
La sangre aún manchaba el camisón de Isolda, mientras sostenía a su recién nacido contra su pecho tembloroso, expuesta en la tarima de la plaza de Montegris como simple mercancía. Los gritos del subastador se mezclaban con las carcajadas de la muchedumbre y el llanto débil del pequeño Gael, creando una sinfonía de crueldad bajo el sol implacable. Una partera caída en desgracia y su bastardo.
¿Quién ofrece por este lote? vociferaba el hombre mientras y solda, con la mirada perdida, sentía que su dignidad se desvanecía con cada puja. Entonces el silencio cayó sobre la multitud cuando el conde Mateo de Valderren, con su cicatriz cruzándole el rostro y su mirada impenetrable, avanzó entre la gente y levantó la mano para hacer una oferta que nadie se atrevió a superar. La plaza de Montegris bullía de actividad aquella mañana de mercado.
Puestos de verduras, telas importadas y especias exóticas se alineaban bajo toldos coloridos mientras los pregoneros anunciaban sus mercancías. Pero en el centro de la plaza, sobre una tarima de madera desgastada, se desarrollaba un espectáculo de naturaleza muy distinta, la subasta de deudores. Y Solda mantenía la cabeza agachada, intentando proteger a su bebé del sol abrasador.
Sus muñecas, atadas con una cuerda áspera, mostraban marcas rojizas. El camisón blanco que llevaba estaba manchado de sangre, evidencia del parto que había sufrido apenas dos días antes. Su cabello negro, largo y enmarañado, le cubría parcialmente el rostro, pero no podía ocultar las lágrimas que corrían silenciosas por sus mejillas.
“Siguiente lote!”, gritó el subastador, un hombre corpulento con una voz que retumbaba en toda la plaza, una partera caída en desgracia, acusada de robo por la familia Montero. Sus deudas se subastan al mejor postor. Viene con un recién nacido de regalo. Las risas de la multitud fueron como puñaladas para Isolda.
Apretó a su pequeño Gael contra su pecho, como si pudiera protegerlo de la crueldad del mundo al que lo había traído. Empieza la puja en 20 monedas de plata. Continúa el subastador. Miren qué jóvenes. Servirá bien en cualquier casa o taberna. 10 monedas. Gritó un tabernero conocido por tratar brutalmente a sus sirvientas. 15. Ofreció una mujer mayor que buscaba una criada barata.
Y solda cerró los ojos. El destino que le esperaba, fuera cuál fuese el ganador, sería terrible. Si la separaban de su hijo, no tendría razones para seguir viviendo. El murmullo de la multitud cesó repentinamente y Solda abrió los ojos y vio que la gente abría paso a un hombre alto que avanzaba hacia la tarima. Vestía ropas finas de tonos oscuros y una capa con el emblema de la casa Valderren.
Su rostro, parcialmente marcado por una cicatriz que le cruzaba desde la ceja derecha hasta la mejilla, mostraba una expresión impenetrable. El conde Mateo de Valderren”, susurró alguien cerca de Isolda. El nombre provocó un escalofrío en su espalda. Los rumores sobre el conde eran numerosos, viudo, severo, solitario.
Algunos decían que había matado a su esposa al descubrir su infidelidad, otros que la había expulsado de sus tierras en pleno invierno. “¿Cuánto se ha ofrecido por esta mujer?”, preguntó el conde con voz grave. 15 monedas, mi señor”, respondió el subastador, haciendo una reverencia exagerada.
El conde Mateo observó a Isolda durante unos instantes que a ella le parecieron eternos. Sus ojos, de un azul intenso, parecían estudiarla como si fuera un libro escrito en una lengua extraña. “50 monedas de oro”, dijo finalmente. Un jadeo colectivo recorrió la plaza. Era una suma exorbitante por una simple deudora. 50 monedas de oro a la una, exclamó el subastador, visiblemente sorprendido.
Alguien ofrece más, 50 monedas de oro a las dos. Vendira al conde Valderen. Mientras el conde entregaba un saco de monedas al alguacil y Solda sintió que sus piernas flaqueaban, ¿qué planes tendría aquel hombre poderoso para ella? ¿Sería cierta su reputación de crueldad? Un guardia cortó las cuerdas que ataban sus muñecas. El bebé comenzó a llorar.
Quizás sintiendo la angustia de su madre, el conde se acercó a ella para sorpresa de Isolda, se quitó la capa y la colocó sobre sus hombros. “Cúbrete”, dijo en voz baja. “Y no temas, ni tú ni tu hijo sufriréis daño alguno bajo mi protección.” Y Solda lo miró, incapaz de comprender sus intenciones. “¿Por qué?”, susurró, encontrando valor para hablar.
