en las polvorientas calles de la Ciudad de México del año 1798, cuando las campanas de la catedral apenas marcaban las 5 de la madrugada, nadie podía imaginar que una mujer africana marcada por las cicatrices de la esclavitud y el látigo, se convertiría en la figura más temida de toda Nueva España.

Su nombre era Yemayao Chun, pero la historia la recordaría como la bruja de las siete casas. la esclava que con sus propias manos y conocimientos ancestrales borró del mapa a las familias más poderosas del virreinato, dejando sus linajes extintos para siempre. Yemaya había llegado a México en 1785 en uno de los últimos barcos negreros que cruzaron el Atlántico, encadenada junto a otros 200 africanos en las bodegas pestilentes del galeón San Cristóbal.

Tenía apenas 16 años cuando pisó por primera vez las piedras del puerto de Veracruz, pero en sus ojos ya ardía una llama que los años de sufrimiento solo avivarían hasta convertirla en un incendio imparable. La vendieron como si fuera ganado en el mercado de esclavos de la Plaza Mayor. Y el comprador fue don Aurelio de Mendoza y Villareal, patriarca de una de las familias más influyentes de la capital virreinal.

La casa Mendoza poseía haciendas que se extendían desde Puebla hasta Guadalajara, minas de plata en Guanajuato que producían fortunas incalculables y tenían el oído del mismo virrey. Don Aurelio necesitaba una esclava joven y fuerte para los trabajos más duros de su mansión en el centro de la ciudad, una casa colonial de tres pisos que ocupaba una manzana completa con patios interiores donde resonaban los gritos de los sirvientes y el sonido del látigo. Pero don Aurelio no sabía que había comprado algo más que una esclava.

Yema ya era hija de una poderosa sacerdotisa Yoruba, una mujer que conocía los secretos más antiguos de África, los rituales que podían invocar tanto la vida como la muerte, las plantas que curaban y las que mataban, las palabras que abrían portales entre los mundos. Su madre le había enseñado todo antes de morir en aquella bodega del barco negrero, susurrando en su oído los conocimientos que habían pasado de generación en generación durante 1000 años.

Durante los primeros cinco años en casa de los Mendoza, Yemayá soportó humillaciones que hubieran quebrado el espíritu de cualquier otra persona. Don Aurelio y sus tres hijos, Rodrigo, Fernando y Sebastián, la trataban peor que a un animal. La obligaban a trabajar desde antes del amanecer hasta altas horas de la madrugada, limpiando los 26 cuartos de la mansión, lavando la ropa de toda la familia, preparando comidas.

para los constantes banquetes que organizaban para impresionar a otros nobles. Pero lo peor no eran las tareas agotadoras, lo peor era lo que le hacían cuando caía la noche. Don Aurelio había establecido una regla macabra en su casa. Los esclavos pertenecían completamente a la familia en cuerpo y alma para cualquier propósito que ellos consideraran necesario.

Yemayá se convirtió en el objeto de los más viles deseos de padre e hijos, quienes la violaban sistemáticamente en los sótanos de la mansión entre las ratas y la humedad, mientras ella apretaba los dientes y juraba en silencio que algún día pagarían por cada lágrima, por cada gota de sangre, por cada pedazo de dignidad que le habían arrebatado. Durante esos años de horror, Yemayá no perdió el tiempo.

Secretamente comenzó a estudiar a la familia Mendoza y a todas las familias nobles con las que se relacionaban. Memorizó nombres, parentescos, alianzas matrimoniales, rencillas, secretos. descubrió que la aristocracia de Nueva España funcionaba como una inmensa red de matrimonios arreglados, donde siete familias principales controlaban todo el poder político y económico del virreinato.

Los Mendoza, los Cortés de Villanueva, los Sandoval y Rojas, los Montemayor de Cuenca, los Velasco de la Torre, los Guzmán de Alvarado y los Herrera de Montalbán, siete casas que se habían repartido México como si fuera su propiedad personal, cazando a sus hijos entre ellos para mantener la pureza de sangre y concentrar las fortunas. Pero Yema ya también descubrió algo más.

En los rincones más oscuros de la mansión comenzó a encontrar hierbas y plantas que le recordaban a las que su madre usaba en África. México era una tierra rica en vegetación mágica y los conocimientos ancestrales de los pueblos indígenas se mezclaban perfectamente con la sabiduría yoruba que llevaba en su sangre.

comenzó a recolectar en secreto flores de cempasil, hongos alucinógenos, venenos extraídos de serpientes, pólenes mortales de plantas que crecían en los pantanos de Sochimilco. Todo lo escondía en un pequeño altar que construyó detrás de los barriles de vino en el sótano, donde nadie se atrevía a bajar.

La transformación de Yemayá de esclava a bruja no fue súbita, sino gradual y calculada. Durante sus escasos momentos libres se escapaba de la mansión y buscaba a los curanderos indígenas que vivían en las afueras de la ciudad. Con ellos aprendió el poder de la obsidiana sagrada, las propiedades místicas del copal, los rituales de sangre que los aztecas habían practicado en esas mismas tierras. antes de la llegada de los españoles.

Poco a poco fue construyendo un arsenal de conocimientos que abarcaba tanto los secretos africanos como los misterios prehispánicos. El punto de quiebre llegó en la Navidad de 1790, don Aurelio organizó una de sus fastuosas celebraciones invitando a las otras seis familias nobles para una semana completa de festejos. La mansión Mendoza se llenó de los personajes más poderosos de Nueva España.

Don Carlos de Cortés de Villanueva, el hombre más rico del virreinato, dueño de la mitad de las minas de Potosí. Doña Esperanza de Sandoval y Rojas, whose families had been encomenderos since the conquest. El temible don Patricio de Montemayor de Cuenca, que controlaba el comercio con Filipinas, y así todos los demás con sus hijos, esposas, parientes y séquitos.

