En el año 1722, en los oscuros pasillos del convento de Santa Clara en Lima, Perú, se desató una venganza que estremeció los cimientos de la sociedad colonial. Esta es la historia de Encarnación, una esclava que desafió todas las leyes divinas y humanas para proteger lo más sagrado que tenía, su hija.

Lo que comenzó como una búsqueda desesperada de justicia, terminó en uno de los crímenes más brutales y calculados que jamás se hayan registrado en los archivos de la Inquisición Española. Encarnación. Había nacido en las plantaciones de caña de azúcar de la costa peruana, hija de una esclava angoleña y un capataz español que nunca reconoció su paternidad.

Desde pequeña aprendió que su piel oscura era una maldición que la condenaría a una vida de servidumbre, pero también desarrolló una inteligencia aguda y una determinación férrea que la distinguía del resto. A los 16 años, cuando dio a luz a María Esperanza, su única hija, juró por todos los santos que esa niña tendría un destino diferente al suyo.

El destino quiso que el asendado don Fernando de Mendoza, propietario de encarnación, tuviera deudas importantes con la Iglesia. Para saldarlas, decidió donar a sus esclavas más valiosas al convento de Santa Clara, donde servirían por el resto de sus días. Encarnación vio en esto una oportunidad divina.

Su hija de apenas 8 años podría crecer en un ambiente religioso, tal vez incluso aprender a leer y escribir, algo impensable para una esclava en esa época. El convento de Santa Clara era conocido por albergar a las hijas de la nobleza limeña, pero también tenía una sección donde vivían las esclavas que servían a las monjas. El padre Miguel de Santander era el confesor principal del convento, un hombre de 45 años que había llegado desde Sevilla con credenciales impecables y una reputación de santidad que lo precedía. Las monjas lo veneraban, los fieles lo respetaban y

las autoridades coloniales lo consultaban en asuntos de moral y justicia. Durante los primeros años, la vida en el convento pareció cumplir las esperanzas de encarnación. María Esperanza creció rodeada de oraciones y cánticos. Aprendió las letras básicas, ayudando a las monjas con los libros sagrados y desarrolló una belleza que llamaba la atención incluso bajo los hábitos humildes que vestía. Encarnación.

Trabajaba incansablemente en las cocinas y los jardines, siempre vigilante, siempre protectora, sintiendo que finalmente había encontrado un refugio seguro para su tesoro más preciado. Pero el mal puede esconderse incluso en los lugares más sagrados.

El padre Miguel había comenzado a notar a María Esperanza cuando la niña cumplió 12 años. Al principio fueron miradas prolongadas durante las misas. Luego excusas para llamarla a su despacho bajo pretextos religiosos. Las otras esclavas comenzaron a murmurar, pero nadie se atrevía a hablar abiertamente contra un hombre de Dios.

La primera vez que el padre Miguel puso sus manos inmundas sobre María Esperanza fue durante una confesión en la capilla principal. La niña había ido a confesar pequeños pecados de niña, como haber robado una manzana de la despensa o haber mentido sobre haber rezado todas sus oraciones. Pero el Padre la hizo arrodillarse muy cerca de él, le puso las manos en los hombros y comenzó a susurrarle al oído que Dios la había bendecido con una belleza especial, que eso era una responsabilidad que ella debía aprender a manejar.

María Esperanza regresó a los cuartos de las esclavas con los ojos rojos y una expresión de confusión que partió el corazón de su madre. Cuando Encarnación le preguntó qué había pasado, la niña solo pudo decir que el padre le había dicho cosas extrañas sobre su cuerpo, que la había tocado de maneras que la hacían sentir incómoda, pero que él le había explicado que era parte de la preparación espiritual para las mujeres jóvenes.

Encarnación sintió que la sangre se le helaba en las venas. Conocía esa mirada, esas palabras, esos pretextos. Las había escuchado antes en las plantaciones, las había vivido en carne propia cuando era apenas una adolescente. Pero esto era diferente. Esto era en un lugar sagrado con un hombre que supuestamente representaba a Dios en la tierra y su víctima era su propia hija, su única razón de vivir. La segunda vez fue peor.

