
En las tierras ardientes de Venezuela, donde el sol castiga sin piedad y los secretos se entierran bajo las plantaciones de cacao, una mujer rompió todas las reglas. Doña Catalina Mendoza y Salazar, herederá de la hacienda más próspera de Barlovento, cometió lo impensable en 1831. tuvo relaciones con tres de sus esclavos, pero lo que comenzó como pecado se convirtió en tragedia y lo que parecía una historia de pasión prohibida terminó en un escándalo que sacudió los cimientos de la sociedad colonial venezolana. . La Hacienda San Jerónimo se extendía por más de 1000 hectáreas en el Valle de Barlovento, estado Miranda.
Sus plantaciones de cacao eran las más productivas de la región y su propietaria, doña Catalina Mendoza y Salazar, de apenas 28 años, había heredado todo aquello tras la muerte repentina de su esposo, don Fernando de Alcántara, quien cayó fulminado por la fiebre amarilla dos años antes. Catalina era una mujer de belleza singular.
Su piel clara contrastaba con sus ojos oscuros y profundos, heredados de su abuela criolla. Su cabello negro caía en ondas hasta la mitad de su espalda y su porte altivo delataba años de educación europea. Había sido enviada a estudiar a Madrid cuando tenía 15 años, donde aprendió francés, música y las maneras refinadas de la aristocracia española. Pero Venezuela la había llamado de vuelta y con ella un matrimonio arreglado con don Fernando, un hombre 30 años mayor que ella. La hacienda albergaba a 143 esclavos.
Trabajaban desde antes del amanecer hasta que la oscuridad los obligaba a detenerse. Los barracones donde dormían eran estructuras precarias de madera y barro con techos de palma que apenas protegían de la lluvia tropical. El contraste con la casa grande era brutal.
Una mansión colonial de dos plantas con amplias galerías, pisos de mármol traído de Italia y muebles importados de Francia. Entre los esclavos, tres hombres destacaban por diferentes razones. Domingo Lucumí tenía 32 años. Alto, de complexión atlética y piel negra brillante. Era el capataz negro de la hacienda. Don Fernando lo había puesto en ese cargo por su inteligencia y su capacidad para mantener el orden entre los demás esclavos.
Domingo había nacido libre en Cuba, hijo de esclavos libertos, pero fue secuestrado y vendido cuando tenía 18 años. Sabía leer y escribir una rareza entre los esclavizados y guardaba en su memoria fragmentos de libertad que nunca olvidó. José Gregorio era mulato, hijo de un antiguo mayordomo español y una esclava. Tenía 26 años, piel canela y rasgos delicados que revelaban su herencia mista. Trabajaba en la Casa Grande como mayordomo personal, sirviendo directamente a doña Catalina.
Su posición le permitía moverse entre dos mundos. el de los esclavos y el de los amos, aunque nunca pertenecía completamente a ninguno. Miguel Tomás era el más joven, apenas 22 años, negro retinto, de sonrisa fácil y mirada triste, trabajaba en los establos. Era herrero y carpintero, oficios que había aprendido de su padre antes de que lo vendieran a otra hacienda.
Sus manos, curtidas por el trabajo con el metal y la madera, creaban belleza en medio del horror cotidiano. Ninguno de ellos imaginaba que sus destinos estaban a punto de entrelazarse de la manera más peligrosa posible. La Sociedad Criolla de Caracas la presionaba para que volviera a casarse.
Varias familias importantes le habían enviado propuestas a través de intermediarios, pero Catalina las rechazaba todas. La experiencia con don Fernando le había enseñado que el matrimonio en su clase social no tenía nada que ver con el amor o el deseo, sino con propiedades, apellidos y alianzas políticas. Por primera vez en su vida, Catalina era libre.
Libre de decidir, libre de administrar su propia fortuna, libre de hacer lo que quisiera dentro de los muros de su hacienda. Pero esa libertad tenía un precio, la soledad absoluta y el peso de cargar con una empresa que dependía del sufrimiento de otros seres humanos. La primera vez que vio realmente a Domingo Lukumi fue una tarde de marzo. El capataz negro estaba organizando el transporte de sacos de cacao cuando uno de los esclavos más jóvenes tropezó y cayó.
El mayordomo blanco, un español cruel llamado Gaspar Urrutia, se abalanzó sobre el muchacho con el látigo en alto. Domingo se interpusó. Fue un accidente, don Gaspar. El muchacho es nuevo y no conoce bien el trabajo. Dijo Domingo con voz firme pero respetuosa. Apártate, negro. ¿Quién te crees para contradecirme? Gritó Urrutia.
Catalina observaba la escena desde la galería de la casa. Vio como Domingo mantenía la calma, como protegía al muchacho con su propio cuerpo, como enfrentaba la ira del mayordomo sin perder la compostura. Había algo en él que la fascinó, dignidad. A pesar de las cadenas, a pesar de la esclavitud, Domingo conservaba algo que muchos hombres libres habían perdido.
Urrutia llamó Catalina desde el balcón. Déjelo, el muchacho seguirá trabajando. No hay necesidad de castigos hoy. El mayordomo, furioso obediente, se retiró lanzando maldiciones entre dientes. Domingo levantó la mirada hacia el balcón y sus ojos se encontraron con los de Catalina. Fue solo un instante, pero en ese momento algo cambió entre ellos.
José Gregorio, por su parte, había estado sirviendo a Catalina desde que ella llegó a la hacienda como esposa de don Fernando. Conocía sus rutinas, sus preferencias, sus estados de ánimo. Sabía cuando quería estar sola y cuando necesitaba compañía silenciosa. Preparaba su té de manzanilla cada noche, le llevaba sus libros favoritos de la biblioteca y se aseguraba de que su habitación estuviera siempre perfumada con jazmines frescos.
José Gregorio era invisible para el mundo, como todos los sirvientes, pero él veía todo. Veía como Catalina se quedaba despierta hasta altas horas de la madrugada, leyendo a la luz de las velas. Veía como algunas noches lloraba en silencio, creyendo que nadie la escuchaba. veía a la mujer detrás de la máscara de la hacendada y sin darse cuenta comenzó a amarla en silencio.