Esa noche, después de servir el banquete y cuando todos los invitados estaban ebrios de vino español y mezcal, don Aurelio decidió demostrar su poder de la manera más humillante posible. Llevó a Yemayá al salón principal, la desnudó frente a todos los invitados. y anunció que cualquiera de los presentes podía usarla como quisiera.

Los gritos de risa y los aplausos de la aristocracia virreinal resonaron por toda la casa mientras Yemayá permanecía inmóvil en el centro del salón, temblando no de frío ni de miedo, sino de una rabia tan pura e intensa que parecía emanar calor de su piel. En ese momento, mientras los hombres más poderosos de México se disputaban, ¿quién sería el primero en violarla? Algo se quebró para siempre en el alma de Yemayá.

Los espíritus de sus ancestros, que habían permanecido en silencio durante 5 años de sufrimiento, finalmente respondieron a su llamado. La habitación se llenó de una presencia ancestral tan intensa que las velas se apagaron solas. Los cristales de las ventanas se resquebrajaron sin razón aparente y un viento helado que no venía de ningún lado comenzó a circular entre los invitados. Yemayá se incorporó lentamente.

Sus ojos ahora brillaban con una luz dorada que no era natural. Y cuando habló, su voz resonó con el poder de mil generaciones de hechiceras africanas. Por la sangre de mis ancestros y por la tierra sagrada de México, juro que ninguna de estas familias verá el amanecer del nuevo siglo.

Sus nombres desaparecerán de la historia, sus fortunas se convertirán en cenizas y sus descendientes jamás caminarán sobre esta tierra. El juramento estaba hecho. Los invitados, sobrios de repente por el terror que habían sentido, trataron de reírse del episodio y continuar con la celebración, pero algo había cambiado irrevocablemente en el aire.

Esa misma noche, Yemayá desapareció de la mansión Mendoza como si se la hubiera tragado la tierra. Y aunque don Aurelio puso recompensas enormes por su captura y movilizó a todos sus contactos para buscarla, nunca volvieron a encontrarla. Lo que no sabían era que Yemayá no había huído. Se había escondido en las catacumbas del antiguo templo mayor, que aún existían debajo de la Catedral de México.

Espacios subterráneos donde los aztecas habían realizado sus sacrificios más sagrados y donde la energía espiritual acumulada durante siglos la alimentaba y fortalecía. Allí estableció su santuario definitivo, rodeada de cráneos precolombinos, obsidiana sagrada y los ingredientes más poderosos que había recolectado durante años.

Había llegado el momento de cumplir su juramento. Su primer objetivo fue la familia que más la había humillado, los propios Mendoza. Pero Yemayá no buscaba una venganza rápida ni misericordiosa. Quería algo mucho más devastador, la extinción completa del linaje. Había estudiado meticulosamente el árbol genealógico de cada familia noble y sabía exactamente a quién tenía que eliminar para asegurar que no quedaran herederos. Don Aurelio tenía tres hijos varones.

Rodrigo, de 25 años, casado con doña María de Cortés de Villanueva y con dos hijos pequeños. Fernando, de 23 años, soltero pero comprometido en matrimonio con la hija menor de los Sandoval y Sebastián, de 18 años, el más cruel de todos, quien había diseñado personalmente muchas de las torturas que Yemayá había sufrido.

También tenía una hija, Esperanza, de 20 años, casada con el heredero de los Guzmán de Alvarado. El plan de Yemayá era una obra maestra de paciencia y cálculo. No atacaría directamente, sino que usaría el arma más poderosa que poseía, los conocimientos sobre venenos que había aprendido tanto en África como en México.

Pero no serían venenos comunes que mataran rápidamente, serían sustancias que actuarían lentamente a lo largo de meses, simulando enfermedades naturales y que además tendrían la propiedad de volver estériles a sus víctimas, asegurando que no pudieran tener más descendencia. Para ejecutar su plan, Yemayá necesitaba infiltrarse nuevamente en los círculos nobles, pero esta vez con una identidad completamente diferente.

Usando sus conocimientos de hierbas y rituales, alteró su apariencia física de manera radical. Aclaró su piel usando una mezcla de extractos vegetales que había aprendido de los curanderos indígenas. cambió la textura de su cabello con aceites especiales y modificó incluso la forma de su rostro, aplicando unentos que hinchaban o reducían ciertas facciones.

El resultado fue tan impresionante que parecía una persona completamente diferente. Con su nueva apariencia se presentó ante las familias nobles como Catalina de Montúfar, una supuesta criolla de Puebla que había quedado viuda y buscaba trabajo como institutriz o ama de llaves. Sus referencias eran impecables porque las había falsificado usando los contactos que había memorizado durante sus años de esclavitud.

y su educación parecía refinada porque había aprendido a leer y escribir, escuchando las lecciones que daban a los hijos de los nobles. Su primera empleadora fue precisamente doña María de Cortés de Villanueva, la esposa de Rodrigo Mendoza. Doña María necesitaba una institutriz para sus dos hijos pequeños y Catalina de Montúfar parecía perfecta para el puesto.

Era educada, discreta y tenía un conocimiento sorprendente sobre plantas medicinales, que resultaba muy útil para tratar las enfermedades infantiles. En pocos meses se había ganado la confianza completa de la familia y entonces comenzó la verdadera cacería. Rodrigo Mendoza fue el primero. Yemayá comenzó a añadir dosis microscópicas de un veneno extraído de una araña mexicana a su café matutino.

El veneno era tan sutil que sus efectos se manifestaban como un cansancio gradual, pérdida de apetito y una debilidad general que los médicos de la época atribuían a los aires malsanos o al exceso de trabajo. Pero el verdadero propósito del veneno no era matarlo inmediatamente, sino destruir su capacidad reproductiva y debilitar su sistema inmunológico.

Después de 6 meses de envenenamiento gradual, Rodrigo comenzó a mostrar síntomas más graves. Sangraba por la nariz sin razón aparente. Le salían úlceras en la boca y perdía peso de manera alarmante. médicos más prestigiosos de la Ciudad de México fueron llamados para examinarlo, pero ninguno pudo diagnosticar correctamente su enfermedad.