El padre Miguel llamó a María Esperanza a su habitación privada ubicada en la torre este del convento bajo el pretexto de enseñarle latín para que pudiera ayudar mejor en las ceremonias. Encarnación, que limpiaba los pasillos cercanos, escuchó gritos ahogados, soylozos y luego un silencio que la llenó de terror. Cuando María Esperanza salió de esa habitación, su vestido estaba desgarrado, tenía marcas en los brazos y su mirada había perdido para siempre la inocencia que la caracterizaba.

Esa noche, entre lágrimas y temblores, María Esperanza le contó a su madre lo que había pasado. El padre Miguel la había obligado a quitarse la ropa. Había puesto sus manos repugnantes por todo su cuerpo. Le había dicho que era una forma de bendecirla, que Dios quería que ella fuera especial, que si le contaba a alguien, sería castigada por difamar a un hombre santo.

Pero lo peor de todo era que le había dicho que esto era solo el comienzo, que tenía planes especiales para ella, que pronto la convertiría en su pequeño ángel personal. Encarnación, abrazó a su hija temblorosa y sintió que algo se rompía definitivamente en su interior. Ya no era solo una madre desesperada, se había convertido en una fiera herida dispuesta a todo por proteger a su cachorro.

Esa madrugada, mientras María Esperanza finalmente logró dormirse entre soylozos, encarnación, comenzó a planear algo que sabía que la condenaría para toda la eternidad, pero que era la única forma de salvar a su hija de un destino peor que la muerte. Durante las siguientes semanas, encarnación, observó cada movimiento del padre Miguel.

estudió sus rutinas, sus horarios, sus debilidades. descubrió que tenía una afición secreta por el vino dulce que guardaba en su habitación, que solía quedarse despierto hasta muy tarde leyendo textos que definitivamente no eran religiosos, y que recibía visitas nocturnas de otras jovencitas del convento que salían de su habitación con la misma mirada rota que ahora tenía su hija.

Pero lo que más la enfureció fue descubrir que esto no era nuevo. Hablando cuidadosamente con otras esclavas más viejas, se enteró de que el padre Miguel llevaba años abusando de las niñas del convento. Había tenido favoritas antes que María Esperanza, niñas que después eran trasladadas misteriosamente a otros conventos o que simplemente desaparecían.

Una esclava anciana le contó en susurros que había una habitación secreta detrás de su despacho, donde guardaba recuerdos de sus víctimas, mechones de cabello, pedazos de ropa, dibujos obscenos que les hacía crear. El plan de encarnación era simple, pero requería una paciencia y una frialdad que solo una madre desesperada podía tener.

Primero necesitaba acceso a la habitación del Padre. Esto lo logró ofreciéndose como voluntaria para limpiar las habitaciones de los religiosos, algo que las otras esclavas evitaban hacer, porque significaba trabajar más horas sin recompensa adicional. Segundo, necesitaba un arma. En las cocinas del convento había cuchillos afilados que usaban para preparar la carne, pero Encarnación tenía algo más personal en mente.

En los jardines del convento crecían plantas medicinales que las monjas usaban para preparar remedios. Entre ellas estaba la Belladona, una planta hermosa, pero mortal que podía causar alucinaciones, convulsiones y muerte si se usaba en las dosis correctas. Encarnación había aprendido sobre plantas durante su infancia en las plantaciones, donde las esclavas compartían conocimientos ancestrales sobre hierbas que podían curar o matar según la necesidad. Pero el veneno solo sería el comienzo.

Encarnación quería que el padre Miguel sufriera, que entendiera exactamente por qué estaba muriendo, que sintiera una fracción del terror y el dolor que había causado a tantas niñas inocentes. Quería que su muerte fuera un mensaje, una advertencia para otros depredadores que se escondían detrás de sus sotanas y sus falsas bendiciones.

