Đã tạo hình ảnhEl dueño del restaurante encontró accidentalmente una foto desgastada en la billetera del lavaplatos… y de repente se puso pálido

Lida había sentido desde la infancia que su vida sería diferente —no como la de los demás—. Lo que ocurrió hace años dejó una marca profunda en ella, tanto literal como metafóricamente. Cuando era niña, sobrevivió a un terrible accidente que lo cambió todo: su rostro quedó cubierto de cicatrices por quemaduras, y la vida de su madre se convirtió en una lucha constante, llena de cuidados y batallas por la supervivencia. El destino fue cruel, pero a pesar de todo, Lida intentó mantener su espíritu fuerte, aunque por dentro solía debatirse entre el dolor, la soledad y el miedo a ser rechazada.

Su apariencia se convirtió en una maldición y en un escudo. Sabía que los hombres rara vez miraban más allá de la primera impresión, y comprendía que sus posibilidades de ser feliz en lo personal eran casi inexistentes. Sin embargo, su cuerpo aún conservaba la capacidad de ser madre —una paradoja del destino que a veces parecía una broma cruel—. Lida solía pensar que si pudiera elegir, habría preferido no haber sufrido daños, incluso si eso significaba no tener hijos. Después de todo, su madre lo había arriesgado todo por ello.

—No te preocupes, querida Lida, todo va a mejorar —le decía su madre acariciándole el cabello—. Algún día ahorraremos lo suficiente para un buen especialista, y te volverás hermosa. Créeme, es posible.

Esas palabras eran más que consuelo. Su madre creía de verdad en un milagro. Y por ese milagro, trabajaba día y noche, tomando cualquier trabajo extra que encontraba, ahorrando incluso en lo esencial. Nunca se quejaba ni buscaba compasión; simplemente hacía lo que creía necesario. Doctora de profesión, siguió trabajando a pesar de que su salud pedía descanso total desde hacía mucho. Pero por Lida, haría cualquier cosa.

—¡Mamá, ya basta! ¡Te privas de todo! —Lida suplicaba con frecuencia—. Me da miedo por ti. Yo puedo arreglármelas sola. Tal vez incluso es mejor así: nunca conoceré a alguien como mi padre. Ese que desapareció cuando más lo necesitábamos.

Pero su madre no quería oír esas palabras. Ella recordaba a otro hombre —aquel que estuvo a su lado en la juventud, que le tomaba la mano, que soñaba con una familia. Era amable, atento, cariñoso. Y después del accidente… simplemente desapareció. Sin explicación, sin dejar rastro. Ni una carta, ni una llamada. Como si nunca hubiese existido.

—No digas eso, Lida. No conocemos toda la verdad. Quizá le pasó algo terrible. Era un buen hombre. Todavía lo amo. Y nunca me arrepentí de haberte traído al mundo —repetía su madre una y otra vez, con los ojos brillantes por los recuerdos.

Guardaba una vieja foto tomada en su juventud. En ella aparecía una chica con una trenza gruesa, ojos grises que se ocultaban del sol, y junto a ella —un joven delgado, de cabello oscuro. Padre. El hombre que Lida mentalmente llamaba “traidor”, aunque nunca lo dijera en voz alta.

—Mamá, por favor, basta. No empieces de nuevo. Sé lo que vas a decir —que también estoy en la foto, pero no se me ve porque aún estaba bajo tu corazón. Y que él me esperaba…

Dolía. No por las quemaduras, no por su apariencia, sino por la idea de que su padre no fue capaz de afrontar la vida. Que las abandonó en el momento más difícil. Que no tuvo la fuerza de quedarse, de apoyar, de proteger. Que simplemente desapareció.

Su madre seguía creyendo. Creía que algún día él regresaría, que volverían a ser una familia. Esa fe le daba fuerzas para vivir. Pero los años pasaron factura. A pesar de todos los esfuerzos, la salud de la mujer se deterioró rápidamente. Las quemaduras en los pulmones se convirtieron en una muerte lenta que escondía de todos. Incluso de su hija.

