa María y ordenó que la soltaran.
“Ahora vete”, le dijo con desprecio, “y que te sirva de elección. Aquí mando yo y quien me desafía paga caro.” Rosa María cayó de la silla al suelo polvoriento del cuartel, mareada por el dolor y la pérdida de sangre. se arrastró hacia la salida mientras los soldados la miraban en silencio, algunos con vergüenza, otros con miedo de ser los siguientes, si se atrevían a protestar.
Rosa María logró llegar hasta la casa de su hermano Miguel Sánchez, que vivía al otro lado del pueblo cerca de la iglesia. Miguel era un hombre de 35 años, alto y delgado, con el rostro marcado por el sol y el trabajo en el campo. Cuando vio a su hermana arrastrándose por la tierra con las manos destrozadas, sintió como la rabia le subía desde el estómago hasta la garganta como bilis amarga.
Miguel no era solo un campesino cualquiera, era un dorado de Pancho Villa, uno de los hombres de confianza del centauro del norte, y había estado en San Miguel esos meses cuidando de su familia mientras se recuperaba de una herida de bala en el hombro. Ahora esa herida ya no importaba. Lo único que importaba era que el coronel Carranza había tocado a su hermana, la había mutilado, la había dejado inútil para el trabajo que le daba de comer.
Miguel cargó a Rosa María hasta dentro de su jacal y le vendó las manos como pudo, con trapos limpios. Las chamacas de Rosa María lloraban al ver a su madre así y Miguel tuvo que sacarlas de la habitación para que no vieran más. Esa noche, cuando Rosa María finalmente logró dormirse por el agotamiento y la pérdida de sangre, Miguel en su caballo y cabalgó hacia el norte sin decirle a nadie.
Sabía exactamente dónde encontrar a Pancho Villa y la división del norte. estaban acampados en la sierra de Durango, planeando el siguiente ataque contra los federales. Miguel cabalgó toda la noche bajo las estrellas del desierto, y el sonido de los cascos de su caballo resonaba como tambores de guerra en el silencio de la madrugada. El campamento de la división del norte estaba escondido en un cañón entre las montañas, protegido de la vista de los federales por peñascos enormes y mequites retorcidos.
Había más de 200 hombres acampados ahí, todos leales a villa hasta la muerte. Fogatas chicas iluminaban el campamento y el olor a café y frijoles se mezclaba con el humo de los cigarros. Los dorados limpiaban sus rifles Winchester, afilaban sus machetes, contaban historias de batallas pasadas.
Cuando Miguel llegó al amanecer, lo llevaron inmediatamente ante Pancho Villa. Francisco Villa, el centauro del norte, estaba sentado sobre una piedra grande cerca de su fogata personal, estudiando un mapa de la región extendido sobre sus rodillas. Tenía 35 años, pero los ojos color miel oscura brillaban con una intensidad que hacía parecer que había vivido 100 vidas.
Vestía pantalón de manta, camisa blanca sucia de polvo del camino, sombrero de ala ancha y cartuchera cruzada sobre el pecho. A su lado estaba Rodolfo Fierro, su brazo derecho, un hombre temido por su lealtad absoluta y su capacidad para ejecutar las órdenes más difíciles sin pestañar. Cuando Villa vio llegar a Miguel Sánchez con el rostro descompuesto, supo inmediatamente que algo terrible había pasado.
Miguel se arrodilló frente a Villa y le contó todo. Cómo el coronel Carranza había mutilado a Rosa María, cómo le había cortado los dedos uno por uno por negarse a trabajar gratis, cómo los gritos de su hermana habían resonado por todo San Miguel sin que nadie pudiera hacer nada.
Miguel habló con voz temblorosa, las manos apretadas en puños, las lágrimas de rabia corriendo por su rostro curtido. Cuando terminó el relato, un silencio pesado como lápida de panteón cayó sobre el campamento. Los hombres que escuchaban la historia apretaron sus rifles con fuerza, la rabia brillando en sus ojos. Pancho Villa escuchó todo sin decir una sola palabra.
Su rostro se volvió de piedra, inmóvil, pero sus ojos se enfriaron como el hielo del desierto en la madrugada. Villa sabía perfectamente quién era el coronel Ernesto Carranza, un perro del gobierno federal, un abusador que disfrutaba torturando al pueblo indefenso. Pero esto era diferente. Rosa María no era solo una mujer cualquiera del pueblo. Era la hermana de uno de sus dorados.
Era una trabajadora honrada, una madre. y el coronel la había mutilado por el simple hecho de pedir lo justo. Eso no podía quedar así. Villa no dejaba una deuda de sangre sin cobrar y lo que había hecho el coronel era una deuda que iba a pagarse con la misma moneda.
Villa se levantó lentamente de la piedra, el mapa cayendo al suelo olvidado. Su voz sonó baja, pero cada palabra pesaba como plomo. Me estás diciendo que ese hijo de la chingada le cortó los dedos a tu hermana. Miguel asintió, incapaz de hablar por el nudo que tenía en la garganta. Villa caminó en círculos, las manos en la cintura, la respiración profunda tratando de controlar la furia que le hervía en las venas.
Rodolfo Fierro se acercó y puso la mano sobre su rifle esperando órdenes. Los demás dorados formaron un círculo alrededor de Villa, todos esperando la palabra del centauro del norte. Después de lo que pareció una eternidad, Villa habló con voz de trueno que resonó por todo el cañón. Nos vamos a San Miguel del Mesquital y ese coronel va a apagar cada uno de los dedos que le cortó a Rosa María.
Se lo juro por mi madre. Para Pancho Villa las mujeres no se tocaban, especialmente las madres, las trabajadoras humildes, las que sacaban adelante a sus familias con las manos callosas y el sudor honrado. Villa había crecido viendo como los hacendados y los federales abusaban de las mujeres del campo, cómo las trataban peor que animales y ese dolor lo había marcado desde chamaco.