“¿Por qué me habéis comprado?” El conde no respondió de inmediato, dirigió su mirada hacia el bebé que lloraba y por un instante y solda creyó ver un destello de dolor en aquellos ojos fríos. “Porque nadie merece ser tratado como mercancía”, respondió finalmente, “Menos aún una madre con su hijo recién nacido.
La ayudó a bajar de la tarima y la condujo hacia un carruaje que esperaba en un extremo de la plaza. La multitud se apartaba su paso, observando con curiosidad y murmurando especulaciones. Antes de subir al carruaje Yolda miró por última vez la plaza de Monte Gris, el lugar donde había vivido toda su vida y donde ahora había sido humillada públicamente.
No sabía qué le depararía el futuro en el palacio de aquel noble misterioso, pero cualquier destino sería mejor que el que le esperaba en manos del tabernero o de la anciana. Mi nombre es Isolda”, dijo cuando ya estaban dentro del carruaje. “Y él es Gael.” El Conde asintió levemente. Descansa y solda.
El camino a Valderren es largo y por tu aspecto necesitas recuperar fuerzas. Mientras el carruaje se ponía en marcha y Solda acunó a su hijo contra su pecho. Por primera vez en muchos días permitió que una pequeña esperanza floreciera en su corazón. Quizás, solo quizás, el destino no había sido tan cruel como pensaba.
El carruaje avanzaba por caminos empedrados, alejándose cada vez más de Monte Gris, y Solda observaba el paisaje a través de la ventanilla, colinas verdes, bosques frondosos y ocasionalmente pequeñas aldeas donde los campesinos detenían sus labores para ver pasar el carruaje con el escudo de la casa Valderren.
El conde viajaba frente a ella en silencio con la mirada fija en unos documentos que había sacado de un maletín de cuero. De vez en cuando levantaba la vista y la observaba brevemente, como evaluando su estado. “Deberías comer algo”, dijo finalmente, ofreciéndole una cesta con pan, queso y frutas que había en el asiento.
Y Solda dudó un momento, pero el hambre pudo más que la desconfianza. Tomó un trozo de pan y comenzó a comer lentamente mientras amamantaba a Gael. “¿Es cierto que eras partera?”, preguntó el conde cerrando su carpeta de documentos. Y Solda asintió sorprendida por la pregunta. Lo era mi señor.
Aprendí el oficio de mi madre y de mi abuela antes que ella. ¿Y cómo terminaste en esa tarima de subastas? La pregunta hizo que Isolda se tensara. Los recuerdos eran demasiado dolorosos, demasiado recientes. Atendí el parto de la esposa de un comerciante adinerado. Rodrigo Montero, comenzó a explicar con voz temblorosa. El bebé venía mal posicionado. Hice todo lo que pude, pero su voz se quebró.
La madre y el niño murieron. Montero me acusó de incompetencia, de brujería, incluso. Dijo que le había robado joyas durante el parto. Nadie creyó mi versión. El conde la escuchaba atentamente sin interrumpir. Me encarcelaron cuando estaba ya embarazada de 6 meses. Di a luz en una celda húmeda hace solo dos días.
Hoy me sacaron para subastar mis deudas. Un silencio pesado se instaló entre ellos. El bebé se había dormido en brazos de Isolda, con su pequeño puño aferrado a la tela del camisón. Y el padre del niño, preguntó finalmente el conde. Yolda bajó la mirada. Un viajero que pasó por Montegris hace meses, me prometió matrimonio, me habló de una vida juntos en la capital.
Desapareció una mañana llevándose mis ahorros. El conde asintió como si la historia no le sorprendiera en absoluto. En Valderren encontrarás refugio y solda. Mi médico personal te atenderá en cuanto lleguemos. Necesitas recuperarte del parto. ¿Por qué hacéis esto, mi señor?, preguntó ella, incapaz de contener su curiosidad. No me conocéis, no os debo nada.
El conde desvió la mirada hacia el paisaje que se deslizaba por la ventanilla. Digamos que tengo mis razones, respondió sec, razones que no necesitas conocer ahora. El resto del viaje transcurrió en silencio. Cuando el sol comenzaba a ponerse, el carruaje coronó una colina y ante ellos apareció el Palacio Valderren, una imponente construcción de piedra gris con torres altas y murallas sólidas. A su alrededor se extendía un pueblo pequeño pero próspero.