Cuando su madre falleció, Lida descubrió la verdad en su diario. En un cuaderno delgado y desgastado, estaba todo escrito: el dolor, las preocupaciones, las esperanzas. Y una frase se destacaba:

“Lida cree que Vitya nos abandonó. Ese pensamiento me atraviesa como un cuchillo. Pero tal vez tuvo otra razón. Tenía un hijo, Artyomka, en una aldea vecina. Tal vez simplemente comenzó una nueva vida sin nosotras. Pero no puedo decirle eso a mi hija. Todo niño necesita creer que su padre lo ama. Y alguna vez, él nos amó mucho.”

Ese diario fue el último regalo de su madre. A través de él, Lida comprendió cuán fuerte había sido su madre. Cómo se despertaba cada mañana sin saber si vería el atardecer. Cómo soportaba el dolor para no asustar a su hija. Cómo aguantaba por una sola idea: vivir hasta que Lida fuera mayor de edad.

Después de la muerte de su madre, apareció la tía Zhenya —la mejor amiga y colega de trabajo de su madre. Fue ella quien le dio el diario a Lida, diciendo:

—Tu mamá me pidió que no te lo mostrara, pero decidí que tenías que saberlo. Una mujer así solo puede inspirar orgullo. Si necesitas algo, siempre puedes venir a mí.

Tía Zhenya intentó ocupar el lugar de madre para Lida, pero por supuesto, no pudo. Nadie podría. Tras la partida de su madre, Lida entró en un largo estado de shock. Se culpaba por no haber notado el verdadero estado de salud de su madre, por no haberla valorado lo suficiente.

—Es mi culpa. Ella lo amaba, y eso la torturaba. Por mi culpa, trabajó tan duro, ahorró para un tratamiento que tal vez ni siquiera tenía sentido. Yo habría vivido toda la vida con esta cara… solo por tener a mamá viva.

Lloraba, recostada en el hombro de la tía Zhenya. Pero la tía le respondió con suavidad, aunque con firmeza:

—No digas tonterías. No fue tu culpa. Tu mamá me dijo que se habría ido hace mucho si no fuera por ti. Tú eras su razón de vivir. Cuidarte le daba fuerzas. Algún día, cuando tengas tus propios hijos, entenderás lo que quiero decir.

Con los años, Lida realmente se volvió como su madre —no solo en carácter, sino también en alma—. En ella despertó la misma bondad, el mismo fuego interior, la misma disposición a seguir adelante sin importar qué. Solo que ahora, no había nadie cerca para apoyarla.

A menudo sacaba aquella misma foto de su billetera y la miraba. Especialmente en los momentos más duros. “¿Y si él está en algún lugar allá afuera? ¿Y si se encontraron en otro mundo y están juntos ahora?”, pensaba. La foto se convirtió en un vínculo con su madre, la única fuente de calor en una realidad fría.

El trabajo de Lida no era prestigioso. Trabajaba en un restaurante atendiendo a personas que la miraban por encima del hombro. Su apariencia provocaba miedo, desconfianza, a veces burla abierta.

—Solo sirve para lavar platos, o asustará a los clientes —susurraban a sus espaldas.

A veces se enojaba. A veces pensaba cosas crueles sobre ellos. Pero más a menudo, simplemente miraba la foto durante sus descansos y hablaba con su madre como si pudiera oírla.

Habían pasado dos años desde la muerte de su madre, pero el dolor no desaparecía. Por las noches, Lida a menudo se despertaba llorando, convencida de que su madre asomaba la cabeza por la puerta para ver si estaba bien. Pero luego recordaba —estaba sola. No le importaba a nadie.

En el trabajo, la persona que más le molestaba era Artyom Viktorovich. Joven, rico, con una apariencia perfecta y la seguridad de que el mundo le pertenecía. Su madre le compró el restaurante después de estudiar en Inglaterra. Pero en lugar de trabajar, pasaba todo el tiempo quejándose por teléfono con su madre, diciendo lo cansado y miserable que estaba.