Su propia madre había trabajado hasta reventarse para darles de comer a él y sus hermanos después de que su padre murió. Y Villa había jurado que cuando tuviera poder, ninguna mujer iba a sufrir lo que su madre sufrió. Quien tocaba a una mujer bajo la protección de Villa firmaba su sentencia de muerte. No había excepciones, no había perdones. La justicia de Villa era implacable.
Fría como el acero de su pistola, Villa convocó inmediatamente a sus generales más cercanos, Rodolfo Fierro, Tomás Urbina, José Rodríguez y Martiniano Servín. Los cinco hombres se reunieron alrededor de la fogata mientras el resto del campamento preparaba café fuerte y tortillas para el desayuno.
Villa extendió el mapa nuevamente sobre el suelo y señaló San Miguel del Mesquital con el dedo. El pueblo está a dos días de cabalgata desde aquí, explicó Villa. El cuartel federal está en el centro, tiene 20 soldados fijos y el coronel Carranza. Las murallas son de adobe, no muy altas, con dos torres de vigilancia en las esquinas norte y sur.
Tenemos que planear esto bien, porque si atacamos mal, los federales pueden pedir refuerzos de Durango. Rodolfo Fierro, un hombre de 30 años con rostro afilado y ojos negros como carbón, estudió el mapa con atención. Fierro era conocido en toda la división del norte como el carnicero, por su capacidad de ejecutar enemigos sin pestañar, pero también era uno de los estrategas más inteligentes que Villa tenía.
“Mi general”, dijo Fierro, “propongo que entremos de noche, así los agarramos dormidos o borrachos. Sabemos que los federales se emborrachan cada noche. Es su costumbre. Tomás Urbina, un hombre corpulento con cicatrices en la cara, asintió. Yo digo que los matemos a todos y prendamos fuego al cuartel, que no quede ni la ceniza. Pero Villa negó con la cabeza.
No dijo Villa con voz firme. Esta no es una batalla normal, esto es justicia. El pueblo de San Miguel tiene que ver lo que le pasa a quien abusa del poder. Vamos a atacar de día al amanecer, cuando el sol esté saliendo. Vamos a tomar el cuartel rápido y vamos a capturar vivo al coronel Carranza. Ese cabrón no se va a morir de un balazo limpio.
Va a pagar lo que hizo y todo el pueblo va a presenciarlo. Los generales intercambiaron miradas, entendiendo perfectamente lo que Villa estaba planeando. No era solo un ataque militar, era un acto de justicia poética que quedaría grabado en la memoria del pueblo para siempre. Villa ordenó que se prepararan para partir al día siguiente al mediodía. Necesitaban llegar a las afueras de San Miguel.
en la noche del segundo día acampar escondidos y atacar al amanecer del tercer día, 200 dorados comenzaron inmediatamente los preparativos. Revisaron sus rifles Winchester, llenaron las cartucheras con balas calibre 3030, afilaron los machetes hasta que podían cortar un cabello en el aire. encillaron los caballos más rápidos y resistentes.
Los hombres trabajaban en silencio con la concentración de quien sabe que va a la guerra. El ambiente en el campamento era tenso pero determinado. Todos conocían la historia de Rosa María y todos querían estar presentes cuando el coronel Carranza pagara por su crimen. Miguel Sánchez pidió permiso para acompañar a la división en el ataque, pero Villa se lo negó.
Tú te quedas aquí, compadre”, le dijo Villa poniendo la mano en el hombro de Miguel. “Tu hermana te necesita vivo. Nosotros nos encargamos del coronel.” “Te lo prometo.” Miguel protestó. Quería estar ahí cuando el coronel pagara, pero Villa fue inflexible. Miguel finalmente aceptó, pero hizo que Villa le prometiera que el coronel iba a sufrir tanto como Rosa María sufrió.
Villa lo miró directo a los ojos y dijo, “Va a sufrir más. Te lo juro por la Virgen de Guadalupe. Mientras la división del norte se preparaba en las montañas, en San Miguel del Mesquital, el coronel Ernesto Carranza continuaba con su vida normal, como si nada hubiera pasado. Esa noche, después de mutilar a Rosa María, el coronel se emborrachó con tequila barato y se acostó con una de las prostitutas del pueblo que lo odiaba, pero no tenía más remedio que obedecerle.
Al día siguiente, el coronel desayunó huevos con chorizo y tortillas calientes, mientras sus soldados formaban en el patio para la revista matutina. Nadie en el cuartel mencionó lo que había pasado con la costurera. Era como si Rosa María nunca hubiera existido, como si sus gritos nunca hubieran resonado por el pueblo.
Pero los rumores viajan rápido en el norte de México, especialmente cuando se trata de Pancho Villa. Un comerciante que venía de Durango, le contó al sargento del cuartel que había escuchado que Villa sabía lo que le pasó a una costurera en San Miguel. El sargento, un hombre viejo y cansado llamado Esteban Cortés, fue inmediatamente a reportarle al coronel. “Mi coronel”, dijo Cortés con preocupación. “Dicen que Pancho Villa sabe lo de la costurera.
Dicen que está furioso.” El coronel Carranza se rió con desprecio y escupió en el suelo. Villa, ese bandolero muerto de hambre. Que venga aquí. Lo espero con 20 soldados federales bien armados. Ningún revolucionario de Cuarta se atreve a atacar un cuartel fortificado. La arrogancia del coronel era su punto ciego más grande.
Carranza había pasado años sirviendo al gobierno federal y ese uniforme lo hacía sentirse invencible. En su mente, Pancho Villa no era más que un bandido con suerte, un criminal que había logrado juntar a un grupo de campesinos ignorantes. El coronel no entendía que Villa no era un bandido cualquiera, era un estratega militar brillante, un líder que inspiraba lealtad absoluta en sus hombres, un hombre que había derrotado a guarniciones federales 10 veces más grandes que la de San Miguel.