La oportunidad llegó en una noche de diciembre durante la preparación para las celebraciones navideñas. El convento estaba más ocupado de lo normal. Las monjas estaban distraídas con los preparativos y el padre Miguel había enviado un mensaje diciendo que necesitaba que María Esperanza fuera a su habitación esa noche para una preparación espiritual especial.

Antes de la Navidad, punte encarnación, sintió que la furia la consumía por completo. Esa bestia inmunda no se conformaba con haber destruido la inocencia de su hija. Ahora quería convertir la fecha más sagrada del año en otro recuerdo traumático, pero también sabía que esta era su oportunidad.

Esa noche, mientras el convento dormía y el monstruo esperaba a su nueva víctima, Encarnación pondría fin a años de sufrimiento silencioso. A las 8 de la noche, tal como había planeado, Encarnación subió a la habitación del padre Miguel. Llevaba consigo una bandeja con vino dulce, el favorito del cura, pero esta vez mezclado con extracto de bella dona, no lo suficiente para matarlo inmediatamente, sino para debilitarlo, confundirlo, hacerlo vulnerable para lo que venía después. El padre Miguel la recibió con una sonrisa que le revolvió el estómago.

Estaba vestido solo con una túnica suelta y en su habitación ardían velas que creaban sombras danzantes en las paredes. Sobre su cama había objetos que Encarnación prefirió no identificar, pero que confirmaron sus peores sospechas sobre las intenciones de esa noche. encarnación, le dijo con voz melosa. Qué bueno que viniste.

Estaba esperando a tu hermosa hija, pero supongo que puede esperar unos minutos mientras disfruto de este excelente vino que me trajiste. Por supuesto, padre, respondió Encarnación con una reverencia, manteniendo los ojos bajos para ocultar el odio que ardía en ellos. María Esperanza vendrá en cuanto termine sus oraciones nocturnas.

Mientras tanto, pensé que podría disfrutar de su bebida favorita. El padre Miguel tomó la copa con avidez. Había estado bebiendo desde temprano, como era su costumbre, y no notó el ligero sabor amargo que la Belladona agregaba al vino dulce. Mientras bebía, comenzó a contarle a Encarnación sobre sus planes especiales para María Esperanza, describiendo con detalles repugnantes las cosas que pensaba hacerle, riéndose de lo inocente que era la niña, de lo fácil que había sido quebrar su resistencia.

Cada palabra era como un puñal en el corazón de encarnación, pero también alimentaba su determinación. observó como los efectos del veneno comenzaban a hacer efecto. Los ojos del Padre se volvían vidriosos, sus movimientos se hacían más lentos. Comenzó a tambalearse ligeramente al caminar por la habitación. “Padre”, dijo Encarnación con voz suave.

Creo que debería sentarse. Se ve un poco mareado. Sí, es extraño murmuró el padre Miguel dejándose caer en una silla junto a su escritorio. Me siento diferente, pero no importa. Cuando llegue tu hija, me sentiré mucho mejor. Fue en ese momento cuando Encarnación decidió que había llegado la hora.

Se acercó lentamente al Padre, sacó de entre sus ropas el cuchillo de cocina que había robado esa tarde y lo puso contra la garganta del hombre que había destruido la vida de su hija. “La única que va a llegar aquí esta noche soy yo”, le susurró al oído. “Y he venido a cobrarte cada lágrima, cada grito, cada pesadilla que le has causado a mi hija.” Los ojos del padre Miguel se abrieron con terror cuando comprendió lo que estaba pasando.

Trató levantarse, de gritar, pero el veneno había debilitado su cuerpo y su mente. Solo pudo balbucear súplicas incoherentes mientras Encarnación lo miraba con una frialdad que helaba la sangre. ¿Ahora tienes miedo? Le preguntó presionando el cuchillo contra su piel. Ahora sientes lo que sintió mi niña cuando la obligaste a quitarse la ropa, cuando pusiste tus manos asquerosas sobre su cuerpo inocente.