Lida trabajaba en un restaurante donde cada día era una prueba no solo para el cuerpo, sino también para el alma. Todo estaba controlado por una sola persona —Artyom Viktorovich, el dueño, aunque lo manejaba como si fuera su primer día. No hacía nada productivo, solo descargaba su mal humor sobre los empleados. Sus frases favoritas:

—¡Todos son unos ladrones, monstruos y vagos!

Estas frases eran un ritual diario. Se creía el rey de la cocina y del salón, pero ni siquiera recordaba los nombres de la mayoría de los empleados. El restaurante funcionaba sin problemas solo porque otros trabajaban a sus espaldas —principalmente su madre y su vieja amiga Irina Vladimirovna, quien era oficialmente subgerente, pero en realidad la verdadera jefa de todo lo que ocurría.

Irina Vladimirovna —bajita, regordeta, de modales suaves y ojos amables— conocía a cada empleado por su nombre, a menudo se acercaba con una palabra bondadosa, a veces entregaba bonificaciones en secreto a quienes más lo necesitaban. Sabía cómo conectar con la gente, veía sus problemas y trataba de ayudar. Gracias a ella, el restaurante prosperaba. Sin ella, nadie habría aguantado ni un día más.

La madre de Artyom, Inga Timofeevna, lo entendía perfectamente. A menudo intentaba regañar a su amiga por su excesiva generosidad, pero no interfería demasiado. Mujer inteligente, había aceptado la realidad hacía tiempo: sin Irina Vladimirovna, el restaurante estaría acabado. Así que le permitía hacer lo necesario.

Todos en el trabajo sabían que Artyom no tenía la culpa de ser como era. Solo era tonto, mimado y malcriado. Su madre hizo todo lo posible para criar a una persona decente. Invirtió mucho dinero, tiempo, esfuerzo y amor en él. Pero nada ayudó. Tal vez era su naturaleza, o tal vez la vida nunca le exigió luchar por su lugar bajo el sol. Nacido con una cuchara de plata en la boca, ahora creía que el mundo le debía adoración.

Un día ordinario en el restaurante comenzó con un nuevo escándalo.

—Oye, Lidka, ¿oíste? Nuestro jefe se volvió loco otra vez. Cree que alguien robó dinero. Aunque todos saben que él mismo sacó dinero de la caja fuerte ayer. Probablemente se le olvidó. Tal vez deberíamos enviar las grabaciones a Irina Vladimirovna. Que venga y nos defienda —sugirió Marina, compañera de trabajo y la única que hablaba con Lida sin lástima ni miedo.

Marina también trabajaba como lavaplatos y criaba a dos niños pequeños. No quería pagar una multa por un robo inventado.

—Marin, que registre si quiere. Sobreviviremos. Le gusta eso, y ya estamos acostumbradas. Es un tonto, ¿qué se le va a hacer? Mañana de todos modos correremos a quejarnos con Irina Vladimirovna. Pero no envíes las grabaciones —involucraríamos a Vovka, y él no hizo nada malo.

Vladimir trabajaba como guardia de seguridad, revisaba las cámaras. Un trabajo extraño para alguien tan amable. Pero por eso mismo, a menudo se involucraba en situaciones donde la conciencia importaba más que las reglas. Era bueno con Lida, a menudo intentaba ayudar —le traía café, la advertía sobre escándalos inminentes. Una vez incluso borró grabaciones para protegerla a ella y a otros empleados, pero Artyom se enteró. Vova apenas logró conservar su trabajo.

—¿También te gusta Vova? Se preocupa porque tú no reaccionas —dijo Marina con una sonrisa pícara.

—No digas tonterías. ¿Ves esta “hermosa” cara? Solo siente lástima por mí —respondió Lida.

—¿En serio crees eso? —insistió Marina con una ceja levantada.