El coronel Carranza estaba tan cegado por su soberbia que no veía el peligro que se acercaba como tormenta de arena en el horizonte. De todas formas, el coronel decidió reforzar la guardia del cuartel. Ordenó que cuatro hombres vigilaran las torres día y noche y que se cerraran las puertas del cuartel al anochecer.
También mandó un mensaje por telégrafo a Durango pidiendo refuerzos, pero la respuesta tardó dos días en llegar y fue negativa. No había tropas disponibles para enviar a San Miguel. El coronel maldijo al alto mando federal por dejarlo abandonado, pero no se preocupó demasiado. Estaba convencido de que Villa no atacaría y si lo hacía, los federales podrían repelerlo fácilmente.
Esa noche el coronel volvió a emborracharse y se durmió profundamente, roncando como cerdo en su cama, mientras sus soldados montaban guardia con desgano. y la división del norte partieron al mediodía del día siguiente, tal como estaba planeado. 200 jinetes cabalgaron en formación cerrada, levantando una nube de polvo que se veía desde kilómetros de distancia.
Villa iba al frente montado en su caballo un animal fuerte y veloz que lo había acompañado en docenas de batallas. A su lado cabalgaba Rodolfo Fierro en un caballo vallo y detrás venían los demás generales y dorados. Los hombres cantaban corridos revolucionarios mientras cabalgaban. Canciones sobre la libertad y la justicia, sobre tierra para quien la trabaja y muerte para quien la roba.
El sonido de los cascos de 200 caballos resonaba como tambores de guerra en el desierto de Durango. Cabalgaron todo el día sin parar, solo deteniéndose brevemente para darles agua a los caballos y comerse cina seca con tortillas. Villa no hablaba mucho durante el viaje. Estaba concentrado en la misión, repasando el plan en su cabeza una y otra vez.
Conocía bien los riesgos de atacar un cuartel fortificado en pleno día, pero también conocía las ventajas, el elemento sorpresa, la superioridad numérica y, sobre todo, el miedo que el nombre de Pancho Villa causaba en los federales. Muchos soldados federales se rendían apenas escuchaban que Villa estaba atacando, porque sabían que pelear contra el centauro del norte era firmar su sentencia de muerte.
Al caer la noche del segundo día, la división del norte llegó a las afueras de San Miguel del Mesquital. Acamparon en un cañón escondido a 2 km del pueblo, sin prender fogatas para no alertar a los federales. Los hombres durmieron poco esa noche, la adrenalina corriendo por sus venas, los rifles listos junto a sus cuerpos. Villa tampoco durmió.
se quedó despierto toda la noche mirando las estrellas, pensando en Rosa María y sus dedos cortados, pensando en todas las mujeres que habían sufrido bajo el yugo de hombres como el coronel Carranza. Villa había visto mucha injusticia en su vida. Había visto cosas que le habían endurecido el corazón, pero nunca se acostumbraba al abuso contra las mujeres.
Eso le hervía la sangre de una manera que nada más podía hacer. Una hora antes del amanecer, Villa despertó a sus hombres sin hacer ruido. Los dorados se levantaron en silencio, revisaron sus armas por última vez y montaron sus caballos sin decir palabra. La oscuridad todavía cubría el desierto, pero en el horizonte ya se veía la primera línea tenue de luz gris que anunciaba el amanecer.
Villa dividió a sus hombres en tres grupos. 100 jinetes con él para el ataque frontal, 50 con fierro para tomar la torre norte y 50 con urbina para tomar la torre sur. El plan era simple, pero efectivo. Atacar las tres posiciones al mismo tiempo, abrumar a los federales antes de que pudieran organizarse y capturar vivo al coronel Carranza.
Villa reunió a sus hombres en círculo y habló en voz baja pero firme. Compañeros, lo que vamos a hacer hoy no es solo una batalla, es justicia. Ese coronel le cortó los dedos a una madre trabajadora porque se atrevió a pedir lo justo. Hoy ese coronel va a pagar. Pero escúchenme bien, nadie toca a los civiles, nadie saquea las casas.
Vamos por el coronel y sus federales, no por el pueblo. ¿Entendido? Todos asintieron en silencio. Villa continuó. Y el coronel lo quiero vivo. Quien lo mate se las va a ver conmigo. ¿Quedó claro? Los hombres volvieron a asentir. Sabían que cuando Villa daba una orden así, era mejor obedecerla al pie de la letra.
El amanecer llegó lento, pintando el cielo de naranja y rojo como sangre derramada sobre el horizonte. Villa miró hacia San Miguel del Mezquital, visible a lo lejos con sus casas de adobe y su iglesia pequeña en el centro. El cuartel federal estaba justo al lado de la plaza principal. Sus murallas de adobe brillando con la luz del amanecer.
Villa podía ver a los guardias en las torres moviéndose lentos y cansados después de una noche larga de vigilancia. Era el momento perfecto. Villa levantó la mano y 200 jinetes se tensaron listos para cargar. Cuando el sol tocó el horizonte, Villa bajó la mano y gritó, “¡Vámonos, muchachos! ¡Viva Villa, viva la revolución! 200 caballos salieron disparados del cañón como avalancha imparable, levantando una nube de polvo que cubría el horizonte.
El ruido de los cascos resonaba como truenos en el desierto silencioso de la madrugada, y los gritos de viva villa rasgaban el aire con furia. Los guardias federales en las torres del cuartel apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de que la tormenta les cayera encima. Uno de ellos logró disparar su rifle tres veces al aire como señal de alarma, pero ya era demasiado tarde.
La división del norte estaba a menos de 100 m del cuartel y Villa cabalgaba al frente con su pistola Colt 45 en la mano derecha y las riendas en la izquierda, los ojos brillando con determinación fría. Rodolfo Fierro y sus 50 hombres se separaron del grupo principal y cargaron hacia la torre norte como rayo cayendo del cielo.
