“LA CASA ES PARA TU HERMANA, TÚ NUNCA FUISTE MÁS QUE LAS SOMBRAS DE ESTAS PAREDES”‼️
Mi madre me lo dijo el día que supo que iba a morir. No me miró a los ojos, claro. Nunca lo hacía. Su vista estaba fija en el retrato de mi hermana Leticia, la que vivía en la capital, la de piel de durazno y pelo de seda, la que mandaba dinero dos veces al año y llamaba en su cumpleaños. Yo, en cambio, era la que le limpiaba las llagas. La que le cocinaba sin sal por la presión. La que aguantaba su mal humor y sus desprecios callados, día tras día, durante veinte años.
“Naciste con la sombra encima, Elena”, me susurraba desde que tengo memoria, mientras me frotaba los brazos con estropajo y limón “para aclararte”. Nunca funcionó. Nací morena, con el pelo negro y rebelde como un nido de cuervos y los ojos oscuros como la tierra mojada. Leticia, dos años mayor, nació para ser el sol. Blanca, de ojos claros y cabello dócil. Mi madre decía que Dios se había esmerado con ella y que conmigo “se le había acabado la luz”.
Crecí escuchando cómo yo no era lo suficientemente bonita para un buen vestido, ni lo suficientemente inteligente para la universidad, ni lo suficientemente delicada para tener novio. Mi único propósito, según mi madre, era servir. “Alguien tiene que cuidar la casa. Alguien tiene que cuidarme a mí. Para eso estás tú, que no tienes más futuro”. Y yo, estúpidamente, me lo creí. Vi a Leticia irse a la ciudad con la bendición y los ahorros de mi madre, mientras a mí me negaban hasta el permiso para ir a la feria del pueblo. “¿Para qué? ¿Para que nadie te saque a bailar y vengas con tus dramas?”.
Durante dos décadas, mi vida fue esa casa. Sus paredes agrietadas conocían mis lágrimas mejor que mi propia almohada. El suelo de baldosas gastadas sentía el peso de mis pasos cansados, de la cocina al cuarto de mi madre, del cuarto de mi madre al patio para lavar su ropa. Leticia llamaba y yo le pasaba el teléfono a mamá. Escuchaba las risas, los “cuídate mucho, mi reina”, los “te mando un beso, mi tesoro”. Cuando yo colgaba, el silencio regresaba, denso y pesado, y a mí no me tocaba ni un “gracias por pasarme el teléfono”.
Cuando los médicos le dieron seis meses de vida, Leticia vino. Llegó con maletas caras, con ropa que olía a perfume de tienda departamental y con una lástima en la mirada que me quemaba más que el desprecio. No ayudó en nada. Se sentaba a la orilla de la cama de mi madre, le sostenía la mano “buena” y le contaba historias de su vida fascinante en la ciudad. Yo, mientras tanto, seguía cambiando sábanas manchadas y preparando purés que mi madre apenas probaba.
“La casa es para tu hermana, tú nunca fuiste más que las sombras de estas paredes”. Esa fue su sentencia. Se lo dijo a Leticia delante de mí, como si yo fuera un mueble más. “Ella tiene clase, tiene un porte. Esta casa se merece una dueña como ella. Tú… tú ya verás dónde te metes. Siempre has sabido buscarte la vida entre las sobras”.
Leticia asintió con una solemnidad falsa. Pude ver el brillo de la victoria en sus ojos. Yo no dije nada. ¿Qué podía decir? Mi corazón se hizo piedra. En ese momento, la tristeza que me había acompañado toda la vida se murió y en su lugar nació una rabia fría y afilada.
Mi madre murió dos semanas después. En el funeral, Leticia lloró a gritos, una viuda de la opulencia que nunca tuvo. Yo no derramé una lágrima. Enterré a mi verduga con la misma frialdad con la que ella me había tratado toda mi vida.
Una semana después, llegó el abogado para leer el testamento. Estábamos en el pequeño comedor, con el retrato de mi madre mirándonos desde la pared. Leticia tenía una sonrisa discreta. El abogado leyó el documento con voz monótona: “…y siendo mi última y deliberada voluntad, lego la totalidad de mi propiedad, la casa ubicada en la Calle de los Lirios número 42, a mi hija, Leticia Morales, como única y universal heredera”.
Leticia suspiró, un suspiro teatral, y me miró con sus ojos de falsa compasión. “Elena, yo… lo siento tanto. Sabes que no quería… Pero es la voluntad de mamá. No te preocupes, te daré un par de semanas para que encuentres un lugar donde vivir”.
Fue entonces cuando hablé. Mi voz, por primera vez, no tembló. Sonó firme, dura, como el acero.
“No te preocupes por mí, Leticia. Preocúpate por ti”.
Saqué de mi bolso una carpeta vieja y la puse sobre la mesa. Eran papeles oficiales, sellos del banco, firmas y fechas.
Leticia frunció el ceño. “¿Qué es esto?”.
“Verás”, comencé, y me deleité en la confusión que crecía en su rostro. “Mamá era muy buena para guardar las apariencias, pero muy mala para pagar sus deudas. Hace diez años, cuando se enfermó por primera vez, hipotecó la casa para pagar un tratamiento privado. Nunca te lo dijo, para no ‘mortificarte’, a ti, a su reina. Durante estos diez años, apenas pagó los intereses con el dinero que tú mandabas”.
Su rostro palideció. El abogado, que no sabía nada, miraba los papeles con interés.
“Yo”, continué saboreando cada palabra, “con lo poco que ganaba limpiando casas ajenas a escondidas y vendiendo los bordados que según mamá eran ‘nacos’, fui ahorrando. Un día, el gerente del banco, un buen hombre al que le doy lástima, me dijo que iban a rematar la propiedad por impago. Me ofreció un trato: comprar la deuda por una fracción de su valor antes de que saliera a subasta pública. Y eso hice”.
Puse el último papel sobre la mesa. Un contrato de cesión de deuda. A mi nombre.
“Mamá te heredó la casa, es cierto. Te heredó los ladrillos y las tejas. Pero a mí me heredó su deuda. Una deuda que ahora me perteneces a mí. La casa es tuya en papel, pero su valor real, hasta el último centavo, me lo debes”.
El color abandonó por completo la cara de Leticia. Parecía un fantasma. Me miró, y por primera vez en su vida, vi miedo en sus ojos. Miedo de mí. De la sombra.
Me levanté, caminé hacia la puerta y antes de salir, me giré para mirarla, allí, sentada en la casa que creía suya, la reina destronada en su castillo de polvo.
Entonces pronuncié la frase que había estado guardando en mi alma durante veinte años de humillación.
“Querías la casa de mamá, hermana. Te la puedes quedar. Tienes un mes para pagarme cada centavo que me debes… o un mes para aprender a vivir en la calle, como la reina que eres”.