“Hemos llegado”, anunció el conde. El carruaje atravesó las puertas principales y se detuvo en un patio empedrado. Varios sirvientes acudieron de inmediato. El conde descendió primero y luego ayudó a Isolda a bajar, sosteniendo cuidadosamente su brazo mientras ella sujetaba al bebé. Dorotea llamó el conde a una mujer mayor que parecía ser el ama de llaves.
Prepara la habitación de la torre, este para nuestra invitada y su hijo. Que el doctor Faustino la visite de inmediato. La mujer asintió mirando a Isolda con curiosidad, pero sin hacer preguntas, mientras la conducían al interior del palacio. Y Solda no pudo evitar sentirse abrumada por los pasillos de piedra, los tapices lujosos y las armaduras que flanqueaban las paredes. Era un mundo completamente ajeno al suyo, un mundo donde no sabía cómo comportarse ni qué esperar.
Esa noche, acostada en una cama más cómoda de lo que jamás había conocido, con su hijo durmiendo en una cuna a su lado, y Solda contempló el techo abobedado y se preguntó qué secretos ocultaba aquel palacio y, sobre todo, qué secretos escondía el misterioso conde que la había salvado.
Los días en el Palacio Valderren transcurrían con una rutina que poco a poco se fue haciendo familiar para Isolda. Cada mañana Dorotea, el ama de llaves, le traía el desayuno y le explicaba pacientemente las costumbres de la casa. La mujer, de rostro severo, pero ojos amables, parecía haber tomado bajo su protección a la joven madre y a su bebé.
“El conde es un hombre justo”, le explicó Dorotea una mañana mientras cambiaban las sábanas de la cuna. Exigente, sí, pero nunca cruel. Ha sufrido mucho, aunque no le gusta que se hable de ello. Y Solda aprendió pronto que el palacio funcionaba como un pequeño reino, con sus propias jerarquías y normas no escritas.
Los sirvientes más antiguos la miraban con desconfianza, como si su presencia fuera una amenaza a la estabilidad de aquel mundo ordenado. Los más jóvenes, en cambio, se mostraban curiosos y hasta amistosos. El pequeño Gael, contra todo pronóstico, se convirtió en el centro de atención.
Incluso las cocineras más adustas sonreían cuando Isolda bajaba a las cocinas con el bebé en brazos. El niño crecía fuerte y saludable, ajeno a las circunstancias de su nacimiento y a las miradas de reojo que recibía su madre. Durante las primeras semanas, y solda apenas vio al Conde.
Él pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo asuntos en sus tierras o encerrado en su despacho. Cuando se cruzaban en algún pasillo, él la saludaba cortésmente, pero mantenía las distancias. como si temiera acercarse demasiado. Una tarde, mientras Isolda paseaba por los jardines con Gael, se encontró inesperadamente con el conde.
Estaba sentado en un banco de piedra leyendo un libro y pareció sorprendido al verla. “Mi señor”, saludó ella haciendo una reverencia torpe con el bebé en brazos. “No es necesario que te inclines cada vez que me ves y solda,”, respondió él cerrando su libro. “¿Cómo está el pequeño? Crece fuerte. Gracias a vuestros cuidados.
El conde se acercó y por primera vez miró directamente al bebé. Gael le devolvió la mirada con sus grandes ojos azules, tan similares a los de su madre. Tiene tu mirada, comentó el conde y por un instante una sonrisa fugaz iluminó su rostro marcado por la cicatriz. Aquel breve encuentro pareció romper una barrera invisible.
En los días siguientes, el conde comenzó a buscar más ocasiones para conversar con Isolda. Le preguntaba por su vida en Monte Gris, por sus conocimientos como partera, por sus opiniones sobre los libros, que ella había comenzado a tomar prestados de la biblioteca del palacio. Fue durante una de esas conversaciones cuando Isolda se atrevió a preguntar por la cicatriz que cruzaba el rostro del conde.
un recuerdo de la guerra”, respondió él escuetamente, “de una época en la que creía que las batallas se ganaban solo con espadas, pero no era la cicatriz visible la que más le dolía.” Como Isolda descubriría más tarde, una noche, mientras cenaban en el pequeño comedor privado donde ahora compartían la mayoría de las comidas, el conde le habló por fin de su esposa. Elena era hija de un duque del norte.
Nos casamos por conveniencia, pero llegué a amarla sinceramente. Su voz sonaba distante, como si hablara de otra vida. Ella, en cambio, nunca me amó. Mantuvo un romance con un caballero de la corte durante años. Cuando lo descubrí, no la castigué como muchos esperaban. Simplemente la dejé marchar con él. Eso fue compasivo, comentó Yolda.