Lida sabía que Marina lo decía con buenas intenciones. Quería creer que Vova realmente sentía algo por ella, no solo compasión. Incluso se había imaginado cómo serían sus hijos, cómo el amor podía volver hermosa a cualquier persona. Pero no quería jugar con esa esperanza. Dolía demasiado. No podía permitirse soñar.

—Te equivocas. Le gustas de verdad. Tengo buen ojo para estas cosas. Ya verás —¡celebraré tu boda! —afirmó Marina con una sonrisa amplia.

Se ofendía cada vez que Lida no le creía. Para ella, Vova era uno de esos pocos hombres que sabían ver el alma y no la apariencia. “Lida es afortunada”, pensaba. “A un hombre así hay que agarrarlo y no soltarlo nunca”. Pero Lida guardaba silencio, bajando la mirada.

—No pongas esa cara —continuó Marina—. Hombres como él valen oro.

No se atrevió a decir más. Sabía que si insistía, Lida se molestaría y luego pasaría días sin hablar. Como la vez anterior. Era muy sensible, vivía dentro de sus heridas, siempre pensando que la gente se burlaba de ella. Sin notar que, en realidad, muchos solo estaban agotados, endurecidos por la vida, demasiado ocupados sobreviviendo para ser gentiles todo el tiempo.

De repente, apareció Artyom Viktorovich en el área de lavado. Normalmente no bajaba a la cocina, pero ese día decidió hacer la “inspección” personalmente.

—¿Necesitan una invitación especial? ¡Saquen sus billeteras ahora mismo! ¡Los conozco! ¡Todos unos ladrones, envidiosos de mi riqueza! —gritó desde la puerta.

Lida y Marina entregaron sus bolsos en silencio. Artyom frunció el ceño al revisar el de Marina, haciendo una mueca cuando encontró pañales. Nada de dinero.

—Ahora tú —dijo dirigiéndose a Lida.

Revisó cuidadosamente su bolso, sacó la billetera… y de repente se quedó paralizado.

—¿Encontraste millones ahí? —bromeó Lida.

Marina sonrió —le gustó el chiste.

—¿Quiénes son los de la foto? —preguntó Artyom, de pronto serio. Ya no parecía el dueño grosero e irritado del restaurante. Algo diferente asomaba en su voz: ansiedad, sorpresa.

—Mis padres. Pero seguro que no te robaron —respondió Lida secamente.

Artyom se puso pálido, cerró rápidamente la billetera y salió corriendo. Un minuto después se oyó su voz:

—¡Olvídenlo! ¡Fin de la búsqueda! ¡Nadie tiene la culpa! ¡Todos a trabajar!

—Milagros… ¿Qué le habrá pasado? —se preguntó Marina.

—Ni idea. ¿Se le despertó la conciencia? —dijo Lida, encogiéndose de hombros.

Hablaron un rato sobre la extraña reacción del jefe, pero al final pensaron que era solo una coincidencia.

Por la noche, Lida volvió a casa tarde como de costumbre. En el pasillo, los vecinos la recibieron con risitas:

—¡Lida, tu príncipe ha llegado!

—No es gracioso. Y deberías beber menos —respondió ella bruscamente, segura de que se estaban burlando de ella.

Pero al final del pasillo apareció… Artyom.

—Lidia, ¿podemos hablar? Quiero disculparme —empezó él, y su voz sonaba muy distinta a lo habitual.

Lida no se lo esperaba. Abrió la puerta lentamente y lo dejó entrar. La habitación era miserable: muebles viejos, papel tapiz agrietado, esquinas desgastadas. Podía renovar todo, pero no quería hacerlo —su madre había elegido ese papel tapiz, y cada grieta le recordaba a ella.

—Quiero hablar… en privado —dijo Artyom, visiblemente avergonzado.

—A sus órdenes, señor —respondió Lida con sequedad.

—Esa foto… —comenzó él—. Es mi padre el que aparece en ella. Estoy seguro. Pero mi madre siempre me dijo que había muerto y me mostró exactamente esa misma foto. No entiendo nada. Decidí hablar contigo.