Por favor, logró susurrar el padre, soy un hombre de Dios. Esto es esto es un pecado mortal. Encarnación se rió con una risa que no tenía nada de humana. Un hombre de Dios. Tú eres la peor clase de demonio, uno que se esconde detrás de una cruz para cazar niñas inocentes.

Y en cuanto al pecado mortal, creo que ya tienes varios en tu cuenta. Lo que pasó después fue algo que los archivos de la Inquisición describirían como una mutilación de proporciones diabólicas. Encarnación no se conformó con matar al padre Miguel rápidamente. Durante las siguientes tres horas, mientras el convento dormía ajeno al horror que se desarrollaba en la Torre este, ella se tomó su tiempo para hacer que ese monstruo pagara por cada uno de sus crímenes.

Primero le cortó las manos que había usado para tocar a su hija y a tantas otras niñas. Las cortó lentamente, dedo por dedo, mientras el Padre gritaba y suplicaba misericordia. Pero sus gritos eran débiles debido al veneno, y las gruesas paredes de piedra de la torre impedían que se escucharan en el resto del convento.

“Estas son las manos que profanaron el cuerpo de mi hija”, le decía mientras cortaba. las manos que dibujaron esas obstenidades, que escribieron esas cartas asquerosas que encontré en tu escritorio. Nunca más tocarás a una niña inocente. Después vinieron los ojos. Estos son los ojos que miraron a mi hija con lujuria, murmuró mientras el cuchillo hacía su trabajo.

Los ojos que disfrutaron viendo el terror en su rostro. Nunca más verás a otra víctima. La lengua fue siguiente. Esta es la lengua que le susurró mentiras sobre Dios, que le dijo que el abuso era una bendición, que la convenció de que el silencio era virtud. Nunca más engañarás a otra niña con tus palabras de serpiente. Pero lo peor estaba por venir.

Encarnación había guardado lo más simbólico para el final. con una precisión que hablaba de una furia calculada y fría, le arrancó aquella parte de su cuerpo que había usado para violar a las niñas, cortándola en pedazos pequeños que después arrojó al fuego de la chimenea. Esto le dijo mientras el padre agonizaba en un charco de su propia sangre.

Esto es por todas las niñas que destruiste, por todas las que nunca tuvieron una madre dispuesta a vengarlas. Muérete sabiendo que tu legado será el de un monstruo mutilado. Finalmente, cuando el padre Miguel ya no era más que un cuerpo destrozado que apenas respiraba encarnación, tomó su cabeza entre sus manos ensangrentadas y le susurró sus últimas palabras, “Mi hija podrá dormir en paz, sabiendo que el demonio que la atormentaba ya no existe, y si hay un infierno, espero que arda por toda la eternidad.

” El cuerpo del padre Miguel fue encontrado la mañana siguiente por la hermana Catalina, que había ido a llevarle su desayuno como hacía todos los días. Sus gritos de horror despertaron a todo el convento y pronto la noticia se extendió por toda Lima como un reguero de pólvora.

Las autoridades coloniales llegaron inmediatamente, seguidas de cerca por los oficiales de la Inquisición. Nunca habían visto una escena tan brutal. tan calculadamente cruel. El cuerpo del padre había sido literalmente cortado en pedazos, pero no de manera random o frenética, sino con una precisión quirúrgica que hablaba de una venganza fríamente planificada.

La investigación no tardó en señalar a Encarnación como la principal sospechosa. Varios testigos la habían visto entrar a la habitación del Padre la noche anterior y su comportamiento en los días siguientes al descubrimiento del cuerpo era el de una mujer en paz consigo misma, no el de una inocente horrorizada por el crimen. Cuando finalmente la arrestaron, Encarnación no opuso resistencia.

había logrado su objetivo. El monstruo que había torturado a su hija estaba muerto y María Esperanza podía comenzar a sanar. Lo que le pasara a ella después era irrelevante. Había cumplido su propósito como madre. Había protegido a su hija de la única manera que el sistema colonial le permitía a una esclava.