No fue compasión, corrigió el conde. Fue orgullo. No quería retener a alguien que no deseaba estar conmigo, pero la corte no lo vio así. Para ellos fui débil, un cornudo que no supo defender su honor. Aquel mismo día y Solda comprendió mejor las presiones que enfrentaba el conde cuando vio llegar a un grupo de nobles para el consejo trimestral.
Desde la ventana de su habitación observó los carruajes lujosos y los estandartes de las distintas casas nobles de la región. Dorotea le explicó que el consejo presionaba constantemente al conde para que volviera a casarse y engendrara un heredero legítimo. “La casa Valderren es antigua y poderosa”, dijo el ama de llaves. No puede extinguirse por la terquedad de un hombre.
Esa noche Yolda escuchó sin querer una acalorada discusión que provenía del salón del consejo. La voz del varón Dalmacio, conocido por su severidad, resonaba por los pasillos. Es inadmisible, Mateo. Has traído a una mujer de dudosa reputación a vivir bajo tu techo. ¿Qué dirán las familias respetables cuando busquemos una esposa adecuada cuada para ti? Lo que haga en mi casa no es asunto del consejo, respondió el conde con voz gélida. Lo es cuando afecta al futuro de Valderren.
Necesitas un heredero legítimo, no rodearte de rameras y bastardos. El silencio que siguió fue tan denso que Isolda temió que el conde hubiera atacado al varón. Pero cuando la puerta se abrió de golpe, vio al conde salir solo, con el rostro contraído por la ira contenida. Sus miradas se cruzaron en el pasillo y Solda supo entonces que su presencia en el palacio, lejos de ser una solución, se había convertido en un problema para el hombre que la había salvado.
La biblioteca del Palacio Valderren era un refugio para Isolda, altas estanterías repletas de volúmenes encuadernados en cuero, ventanales que dejaban entrar la luz del sol y un silencio acogedor que solo interrumpía el ocasional crepitar del fuego en la chimenea. Allí pasaba horas leyendo tratados de medicina y herbología, recuperando y ampliando los conocimientos que había heredado de su madre y su abuela.
Fue en la biblioteca donde comenzaron sus conversaciones más profundas con el conde. Una tarde lluviosa, mientras Gael dormía plácidamente en un Moisés que Dorotea había colocado junto a uno de los sillones, el conde entró buscando un libro de leyes. Al ver a Isolda absorta en la lectura, se detuvo. ¿Qué lees con tanto interés? preguntó acercándose.
Un tratado sobre las propiedades curativas de las plantas silvestres, respondió ella, mostrándole las ilustraciones detalladas de hierbas y flores. Mi abuela conocía casi todas estas, pero hay muchas que nunca había visto. El conde se sentó frente a ella para sorpresa de Isolda, comenzó a hablarle de los jardines medicinales que su madre había cultivado años atrás. “Deberías ver los invernaderos”, sugirió. Están algo descuidados desde que mi madre murió, pero quizás tú podrías.
Se interrumpió como si hubiera hablado más de lo debido. Pero Isolda completó la idea. ¿Podría ayudar a restaurarlos? Me encantaría, mi señor. Así comenzó una nueva rutina por las mañanas después de atender a Gael y Solda se dirigía a los invernaderos, donde poco a poco fue recuperando plantas medicinales que habían sido abandonadas.
El conde solía unirse a ella durante una hora. antes de ocuparse de sus obligaciones. En esos momentos compartidos entre plantas y conversaciones, las barreras entre ellos se fueron desvaneciendo. Una mañana, mientras Isolda explicaba las propiedades de una planta para cicatrizar heridas, un grito interrumpió su conversación. Un joven sirviente había sufrido un accidente en las cocinas.
Un cuchillo le había cortado profundamente la palma de la mano sin dudarlo y solda corrió a atenderlo. Con manos expertas, limpió la herida, preparó un ungüento con las hierbas que había estado cultivando y vendó la mano del muchacho que la miraba entre asustado y agradecido. Tienes un don, comentó el conde cuando regresaron a los invernaderos.
No solo conocimiento, sino compasión. Es lo que mi madre me enseñó. El conocimiento sin compasión es estéril. Aquella noche, durante la cena, el conde hizo algo inesperado. Pidió sostener a Gael, que ya contaba con casi dos meses de vida, y Solda se lo entregó con cierto nerviosismo, pero para su sorpresa, el conde lo tomó con naturalidad, como si hubiera sostenido bebés toda su vida.