Mientras tanto, Yemayá había comenzado a administrar una segunda sustancia a doña María, un compuesto que causaría un aborto espontáneo si quedaba embarazada, asegurando que la pareja no tuviera más hijos. Pero el golpe maestro de Yemayá fue dirigido contra los dos hijos pequeños de la pareja. Usando una técnica que había aprendido de los hechiceros aztecas, preparó unüento que aplicaba secretamente en los juguetes de los niños.

El ungüento contenía esporas de un hongo mortal que una vez inhalado causaba una infección pulmonar que parecía tuberculosis infantil. En aquella época la tuberculosis mataba a miles de niños cada año, por lo que nadie sospecharía nada extraño. Los dos niños comenzaron a mostrar síntomas simultáneamente: t persistente, fiebre nocturna y dificultades para respirar.

En cuestión de semanas, ambos estaban postrados en cama, tosiendo sangre y consumiéndose lentamente. Doña María estaba desesperada. Y precisamente por eso confiaba cada vez más en Catalina de Montúfar, quien parecía ser la única persona capaz de aliviar el sufrimiento de sus hijos con sus conocimientos sobre hierbas medicinales.

Por supuesto, los remedios que Yemayá les daba a los niños no eran curativos, sino que contenían más esporas del hongo mortal, acelerando su muerte de manera imperceptible. La agonía se prolongó durante 3 meses, tiempo durante el cual Yemayá pudo observar con satisfacción como Rodrigo Mendoza se consumía de dolor, viendo morir a sus hijos sin poder hacer nada para salvarlos.

Cuando los dos niños finalmente murieron con días de diferencia, Rodrigo sufrió un colapso nervioso total. Su salud, ya debilitada por meses de envenenamiento, no resistió el impacto emocional. desarrolló una fiebre cerebral que lo tuvo delirando durante semanas, gritando los nombres de sus hijos muertos y acusando a enemigos imaginarios de haber asesinado a su familia.

Doña María, destruida por la pérdida de sus hijos y el estado de su esposo, también comenzó a mostrar signos de deterioro mental. Yemayá decidió que era el momento del golpe final. Una noche, mientras Rodrigo yacía inconsciente debido a la fiebre, le administró una dosis masiva del veneno de araña directamente en las venas del cuello.

La muerte fue rápida, pero agonizante, convulsiones violentas, espuma en la boca y unos ojos que se salían de las órbitas mientras el cuerpo se retorcía como si estuviera poseído por demonios. Doña María, al encontrar el cadáver de su esposo a la mañana siguiente sufrió una crisis mental tan severa que perdió completamente la razón.

Comenzó a hablar con sus hijos muertos, a preparar comida para maridos inexistentes y a gritar durante horas que había fantasmas en la casa. La familia Cortés de Villanueva, avergonzada por el estado de su hija, la internó en un convento de monjas de clausura. donde pasaría el resto de sus días recluida y en silencio.

En menos de un año, Yemayá había eliminado completamente una rama entera del árbol genealógico Mendoza. Rodrigo estaba muerto. Sus dos hijos habían perecido sin dejar descendencia y su viuda había quedado loca e incapacitada para volver a casarse o tener hijos. Pero esto era solo el comienzo.

Aún le quedaban seis familias más por destruir y había perfeccionado sus métodos hasta convertirlos en un arte mortal. Su siguiente objetivo fue Fernando Mendoza, el segundo hijo de don Aurelio. Fernando era diferente de su hermano mayor, más inteligente, más cauteloso y más cruel.

Había sido él quien había sugerido muchas de las humillaciones sexuales que Yemayá había sufrido en la mansión familiar y quien había diseñado las torturas más refinadas para quebrar el espíritu de los esclavos. Si Rodrigo había muerto por el dolor de perder a su familia, Fernando moriría de una manera mucho más personal y aterrorizante. Para llegar a Fernando, Yemayá cambió nuevamente de identidad.

Esta vez se convirtió en sorremedios de la Santa Cruz, una monja herbolaria que había llegado de España con conocimientos excepcionales sobre medicina y plantas curativas. La Iglesia Católica tenía un poder enorme en Nueva España y los nobles siempre buscaban el favor de las órdenes religiosas más influyentes.

Sor remedios llegó con cartas de recomendación aparentemente firmadas por obispos de Sevilla y Valladolid, documentos que Yemayá había falsificado con una perfección asombrosa. Fernando Mendoza estaba a punto de casarse con doña Beatriz de Sandoval y Rojas, la hija menor de una de las familias más poderosas del virreinato.

La boda sería el evento social más importante del año 1792 con invitados que vendrían desde España y Filipinas para celebrar la unión de dos de los linajes más antiguos de América. Sos remedios se ofreció para preparar los remedios herbales que protegerían a los novios de enfermedades durante su luna de miel, una práctica común en aquella época. Pero los remedios de sor remedios tenían un propósito muy diferente.

Para Fernando preparó una mezcla que contenía extractos de una planta amazónica que los indígenas del Perú usaban para torturar a sus enemigos. Esta planta causaba alucinaciones tan intensas y terrificantes que podían llevar a la locura completa, pero sus efectos no se manifestaban inmediatamente, sino que comenzaban semanas después de la primera dosis y se intensificaban gradualmente.

La ceremonia de boda se realizó en la Catedral de México con una pompa extraordinaria. Más de 500 personas asistieron al evento, incluyendo al mismo rey y a los representantes de la corona española. Fernando y Beatriz parecían la pareja perfecta. Él, apuesto y elegante con su uniforme militar bordado en oro, ella radiante con un vestido que había costado más que el salario anual de 100 trabajadores.