Durante el interrogatorio que duró varios días, Encarnación confesó todo sin mostrar el menor rastro de arrepentimiento. Describió cada detalle de su venganza con una calma que perturbó incluso a los oficiales de la Inquisición. Hombres acostumbrados a lidiar con todo tipo de crímenes y herejías. “¿No sientes remordimiento por haber asesinado a un hombre de Dios?”, le preguntó el inquisidor principal.

Yo no maté a un hombre de Dios”, respondió Encarnación, mirándolo directamente a los ojos. Yo exterminé a una alimaña que se escondía detrás de una sotana para hacer daño a niñas inocentes. Si eso es un pecado, entonces prefiero arder en el infierno que vivir, sabiendo que dejé que ese demonio continuara destruyendo vidas. Y no temes el castigo divino.

El único castigo divino que temo es el de no haber actuado antes cuando pude haber salvado a otras niñas que sufrieron antes que mi hija. Si Dios existe, estoy segura de que entiende lo que una madre está dispuesta a hacer por proteger a su hijo. Las declaraciones de encarnación causaron revuelo entre las autoridades.

Por un lado, había cometido uno de los crímenes más brutales en la historia colonial del Perú. Por otro lado, las investigaciones posteriores revelaron que sus acusaciones contra el padre Miguel eran completamente ciertas. En su habitación secreta encontraron evidencia irrefutable de años de abuso sistemático, cartas, dibujos, objetos personales de sus víctimas e incluso un diario donde registraba sus crímenes con detalles escalofriantes.

El dilema era complejo. ¿Cómo castigar a una mujer que había hecho justicia contra un depredador que el propio sistema había protegido? ¿Cómo explicar que un representante de Dios había sido en realidad un monstruo que había abusado de su posición de poder para dañar a los más vulnerables? La Iglesia, por su parte, trató de mantener el asunto en secreto.

La reputación del convento de Santa Clara y de la institución religiosa en general estaba en juego. Pero la historia ya se había filtrado entre la población y encarnación se había convertido en una figura controvertida. Para algunos era una asesina que había profanado un lugar sagrado. Para otros era una heroína que había hecho lo que el sistema de justicia no se atrevía a hacer.

Las otras esclavas del convento, que habían guardado silencio durante años por miedo, comenzaron a hablar. Una tras otra confirmaron las acusaciones contra el padre Miguel. Contaron historias de niñas que habían desaparecido misteriosamente, de llanto nocturno que se escuchaba desde la Torre este, de cambios súbitos en el comportamiento de las víctimas después de sus sesiones de preparación espiritual.

María Esperanza también testificó, aunque los oficiales trataron de ser gentiles con ella debido a su edad, su testimonio fue devastador en su simplicidad y honestidad. describió los abusos sin entender completamente su significado, pero con un detalle que no dejaba lugar a dudas sobre la culpabilidad del padre. “Mi mamá me protegió”, dijo al final de su declaración con lágrimas corriendo por sus mejillas.

Ella hizo lo que tenía que hacer para que el padre malo no me lastimara más. No está enojada conmigo y yo no estoy enojada con ella. El juicio de encarnación duró 6 meses y se convirtió en el caso más seguido de la época colonial peruana. La plaza de armas de Lima se llenaba todos los días de juicio con personas que querían escuchar los detalles del caso.

Las opiniones estaban divididas, pero había una corriente creciente de simpatía hacia la esclava que había desafiado todo el sistema para proteger a su hija. Los testimonios durante el juicio revelaron la extensión completa de los crímenes del padre Miguel. Se descubrió que había abusado de al menos 20 niñas durante sus 5 años en el convento de Santa Clara y que había sido transferido desde España precisamente para evitar un escándalo similar en Sevilla.

Una de las revelaciones más impactantes vino de una carta que el padre había escrito a un amigo en España encontrada entre sus pertenencias. En ella describía el convento de Santa Clara. como un paraíso para mis gustos particulares. Y se jactaba de que estas criaturas coloniales son tan inocentes y están tan acostumbradas a obedecer que ni siquiera se resisten.