“Mi hermano menor tenía esta misma mirada curiosa”, comentó mientras Gael agarraba uno de sus dedos con su pequeña mano. “Murió en la misma epidemia que se llevó a mis padres. Yo tenía 18 años y de repente me convertí en el conde de Valderren con todas sus responsabilidades. Debió ser muy duro murmuró y solda. Lo fue. Pero aprendí que la vida rara vez nos consulta antes de cambiarnos el rumbo. Gael bostezó en brazos del conde y este sonrió.
Era una sonrisa genuina, quizás la primera que Isolda le veía desde que lo conoció. Las conversaciones nocturnas se volvieron más frecuentes. Después de acostar a Gael y Solda y El Conde, a quien ya llamaba Mateo en privado, se sentaban frente al fuego en la biblioteca y compartían historias de sus vidas.
Él le habló de sus años en la guerra, de las presiones de la nobleza, de sus sueños de transformar Valderren en un lugar próspero para todos sus habitantes, no solo para los privilegiados. Ella le contó sobre su infancia como hija de partera, sobre los partos difíciles que había atendido, sobre las injusticias que había presenciado contra mujeres pobres.
Le habló también de sus propios sueños, abrir una casa de maternidad donde las mujeres sin recursos pudieran dar a luz con dignidad. Una noche, mientras hablaban, sus manos se encontraron sobre la mesa. Ninguno de los dos la retiró. Sus miradas se cruzaron y en ese momento ambos supieron que lo que había nacido entre ellos era más que gratitud o compasión.
Pero esa misma noche en su habitación y solda se enfrentó a la realidad. Ella era una mujer sin posición, con un hijo ilegítimo. Él, un conde que necesitaba una esposa noble y un heredero legítimo, lo que sentían, por hermoso que fuera, parecía condenado antes siquiera de florecer completamente.
El varón Dalmacio no era hombre que dejara pasar una oportunidad para reafirmar su influencia. Alto de cabello cano y ojos pequeños y astutos, era el miembro más antiguo del consejo de nobles y se consideraba a sí mismo el guardián de las tradiciones. La presencia continua de Isolda en el Palacio Valderren le resultaba una afrenta personal, una mancha en el buen nombre de la nobleza que él tanto valoraba, una mañana de mercado mientras recorría las calles de la villa que se extendía a los pies del palacio.
El varón escuchó por casualidad a dos mujeres que hablaban sobre la partera de Monte Gris, que ahora vivía bajo la protección del conde. Monte Gris, interrumpió acercándose a las mujeres. La mujer que vive en el palacio viene de Monte Gris. Las mujeres, intimidadas por la presencia del noble, asintieron nerviosamente.
“Sí, mi señor”, dicen que era partera allí, hasta que la acusaron de matar a una señora durante el parto. Aquella información fue como un tesoro para Dalmacio. Esa misma tarde envió a uno de sus hombres a Montegris con instrucciones precisas averiguar todo lo posible sobre la tal Isolda. Mientras tanto, en el palacio, la relación entre Isolda y Mateo se fortalecía a día.
ya no ocultaban su cercanía ante los sirvientes. Y aunque mantenían las apariencias de Señor y protegida, todos en el palacio percibían el vínculo especial que había surgido entre ellos. Una tarde, mientras paseaban por los jardines con Gael, que ya intentaba sus primeros balbuceos, Mateo le habló a Isolda de sus planes para el futuro.
He estado pensando en tu idea de la casa de maternidad, dijo mientras observaba a Gael jugar con una hoja caída. Podríamos establecerla aquí en Valderren. Hay un edificio cerca del pueblo que serviría perfectamente. ¿Hablas en serio? Y Solda lo miró con ojos brillantes. Completamente. Ya he hablado con el arquitecto para que prepare los planos. Impulsada por la emoción. Y Solda se puso de puntillas y besó a Mateo.
Fue un beso breve, casi inocente, pero cargado de sentimientos que ya no podían contenerse. Cuando se separaron, ambos se miraron con una mezcla de sorpresa y felicidad. Y solda yo, comenzó Mateo, pero fue interrumpido por la llegada de un sirviente que anunciaba el regreso del varón Dalmacio, quien solicitaba una audiencia urgente.
El rostro de Mateo se ensombreció. “Ve con Gael a los invernaderos”, le dijo Aisolda. Yo me ocuparé de Dalmacio. Pero el varón no venía solo. Lo acompañaba un hombre de aspecto próspero que Isolda, desde la distancia reconoció con horror Rodrigo Montero, el comerciante que la había acusado de robo y negligencia tras la muerte de su esposa.
Esa noche la cena en el comedor privado del conde fue tensa. Mateo apenas tocó su comida y su mirada era distante, como en los primeros días. Dalmacio ha estado investigando tu pasado”, dijo finalmente ha traído a Montero desde Montegris. Y Solda sintió que la sangre abandonaba su rostro.