Durante la ceremonia, SR remedios les entregó personalmente los remedios nupciales, pequeñas copas de plata llenas de líquidos que supuestamente les darían fertilidad y protección. La luna de miel de los recién casados transcurrió en una hacienda de los Sandoval. situada en los alrededores de Cuernavaca, un paraíso tropical con jardines que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Durante las primeras dos semanas todo fue perfecto. Fernando y Beatriz se dedicaron a conocerse mejor, a planificar su futuro juntos y a disfrutar de los placeres de su nueva vida matrimonial. Pero entonces comenzaron las pesadillas. Fernando empezó a tener sueños en los que veía a Yemayá, aunque él no sabía quién era esa mujer africana que lo perseguía en sus pesadillas.

En sus sueños ella aparecía cubierta de sangre y rodeada de serpientes, susurrando maldiciones en lenguas que él no comprendía, pero que le helaban el alma. Al principio pensó que eran solo los nervios típicos de un hombre recién casado, pero las pesadillas se volvían cada noche más vívidas y aterradoras. Después de un mes de matrimonio, las alucinaciones comenzaron a manifestarse también durante el día.

Fernando veía sombras que se movían en los rincones de las habitaciones. Escuchaba voces que lo llamaban por su nombre cuando estaba solo y sentía presencias hostiles que lo observaban constantemente. Beatriz, preocupada por el comportamiento extraño de su esposo, pidió que vinieran los mejores médicos de la capital, pero ninguno pudo encontrar una causa física para los síntomas de Fernando.

Las alucinaciones se intensificaron hasta volverse completamente debilitantes. Fernando comenzó a ver a todas las personas que había torturado durante su vida aparecer ante él como zombis vengadores. Los esclavos que había azotado hasta la muerte, las mujeres que había violado, los niños que había vendido como si fueran animales, todos regresaban en sus visiones para reclamar justicia.

No podía dormir, no podía comer, no podía mantener una conversación coherente sin interrumpirla para gritar a enemigos que solo él veía. Pero el toque final de la venganza de Yemayá fue aún más diabólico. Había calculado el momento exacto en que los efectos de la droga alcanzarían su punto máximo y coincidió con el momento en que Fernando y Beatriz estaban tratando de concebir su primer hijo.

misma sustancia que causaba las alucinaciones también tenía propiedades que afectaban la función sexual masculina, pero de una manera particularmente cruel. Fernando mantenía el deseo, pero era físicamente incapaz de consumar el acto matrimonial. Esta impotencia, combinada con las alucinaciones constantes, llevó a Fernando a un estado de frustración y desesperación que rayaba en la locura.

comenzó a culpar a Beatriz de haberlo embrujado, a acusarla de ser una bruja que había hecho pactos con el demonio para destruir su masculinidad. En sus episodios más violentos llegó a golpearla y amenazarla con matarla si no deshacía el supuesto hechizo que había lanzado sobre él.

Beatriz, que había entrado al matrimonio llena de ilusiones románticas, se encontró casada con un hombre que alternaba entre el terror paranoico y la violencia descontrolada. pidió ayuda a su familia, pero los Sandoval y Rojas consideraron que los problemas matrimoniales debían resolverse en privado y que una mujer decente debía soportar cualquier comportamiento de su esposo sin quejarse.

La dejaron sola para lidiar con la locura progresiva de Fernando. El colapso final llegó durante una cena familiar en casa de don Aurelio. Fernando había logrado controlarse lo suficiente para asistir al evento, pero en medio de la comida comenzó a gritar que había serpientes saliendo de la comida, que los sirvientes eran demonios disfrazados y que su padre había envenenado el vino para matarlo.

Se levantó de la mesa gritando como un loco, sacó un cuchillo de cocina y comenzó a amenazar a todos los presentes, acusándolos de conspirar contra él. Don Aurelio, horrorizado por el espectáculo que estaba dando su hijo frente a las otras familias nobles, ordenó que lo sujetaran y lo llevaran a su habitación. Pero Fernando opuso una resistencia tan violenta que fue necesario llamar a seis hombres para controlarlo.

Durante la lucha, el cuchillo que empuñaba terminó clavado en su propio pecho, causándole una herida mortal. Los últimos minutos de vida de Fernando fueron un espectáculo de horror absoluto. Mientras se desangraba en el suelo del comedor familiar, siguió gritando que veía demonios y fantasmas, que las paredes se movían como si estuvieran vivas y que una mujer negra lo estaba esperando en el infierno para torturarlo por toda la eternidad.

murió con los ojos desorbitados de terror, rodeado por su familia, que observaba en silencio como la locura se lo llevaba a la tumba. Beatriz de Sandoval, que había presenciado toda la escena, sufrió una conmoción tan severa que perdió el bebé que acababa de descubrir que estaba esperando.

El aborto espontáneo fue seguido por una infección que la dejó estéril para siempre, asegurando que nunca pudiera tener hijos de Fernando ni de ningún otro hombre. La joven viuda, destrozada física y emocionalmente, decidió ingresar a un convento de clausura donde pasaría el resto de su vida en penitencia y silencio. En menos de 2 años, Yemaya había eliminado a dos de los tres hijos varones de don Aurelio Mendoza.

Pero su obra maestra aún estaba por venir. Sebastián Mendoza, el más joven y cruel de los hermanos, sería su siguiente víctima. y para él tenía reservado un destino aún más horrible que el de sus hermanos. Sebastián era diferente de Rodrigo y Fernando, mientras que sus hermanos mayores habían heredado la crueldad típica de su clase social, Sebastián parecía tener una maldad innata que lo convertía en un sádico refinado.

Desde niño había mostrado placer en torturar animales, en diseñar castigos especialmente dolorosos para los esclavos y en encontrar maneras creativas de humillar a cualquier persona que considerara inferior. Había sido él quien había sugerido el episodio de la Navidad de 1790, cuando habían humillado públicamente a Yemayá frente a toda la aristocracia virreinal para destruir a Sebastián.