Los federales en la torre empezaron a disparar sus rifles Mauser, pero los tiros salían apresurados y mal apuntados. Las balas silvaban por el aire sin dar en el blanco, mientras los dorados se acercaban a toda velocidad. Fierro levantó su rifle Winchester y disparó una vez, dos veces. Tres veces. Cada disparo encontró su objetivo.
Los dos guardias de la torre norte cayeron como sacos de arena, sus cuerpos desplomándose sobre la muralla de adobe. Fierro llegó primero a la base de la torre, desmontó de un salto y empezó a escalar la pared usando las grietas del adobe como apoyo. Sus hombres lo siguieron y en menos de 2 minutos habían tomado la torre norte. Tomás Urbina atacó la torre sur con la misma ferocidad.
Los federales ahí tuvieron más tiempo de prepararse y organizaron una defensa mejor, disparando en ráfagas coordinadas contra los revolucionarios que se acercaban. Dos dorados cayeron de sus caballos alcanzados por las balas federales, pero los demás no se detuvieron. Urbina. Un hombre enorme con cicatrices que le cruzaban la cara como mapas de batallas pasadas.
Levantó su machete y gritó, “¡Allos, muchachos, no les tengan miedo a estos culeros!” Los dorados respondieron con una descarga cerrada de sus rifles Winchester y el ruido era como el fin del mundo. Los federales en la torre sur cayeron uno tras otro, sus cuerpos estrellándose contra el suelo del cuartel con golpes sordos.
Villa y los 100 jinetes del ataque frontal llegaron a la puerta principal del cuartel. La puerta era de madera gruesa, reforzada con hierro, cerrada con tranca desde adentro. Villa no perdió tiempo, le hizo señas a cuatro de sus hombres que venían preparados con dinamita.
Los dorados desmontaron rápido, colocaron tres cartuchos de dinamita en la base de la puerta, prendieron la mecha y todos se echaron al suelo. 5 segundos después, la explosión sacudió todo San Miguel del Mesquital. La puerta del cuartel voló en pedazos y una nube de humo negro y polvo de adobe cubrió la entrada. Villa fue el primero en levantarse y sin esperar a que el humo se despejara, entró corriendo al cuartel con la pistola en alto. “Ríndanse o los matamos a todos”, gritó con voz de trueno.
Adentro del cuartel era un caos absoluto. Los soldados federales habían sido sorprendidos en sus barracas apenas despertándose por la explosión. Algunos corrían en calzones buscando sus rifles. Otros intentaban vestirse mientras trepaban por las ventanas para escapar. Los dorados de villa entraron como tormenta de fuego, disparando con precisión letal.
El ruido de los disparos era ensordecedor en el espacio cerrado del cuartel y el olor a pólvora quemada llenaba el aire espeso. Un federal joven no mayor de 20 años levantó las manos temblando y gritó, “¡Me rindo, no disparen.” Villa lo miró un segundo y le ordenó, “Al suelo, boca abajo, manos en la nuca, muévete y estás muerto.” El muchacho obedeció inmediatamente. La batalla duró menos de 30 minutos.
Los federales, superados en número y tomados por sorpresa, no pudieron organizar una defensa efectiva. Algunos intentaron pelear disparando desde las ventanas y detrás de los muros, pero los dorados tenían mejor puntería y más experiencia. Uno por uno, los federales caían o se rendían. El sargento Esteban Cortés, el hombre viejo que había tratado de advertirle al coronel sobre Villa, salió de una habitación con las manos en alto y la cara pálida como papel.
No disparen gritó. Nos rendimos. El coronel está en sus aposentos. Villa lo miró con desprecio, pero no le disparó. Ordenó que amarraran al sargento junto con los otros prisioneros. El coronel Ernesto Carranza estaba en sus aposentos personales cuando empezó el ataque. La explosión de la puerta lo despertó de golpe, todavía medio borracho del tequila de la noche anterior.
Se levantó de la cama tambaleándose, tratando de entender qué estaba pasando. El ruido de los disparos y los gritos le llegó como agua fría. Estaban siendo atacados. El coronel buscó su pistola frenéticamente, abría cajones y tiraba cosas al suelo, el pánico nublándole la mente.
Finalmente encontró su revólver bajo la almohada, pero cuando fue a cargarla, las manos le temblaban tanto que las balas se le caían al suelo rodando en todas direcciones. La puerta de los aposentos del coronel se abrió de una patada y Rodolfo Fierro entró con tres dorados más. El coronel Carranza levantó su revólver, pero Fierro fue más rápido. Disparó una vez y la bala le dio al coronel en la mano derecha, haciéndole soltar el arma con un grito de dolor.
El coronel cayó al suelo agarrándose la mano herida, la sangre brotando entre sus dedos. “No me maten!”, gritó el coronel con voz aguda de terror. “Soy coronel del ejército federal. Tengo derechos.” Fierro se rió con una carcajada fría que no tenía nada de humor. Derechos repitió Fierro con sarcasmo.
Como los derechos que le diste a la costurera, ¿verdad? El coronel palideció al escuchar eso y finalmente entendió quién lo había atacado y por qué. Fierro agarró al coronel del cuello del camisón y lo arrastró fuera de los aposentos como bulto de ropa sucia. El coronel intentó resistirse, pero uno de los dorados le puso el cañón del rifle en la espalda y le dijo, “O caminas por tu pie o te cargamos muerto.
Tú decides.” El coronel dejó de resistirse y caminó temblando, la mano herida goteando sangre sobre el suelo de tierra del cuartel. Lo llevaron al patio principal, donde Villa estaba reuniendo a todos los prisioneros federales. Había 17 soldados sobrevivientes, todos amarrados de manos y arrodillados en fila.
Ocho federales habían muerto en la batalla, sus cuerpos tendidos en el suelo, cubiertos con zarapes. Cuando Villa vio al coronel Carranza, algo oscuro y frío cruzó por sus ojos. Se acercó lentamente al coronel que temblaba como hoja en el viento, y lo miró de arriba a abajo con desprecio absoluto. “Así que tú eres el valiente coronel Ernesto Carranza”, dijo Villa con voz baja y peligrosa.