Miguel Tomás, el herrero, rara vez subía a la casa grande. Su mundo era el taller junto a los establos, donde el martillo contra el yunque marcaba el ritmo de sus días. Pero un día de abril, Catalina bajó personalmente al taller. Necesitaba que le repararan un cofre antiguo que había pertenecido a su madre, una pieza delicada con errajes de bronce que se habían oxidado.
¿Puedes reparar esto?, preguntó Catalina extendiendo el cofre. Miguel lo examinó con cuidado, sus dedos callosos acariciando el metal con una ternura inesperada. “¿Puedo, señora? Le devolveré su belleza original”, respondió sin levantar la mirada. “Mírame cuando me hables”, ordenó Catalina. Miguel alzó los ojos lentamente.
Era la primera vez que una mujer blanca le pedía que la mirara directamente. Los ojos de ambos se encontraron y en ese momento Miguel vio algo que nunca esperó ver, reconocimiento, no como amo y esclavo, sino como dos seres humanos. Durante las semanas siguientes, Catalina encontró excusas para visitar el taller.
Necesitaba reparar una silla, ajustar una ventana, revisar los serrajes de un portón. Miguel trabajaba en silencio, consciente de cada mirada, de cada palabra que ella le dirigía. Los tres hombres, sin saberlo, habían capturado algo de Catalina. Domingo su admiración, José Gregorio su confianza, Miguel Tomás su curiosidad.
Y ella, sin entender completamente lo que estaba haciendo, comenzó a cruzar las líneas que nunca debieron cruzarse. Una noche de tormenta particularmente violenta, Catalina no podía dormir. Los relámpagos iluminaban su habitación en destellos segadores y el viento hacía crujir las ventanas. Se levantó y caminó por la casa, sus pies descalzos sobre el márm mol frío.
Al pasar por el comedor, vio una luz tenue proveniente de la biblioteca. José Gregorio estaba allí leyendo uno de los libros que debía ordenar. Al verla entrar, se levantó de inmediato, el pánico evidente en su rostro. Señora, yo, perdóneme, no debí. ¿Qué estás leyendo?, preguntó Catalina acercándose. El Quijote, señora, sé leer. Mi padre me enseñó antes de que muriera. Catalina tomó el libro de sus manos y lo observó.
Era una edición española que don Fernando había traído años atrás. ¿Te gusta?, preguntó ella. Me hace soñar con libertad, señora, con lugares donde un hombre puede ser lo que elija ser. Esa noche hablaron durante horas. Catalina descubrió que José Gregorio tenía una mente brillante, que pensaba sobre filosofía, sobre justicia, sobre el mundo más allá de los límites de la hacienda. por primera vez en dos años no se sintió sola.
Habló con alguien que realmente la escuchaba, que respondía con ideas propias, que la veía como algo más que una acendada o una viuda. Cuando finalmente se despidieron al amanecer, algo había cambiado irrevocablemente entre ellos. Con Domingo, la conexión fue diferente.
Una tarde, Catalina decidió inspeccionar personalmente las plantaciones, algo que rara vez hacía. Caminó entre las hileras de árboles de cacao, observando el trabajo, haciéndose preguntas que nunca antes se había hecho. ¿Cómo era vivir así? ¿Cómo era trabajar sin descanso, sin esperanza de algo mejor? Domingo la vio y se acercó con cautela.
Necesita algo, doña Catalina. Quiero entender”, dijo ella, “simplemente quiero entender cómo funciona todo esto.” Durante las siguientes semanas, Domingo le explicó cada aspecto de la plantación. Le mostró cómo se cultivaba el cacao, cómo se cosechaba, cómo se fermentaba. Le habló de los ritmos de trabajo, de las dificultades, de las pequeñas rebeldías que los esclavos practicaban para mantener su humanidad.
En esas conversaciones, Catalina comenzó a ver a Domingo no como una propiedad, sino como un hombre extraordinario. Su inteligencia, su fuerza, su capacidad de mantener la esperanza en medio del infierno la conmovían profundamente. Una tarde, mientras caminaban de regreso a la casa, comenzó a llover. Corrieron a refugiarse bajo un cobertizo vacío donde se guardaban herramientas.
Estaban empapados, jadeantes, y de pronto se encontraron muy cerca uno del otro. Catalina podía ver las gotas de lluvia deslizándose por el rostro de Domingo. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. “Debería irme, señora”, dijo Domingo, pero no se movió. “Deberías”, respondió Catalina, pero tampoco se apartó. Fue ella quien cruzó el último centímetro que lo separaba.
El beso fue breve, casi tímido, pero suficiente para cambiar todo. Cuando se separaron, ambos sabían que habían cruzado un límite del que no había retorno. Miguel Tomás fue el último. Catalina había vuelto al taller varias veces y cada visita duraba más que la anterior.
Le gustaba verlo trabajar, la concentración en su rostro, la manera en que sus manos transformaban el metal crudo en algo útil y bello. Un día le pidió que le enseñara su oficio. Miguel, sorprendido incapaz de negarse, le mostró cómo sostener el martillo, cómo golpear el metal en el ángulo correcto, como usar el yunque.
Catalina se paró detrás de él y Miguel guió sus manos con las suyas. El contacto, la cercanía, la intimidad del momento los envolvió a ambos. Eres más que esto, dijo Catalina de repente. Eres un artista. Miguel se volteó para mirarla y vio lágrimas en sus ojos. Y usted es más que una acendada, respondió él con valentía. Es una mujer con un corazón que sufre.
Esa tarde en el taller que olía a metal y carbón se besaron. fue desesperado, urgente, como si ambos supieran que robaban algo que el mundo nunca les permitiría tener. Esta historia apenas comienza y lo que viene es aún más impactante. Si quieres saber cómo terminó este triángulo prohibido que se convirtió en el mayor escándalo de Venezuela en 1831, sigue viendo hasta el final.