Yemayá diseñó el plan más elaborado de todos. Esta vez no se disfrazaría como sirvienta o monja, sino que adoptaría la identidad de una noble española recién llegada de Europa. Se convirtió en la condesa esperanza de Montemayor, supuesta viuda de un conde castellano que había muerto en las guerras napoleónicas y que venía a América para administrar las propiedades que había heredado en Nueva España.

La transformación física fue aún más radical que las anteriores. Yemayá pasó meses preparando ungüentos y pociones que no solo cambiaron completamente su apariencia, sino que también alteraron su voz, su manera de caminar y hasta sus expresiones faciales.

Su resultado fue tan convincente que parecía una aristócrata europea genuina con la piel pálida típica de alguien que había pasado años en los salones de Madrid, el cabello rubio característico de la nobleza castellana y unos modales refinados que solo podían adquirirse en las cortes más sofisticadas de Europa. La condesa Esperanza llegó a México en abril de 1793, rodeada de un séquito impresionante, sirvientes que había contratado en España, baúles llenos de vestidos parisinos, joyas que parecían valer fortunas y cartas de presentación firmadas por los nobles más importantes

de la península. Su historia personal era perfecta. Había quedado viuda muy joven, no tenía hijos y poseía propiedades extensas, tanto en España como en América, que la convertían en uno de los partidos más deseables de todo el imperio español. Sebastián Mendoza quedó prendado de la condesa desde el momento en que la vio en su primera aparición pública.

Durante una misa en la Catedral de México, ella llevaba un vestido negro de luto que realzaba su figura espectacular. un montón de encaje que había costado más que una hacienda pequeña y una elegancia natural que eclipsaba a todas las demás mujeres presentes. Pero lo que más atraía a Sebastián no era su belleza física, sino la aura de misterio y sofisticación europea que la rodeaba.

La condesa esperanza se mostró inicialmente esquiva ante los avances de Sebastián, lo que no hizo más que intensificar su obsesión por conquistarla. Ella había calculado perfectamente la psicología masculina de la época. Un hombre como Sebastián, acostumbrado a tomar por la fuerza cualquier cosa que deseara, se sentiría irresistiblemente atraído hacia una mujer que no podía dominar fácilmente.

Durante meses mantuvo un juego de seducción sutil pero frustrante, concediéndole audiencias privadas, pero negándose a cualquier compromiso serio. Mientras tanto, Yemayá aprovechaba cada encuentro para estudiar meticulosamente la personalidad de Sebastián, sus miedos más profundos, sus deseos más secretos y, sobre todo, sus puntos más vulnerables.

descubrió que detrás de su fachada de hombre cruel e invencible se escondía una profunda inseguridad sobre su masculinidad, un terror primitivo a la muerte y una necesidad desesperada de aprobación que lo convertía en víctima perfecta para la manipulación psicológica. Después de seis meses de cortejo, la condesa Esperanza finalmente accedió a casarse con Sebastián, pero impuso una condición que parecía caprichosa, pero que formaba parte de su plan maestro.

La boda debía celebrarse exactamente el 24 de diciembre de 1793, en el tercer aniversario de la humillación que Yemayá había sufrido en casa de los Mendoza. La fecha tenía un significado simbólico que solo ella comprendía. Sería el momento en que la esclava humillada se convertiría oficialmente en la esposa del hombre que más la había torturado.

La boda de Sebastián y la condesa Esperanza fue aún más espectacular que la de Fernando. Don Aurelio, desesperado por ver a su último hijo varón establecido y feliz después de las tragedias que habían destruido a Rodrigo y Fernando, no escatimó gastos para hacer de la ceremonia el evento más memorable de la década.

La catedral se decoró con flores traídas especialmente de Andalucía. El banquete incluía manjares importados de Francia y los invitados recibieron regalos que valían fortunas como recuerdo de la ocasión. Pero mientras todos celebraban la unión de la pareja más elegante de Nueva España, Yemayá estaba ejecutando la fase más delicada de su venganza.

Durante la ceremonia matrimonial, en el momento exacto en que intercambiaron anillos, murmuró en voz tan baja que solo Sebastián pudo escucharla las palabras que habían estado esperando 3 años para ser pronunciadas. ¿Recuerdas a la esclava que humillaste aquella Navidad? Soy yo y ahora eres mío para siempre. Sebastián se quedó helado cuando escuchó esas palabras.

miró fijamente a los ojos de su nueva esposa y, por un instante, detrás de la belleza europea de la condesa esperanza, vio el rostro de la mujer africana que había desaparecido misteriosamente de su casa atrás. Pero el momento fue tan breve y la transformación física de Yema ya tan perfecta que se convenció a sí mismo de que había sido una alucinación causada por los nervios de la boda.

La luna de miel transcurrió en una hacienda que la condesa había comprado específicamente para la ocasión, una propiedad aislada en las montañas de Michoacán, donde nadie podría escuchar lo que estaba a punto de suceder. Durante las primeras noches, Yemayá se comportó como la esposa perfecta, cariñosa, apasionada y completamente entregada a satisfacer todos los deseos de Sebastián.

Él estaba viviendo lo que creía que era el momento más feliz de su vida, casado con la mujer más hermosa y sofisticada que había conocido. Pero en la cuarta noche de su luna de miel, Yemayá comenzó a revelar su verdadera naturaleza. Primero fueron pequeños detalles que Sebastián atribuyó a excentricidades de su esposa europea, palabras susurradas en idiomas africanos durante sus momentos de pasión, rituales extraños que realizaba antes de acostarse y una colección de hierbas y objetos místicos que había traído en sus equipajes. Cuando él preguntaba sobre estas peculiaridades, ella las explicaba

como tradiciones familiares o costumbres que había aprendido durante sus viajes por el mundo, pero gradualmente los rituales se volvieron más elaborados y perturbadores. Yemayá comenzó a levantarse a medianoche para realizar ceremonias que incluían velas negras, sangre de animales y cantos en lenguas que helaban la sangre de Sebastián.