“El que le corta los dedos a las mujeres indefensas”. El coronel intentó hablar, pero Villa lo cayó con un golpe en la cara que lo tiró al suelo. No hables todavía, le ordenó Villa. Ya va a llegar tu turno de hablar, o mejor dicho de gritar. Para ese momento, los habitantes de San Miguel del Mesquital habían escuchado la batalla y empezaban a salir de sus casas con cautela.
Al principio venían de a poquitos escondiéndose detrás de las paredes, asomándose con miedo. Pero cuando vieron la bandera de la división del norte ondeando en las torres del cuartel, y cuando reconocieron a Pancho Villa en persona en el patio, empezaron a acercarse más confiados.
Algunos lloraban de alivio, otros vitoreaban, otros simplemente miraban en silencio sin poder creer que los federales habían sido derrotados. La noticia se esparció por el pueblo como reguero de pólvora. Pancho Villa había llegado, el cuartel federal había caído, el coronel Carranza estaba capturado. Villa le ordenó a Fierro que fuera a buscar a Rosa María y la trajera a la plaza.
No pasaron ni 10 minutos antes de que Fierro regresara con la costurera. Rosa María venía caminando despacio, apoyada en el brazo de una vecina, las manos todavía vendadas con trapos manchados de sangre seca. Cuando entró a la plaza y vio al coronel Carranza arrodillado en el suelo rodeado de dorados, se detuvo en seco. Sus ojos se abrieron grandes, una mezcla de miedo, dolor y rabia cruzando por su rostro.
Villa se acercó a ella con respeto, quitándose el sombrero. “Señora Rosa María”, le dijo Villa con voz suave, que contrastaba con la dureza de su mirada. “Vine a traerle justicia. ¿Es este el hombre que le cortó los dedos?” Rosa María miró al coronel y las lágrimas empezaron a correr por su rostro. No podía hablar, solo asintió con la cabeza.
Villa le puso la mano en el hombro con gentileza y le dijo, “Usted no tiene que ver lo que viene sio quiere. Puede irse a su casa y descansar, pero si quiere quedarse y presenciar la justicia, tiene todo el derecho del mundo.” Rosa María se secó las lágrimas con el dorso de la mano vendada y habló con voz temblorosa, pero firme. “Me quedo, quiero ver cómo paga.
” Villa asintió con aprobación y le hizo señas a uno de sus hombres para que le trajera una silla. Colocaron la silla en la plaza bajo la sombra de un mezquite y Rosa María se sentó mirando fijamente al coronel que la había mutilado. Para ese momento, toda la plaza de San Miguel del Mezquital estaba llena de gente, hombres, mujeres, niños, ancianos, todos se habían reunido para presenciar lo que iba a pasar.
El pueblo había vivido 3 años bajo el terror del coronel Carranza y ahora finalmente iban a ver cómo el tirano pagaba por sus crímenes. Había un silencio tenso en el aire, expectante como la calma antes de la tormenta. Villa caminó hasta el centro de la plaza y su voz resonó clara y fuerte para que todos pudieran escuchar.
Pueblo de San Miguel, hoy han sido liberados del yugo federal. Este hombre, Ernesto Carranza, abusó de su poder. Le cortó los dedos a Rosa María Sánchez, una madre trabajadora que solo pedía lo justo. Hoy este hombre va a pagar por su crimen y todos ustedes van a presenciarlo para que nunca olviden lo que les pasa a los tiranos.
El coronel Carranza intentó protestar. empezó a gritar algo sobre leyes militares y derechos de prisioneros, pero Villa le dio una señal a dos dorados que lo agarraron de los brazos y lo obligaron a callarse. Villa se acercó al coronel y le habló con voz fría como hielo. Tú le cortaste los dedos a Rosa María con tu machete.
Le hiciste coser uniformes sin pagarle y cuando se negó, la torturaste. Ahora vas a entender lo que ella sintió. Pero antes de eso, vas a hacer un trabajo de costura. vas a coser tu propio cuero. El coronel palideció hasta ponerse gris, los ojos abiertos con horror, finalmente entendiendo la magnitud de su castigo, Villa le ordenó a Fierro que consiguiera aguja e hilo.
Fierro entró al cuartel y regresó con una aguja de coser cuero, gruesa y curva, y un rollo de hilo encerado de los que usaban para reparar las monturas de los caballos. Villa tomó la aguja y el hilo y se los entregó al coronel. “Empieza”, le ordenó. El coronel miró la aguja temblando, las lágrimas empezando a correr por su rostro. “No puedo”, suplicó con voz quebrada. Por favor, mátenme, pero no me hagan esto.
Villa se agachó hasta quedar a la altura del coronel y le habló con voz tan baja que solo él podía escuchar. Rosa María tampoco podía cuando le cortaste los dedos, pero igual lo hiciste. Ahora cose o te juro que lo que viene va a ser peor. El coronel Ernesto Carranza tomó la aguja con manos temblorosas, el hilo encerado colgando como serpiente muerta.
Dos dorados lo obligaron a extender el brazo izquierdo sobre una mesa de madera que habían traído del cuartel, la misma mesa donde Rosa María había perdido sus dedos. El sol del desierto brillaba implacable sobre la plaza de San Miguel y el calor era sofocante, pegajoso, como si hasta el aire estuviera esperando a ver qué iba a pasar.
El coronel miró la aguja, luego miró su brazo y finalmente miró a Villa con ojos suplicantes. Pero Villa no tenía piedad en su mirada, solo justicia fría como acero. “Empieza por la muñeca”, ordenó Villa, y que cada puntada sea bien hecha, porque si lo haces mal, te hago repetirlo.