La carta causó tal indignación que incluso algunos miembros de la nobleza limeña comenzaron a expresar su apoyo a Encarnación. Las madres de familia se identificaban con su situación, aunque no se atrevían a decirlo públicamente. En los mercados y las tertulias privadas se escuchaban murmullos de que la esclava había hecho lo correcto, que alguien tenía que parar a ese monstruo, pero el sistema colonial no podía permitir que una esclava matara a un español sin importar las circunstancias.

La sentencia estaba predeterminada. Encarnación sería ejecutada públicamente como advertencia para otros que pudieran pensar en tomar la justicia en sus propias manos. La noche antes de su ejecución, Encarnación recibió una visita inesperada. La madre superiora del convento de Santa Clara había venido a verla en su celda.

Era una mujer mayor, de rostro severo, pero ojos bondadosos, que había llegado al convento después de los eventos y había estado investigando por su cuenta lo que había pasado bajo su administración anterior. He venido a pedirte perdón”, le dijo la madre superiora, arrodillándose frente a la celda de encarnación como representante de la Iglesia, como mujer, como madre espiritual de todas las niñas que estuvieron bajo mi cuidado. Fallamos.

El sistema falló y tú tuviste que hacer lo que nosotros deberíamos haber hecho. Encarnación la miró con sorpresa. Nunca había esperado una disculpa de la iglesia, mucho menos de alguien de tan alto rango. No necesito tu perdón, madre, respondió con voz serena. Yo hice lo que tenía que hacer. Mi única preocupación ahora es mi hija.

¿Qué pasará con María Esperanza cuando yo ya no esté? Esa es la razón principal de mi visita, dijo la madre superiora. He hablado con las autoridades y he obtenido permiso para adoptar a tu hija como mi pupila personal. Ella será educada, cuidada y protegida. Nunca más será considerada una esclava. Le daré el apellido de mi familia y me aseguraré de que tenga un futuro digno. Por primera vez en meses Encarnación lloró.

No de tristeza ni de miedo, sino de alivio. Su sacrificio había valido la pena. Su hija estaría segura. Tendría oportunidades. Podría ser más que una esclava en una sociedad que no valoraba su vida. Gracias, susurró. Gracias por darle a mi niña lo que yo nunca pude. La ejecución de encarnación estaba programada para el amanecer del 15 de marzo de 1723 en la Plaza de Armas de Lima. Pero algo extraordinario pasó esa mañana.

Cuando los guardias llegaron a buscarla a su celda, la encontraron de rodillas con las manos juntas en oración y una expresión de paz absoluta en su rostro. había muerto durante la noche, aparentemente de causas naturales. Los médicos que examinaron su cuerpo no encontraron signos de violencia ni de veneno.

Simplemente parecía que su corazón había dejado de latir. Algunos dijeron que había muerto de tristeza, otros que de alivio al saber que su hija estaría bien. Pero los más supersticiosos murmuraban que había elegido el momento de su propia muerte, que había partido en sus propios términos. Como había vivido sus últimos meses, María Esperanza, ahora bajo la protección de la madre superiora, creció para convertirse en una mujer educada y respetada.

Nunca se casó, dedicando su vida a ayudar a otras niñas que habían sufrido abusos. Fundó una escuela para niñas pobres y se convirtió en una defensora silenciosa, pero efectiva, de los derechos de las mujeres en la sociedad colonial. Nunca habló públicamente sobre lo que había pasado con el padre Miguel o sobre el sacrificio de su madre, pero quienes la conocían sabían que llevaba esa historia como una cicatriz invisible que la motivaba a proteger a otras niñas de sufrir lo mismo que ella había sufrido. La historia de encarnación se convirtió

en leyenda en los barrios pobres de Lima. Las madres contaban a sus hijas sobre la esclava valiente que había desafiado a todo el sistema para proteger a su niña. Su nombre se susurraba en los mercados como símbolo de resistencia, de amor maternal, de justicia cuando las instituciones fallan.