Cuando él trataba de intervenir o hacer preguntas, ella entraba en estados de trance donde parecía poseída por fuerzas sobrenaturales, hablando con voces que no eran suyas y mostrando conocimiento sobre el pasado de Sebastián, que era imposible que hubiera adquirido por medios normales.

La revelación completa llegó en su décima noche de matrimonio. queá había preparado una cena especial para celebrar lo que llamó el aniversario de nuestro primer encuentro. Sebastián no entendió la referencia hasta que ella comenzó a contarle con lujo de detalles todo lo que había sufrido durante sus años de esclavitud en casa de los Mendoza.

describió cada humillación, cada violación, cada tortura física y psicológica que él y su familia le habían infligido, pero lo hizo con una sonrisa dulce y una voz melodiosa que convertían sus palabras en algo aún más aterrador. Sebastián trató de convencerse de que su esposa había enloquecido, que las historias que estaba contando eran fantasías de una mente perturbada.

Pero cuando ella comenzó a describir detalles específicos que solo alguien que hubiera estado presente podía conocer, cuando mencionó conversaciones privadas que él había tenido con sus hermanos, cuando reveló secretos familiares que nunca había compartido con nadie, la realidad se hizo innegable.

La mujer con la que se había casado era efectivamente la esclava que había desaparecido años atrás, transformada de manera sobrenatural en una aristocrata europea. “Ahora entiendes quién soy realmente”, le dijo Yemayá mientras se levantaba lentamente de la mesa. “He venido a cobrarte cada lágrima, cada gota de sangre, cada pedazo de dignidad que me robaste, pero no te mataré rápidamente como a tus hermanos.

Para ti tengo reservado algo mucho más especial. Y entonces comenzó el verdadero horror. Yemayá había pasado años estudiando no solo las plantas venenosas y las técnicas de asesinato, sino también las formas más refinadas de tortura psicológica que habían desarrollado tanto los pueblos africanos como los indígenas mexicanos.

Sebastián se convertiría en su obra maestra, un experimento sobre cuánto sufrimiento podía infligir a un ser humano sin matarlo, cuánto tiempo podía prolongar su agonía antes de concederle el alivio de la muerte. La primera fase del castigo consistió en privación sensorial alternada con sobrecarga de estímulos. Yemayá tenía un conocimiento profundo sobre drogas alucinógenas y comenzó a administrar a Sebastián una mezcla compleja de sustancias que alteraban su percepción de la realidad de maneras impredecibles.

Algunos días lo sumía en una oscuridad total donde no podía ver, oír ni sentir nada más que su propia respiración y los latidos de su corazón. Otros días le daba drogas que intensificaban todos sus sentidos hasta niveles insoportables, donde el rose de las sábanas se sentía como cuchillos cortando su piel y el sonido de una gota cayendo resonaba como un trueno.

Durante estas experiencias, Yemayá permanecía constantemente presente, susurrándole al oído los nombres de todas las víctimas que él había torturado durante su vida. le recordaba cada acto cruel que había cometido, cada momento en que había disfrutado del sufrimiento ajeno, cada vez que había sentido placer viendo morir a un esclavo.

Pero lo hacía con la voz dulce y cariñosa de una esposa amorosa, creando un contraste psicológico que quebraba gradualmente la cordura de Sebastián. La segunda fase involucró torturas físicas que no dejaban marcas visibles, pero causaban un dolor constante e insoportable. Yemayá había aprendido técnicas de los inquisidores españoles, métodos chinos de tortura por presión y rituales de dolor de las civilizaciones prehispánicas.

combinó todos estos conocimientos para crear un sistema de sufrimiento que atacaba simultáneamente todos los sistemas nerviosos del cuerpo humano. Le aplicaba agujas envenenadas en puntos específicos que causaban parálisis temporal en diferentes partes del cuerpo, creando la sensación de estar muriendo lentamente por pedazos. Le daba pociones que provocaban dolores de cabeza tan intensos que Sebastián rogaba que lo matara para hacer que se detuvieran.

Le frotaba unentos en la piel que causaban una comezón enloquecedora que no se aliviaba sin importar cuánto se rascara, hasta que se arrancaba la piel a tiras con sus propias uñas. Pero el aspecto más diabólico de su venganza era que Yemayá había calculado las dosis exactas de cada tortura para mantener a Sebastián consciente y lucido durante todo el proceso.

No podía escapar del sufrimiento perdiendo la razón como había pasado con Fernando, ni podía encontrar alivio en la inconsciencia. Estaba completamente despierto para experimentar cada segundo de agonía que ella había diseñado para él. Durante los periodos de descanso entre torturas, Yemayá le contaba historias sobre el destino que habían sufrido sus hermanos.

Le describió con detalle cómo había envenenado lentamente a Rodrigo mientras veía morir a sus hijos. Cómo había vuelto loco a Fernando con alucinaciones que lo llevaron a suicidarse y cómo había arruinado las vidas de sus esposas, dejándolas estériles y enloquecidas. le explicaba que él era el último de los hijos varones de don Aurelio y que su muerte significaría la extinción completa de esa rama del linaje Mendoza.

“Pero no te preocupes”, le decía con una sonrisa angelical mientras le aplicaba una nueva tortura. Tu sufrimiento no ha sido en vano. Cada grito de dolor que has dado, cada lágrima que has derramado, cada súplica de misericordia que has pronunciado, has servido para alimentar los espíritus de mis ancestros y darme poder para continuar mi obra.

Aún me quedan cinco familias más por destruir y gracias a tu agonía, ahora tengo la fuerza necesaria para eliminarlas a todas. El Calvario de Sebastián duró exactamente 100 días. Yemayá había elegido ese número porque en las tradiciones tanto africanas como mexicanas, 100 días representaban un ciclo completo de muerte y renacimiento.