No olvides comentar qué piensas sobre esta historia y compartir el video con alguien que necesite conocer estas verdades ocultas. Catalina había cruzado la línea con los tres hombres, pero cada relación era diferente, única en su naturaleza. Con Domingo encontraba pasión y respeto mutuo.
Él nunca olvidaba quién era ella ni quién era él, pero en sus momentos juntos esas diferencias se desvanecían. Se encontraban en la casa del mayordomo que Catalina había mandado a Caracas con excusas inventadas. Allí, lejos de las miradas, podían ser simplemente dos personas que se deseaban. Con José Gregorio.
Había una conexión intelectual y emocional que nunca había experimentado. Él entendía sus miedos, sus conflictos internos. Sus encuentros eran más sutiles, más contenidos. Se daban en la biblioteca después de la medianoche, donde hablaban de filosofía y literatura, y donde los besos sabían a palabras no dichas y a sueños imposibles.
Con Miguel Tomás había una ternura diferente. Él era el más joven, el más vulnerable y con el Catalina podía bajar todas sus defensas. En el taller entre herramientas y metal encontraba una simplicidad que le había faltado toda su vida. Miguel la hacía reír, le contaba historias de su infancia. le enseñaba canciones que su madre le había cantado.
Los tres hombres sabían de la existencia de los otros. No porque Catalina lo hubiera dicho explícitamente, sino porque en una hacienda no hay secretos que se puedan guardar por mucho tiempo. Los esclavos veían todo, sabían todo, aunque fingieran lo contrario. Una noche, domingo, José Gregorio y Miguel Tomás se encontraron por casualidad cerca de los barracones. La tensión era palpable.
Se miraron en silencio durante largo rato, cada uno evaluando a los otros, conscientes de lo que compartían. Fue Domingo quien habló primero. Todos sabemos lo que está pasando. José Gregorio asintió lentamente. Es una locura. Nos matarán a todos y se descubre. Miguel Tomás, el más joven, tenía miedo en los ojos.
¿Qué hacemos? ¿Dejamos de verla? ¿Puedes?, preguntó Domingo con una sonrisa amarga. Yo no puedo. Por primera vez en 12 años de esclavitud siento que soy algo más que una propiedad. Ella nos mira como si fuéramos hombres de verdad, agregó José Gregorio. Como si tuviéramos valor más allá de nuestro trabajo. Miguel bajó la cabeza. Yo la amo. Sé que es una locura.
Sé que soy un esclavo y ella es mi dueña, pero no puedo evitarlo. Domingo puso una mano en el hombro del joven herrero. Todos la amamos, hermano, de maneras diferentes, pero todos la amamos y todos sabemos que esto no puede terminar bien. Entonces, ¿qué hacemos?, preguntó José Gregorio.
Cuidarnos entre nosotros, respondió Domingo, y cuidarla a ella, porque cuando esto explote y explotará, ella sufrirá tanto como nosotros, quizás más. Así nació un pacto silencioso entre los tres hombres. No eran rivales, eran cómplices. Cada uno protegería a los otros. Cada uno guardaría el secreto. Era una alianza imposible, absurda, pero necesaria. Catalina, por su parte, vivía en un estado constante de éxtasis y terror.
Sabía que lo que hacía era imperdonable según las leyes divinas y humanas. Una mujer blanca de su posición con esclavos negros y mulatos era el mayor de los pecados, el crimen más horrible que podía imaginar su sociedad. Pero por primera vez en su vida se sentía viva. Por primera vez experimentaba deseo real, conexión verdadera, amor que no estaba mediado por contratos matrimoniales o conveniencias sociales. Se justificaba diciéndose que ella también era prisionera de su condición.
¿Acaso no la habían casado con un viejo cuando era apenas una niña? ¿Acaso tenía ella más libertad real que los esclavos que trabajaban sus tierras? Sí, vivía en una mansión. Tenía dinero y poder, pero estaba atrapada igual que ellos, solo que en una jaula dorada. Estas justificaciones la ayudaban a dormir por las noches, aunque sabía en el fondo que eran falsas equivalencias.
Ella podía dejar la hacienda cuando quisiera. Ellos no. Ella tenía poder sobre sus vidas. Ellos no tenían ninguno sobre la suya. En julio, Catalina notó el primer síntoma. náuseas matutinas que no se quitaban con ningún remedio. Al principio lo ignoró, atribuyéndolo al calor o a algo que había comido, pero cuando su periodo no llegó, la verdad la golpeó con la fuerza de un rayo.
Estaba embarazada. El pánico la invadió. ¿De quién era el hijo? Había estado con los tres hombres en fechas muy cercanas. No había manera de saber con certeza quién era el padre. Y aunque lo supiera, ¿qué diferencia haría? Un hijo de cualquiera de ellos la destruiría socialmente, económicamente, quizás hasta físicamente.
Durante días, Catalina se encerró en su habitación fingiendo estar enferma. Necesitaba pensar. Necesitaba encontrar una solución. Pero no había solución posible. No podía abortar. Los métodos disponibles eran peligrosos y probablemente la matarían. No podía desaparecer. ¿A dónde iría con una hacienda entera a su cargo? No podía casarse rápidamente para atribuir el hijo a un marido.
Nadie creería que un bebé nacido seis o 7 meses después de una boda apresurada era legítimo. Estaba atrapada y el tiempo corría en su contra. Catalina sabía que no podría ocultar su embarazo por mucho tiempo más. Ya comenzaba a notarse un pequeño abultamiento en su vientre, fácilmente disimulable con vestidos holgados, pero que no podría esconder indefinidamente.
Tenía que tomar una decisión y tenía que hacerlo rápido. Una noche mandó llamar a los tres hombres por separado a la casa grande. Primero llegó José Gregorio, que como mayordomo tenía acceso libre a la casa. Después hizo que Domingo viniera con el pretexto de discutir la próxima cosecha.