Lida se quedó paralizada. No podía ser. Inga Timofeevna —la hija de padres adinerados, una mujer de ciudad—. ¿Cómo podía estar en una foto con su madre y su padre?

—Bueno… hay personas que simplemente se parecen —intentó responder, pero su voz temblaba.

Artyom la miró detenidamente, y por primera vez, no había arrogancia en sus ojos. Solo una pregunta. Y el miedo a una respuesta que pudiera cambiarlo todo.

Lida y Artyom se sentaron en su modesta habitación y hablaron durante mucho tiempo. A pesar de toda su arrogancia y altanería habitual, Artyom de repente mostró una faceta diferente: no solo la de un jefe, sino la de un hombre que empezaba a comprender que había sido un necio y cruel, que su comportamiento había herido a los demás. Se disculpó sinceramente por espiar, por humillar a los empleados, por no tratarlos como seres humanos.

—Ya estamos acostumbrados a tus payasadas desde hace tiempo. Por cierto, deberías dejar de beber antes de venir a trabajar —dijo Lida secamente, aunque su voz se había suavizado un poco.

Ella le explicó que había sido él quien tomó el dinero de la caja fuerte el día anterior, simplemente lo había olvidado.

—Me siento como un idiota. ¿Por qué nadie me lo dijo antes? —murmuró Artyom pensativo.

—Porque pensaban que no serviría de nada. Siempre nos insultabas —respondió ella con franqueza.

—Sí… ahora lo entiendo. Solo quería parecer genial y seguro de mí mismo. Pero resultó ser una estupidez —admitió él, bajando la mirada.

—Pues no lo lograste —Lida sonrió débilmente.

Sin embargo, aquella noche marcó un punto de inflexión. Artyom propuso ir a ver a Irina Vladimirovna, quien entendía más que nadie.

—Vamos a visitarla. De todos modos, tengo curiosidad. Pero no uses tu coche. No quiero que los vecinos empiecen a hablar del “príncipe” que viene a mi casa cada semana —pidió Lida.

Pero Artyom insistió. Llegó en un lujoso SUV, y cuando caminaron juntos por el pasillo, todas las ventanas estaban llenas de vecinos curiosos. Para ellos, fue un verdadero espectáculo: el “príncipe” y el “monstruo”, como solían llamar a Lida.

Irina Vladimirovna ya sabía de qué iba a tratar la conversación. Artyom la había advertido por teléfono, así que la mujer estaba preparada. Tomó aire profundamente y comenzó a revelar la verdad que había guardado durante tantos años.

—Creo que ha llegado el momento. No se puede huir del destino.

Resultó que Irina Vladimirovna había tenido un hijo con Viktor, el padre de Lida. En aquel entonces, él estaba casado con Inga Timofeevna, pero habían tenido un breve romance. Irina no quiso destruir una familia, así que planeó dejar al niño en un orfanato. Pero coincidió que el hijo recién nacido de Inga murió en el orfanato ese mismo día, y ella le pidió a Irina que intercambiaran a los bebés. Así fue como Artyom terminó en una familia adinerada sin saber que su madre biológica vivía muy cerca, trabajando con la mujer que él creía su verdadera madre.

—Acepté. Quería empezar una nueva vida. Además, mi esposo era muy celoso. Cuando descubrió mi relación con Viktor, enloqueció. Se metió en casa, encerró a Viktor en el sótano y prendió fuego. Creía que el niño y yo habíamos ido a casa de mi tía para celebrar su aniversario.

—No, no fuimos. Mamá se había roto la pierna —sollozó Lida.

Esas palabras rompieron la represa de los recuerdos. Resultó que el padre nunca había querido abandonarlas. Murió en el incendio tratando de protegerlas. Eso lo explicaba todo: su desaparición, los rumores tras la tragedia.

—Después de todo eso, mi esposo me escribió desde la cárcel. Se arrepintió. Él mismo enterró los restos de Viktor en el bosque y difundió el rumor de que se había fugado. Murió allí, en prisión.