Durante ese periodo, Sebastián experimentó cada forma concebible de sufrimiento físico y psicológico, hasta que su cuerpo se convirtió en una ruina humana y su mente se fragmentó en pedazos irrecuperables. En el día 100, Yemayá le ofreció una elección final. podía matarlo rápidamente con un veneno que lo haría dormir para siempre sin dolor o podía prolongar su agonía otros 100 días hasta que su cuerpo finalmente se rindiera por agotamiento. Sebastián, que había comenzado su matrimonio como un hombre cruel pero orgulloso, terminó rogando de

rodillas que le concediera la muerte, prometiendo servirla en el inframundo si ponía fin a su sufrimiento. Yemayá accedió a su súplica, pero no sin antes hacerle firmar una confesión completa de todos los crímenes que había cometido durante su vida. El documento escrito en su propia sangre detallaba cada asesinato, cada violación, cada acto de crueldad que había perpetrado contra esclavos e indígenas.

Era una confesión tan extensa que ocupaba 20 páginas y tan detallada que podría haber servido como evidencia en cualquier tribunal del mundo. La muerte de Sebastián fue finalmente misericordiosa. Yemayá le dio el veneno prometido y él se durmió para siempre con una expresión de alivio infinito en el rostro.

Pero antes de que perdiera completamente la conciencia, ella se inclinó sobre él y le susurró al oído las últimas palabras que escucharía en vida. Dile a tus hermanos cuando los encuentres en el infierno, que la esclava Yemayá los está esperando. Con la muerte de Sebastián, la familia Mendoza había perdido a sus tres herederos varones. Don Aurelio, que había comenzado la década como uno de los hombres más poderosos de Nueva España, se encontró sin sucesores para continuar su linaje.

Su única hija, Esperanza, estaba casada con un miembro de la familia Guzmán de Alvarado, por lo que sus hijos llevarían ese apellido en lugar del Mendoza. Técnicamente, el nombre de los Mendoza se extinguiría con la muerte del patriarca. Pero Yemayá aún no había terminado con don Aurelio, el hombre que la había comprado como esclava, que había establecido las reglas que permitían que sus hijos la violaran y torturaran, que había organizado la humillación pública, que había desencadenado toda su venganza, merecía un destino especial.

no lo mataría directamente, sino que lo dejaría vivir lo suficiente para presenciar la destrucción completa de las otras seis familias nobles, para que entendiera que la extinción de su propio linaje era solo el comienzo de una catástrofe mucho mayor. Para ello, Yemayá adoptó una última identidad relacionada con los Mendoza.

se convirtió en Madre Consolación, la abadeza de un convento imaginario que supuestamente había sido fundado en España por los ancestros de la familia. Llegó a la mansión Mendoza, vestida con hábitos religiosos, acompañada por documentos que la presentaban como una pariente lejana que venía a consolar a don Aurelio en su periodo de luto por la pérdida de sus tres hijos.

Don Aurelio, destrozado por las tragedias familiares y buscando desesperadamente algún consuelo espiritual, recibió a Madre Consolación como si fuera un ángel enviado por Dios. Ella parecía tener un conocimiento extraordinario sobre la historia familiar. Conocía anécdotas íntimas sobre la vida de sus hijos muertos y tenía una sabiduría religiosa que lo tranquilizaba y le daba esperanzas de que sus hijos hubieran encontrado la paz en el cielo.

Durante los siguientes meses, Madre Consolación se convirtió en la confidente más íntima de don Aurelio. Él le contaba todos sus secretos, sus culpas, sus miedos sobre el futuro de su familia. le pidió que rezara por el alma de sus hijos, que intercediera ante Dios para que le perdonara los pecados que pudieran haber cometido en vida.

La presencia de esta santa mujer en su casa le daba la única paz que había conocido desde que comenzaron las tragedias. Pero lo que don Aurelio no sabía era que cada conversación que tenía con Madre Consolación estaba siendo cuidadosamente documentada. Yemayá estaba recolectando información sobre las otras seis familias nobles, sus secretos más íntimos, sus alianzas políticas, sus debilidades financieras, sus escándalos sexuales, sus enemigos personales.

Era inteligencia que necesitaría para planificar la destrucción sistemática de toda la aristocracia virreinal. Mientras consolaba a don Aurelio y se ganaba su confianza completa, Yemayá comenzó simultáneamente a preparar sus siguientes movimientos contra las familias restantes, los Cortés de Villanueva, los Sandoval y Rojas, los Montemayor de Cuenca, los Velasco de la Torre, los Guzmán de Alvarado y los Herrera de Montalbán.

Cada una tendría un destino específicamente diseñado para explotar sus vulnerabilidades particulares. Los cortés de Villanueva serían los siguientes en caer. Eran la familia más rica de todo el virreinato, propietarios de minas de plata que producían fortunas incalculables, pero también eran conocidos por su avaricia extrema y su disposición a traicionar a cualquiera por beneficio económico.

Yemayá diseñó para ellos una venganza que atacaría directamente su obsesión por la riqueza. Para infiltrarse en su círculo, se convirtió en doña Mercedes de Cáceres, una supuesta heredera de conquistadores que poseía información sobre tesoros aztecas ocultos en las montañas de Oaxaca.

Los cortés de Villanueva, siempre ansiosos por aumentar sus ya inmensas fortunas, cayeron inmediatamente en la trampa. Don Carlos de Cortés, el patriarca de la familia, organizó expediciones secretas para buscar estos tesoros imaginarios, gastando fortunas en equipos de exploración y sobornos a funcionarios gubernamentales.

Mientras los cortés de Villanueva gastaban sus recursos persiguiendo oro inexistente, Yemayá comenzó a administrarles un veneno económico, información financiera falsa que los llevó a hacer inversiones desastrosas, préstamos que nunca podrían recuperar y especulaciones comerciales que arruinaron sus negocios. En menos de 2 años, la familia más rica de América había perdido el 80% de su fortuna persiguiendo quimeras.