Finalmente pidió que Miguel trajera unas reparaciones que supuestamente había terminado. Cuando los tres estuvieron en la biblioteca con las puertas cerradas y las cortinas corridas, Catalina les dio la noticia. “Estoy embarazada”, dijo sin rodeos. “Y no sé de quién de ustedes es el hijo.” El silencio que siguió fue ensordecedor.
Los tres hombres la miraban con expresiones de soc, miedo y algo más. Responsabilidad. ¿Qué va a hacer, señora?”, preguntó finalmente Domingo. “No lo sé. Mi tío vendrá en septiembre. Si descubre mi estado, me arruinará. Perderé la hacienda, me escomulgarán. Probablemente me encierren en un convento.” ¿Y ustedes? No necesitaba terminar la frase.
Los tres sabían perfectamente que les pasaría. La castración y la muerte eran los castigos estándar para esclavos que tocaban a mujeres blancas. Probablemente los torturarían primero para dar ejemplo. Podría decir que fue una violación, sugirió José Gregorio, su voz temblando. Culparme solo a mí. Así ustedes dos estarían a salvo.
No respondió Catalina inmediatamente. No voy a salvarme destruyéndote. Esto fue decisión mía tanto como suya. Podríamos huir”, dijo Miguel con desesperación. Los cuatro, ir a Colombia o a las islas, empezar de nuevo. Domingo negó con la cabeza. No llegaríamos ni a Caracas. Una mujer blanca viajando con tres esclavos negros levantaría sospechas inmediatas.
“Nos atraparían antes de llegar al puerto.” “Entonces no hay salida,” murmuró Catalina, las lágrimas corriendo por su rostro. “Los he condenado a todos. Fue Domingo quien se acercó y tomó sus manos. Usted no nos condenó, señora. Nosotros elegimos estar con usted tanto como usted eligió estar con nosotros. Y si vamos a pagar por ello, que así sea.
Pero no se culpe sola. Durante el resto de la noche discutieron todas las opciones posibles. Cada plan tenía fallas insuperables. La realidad era simple y brutal. No había manera de que salieran ilesos de esta situación. Al final fue José Gregorio quien propuso la solución más desesperada. Y si todo se revela.
¿Y si contamos la verdad completa? Los otros lo miraron como si se hubiera vuelto loco. ¿Estás loco? Exclamó Miguel. Nos matarán. Nos matarán de todas formas cuando se descubra”, respondió José Gregorio. “Pero si nosotros contamos la historia, si la hacemos pública antes de que otros la distorsionen, al menos quedará registro de lo que realmente pasó, de que no fue violación, de que fue amor.” Catalina se quedó en silencio procesando la idea.
Era suicida, por supuesto, pero había una extraña lógica en ella. El escándalo sería monumental. La historia correría por todo Venezuela, quizás más allá. Y en ese escándalo, en esa atención masiva, quizás habría una pequeña posibilidad de supervivencia. “Mi tío tiene enemigos en Caracas”, dijo Catalina lentamente.
Hombres poderosos que lo odian y que amarían verlo humillado. Si hacemos esto público de la manera correcta, podríamos convertirlo en una batalla política más grande que nosotros mismos. Podríamos perdernos en el ruido. Era un plan terrible, con probabilidades mínimas de éxito, pero era lo único que tenían. Durante las siguientes semanas prepararon meticulosamente su estrategia.
José Gregorio, que sabía escribir mejor que ninguno, redactó un documento detallado contando toda la historia desde el principio. No ocultó nada. Las relaciones consensuales, los sentimientos involucrados, el embarazo, la incertidumbre sobre la paternidad. Catalina agregó su propia versión asumiendo toda la responsabilidad.
explicó su soledad, su rebeldía contra las normas que la habían aprisionado toda su vida, su despertar a la humanidad de los hombres que antes solo veía como propiedades. Domingo contribuyó con una reflexión sobre la esclavitud misma, sobre como el sistema deshumanizaba tanto a los esclavizados como a los amos, sobre como las relaciones prohibidas eran una forma de resistencia contra un orden social injusto.
Miguel, aunque menos educado, escribió sobre el amor, sobre como el amor verdadero no conoce barreras de raza o clase, sobre cómo él amaba a Catalina sabiendo que ese amor lo destruiría, pero sin poder evitarlo. Cuando terminaron, tenían un documento explosivo. Hicieron varias copias y planearon distribuirlas estratégicamente. Una a un periódico liberal en Caracas, otra a un sacerdote progresista que había hablado contra la esclavitud, otra a un político enemigo del tío de Catalina. El plan era simple. Cuando el tío de Catalina llegara y descubriera el
embarazo, lo cual era inevitable, ya habría copias del documento circulando por Caracas. El escándalo sería público antes de que él pudiera controlarlo. Venía acompañado de su esposa, doña Clemencia, una mujer piadosa y mojigata, que veía pecado en todo, y de su hijo mayor, Rodrigo, un joven de 25 años que había estudiado leyes en Caracas y que esperaba heredar parte del control de la hacienda cuando su prima cumpliera 30 años. Catalina los recibió con la mayor normalidad posible. había ensayado este
momento cientos de veces en su mente. Llevaba un vestido holgado de seda verde que disimulaba su vientre ya de casi 4 meses. Su estrategia era mantener la charlada el mayor tiempo posible, dando tiempo a que las copias del documento llegaran a sus destinatarios en Caracas.
Los primeros dos días transcurrieron sin incidentes. Don Sebastián revisaba las cuentas con satisfacción. La hacienda había tenido un año excepcionalmente productivo. Los precios del cacao estaban altos y las ganancias eran considerables. “Has hecho un trabajo admirable, sobrina”, dijo durante la cena del segundo día. “Tu difunto esposo estaría orgulloso. Quizás es tiempo de que consideres volver a casarte.
un hombre que te ayude a manejar todo esto. Catalina sonrió forzadamente. No tengo prisa, tío. Me siento perfectamente capaz de manejar la hacienda sola. Una mujer sola no es natural, intervino doña Clemencia. Dios diseñó a las mujeres para ser ayuda idónea del hombre, no para vivir en soledad.