El coronel acercó la aguja a su propia piel, la punta tocando la muñeca izquierda, justo donde la piel se une con la mano. Las lágrimas corrían por su rostro como ríos mezclándose con el sudor. Cerró los ojos y empujó la aguja. El primer pinchazo le arrancó un grito que hizo eco por toda la plaza. La aguja atravesó su piel y cuando la jaló del otro lado, el hilo encerado siguió dejando un rastro de sangre fresca.
El coronel temblaba tan violentamente que apenas podía sostener la aguja, pero los dorados lo mantenían firme sin dejarle escapar. Otra, ordenó villa sin emoción en la voz, sigue cosiendo. El segundo pinchazo fue peor que el primero, porque ahora el coronel sabía exactamente qué dolor esperar. La aguja entró y salió. Entró y salió.
Cada puntada un infierno individual. El coronel gritaba, suplicaba, maldecía, pero nadie lo ayudó. El pueblo de San Miguel miraba en silencio, algunos con satisfacción, otros con horror, pero todos entendiendo que esto era justicia, no crueldad gratuita.
Cada puntada que el coronel se hacía en su propia carne era una puntada que Rosa María nunca más podría hacer por los dedos que él le había cortado. Cada grito del coronel era un eco de los gritos de Rosa María que habían resonado por este mismo pueblo días atrás. Rosa María miraba desde su silla bajo el mezquite, las manos vendadas apretadas contra su pecho.
Al principio había sentido satisfacción al ver sufrir al coronel, pero ahora solo sentía un vacío extraño, como si algo dentro de ella se hubiera quebrado y nunca fuera a sanar completamente. Las lágrimas seguían corriendo por su rostro, pero ya no sabía si lloraba de alivio, de dolor o de algo más profundo que no tenía nombre.
Una vecina le puso la mano en el hombro con cariño y Rosa María se recargó en ella sin decir palabra. El coronel llevaba 10 puntadas cuando su mano izquierda ya era un desastre sangriento. El hilo encerado atravesaba su piel en líneas torcidas y desiguales, como si alguien hubiera tratado de coser un trapo viejo con las manos temblando.
La sangre goteaba sobre la mesa formando un charco y las moscas ya empezaban a zumbar alrededor atraídas por el olor metálico. Ella observaba todo con rostro de piedra, sin mostrar emoción alguna. No disfrutaba esto. No sentía placer en el sufrimiento del coronel, pero tampoco sentía compasión.
Para Villa, esto era un acto necesario de justicia, una lección que el pueblo necesitaba presenciar para entender que los tiranos no eran invencibles. Ahora el otro brazo ordenó Villa cuando el coronel terminó de coser la muñeca izquierda. El coronel negó con la cabeza frenéticamente, las palabras saliendo atropelladas entre sollozos.
No puedo, por favor, ya no puedo. Mátenme ya. Se los suplico, mátenme, pero no más esto. Villa lo miró sin pestañear y repitió con voz de hierro el otro brazo. Los dorados extendieron el brazo derecho del coronel sobre la mesa y le pusieron la aguja en la mano izquierda temblorosa. Con la mano que ya había cocido, llena de dolor y casi inútil, el coronel tenía que coser ahora la otra. Era casi imposible, pero Villa no aceptaba excusas.
El coronel intentó clavar la aguja en su muñeca derecha, pero la mano izquierda le temblaba tanto que la aguja se resbalaba sin penetrar la piel. Lo intentó tres veces, cuatro, cinco, cada intento más desesperado que el anterior. Finalmente, en el sexto intento, la aguja atravesó la piel y el coronel gritó tan fuerte que los perros del pueblo empezaron a ladrar asustados.
La puntada quedó torcida, mal hecha, pero Villa la aceptó. Sigue, ordenó el coronel. Cosió otra puntada, luego otra, cada una más torpe que la anterior, porque la mano izquierda ya casi no respondía. Después de cinco puntadas en el brazo derecho, Villa levantó la mano ordenando que se detuviera. El coronel cayó contra la mesa respirando en jadeos cortos y rápidos, al borde de desmayarse por el dolor y la pérdida de sangre.
Villa se acercó y le levantó la cara agarrándolo del cabello. “Rosa María perdió siete dedos por tu culpa”, le dijo Villa mirándolo directo a los ojos. Siete dedos que nunca le van a crecer de nuevo. Tú apenas llevas 15 puntadas y ya estás llorando como niño. Ahora entiende la diferencia entre un hombre de poder abusando de una mujer indefensa y un hombre recibiendo justicia por sus crímenes.
Villa soltó la cabeza del coronel que cayó sobre la mesa sin fuerzas. Villa se volteó hacia el pueblo reunido en la plaza y levantó la voz para que todos pudieran escucharlo. Pueblo de San Miguel, lo que acaban de presenciar no es venganza. La venganza es caliente, te quema por dentro, te consume hasta que no queda nada más que cenizas.
Lo que acaban de presenciar es justicia. Justicia fría, dura, implacable, pero necesaria. Este hombre abusó de su poder. Creyó que su uniforme lo hacía invencible y hoy aprendió que nadie está por encima de la justicia del pueblo. Villa no vino aquí a hacer trato. Vine a hacer justicia.
El silencio que siguió a las palabras de Villa era tan profundo que se podía escuchar el viento soplando entre los mezquites. Los habitantes de San Miguel miraban a villa con una mezcla de respeto y temor, entendiendo que habían presenciado algo que iban a contar a sus hijos y nietos. No era solo la caída de un tirano, era un mensaje que resonaba más allá de San Miguel del Mezquital.
En el norte mexicano, bajo el mando de Pancho Villa, había límites que ningún hombre en uniforme podía cruzar sin pagar las consecuencias. Villa se acercó nuevamente al coronel, que todavía estaba desplomado sobre la mesa, respirando débilmente. “Ernesto Carranza”, dijo Villa con voz formal, como si estuviera dictando sentencia en un tribunal.