¿Qué quieren? Montero exige que se te devuelva a Montegris para enfrentar un juicio por la muerte de su esposa. Dalmacio lo apoya argumentando que proteger a una criminal mancha el honor de la casa Valderren. “No soy una criminal.” La voz de Isolda temblaba de indignación. Hice todo lo que pude por salvar a esa mujer y a su hijo. Lo sé.
Mateo tomó su mano sobre la mesa y no permitiré que te lleven. Pero Dalmacio ha convocado al consejo completo para mañana. Quiere forzar una votación sobre mi destino. Sobre más que eso, Mateo suspiró profundamente. Quiere que el consejo me obligue a casarme con la sobrina del duque de altamar, una alianza que fortalecería nuestras tierras. Según él.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Y Solda comprendió entonces la magnitud de la tormenta que se avecinaba. No solo estaba en juego su libertad, sino también el futuro de Mateo y de todo Valderren. Esa noche después de acostar a Gael y Solda tomó una decisión. No podía permitir que Mateo arriesgara su posición, su legado familiar y el bienestar de su gente por protegerla.
Con lágrimas silenciosas, comenzó a preparar un pequeño atillo con lo imprescindible para ella y su hijo. Al amanecer dejó una nota sobre su cama. No puedo ser la causa de tu ruina. Gael y yo estaremos bien. Nunca olvidaré tu bondad. Con todo mi amor y solda. Pero cuando intentaba salir por una puerta lateral del palacio con Gael dormido contra su pecho, una figura emergió de las sombras bloqueándole el paso.
¿Realmente creías que te dejaría marchar así? preguntó Mateo con una mezcla de dolor y determinación en su voz. No puedo quedarme, Mateo dijo y Solda, sosteniendo a Gael con firmeza, no a costa de tu posición de tu futuro. Y has decidido eso por mí. La voz del conde tenía un filo de dolor sin consultarme siquiera. El consejo te obligará a elegir y no puedo ser la razón por la que pierdas todo lo que has construido. Mateo se acercó y con suavidad tomó el rostro de Isolda entre sus manos.
Lo único que perdería si te marchas es lo que realmente me importa. La sinceridad en su mirada hizo que Isolda sintiera un nudo en la garganta. Gael se removió en sus brazos como si percibiera la tensión del momento. “Dame la oportunidad de luchar y solda,” continuó Mateo.
No por mi título, no por las tierras, sino por nosotros, por lo que podríamos construir juntos. Tras un largo silencio y solda asintió, regresaron juntos al interior del palacio donde Dorotea los esperaba con expresión preocupada. “El consejo ya está reunido en el salón principal, mi señor”, informó el ama de llaves. Todos los nobles de la región han acudido.
Bien, respondió Mateo con determinación, “queen un poco más.” se dirigió a sus aposentos. Para sorpresa de Isolda, regresó vistiendo no las ropas ceremoniales que correspondían a una reunión del consejo, sino un sencillo atuendo de diario, apenas distinguible del que usaría cualquier caballero de rango menor. “¿No vas a cambiarte?”, preguntó y solda, confundida.
“Quiero que me vean como realmente soy, no como la figura que han construido en sus mentes”, respondió ofreciéndole su brazo. “¿Vienes conmigo?” Y Solda dudó un instante, pero luego entregó a Gael a Dorotea y tomó el brazo de Mateo. Juntos caminaron hacia el salón donde el destino de ambos sería decidido.
El salón principal del Palacio Valderren era imponente, altas columnas de piedra, vitrales que filtraban la luz matinal en accesultores y una gran mesa circular donde ya estaban sentados los 12 nobles que conformaban el consejo. Al fondo, en una silla más elevada, esperaba Rodrigo Montero con expresión de triunfo anticipado. Cuando Mateo e Isolda entraron, un murmullo de desaprobación recorrió la sala.
El varón Dalmacio se puso de pie, su rostro enrojecido por la indignación. Esto es inaceptable, Mateo. No solo vienes vestido impropiamente, sino que traes a esa mujer, a una reunión del consejo. Esta mujer, respondió Mateo con voz firme, tiene nombre. se llama Isolda y está aquí porque lo que vamos a discutir afecta directamente a su vida y a la de su hijo.
Precisamente intervino otro noble, el vizconde de Rocabruna. Estamos aquí para decidir si debe ser entregada a la justicia de Montegris por sus crímenes. Mateo soltó una risa seca que sorprendió a todos los presentes. Crímenes. ¿Acaso alguno de ustedes ha investigado realmente lo sucedido? ¿O simplemente han aceptado la palabra de un hombre que busca un chivo expiatorio para la tragedia que sufrió? se volvió hacia Montero, que se removió incómodo en su asiento.