Hay peores cosas que la soledad, tía respondió Catalina con un tono más cortante de lo que pretendía. Fue Rodrigo quien notó algo extraño. Primero tenía el ojo entrenado de un abogado y la desconfianza natural de alguien que busca oportunidades para su propio beneficio.
Observó como Catalina rechazaba ciertos alimentos durante las comidas, como se retiraba temprano cada noche, como evitaba ciertos movimientos bruscos. La mañana del tercer día, mientras Catalina estaba en su habitación, Rodrigo se acercó a su padre. Hay algo extraño en Catalina. ¿Has notado cómo se comporta? ¿Está cansada por el manejo de la hacienda?”, respondió don Sebastián distraídamente. No es más que eso.
Creo que deberías observarla más de cerca. Esa tarde, don Sebastián prestó más atención y efectivamente había algo diferente en su sobrina, una cierta redondez en su rostro, un brillo extraño en sus ojos, una manera de moverse que sugería más cuidado del normal. Cuando Catalina se levantó de su silla después del almuerzo, una ráfaga de viento hizo que su vestido se pegara momentáneamente a su cuerpo. Fue solo un segundo, pero suficiente.
Don Sebastián vio la curva inequívoca de un vientre embarazado. Su rostro se puso rojo. De inmediato. Se levantó de la mesa bruscamente, volcando su copa de vino. Catalina, a mi despacho ahora. Catalina supo en ese instante que el momento había llegado. Con la cabeza en alto siguió a su tío al despacho que había sido de su difunto esposo.
Doña Clemencia y Rodrigo lo siguieron oliendo el escándalo. Cuando las puertas se cerraron, don Sebastián explotó. Dime que no es verdad. Dime que no estás embarazada. Catalina respiró profundamente. Este era el momento. No había vuelta atrás. Estoy embarazada, tío, de 4 meses. El silencio que siguió fue absoluto.
Doña Clemencia se desmayó cayendo sobre un sofá. Rodrigo se quedó paralizado, procesando las implicaciones legales y sociales de esta revelación. Don Sebastián, temblando de ira, se acercó a Catalina. ¿Quién? ¿Quién es el padre? ¿Algún comerciante de Caracas? ¿Un viajero, dímelo ahora. y arreglaremos un matrimonio inmediato.
Nadie tiene que saber que el niño es prematuro. No puedo casarme con él, respondió Catalina con voz tranquila. ¿Por qué no está casado? Es un cura. Por Dios, Catalina, habla, porque no sé cuál de los tres es el padre. La confesión cayó como una bomba. Don Sebastián se tambaleó hacia atrás como si lo hubieran golpeado físicamente. Tres.
¿Has estado con tres hombres? Sí. ¿Quiénes son? Dime sus nombres ahora mismo y los mataré a todos. Catalina levantó la barbilla desafiante. Domingo Lucumí, José Gregorio Silva y Miguel Tomás Barrios, tu capataz negro, tu mayordomo mulato y tu herrero negro. El silencio que siguió fue sepulcral. Doña Clemencia, que había recuperado la conciencia, volvió a desmayarse.
Rodrigo se quedó con la boca abierta, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. Don Sebastián se volvió completamente blanco, luego rojo, luego púrpura. Durante largo rato no pudo hablar. Cuando finalmente lo hizo, su voz era apenas un susurro estrangulado. Esclavos, te has revolcado con esclavos. ¿Tienes idea de lo que has hecho? Nos has destruido a todos.
Lo hice porque quise, respondió Catalina. Nadie me forzó. Yo los busqué a ellos. No, al revés. Eso es peor. Eso significa que estás loca o poseída por demonios. Don Sebastián se paseaba frenéticamente por el despacho. Tenemos que actuar rápido. Los esclavos serán ejecutados inmediatamente.
Tú serás declarada de mente y encerrada en un convento. El niño cuando nazca será entregado a una familia de negros libres lejos de aquí. Nadie puede saber nunca que esto pasó. Demasiado tarde, dijo Catalina con una sonrisa amarga. Ya todo está escrito. Ya las cartas fueron enviadas a Caracas.
En este momento, media ciudad debe estar leyendo nuestra historia. Don Sebastián se quedó paralizado. ¿Qué has hecho? Lo hice público. Todo, los nombres, las fechas, los detalles. Y no solo eso. Escribí sobre por qué lo hice, sobre la hipocresía de nuestra sociedad, sobre la esclavitud misma. Si me destruyes, tío, lo harás frente a todo Venezuela. La furia de don Sebastián alcanzó niveles que nadie había visto antes.
Agarró a Catalina por los brazos y la sacudió violentamente. Has destruido el apellido Mendoza. Has condenado a toda la familia. Rodrigo intervino separándolos. Padre, cálmate. Golpearla no resolverá nada. Necesitamos pensar con claridad. Don Sebastián se dejó caer en una silla, la cabeza entre las manos.
Por primera vez en su vida, no sabía qué hacer. Su sobrina había creado un escándalo de proporciones bíblicas y lo peor era que lo había hecho de manera que cualquier castigo parecería una confirmación de su historia. ¿Dónde están ellos?, preguntó finalmente, ¿dónde están los esclavos? En sus lugares habituales, respondió Catalina, trabajando. No han huido porque no son criminales.
Lo que hicimos fue consensual, fue amor. Amor, escupió don Sebastián. No sabes lo que es el amor. El amor es entre iguales, no entre amos y esclavos. Lo que hiciste es una perversión, un pecado mortal. Quizás concedió Catalina, pero es mi pecado para cargar, no el de ellos. Los tres serán ejecutados mañana al amanecer, declaró don Sebastián con finalidad.
Y tú serás llevada a Caracas para enfrentar un juicio eclesiástico. Que Dios tenga piedad de tu alma, porque yo no la tengo. Dentro del cobertizo, los tres hombres esperaban su destino. Estaban encadenados, pero juntos. una pequeña misericordia que quizás don Sebastián no pretendió otorgar. La oscuridad era casi total, rota solo por la luz de luna que se filtraba entre las tablas de madera.