Pero también se convirtió en una advertencia para los depredadores que se escondían detrás de posiciones de poder. La brutalidad de su venganza envió un mensaje claro. Hay líneas que no se pueden cruzar y hay personas dispuestas a todo proteger a los inocentes sin importar las consecuencias. Los archivos de la Inquisición que durante siglos permanecieron sellados finalmente revelaron la historia completa en el siglo XX.

Los historiadores que estudiaron el caso quedaron impactados no solo por la brutalidad de la venganza de encarnación, sino por el contexto que la motivó. El caso se convirtió en un símbolo de las injusticias del sistema colonial y de la resistencia de los más vulnerables contra sus opresores. El convento de Santa Clara fue reformado completamente después de estos eventos.

Se establecieron nuevas reglas sobre la supervisión de los religiosos. Se crearon mecanismos para que las niñas pudieran reportar abusos de manera segura y se implementaron inspecciones regulares para prevenir que algo así volviera a pasar. La habitación donde el padre Miguel cometió sus crímenes fue sellada permanentemente.

Algunas monjas juraban que se podían escuchar lamentos en esa parte del convento durante las noches, pero oficialmente la iglesia negó cualquier actividad sobrenatural. La historia de encarnación también inspiró cambios en las leyes coloniales sobre el trato a los esclavos. Aunque estos cambios fueron mínimos y tardaron décadas en implementarse, el caso había demostrado que incluso los más oprimidos de la sociedad podían llegar a extremos terribles cuando se los empujaba demasiado lejos.

En los documentos oficiales, Encarnación es recordada como una asesina que cometió un crimen brutal contra un hombre de Dios, pero en la memoria popular, especialmente entre las comunidades marginadas, es recordada como una heroína que hizo lo que el sistema no se atrevía a hacer. proteger a los inocentes de los depredadores, sin importar cuán alto fuera su rango o cuán sagrada fuera su posición, su tumba en el cementerio de esclavos de Lima se convirtió en un lugar de peregrinación silenciosa para madres desesperadas que buscaban fuerza para proteger a sus hijos. Aunque oficialmente la iglesia desalentaba estas visitas, nunca pudo

detenerlas completamente. La historia de Encarnación nos recuerda que la justicia no siempre viene de las instituciones oficiales. Hay veces viene de las manos de una madre desesperada que no tiene nada más que perder excepto a su hijo. nos recuerda que el mal puede esconderse en los lugares más santos y que los más vulnerables de la sociedad a veces son los únicos dispuestos a enfrentarlo cuando todos los demás miran hacia otro lado. Pero también nos recuerda el precio terrible que pagan, quienes toman

la justicia en sus propias manos. Encarnación salvó a su hija, pero perdió su propia vida. Expuso la corrupción del sistema, pero fue destruida por él. Su venganza fue completada, pero el costo fue todo lo que tenía.

En las noches silenciosas del convento, cuando el viento sopla a través de los pasillos de piedra, algunos dicen que aún se puede escuchar el eco de los pasos de encarnación, caminando eternamente por los corredores, vigilando, protegiendo, asegurándose de que ningún otro depredador pueda hacer daño a las niñas bajo su cuidado invisible. Su historia es un testimonio del amor maternal en su forma más pura y más terrible.

Es la historia de una mujer que prefirió convertirse en un monstruo antes que permitir que un monstruo lastimara a su hija. Es la historia de Encarnación, la esclava que cortó en pedazos al padre Miguel y que en el proceso se convirtió en leyenda, en símbolo, en advertencia eterna para quienes piensan que pueden aprovecharse de los inocentes sin consecuencias.

Y aunque han pasado 300 años desde aquella noche terrible en la torre, este del convento de Santa Clara, la historia de encarnación sigue resonando en cada madre que mira a su hijo y jura que hará cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, para protegerlo del mal que acecha en el mundo. No.