Por el crimen de tortura y mutilación contra Rosa María Sánchez y por los abusos cometidos contra el pueblo de San Miguel del Mesquital durante tu mandato como coronel federal, te condeno a muerte. ¿Tienes algo que decir antes de que se cumpla la sentencia? El coronel levantó la cabeza con esfuerzo, los ojos vidriosos y la cara pálida como cadáver. Intentó hablar, pero lo único que salió de su boca fue un gemido lastimero.
Villá hizo una seña con la cabeza a Rodolfo Fierro, que se acercó con su rifle Winchester en las manos. El coronel vio venir a fierro y empezó a suplicar de nuevo, las palabras saliendo atropelladas y sin sentido. Fierro no dijo nada, simplemente levantó el rifle y apuntó a la cabeza del coronel.
El disparo resonó por toda la plaza de San Miguel como trueno seco. El coronel Ernesto Carranza cayó hacia atrás, el cuerpo golpeando el suelo polvoriento con un ruido sordo. La sangre empezó a formar un charco alrededor de su cabeza. mezclándose con la tierra seca del desierto. El tirano de San Miguel del Mesquital estaba muerto.
Por un momento, nadie en la plaza se movió. Luego, lentamente, algunos habitantes empezaron a aplaudir. El aplauso fue creciendo, sumándose más gente, hasta que toda la plaza resonaba con el sonido. Algunos lloraban de alivio, otros gritaban, “¡Viva villa, viva la revolución!” Los niños corrían entre la multitud sin entender completamente qué había pasado, pero sintiendo la energía de liberación que llenaba el aire.
Rosa María seguía sentada bajo el mezquite, mirando el cuerpo del coronel sin expresión alguna en el rostro. No sentía alegría, pero tampoco sentía tristeza. Solo sentía un cansancio profundo, como si llevara años sin dormir. Villa se acercó nuevamente a Rosa María y se arrodilló frente a ella con respeto.
“Señora”, le dijo con voz suave, “el hombre que la lastimó ya pagó por su crimen. Ojalá esto le traiga algo de paz, aunque sé que nada le va a devolver sus dedos. Si necesita algo, cualquier cosa, mándeme decir y yo me encargo. Rosa María lo miró con ojos cansados y asintió lentamente. Gracias, general Villa dijo con voz apenas audible.
Ya puedo dormir tranquila, sabiendo que mis hijas no van a crecer con miedo de ese hombre. Villa le tomó las manos vendadas con cuidado y las besó con reverencia. Como se besa la mano de una madre o una santa. Villa se levantó y le ordenó a sus hombres que dejaran el cuerpo del coronel en la plaza hasta el atardecer como advertencia para cualquier otro federal que pensara abusar del pueblo.
Luego ordenó que reunieran todas las armas y provisiones del cuartel federal. Había 20 rifles Maouser, 5,000 cartuchos, dos ametralladoras ligeras, 50 uniformes y provisiones de comida que incluían frijoles, maíz, cecina y café. Villa dividió todo entre los habitantes de San Miguel.
Esta comida es de ustedes les dijo. Los federales se la robaron con impuestos injustos y ahora se las devuelvo. Y estas armas también son suyas. Aprendan a usarlas, porque cuando villa y la división del norte nos vayamos, tienen que poder defenderse solos. Los hombres del pueblo se acercaron tímidamente a tomar los rifles.
Muchos nunca habían sostenido un arma en sus manos. Y Villa les enseñó lo básico, cómo cargarlos, cómo apuntar, cómo limpiarlos para que no se trabaran. Pasó toda la tarde enseñándoles con paciencia que sorprendió a algunos de sus propios dorados que estaban acostumbrados a ver a Villa solo en modo de guerra.
Pero Villa entendía que la revolución no era solo pelear batallas, era también empoderar al pueblo para que pudiera defenderse cuando los revolucionarios ya no estuvieran ahí. Al caer la tarde, Villa reunió a la división del norte en la plaza. Los 200 hombres formaron en orden listos para partir. Los habitantes de San Miguel se reunieron para despedirlos, agradeciendo, llorando, ofreciendo comida y agua para el camino.
Villa montó su caballo y miró por última vez el pueblo que habían liberado esa mañana. El cuerpo del coronel Carranza seguía tendido en la plaza, ahora cubierto de moscas. un recordatorio silencioso de lo que les pasaba a los tiranos. Villa se puso el sombrero, levantó la mano en despedida y espoleó su caballo.
La división del norte cabalgó hacia el norte bajo el sol del atardecer, dejando atrás el pueblo de San Miguel del Mesquital y la sombra del coronel muerto en la plaza. Villa iba al frente en silencio, la mirada perdida en el horizonte donde las montañas de la sierra de Durango se recortaban contra el cielo que se teñía de naranja y púrpura.
Los cascos de 200 caballos levantaban una nube de polvo que brillaba dorada con los últimos rayos del sol. Nadie hablaba, todos perdidos en sus propios pensamientos después de lo que habían presenciado ese día. No era la primera vez que ejecutaban a un tirano y no sería la última. Pero lo que habían hecho con el coronel Carranza era diferente. Era justicia poética, el tipo de justicia que se gravaba en la memoria del pueblo para siempre. Rodolfo Fierro espoleó su caballo hasta alcanzar a Villa.
Cabalgaron lado a lado en silencio por varios minutos antes de que Fierro hablara. Mi general, dijo con voz pausada, lo que hicimos hoy va a resonar por todo Durango. Los federales van a saber que no pueden tocar a las mujeres sin pagar las consecuencias. Villa asintió sin apartar la mirada del horizonte.
Eso espero, Rodolfo, porque si algo he aprendido en esta revolución es que el miedo es la única cosa que entienden los hombres de poder. No entienden razones, no entienden súplicas, solo entienden el miedo de terminar como el coronel Carranza. Pierro guardó silencio por un momento, luego preguntó, “¿Cree que hicimos lo correcto, mi general? Hacer que el coronel se cosiera su propia piel fue duro de ver, aunque el cabrón se lo merecía.