Así que esto es el final”, dijo Miguel, su voz temblando. “2 años, no es mucho tiempo, fue suficiente para conocer el amor”, respondió José Gregorio. “Muchos viven 80 años sin experimentar lo que nosotros vivimos en estos meses.” Domingo permanecía en silencio, mirando a través de una grieta en la pared hacia la casa grande.
Podía ver una luz en la ventana de Catalina. Estaría ella también despierta. pensando en ellos. ¿Creen que valió la pena? Preguntó Miguel. Morir por esto. ¿Tú qué crees? Respondió José Gregorio. Miguel pensó durante largo rato. Sí, creo que sí. Por primera vez en mi vida, alguien me vio como un ser humano completo.
No como un esclavo, no como una herramienta, sino como un hombre capaz de amar y ser amado. Eso vale más que una vida larga de humillación. Yo también lo creo,”, agregó José Gregorio. “Mi padre solía decirme que un hombre no se mide por cuánto tiempo vive, sino por cómo vive. Nosotros vivimos con dignidad, aunque sea por poco tiempo.” Domingo finalmente habló. “Venezuela está cambiando.
Hoy nos ejecutan. Pero vendrá un día en que historias como la nuestra no terminarán así. Vendrá un día en que un hombre negro podrá amar a quien quiera sin que lo maten por ello. ¿Lo crees realmente?, preguntó Miguel con escepticismo. Lo sé, respondió Domingo con convicción. He visto como las ideas viajan, como las revoluciones cambian el mundo.
Francia abolió la esclavitud, luego la restauró, pero la semilla está plantada. Inglaterra está debatiendo abolirla. Aquí en América la conversación ha comenzado. Llevará tiempo, quizás generaciones, pero llegará. No llegaremos a verlo, dijo José Gregorio con tristeza. No, pero quizás el hijo de Catalina sí, respondió Domingo. Ese niño llevará nuestra sangre.
Será un recordatorio viviente de que las barreras entre razas son artificiales, que el amor puede trascenderlas. Los tres se quedaron en silencio procesando esa idea. El hijo. Ninguno sabría jamás cuál de ellos era el padre biológico, pero en cierto sentido los tres lo eran. Ese niño sería su legado, su prueba de que existieron, de que amaron, de que fueron humanos.
En la casa grande, Catalina estaba efectivamente despierta. Don Sebastián la había encerrado en su habitación con guardias en la puerta. Al día siguiente sería llevada a Caracas para enfrentar su destino. Había intentado todo para salvar a los tres hombres. Había suplicado. Había ofrecido renunciar a toda su fortuna. Había prometido irse de Venezuela para siempre. Nada había funcionado.
Don Sebastián estaba decidido a que los esclavos pagaran con sus vidas y había ordenado que la ejecución fuera pública y brutal para dar ejemplo a los otros esclavos de la hacienda. Catalina se arrodilló frente a su ventana, mirando hacia el cobertizo donde sabía que ellos estaban.
No era una mujer religiosa, pero esa noche rezó. Rezó por sus almas. Rezó por perdón. Rezó por un milagro que sabía que no llegaría. “Perdónenme”, susurró hacia la noche. “Yo los arrastré a esto. Yo crucé las líneas primero. Ustedes solo respondieron a mi locura.” En su vientre, el bebé se movió por primera vez.
Fue una sensación sutil, pero inequívoca. Una nueva vida crecía dentro de ella. Una vida que sería marcada por el escándalo desde el momento de su nacimiento. ¿Qué clase de vida tendría ese niño? ¿Lo odiarían por su origen? ¿Lo rechazarían tanto los blancos como los negros sin lugar en ningún mundo? ¿O podría ser un puente, una prueba de que el amor era más fuerte que el odio? Catalina no tenía respuestas, solo tenía esperanza, frágil y desesperada, de que su hijo pudiera tener la vida que ella nunca tuvo. Una vida de libertad para elegir, para amar,
para ser quien quisiera ser. Mientras tanto, en Caracas, el escándalo explotaba exactamente como Catalina había planeado. Las copias del documento estaban circulando en los salones más importantes de la ciudad. Algunos lo leían con horror y repugnancia, otros, especialmente los jóvenes liberales influenciados por las ideas europeas de igualdad, lo veían como una declaración revolucionaria sobre la naturaleza del amor y la libertad.
Los periódicos se peleaban por publicar versiones de la historia. Algunos la disfrazaban como una advertencia moral sobre los peligros de la soledad femenina. Otros la usaban como munición política contra don Sebastián, quien tenía muchos enemigos en los círculos de poder. El debate se había extendido más allá del escándalo personal.
Ahora se hablaba de la esclavitud misma, de las relaciones de poder en las haciendas, de la hipocresía de una sociedad que predicaba pureza racial, mientras los amos blancos rutinariamente violaban a sus esclavas sin consecuencias. Catalina había logrado lo que pretendía, hacer que su historia fuera imposible de ignorar. Pero ese éxito no salvaría a Domingo, José Gregorio y Miguel. Nada podría salvarlos ya.
Don Sebastián había mandado construir un patíbulo improvisado en el centro del área común, donde normalmente los esclavos se reunían antes de comenzar el trabajo del día. Todos los esclavos de la hacienda habían sido obligados a presenciar la ejecución. Era una advertencia, un recordatorio de lo que pasaba cuando se cruzaban las líneas. Los tres hombres fueron traídos encadenados.
Habían sido golpeados durante la noche. Sus rostros mostraban moretones y cortes, pero caminaban con la cabeza en alto. Habían decidido que si iban a morir, lo harían con dignidad. Catalina peleó violentamente con sus guardias intentando salir de su habitación. Podía escuchar los preparativos abajo. Podía imaginar lo que estaba pasando. Golpeó la puerta hasta que sus manos sangraron.
gritó hasta quedar ronca, pero no le permitieron salir. Don Sebastián no quería que presenciara lo que él consideraba su castigo bien merecido. En el patíbulo, un sacerdote local había sido traído para administrar los últimos ritos. Era un hombre joven, el padre Antonio, que había llegado a la parroquia apenas dos años antes.