Señor Montero, ¿sabía usted que su esposa tenía una condición del corazón que complicaba enormemente el parto? Yo, balbuceó el comerciante. Los médicos nunca mencionaron. Porque no consultó a médicos adecuados, interrumpió Mateo. He revisado los registros. Su esposa fue atendida durante su embarazo por el Dr. Ferrer, conocido por su incompetencia y por cobrar menos que sus colegas.
Fue él quien no detectó la condición que finalmente causó su muerte durante el parto. Un silencio tenso se instaló en la sala. Mateo continuó. En cuanto a las joyas supuestamente robadas, mis investigadores las encontraron en el baúl de su cuñada, quien al parecer las tomó prestadas durante la confusión posterior a la tragedia. Montero palideció visiblemente.
Varios miembros del consejo intercambiaron miradas incómodas. Esto no cambia el hecho de que has traído a una mujosa reputación a vivir bajo tu techo”, insistió Dalmacio. Una mujer con un hijo bastardo cuyo padre podría ser cualquiera. Y Solda dio un paso al frente con la cabeza alta a pesar del insulto. “Mi hijo no es un bastardo cualquiera, varón”, dijo con voz clara.
Es el resultado de una violación cometida por un noble que pasaba por Montegris, un hombre que me drogó y abusó de mí cuando acudí a atender lo que creí que era un parto de emergencia. Un jadeo colectivo recorrió la sala. Mateo, que no conocía este detalle de la historia, miró a Isolda con una mezcla de sorpresa y dolor por lo que había sufrido.
¿Tiene pruebas de esa acusación?, preguntó el vizconde visiblemente impactado. ¿Qué pruebas podría tener una simple partera contra un noble? Respondió Isolda. Cuando intenté denunciarlo, nadie me creyó. Igual que nadie creyó que hice todo lo posible por salvar a la esposa del señor Montero.
Mateo tomó entonces la palabra nuevamente, colocándose junto a Isolda. Señores del consejo, durante generaciones hemos hablado de nobleza como si fuera algo que se hereda con la sangre, pero la verdadera nobleza está en las acciones, no en los títulos. hizo una pausa mirando a cada uno de los presentes. Esta mujer, a quien ustedes desprecian ha demostrado más dignidad, coraje y bondad que muchos que se jactan de su linaje.
Se volvió hacia Dalmacio, que lo observaba con expresión pétrirea. Sí, el consejo puede presionarme para que me case con la sobrina del duque de altamar. pueden amenazarme con retirar su apoyo, pero no pueden obligarme a abandonar a la mujer que amo y al niño que he llegado a querer como propio.
La declaración cayó como una bomba en el salón y Solda miró a Mateo con ojos brillantes de emoción. Mi decisión está tomada. Continúa el conde. Voy a casarme con Isolda. Si ella me acepta. Voy a adoptar a Gael como mi heredero. Y si alguno de ustedes tiene objeciones, puede presentarlas ahora o retirarse de mi consejo permanentemente. El silencio que siguió fue roto por una voz inesperada.
Desde la entrada del salón, una mujer mayor, elegantemente vestida y apoyada en un bastón de ébano, avanzó con paso decidido. “Yo, por mi parte, apoyo completamente la decisión de mi sobrino”, dijo la duquesa viuda Olimpia, tía de Mateo y una de las figuras más respetadas de la nobleza regional, y sugiero que el resto de ustedes reflexione sobre qué tipo de nobleza desean representar, la de la sangre o la del corazón.
La boda del Conde Mateo de Valderren en Conisolda, la antigua partera de Montegris, fue el acontecimiento más comentado en toda la región. Contra todo pronóstico, la mayoría de las familias nobles aceptaron la invitación, movidas tanto por la curiosidad como por el respeto que inspiraba la duquesa Olimpia, quien había tomado bajo su protección a la joven pareja.
La ceremonia se celebró en la capilla del palacio, decorada con flores silvestres de los invernaderos que Isolda había restaurado. Ella lucía un vestido sencillo pero elegante, de seda color marfil, y llevaba el cabello recogido con pequeñas flores blancas. A su lado, el pequeño Gael de casi se meses observaba todo con ojos curiosos desde los brazos de Dorotea.
Cuando Mateo vio a Isolda caminar hacia él por el pasillo central, la emoción en su rostro era tan evidente que incluso los más escépticos entre los invitados no pudieron evitar conmoverse. La cicatriz que cruzaba su rostro, lejos de restarle atractivo, parecía acentuar la intensidad de su mirada mientras pronunciaba sus votos. Te encontré cuando no sabía que te buscaba”, dijo con voz firme, pero cargada de emoción.