Pero la ruina económica era solo el preludio de su destrucción real. Yemayá había descubierto que don Carlos tenía una obsesión secreta con la alquimia y creía que podía convertir metales base en oro usando fórmulas mágicas. Ella se ofreció para enseñarle los secretos alquímicos que supuestamente había aprendido de su familia y don Carlos aceptó entusiasmado la oportunidad de recuperar su fortuna perdida.

Los experimentos alquímicos que Yemay le enseñó a don Carlos incluían sustancias que parecían inocuas, pero que gradualmente envenenaban el aire de los laboratorios donde trabajaba. Toda la familia Cortés comenzó a mostrar síntomas de envenenamiento por metales pesados, pérdida de cabello, problemas neurológicos, daño renal y una debilidad general que los médicos atribuían a exceso de trabajo y preocupaciones financieras.

Los hijos de don Carlos, que habían heredado su obsesión por la riqueza, también participaron en los experimentos alquímicos. Uno por uno fueron sucumbiendo al envenenamiento gradual, muriendo en agonías que parecían enfermedades naturales, pero que en realidad eran el resultado de años de exposición a sustancias tóxicas. El último en morir fue el propio don Carlos, quien exhaló su último aliento, rodeado por los aparatos alquímicos que creía que lo harían, rico, pero que en realidad lo habían matado lentamente.

La extinción de los cortés de Villanueva fue particularmente satisfactoria para Yemayá, porque había logrado usar su principal fortaleza, su riqueza, como el instrumento de su propia destrucción. La familia que había construido su poder acumulando oro.

terminó muriendo envenenada por los metales que tanto codiciaba. Los Sandoval y Rojas fueron los siguientes en su lista. Esta familia se caracterizaba por su fanatismo religioso extremo y su obsesión con la pureza de sangre. habían sido los más activos en promover las leyes que prohibían los matrimonios entre españoles e indígenas, y habían financiado las persecuciones más brutales contra cualquier persona sospechosa de tener ancestros africanos o judíos.

Para destruirlos, Yemayá adoptó la identidad de Sor María de la Purísima Concepción, una monja que supuestamente había recibido visiones divinas sobre la importancia de mantener la pureza racial en América. Los Sandoval la recibieron como una santa viviente y le pidieron que ayudara a organizar matrimonios que garantizaran la pureza genética de las siguientes generaciones de la aristocracia.

Lo que los Sandoval no sabían era que Sor María, de la Purísima Concepción tenía acceso a documentos genealógicos que revelaban secretos escandalosos sobre los orígenes raciales de las familias nobles a través de investigaciones meticulosas en archivos parroquiales, registros de barcos y documentos familiares.

Yemayá descubierto que prácticamente todas las familias aristocráticas tenían ancestros indígenas, africanos o judíos que habían sido cuidadosamente ocultados durante generaciones. Para infiltrarse en esta familia, Yemayá se convirtió en capitana Isabel de los Mares, una supuesta pirata reformada que ofrecía sus servicios para expandir las operaciones comerciales ilegales de los Montemayor.

Su conocimiento sobre rutas marítimas secretas, técnicas de navegación y contactos en puertos clandestinos los convenció de que podrían triplicar sus ganancias trabajando con ella. Los Montemayor cayeron en la trampa organizando expediciones marítimas hacia destinos que Yemayá había diseñado específicamente para su destrucción.

Les proporcionó mapas falsos que llevaban sus barcos directamente hacia arrecifes mortales, tormentas estacionales y territorios controlados por piratas reales que hundían cualquier embarcación española que encontraran. En menos de un año, la familia había perdido ocho galeones completos junto con sus tripulaciones y cargas valoradas en millones de pesos.

Pero la venganza física llegó cuando los supervivientes regresaron a puerto. Yemayá había contaminado las provisiones de agua dulce de los barcos con parásitos intestinales que causaban una enfermedad degenerativa. Los miembros de la familia Montemayor, que sobrevivieron a los naufragios, murieron lentamente de disentería, vomitando sangre y sufriendo dolores abdominales que los médicos no podían aliviar.

Las tres familias restantes, los Velasco, los Guzmán y los Herrera, fueron eliminadas simultáneamente en una operación final que Yemayá había planeado como su obra maestra. Durante los festejos del día de los muertos de 1798, organizó un banquete supuestamente para honrar la memoria de todas las familias nobles que habían fallecido.

Los patriarcas sobrevivientes asistieron sin sospechar que estaban bebiendo su propia sentencia de muerte. El veneno que Yemayá había preparado era una mezcla de toxinas extraídas de hongos sagrados aztecas y plantas africanas que sus ancestros usaban para ejecutar a los enemigos de la tribu. La muerte era lenta pero inevitable. comenzaba con alucinaciones donde las víctimas veían a todos los esclavos que habían torturado regresando para reclamar venganza, seguidas por convulsiones que duraban horas hasta que finalmente el corazón se detenía por agotamiento.

Para la Navidad de 1798, exactamente 8 años después del juramento que había hecho como esclava humillada, Yemayá había cumplido su promesa. Las siete casas nobles más poderosas de Nueva España habían sido completamente exterminadas, sin herederos que pudieran continuar sus linajes. Sus fortunas fueron confiscadas por la corona, sus propiedades abandonadas y sus nombres gradualmente borrados de la historia oficial del virreinato.

Yemayá desapareció esa misma noche como si la tierra se la hubiera tragado. Algunos dicen que regresó a África usando conocimientos místicos que le permitían viajar a través de dimensiones espirituales. Otros creen que se quedó en México viviendo eternamente en las catacumbas del templo mayor, esperando que aparezcan nuevos opresores para aplicarles el mismo destino.

Lo único cierto es que ninguna de las siete familias más poderosas de Nueva España sobrevivió para ver el nuevo siglo y que el poder colonial nunca se recuperó de la devastación que una sola mujer había causado con paciencia. inteligencia y una sed de venganza que ardía como el fuego sagrado de sus ancestros africanos.