Tenía ideas progresistas que guardaba para sí mismo la mayor parte del tiempo, pero mientras miraba a los tres hombres condenados, sintió que su silencio era complicidad. ¿Tienen algo que decir antes de que se ejecute la sentencia?, preguntó don Sebastián con voz fría. Domingo fue el primero en hablar. Su voz era clara y fuerte, proyectándose sobre la multitud de esclavos reunidos.
No me arrepiento. Amé a doña Catalina libremente y ella me amó a mí. En un mundo justo, eso no sería un crimen. Que mi muerte sirva para recordarles que este sistema que nos encadena a todos, negros y blancos, esclavos y amos, está podrido en sus cimientos.
Los guardias dieron un paso adelante, pero José Gregorio habló antes de que pudieran silenciarlo. He leído sobre países donde todos los hombres son considerados iguales ante la ley, donde el color de la piel no determina el valor de una persona. Ese día llegará a Venezuela también. No lo veré, pero vendrá. Miguel Tomás, el más joven y el más asustado, encontró valor en las palabras de sus compañeros.
Yo solo era un herrero, no sabía leer, no conocía filosofía, pero aprendí que el amor es el único poder que tenemos, que nuestros amos no pueden quitarnos. Pueden tomar nuestras vidas, pero no pueden tomar lo que sentimos. Eso es nuestro. El padre Antonio, conmovido por sus palabras, dio un paso al frente.
Don Sebastián, ruego que reconsidere esto. Estos hombres hablaron con verdad y dignidad. No es suficiente castigo el exilio debe ser la muerte. Apártese, padre, ordenó don Sebastián. Esto es justicia, no venganza. La ley es clara sobre lo que hacen los esclavos que tocan a mujeres blancas. Pero ella consintió. Ella lo buscó.
¿Dónde está su castigo? Ella será juzgada por la iglesia en Caracas. No es asunto suyo. El padre Antonio dio un paso atrás derrotado, pero algo cambió en él ese día. Más tarde escribiría sobre lo que presenció, agregando su voz al debate que consumía a Venezuela. La ejecución se llevó a cabo con brutalidad calculada. Los tres hombres fueron atados a postes y azotados públicamente.
Domingo recibió 50 latigazos. José Gregorio 40 por ser mulato. Miguel Tomás 50. El sonido del látigo cortando carne resonaba en el silencio de la mañana, interrumpido solo por los gemidos involuntarios de dolor. Ninguno de los tres gritó pidiendo misericordia. Ninguno suplicó.
Cuando los azotes terminaron, apenas podían mantenerse en pie, sostenidos solo por las cuerdas que los ataban. La ejecución final sería por fusilamiento. Seis guardias formaron el pelotón. Don Sebastián dio la orden y las balas encontraron sus blancos casi simultáneamente. Domingo cayó primero, un agujero en su pecho justo sobre el corazón. José Gregorio lo siguió un segundo después.
Miguel Tomás, herido no muerto inmediatamente, tuvo tiempo para un último pensamiento antes de que la oscuridad lo reclamara. Catalina. Desde su ventana en el segundo piso, Catalina escuchó los disparos. Tres disparos tan cercanos que sonaron casi como uno solo. Supo exactamente qué significaban.
Cayó de rodillas, un grito desgarrador escapando de su garganta. Un grito que expresaba toda la angustia, la culpa, la pérdida que sentía. Los cuerpos fueron dejados expuestos durante tres días como advertencia. Los esclavos de la hacienda pasaban junto a ellos en silencio, algunos llorando discretamente, otros con expresiones endurecidas por años de sufrimiento similar, pero en sus barracones, durante las noches, susurraban la historia, la historia de tres hombres que se atrevieron a amar a pesar de las consecuencias, que murieron con dignidad, que se negaron a arrepentirse. El padre Antonio, profundamente afectado por lo que había
presenciado, escribió esa misma noche una carta al obispo de Caracas. En ella describía la ejecución, las últimas palabras de los condenados y planteaba preguntas incómodas sobre la moralidad de un sistema que permitía tales atrocidades. Don Sebastián ordenó que los cuerpos fueran enterrados en una fosa común fuera de los límites de la hacienda, sin marcas ni ceremonias.
Pero los esclavos recordarían el lugar. Años después, cuando finalmente llegara la abolición, ese sitio se convertiría en un lugar de memoria. Catalina fue sacada de la hacienda al cuarto día. La metieron en un carruaje cerrado escoltado por guardias armados. El viaje a Caracas tomaría varios días y durante todo ese tiempo ella no habló una sola palabra.
Su silencio era absoluto, como si algo dentro de ella se hubiera roto definitivamente. Los esclavos de San Jerónimo salieron a los caminos a verla partir. Se pararon en silencio a ambos lados del sendero, un gesto de respeto que enfureció a don Sebastián, pero que no se atrevió a castigar. eran demasiados y había visto en sus ojos algo que nunca antes había notado, un destello de resistencia, de conciencia colectiva.
Entre la multitud estaba una mujer mayor llamada Josefa, que había sido partera en la hacienda durante 30 años. Ella había ayudado a nacer a Miguel Tomás 22 años atrás. Mientras el carruaje pasaba, levantó su mano en un gesto sutil, pero inequívoco de bendición hacia Catalina y el hijo que llevaba en su vientre.
La sociedad se dividió en bandos opuestos. Los conservadores exigían el castigo más severo. Es comunión y encierro perpetuo. Pero había otro bando. Jóvenes liberales influenciados por las ideas de la Ilustración que veían en Catalina un símbolo del cuestionamiento al orden social establecido.
El juicio eclesiástico se llevó a cabo en la catedral de Caracas en noviembre de 1831. Catalina tenía ya 5 meses de embarazo, imposible de ocultar. Tres obispos y dos representantes civiles componían el tribunal. La acusaron de adulterio, fornicación y traición a su raza y clase.