Villa finalmente volteó a mirarlo y sus ojos color miel oscura brillaban con una intensidad que Fierro conocía bien. Lo que hicimos no fue por crueldad, Rodolfo, fue por justicia. Ese coronel creyó que podía mutilar a una mujer trabajadora sin consecuencias. tenía que aprender y el pueblo tenía que ver que hay límites que nadie puede cruzar, ni los coroneles, ni los generales, ni el mismo presidente.
La revolución no es solo cambiar a los hombres en el poder, es cambiar lo que el poder significa. Esa noche acamparon en el mismo cañón donde habían planeado el ataque días atrás. Las fogatas chicas iluminaban el campamento y los hombres cocinaban frijoles y tortillas. mientras limpiaban sus rifles y contaban las municiones que habían capturado del cuartel federal, el ambiente era más relajado ahora.
Algunos dorados cantaban corridos en voz baja, otros jugaban cartas bajo la luz de las estrellas. Villa se sentó solo junto a su fogata personal, bebiendo café amargo de una taza de peltre abollada. Miraba las llamas danzantes y pensaba en Rosa María, en sus dedos cortados, en sus hijas, que ahora tendrían que cuidar de una madre mutilada. Miguel Sánchez había regresado con la división después de que Villa le mandara decir que todo había terminado.
Llegó al campamento entrada la noche y fue directo a donde estaba villa. Se arrodilló frente al centauro del norte con lágrimas en los ojos. Mi general, dijo Miguel con voz quebrada, no tengo palabras para agradecerle lo que hizo por mi hermana. Usted le devolvió la dignidad que el coronel le quitó. Villa lo ayudó a levantarse y lo abrazó como hermano. No me agradezcas, compadre. Hice lo que cualquier hombre con conciencia hubiera hecho.
Tu hermana es una mujer valiente y merece vivir sin miedo. Ahora vete con ella y cuídala. Eso es lo que necesita Miguel. se quedó con Villa esa noche alrededor de la fogata y Villa le contó con detalle todo lo que había pasado. El ataque al cuartel, la captura del coronel, el castigo, la ejecución.
Miguel escuchaba en silencio, las manos apretadas en puños, las lágrimas corriendo libremente por su rostro curtido. Cuando Villa terminó el relato, Miguel preguntó, “¿Sufrió, mi general?” El coronel sufrió como mi hermana sufrió. Villa asintió lentamente. Sufrió cada segundo Miguel y murió sabiendo exactamente por qué estaba pagando.
Miguel respiró profundo, como si un peso enorme se hubiera levantado de su pecho. Entonces puedo volver con Rosa María y decirle que la justicia llegó. Villa le puso la mano en el hombro. Dile que villa cumplió su palabra y dile que cuando se recupere mande buscarme si necesita algo. Siempre va a tener un lugar en la división del norte.
Los días siguientes, a la muerte del coronel Carranza, la noticia se esparció por todo Durango como reguero de pólvora. Los corridos empezaron a cantar la historia de la costurera y el coronel, y cada cantador le agregaba su propio detalle, pero todos coincidían en lo esencial. Pancho Villa había hecho justicia de la manera más poética y terrible que se podía imaginar.
Los federales que escuchaban la historia sentían un escalofrío recorrer la espalda y más de uno empezó a pensar dos veces antes de abusar del pueblo bajo su mando. Los campesinos y trabajadores, por otro lado, contaban la historia con orgullo, sabiendo que tenían un protector que no los iba a abandonar.
En San Miguel del Mezquital, la vida lentamente volvió a la normalidad, pero era una normalidad diferente. El cuartel federal fue convertido en escuela por decisión del pueblo y las armas que Villa les había dejado fueron guardadas en un arsenal comunitario bajo llave, listas para usarse si algún día volvían los federales.
Rosa María se recuperó lentamente de sus heridas físicas, aunque las heridas del alma tardarían mucho más en sanar. No podía coser como antes. Sus manos mutiladas ya no tenían la destreza que las había hecho famosas en el pueblo. Pero los vecinos la ayudaron, le llevaban comida, cuidaban de sus hijas cuando ella necesitaba descansar.
La comunidad se había unido alrededor de ella y esa solidaridad le daba fuerza para seguir adelante. Meses después del incidente, Rosa María logró aprender a coser de nuevo, usando las manos de manera diferente, sosteniendo la tela con los muñones y la aguja con los dedos que le quedaban. No era perfecto.
Las puntadas eran más grandes y toscas que antes, pero era suficiente para ganarse la vida. Sus hijas, que habían presenciado el sufrimiento de su madre, crecieron con una determinación férrea de nunca ser víctimas de nadie. La mayor de 12 años le pidió a uno de los hombres del pueblo que le enseñara a disparar el rifle que Villa les había dejado y aprendió bien.
Villa y la división del norte siguieron su camino por el norte de México, peleando batallas, liberando pueblos, redistribuyendo tierras, siempre siguiendo el código moral que Villa había establecido desde el principio. Las mujeres no se tocaban, los niños no se tocaban, las iglesias no se saqueaban a menos que el cura fuera corrupto.
Y los ascendados, que trataban bien a sus trabajadores, podían quedarse con sus tierras. Pero los tiranos, los abusadores, los que usaban el poder para aplastar al débil, esos tenían piedad. Villa los buscaba, los encontraba y los hacía pagar, no por venganza personal, sino por justicia colectiva. Una noche, varios meses después de los eventos en San Miguel, Villa estaba acampado con sus generales cerca de Chihuahua.
Habían pasado el día planeando el siguiente ataque contra las fuerzas de Victoriano Huerta y ahora descansaban alrededor de la fogata bebiendo café y fumando cigarros. Tomás Urbina, que siempre era más hablador después de un trago de tequila, le preguntó a Villa, “Mi general, ¿por qué fue tan importante para usted vengar a esa costurera? Quiero decir, ha habido otros casos de abusos y usted siempre hace justicia, pero con el coronel Carranza fue diferente. ¿Por qué? Yeah.
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