“Me enseñaste que la verdadera nobleza no está en los títulos, sino en las acciones. Te prometo que cada día intentaré ser digno del amor que me has dado y ser para Gael el Padre que merece.” Y Solda, con lágrimas contenidas, respondió: “Me salvaste cuando había perdido toda esperanza. Me diste un hogar cuando solo tenía incertidumbre. Te entrego mi corazón, mi lealtad y mi vida.
No por gratitud, sino por el amor que ha crecido entre nosotros. Tras la ceremonia durante el banquete que se celebró en los jardines del palacio, la duquesa Olimpia se acercó a la pareja con una copa de vino en la mano. “Sabía que mi sobrino encontraría su camino eventualmente”, comentó con una sonrisa astuta. Aunque debo admitir que no esperaba que fuera rescatando doncellas en apuros como en los viejos romances.
Mateo río abrazando a Isolda por la cintura. No fue exactamente así, tía. Lo importante es el resultado, querido, respondió la anciana, guiñando un ojo a Isolda. Y debo decir que has elegido bien. Esta joven tiene más temple que muchas nobles que conozco. Con el apoyo decidido de la duquesa, incluso los miembros más conservadores del consejo tuvieron que aceptar gradualmente la nueva situación.
El varón Dalmacio, aunque nunca llegó a aprobar completamente la unión, mantuvo una tregua respetuosa, especialmente después de que sus propios nietos fueran atendidos con éxito por Isolda durante una epidemia de fiebres que azotó la región el invierno siguiente.
La casa de maternidad que Mateo había prometido se convirtió en realidad se meses después de la boda, ubicada en un edificio amplio y luminoso cerca del pueblo. Pronto se ganó la reputación de ser un lugar donde todas las mujeres, independientemente de su condición social, recibían atención digna y profesional durante el embarazo y el parto.
y Solda dividía su tiempo entre sus responsabilidades como Condesa, el cuidado de Gael y la supervisión de la casa de maternidad, donde implementó muchas de las prácticas que había aprendido de su madre y su abuela, combinadas con los conocimientos médicos más avanzados que había estudiado en la biblioteca del palacio.
Un año después de la boda, Isolda dio a luz a una niña a la que llamaron Elena en honor a la madre de Mateo. Gael, que ya caminaba y hablaba con sorprendente fluidez para su edad, asumió con orgullo su papel de hermano mayor, vigilando celosamente la cuna de la pequeña. 5 años después de aquel día en la plaza de Montegris, los cambios en la región eran evidentes para cualquiera que la visitara.
Bajo el gobierno conjunto de Mateo e Isolda, Valderren se había convertido en un lugar donde la justicia y la compasión iban de la mano. Las leyes habían sido reformadas para proteger a los más vulnerables, especialmente a mujeres y niños.
La educación se había extendido más allá de los hijos de los nobles con la creación de escuelas en cada pueblo del condado. Montegris, la antigua ciudad de Isolda, experimentó quizás la transformación más profunda. Mateo había comprado las deudas de la ciudad y en lugar de exigir su pago inmediato había implementado un plan de desarrollo que incluía la construcción de un hospital, un sistema de canales para mejorar el riego de los campos y talleres donde los jóvenes aprendían oficios útiles.
Una tarde de primavera, mientras Mateo e Isolda observaban a Gael y Elena jugar en los jardines del palacio, él tomó su mano y la besó suavemente. ¿Sabes? A veces pienso en lo cerca que estuvimos de no encontrarnos”, dijo contemplando a los niños.
“Si hubiera llegado un día después a Montegris o si hubieras decidido no intervenir”, añadió ella apoyando la cabeza en su hombro. “Supongo que hay momentos que definen toda una vida y decisiones que cambian no solo nuestro destino, sino el de muchos otros.” Mateo asintió pensando en todas las vidas que habían mejorado gracias a las iniciativas que habían emprendido juntos. ¿Quién iba a decir que la mayor fortuna de mi vida la encontraría en una subasta de deudores? Y Solda sonríó recordando aquel día terrible que paradójicamente había sido el comienzo de su felicidad y quien iba a decir que mi salvador resultaría ser también el amor de mi vida. El sol comenzaba a ponerse sobre Valderren,
bañando el paisaje con una luz dorada que parecía simbolizar la esperanza que ahora florecía en aquellas tierras. una esperanza nacida del valor de dos personas que se atrevieron a desafiar las convenciones por amor y justicia.
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