Cuando le preguntaron cómo se declaraba, Catalina habló por primera vez en semanas, culpable de amar, de ver la humanidad donde me enseñaron a ver propiedad, de elegir mi propio camino. Si eso es un crimen, entonces soy culpable. Los obispos la presionaron para que se arrepintiera. Catalina se negó. No me arrepiento del amor. Me arrepiento de no haber sido más fuerte para protegerlos, pero no me arrepiento de haberlos amado.
El veredicto fue predecible, culpable de todos los cargos. El castigo fue inesperadamente moderado debido a presiones políticas. Sería confinada a un convento hasta dar a luz. Después el niño le sería quitado y ella pasaría el resto de sus días en reclusión conventual, conservando su vida y una pequeña pensión.
Catalina fue llevada al convento de Santa Clara en las colinas al este de Caracas. Las monjas la recibieron con desconfianza y curiosidad. Algunas la veían como pecadora imperdonable. Otras, las más jóvenes, veían en ella coraje. Los meses siguientes fueron de soledad y reflexión, pero algo inesperado sucedió. Las historias sobre ellas seguían circulando, convirtiéndose en leyenda.
Algunos decían que había sido poseída por demonios, otros la llamaban revolucionaria. Unos pocos, los más atrevidos, la llamaban una mujer adelantada a su tiempo. El padre Antonio, el sacerdote que presenció la ejecución, vino a visitarla en diciembre. Le confesó que había escrito sobre lo que vio, provocando debates en seminarios y universidades.
Su historia ha abierto conversaciones que antes eran impensables. Doña Catalina, hay seminaristas debatiendo sobre la naturaleza del amor, sobre las divisiones que nosotros imponemos. Y eso salva a Domingo, a José Gregorio o a Miguel, preguntó Catalina con amargura. No, pero quizás salve a otros en el futuro. Sus muertes no fueron en vano.
Catalina puso su mano sobre su vientre abultado. Este niño es su legado. Los tres viven en él. Y encontraré una manera de que sepa quiénes fueron sus padres, aunque me cueste lo que me cueste. El padre Antonio asintió. Escriba su historia, doña Catalina, escriba todo. Yo me aseguraré de que ese documento sobreviva, de que algún día ese niño pueda leerlo y conocer la verdad.
A Catalina le permitieron sostenerlo solo unos momentos antes de llevárselo. Le puso nombre Rafael Lucumí Silva Barrios, llevando los apellidos de sus tres padres. Rafael fue entregado a una familia de comerciantes mulatos libres en la Guaira. Le dieron educación, oportunidades y amor. Creció sin saber su verdadera historia hasta los 18 años, cuando el padre Antonio le entregó la carta de su madre y los documentos con toda la verdad. Rafael pasó semanas procesando la información.
La rabia y el dolor se mezclaron con orgullo. Sus padres habían sido hombres de valor. Su madre había desafiado todo por amor. Él era el resultado de algo extraordinario nacido de tragedia. En 1854, Rafael se convirtió en uno de los primeros abogados mulatos de Venezuela.
Dedicó su vida a luchar por la abolición de la esclavitud que llegó ese mismo año. Usó su propia historia como argumento contra la crueldad del sistema esclavista. Catalina vivió hasta 1862, 30 años en el convento. Nunca volvió a ver a su hijo, pero a través de cartas clandestinas que el padre Antonio facilitaba, supo de sus logros y como había honrado la memoria de sus padres. En sus últimos días escribió una última carta.
Hijo mío, llevas en tus venas la sangre de hombres extraordinarios. Domingo era sabio y fuerte. José Gregorio era brillante y noble. Miguel era gentil y creativo. El amor no puede ser pecado. Rafael vive libre, ama sin miedo, pelea por un mundo mejor. Rafael guardó esa carta hasta su muerte en 1889, dejándola junto con todos los documentos a la Biblioteca Nacional de Venezuela para preservarlos para la historia.
Hoy, en lo que fue la Hacienda San Jerónimo, se levanta un monumento, tres estatuas de bronce mirando al horizonte, manos unidas, símbolos de resistencia. dignidad y amor que trascendió todas las barreras. ¿Qué opinas? ¿Fue Catalina heroína o mujer privilegiada? ¿Fueron ellos víctimas o revolucionarios? Déjanos tu opinión en los comentarios.
News
Cuando pregunté la fecha de la boda de mi hijo, mi nuera respondió: «Nos casamos ayer. Era solo para VIP.» Una semana después, me llamó por el alquiler. Yo le dije: «¿No te lo había advertido…?»
Cuando pregunté la fecha de la boda de mi hijo, mi nuera respondió: «Nos casamos ayer. Era solo para VIP.»…
Mi prometido se burló de mí en árabe durante un almuerzo familiar… y yo había vivido ocho años en Dubái.
Las risas en el salón privado del restaurante Damascus Rose tintineaban como cristales. Yo permanecía inmóvil, el tenedor suspendido sobre…
Volví de viaje un día antes… y encontré a mi hija de nueve años sola en casa, de rodillas en la cocina, fregando el suelo con un trapo porque mis suegros pensaban que “necesitaba ser castigada”.
Volver de viaje un día antes solo debería haber sido una bonita sorpresa. Pero aquella noche, al cruzar la puerta…
Fue obligado a casarse con una mujer 30 años mayor — nadie esperaba lo que sucedió después.
El vestido de novia colgaba como un fantasma en la esquina de la habitación, burlándose de todo lo que Boun…
«Estoy demasiado gorda, señor… pero sé cocinar», dijo la joven colona al ranchero gigante.
Era un amanecer silencioso en las llanuras del viejo oeste. El viento soplaba entre los campos secos y los pájaros…
Las 5 familias más INCESTUOSAS de la HISTORIA – De los WHITAKER a los HABSBURGO
Cuáles son los riesgos de la endogamia O el incesto Es verdad que imperios enteros han caído por culpa de…
End of content
No more pages to load