Artyom permanecía en silencio. Su corazón estaba destrozado por las emociones. Frente a él estaba la mujer que le dio la vida, pero durante años solo la había considerado una asistente. Sentía celos del respeto que ella se ganaba entre los empleados. Ahora lo entendía: ella era su madre. Y siempre fue mejor de lo que él había imaginado.

—No digas eso, hijo. Eres un buen chico, amable. Solo que aún no sabes cómo ser tú mismo —dijo Irina suavemente, tomándole la mano.

Tras un momento de silencio, ella le pidió a Artyom que no dijera nada a Inga Timofeevna.

—Ella te ama con locura. Sería un golpe muy duro para ella. Dejemos las cosas como están. Ella me salvó. Te salvó a ti también.

Artyom aceptó. Prometió guardar silencio, pero decidió cambiar su vida. Seis meses después, Irina Vladimirovna fue nombrada oficialmente gerente del restaurante. Artyom por fin encontró su vocación: abrió un taller de restauración de coches antiguos. Resultó que la genética no mentía: su padre había sido un excelente mecánico, un verdadero maestro con manos de oro.

La vida de Lida también empezó a cambiar. Artyom insistió en que se tratara en la mejor clínica de la ciudad. Él pagó todo el tratamiento, y los médicos lograron lo imposible: el rostro de Lida volvió a parecerse al de su madre en su juventud. Sin cicatrices. Sin huellas. Ella podía mirarse al espejo sin sentir dolor nunca más.

Vova, el enamorado de Lida, bromeó con tristeza:

—Ahora que eres hermosa y tu hermano es rico, ¿para qué me necesitas?

—Vova, tú me amabas cuando aún era “fea”. ¿De verdad crees que te voy a echar ahora? —dijo Lida riendo, abrazándolo con fuerza.

Pero la felicidad fue aún más profunda: unos meses después, descubrieron que iban a ser padres. Lida tenía cuatro meses de embarazo, aunque aún no se notaba. Solo Vova lo sabía, y cada día acariciaba suavemente su vientre como si ya pudiera sentir la pequeña vida que crecía dentro de ella.

—¿Sabes? Tenemos que tomarnos una foto —sugirió de repente, al ver pasar a una pareja de recién casados con un fotógrafo.

La foto resultó ser especial. Más adelante, Lida solía mirarla con ternura, recordando aquel día en que ella y Vova, de la mano, se amaban, eran felices… y ella ya llevaba una niña en su vientre. Planeaba mostrarle esa foto a su hija cuando fuera mayor.

—Mira, amor… este fue tu primer retrato.

Marina también tuvo la oportunidad de empezar una nueva vida. Antes de ser despedida, Artyom la ayudó a inscribirse en una escuela de cocina. Ahora estudiaba para ser chef, en lugar de lavar platos por unas pocas monedas. El sueño de toda su vida finalmente se estaba haciendo realidad.

Cuando nació la hija de Lida, la mujer solía contarle a la pequeña sobre sus abuelos, que la cuidaban desde lo alto, desde el cielo. Por supuesto, la bebé no entendía nada, pero sonreía al mirar a su madre, con esa sonrisa desdentada y pura.

Una vez, Lida soñó con sus padres. Estaban de pie, tomados de la mano. Ella corrió hacia ellos, los abrazó y dijo lo que había querido decir durante tanto tiempo:

—Perdón, papá, por haber pensado mal de ti. Perdón, mamá, por no haberme cuidado como debía.

Se despertó porque Vova la sacudía suavemente —la había oído llorar y hablar dormida, y estaba muy asustado.

—Fue un sueño hermoso —lo tranquilizó Lida—. Un sueño muy necesario. Les dije que los amaba. Y ahora lo sé: las personas que amamos siempre nos escuchan. Incluso si están lejos.

Vova la abrazó, y juntos contemplaron a su pequeña hija dormida en la cuna. Aquella noche, el hogar se llenó de silencio, de luz y de amor —todo lo que Lida había esperado durante tanto tiempo.