¿Alguna vez has sentido que alguien te observa a través del retrato de una pared? En la México rural de 1937, Luisa Mendoza acepta un puesto como maestra en un pueblo aislado, sin imaginar que la hacienda donde se hospedará esconde secretos que desafían la naturaleza misma de la vida y la muerte.

Dos niñas gemelas idénticas, un anciano con conocimientos prohibidos y la presencia inquietante de cinco esposas fallecidas.

. El polvo del camino se elevaba tras las ruedas del viejo Ford Negro mientras avanzaba por la carretera solitaria que conectaba Ciudad de México con el pequeño pueblo de San Miguel Atlautla en el estado de Puebla.

Corría el año 1937 y México vivía tiempos de transformación bajo el gobierno de Lázaro Cárdenas. Para Luisa Mendoza, sin embargo, los cambios políticos eran lo último que ocupaba su mente mientras contemplaba el paisaje árido desde la ventanilla del automóvil. “Ya falta poco, señorita”, dijo el chóer. Un hombre de mediana edad con la piel curtida por el sol.

“El pueblo está pasando aquellas colinas.” Luisa asintió en silencio. A sus 23 años, nunca había estado tan lejos de la capital. Graduada recientemente como maestra normalista, había aceptado el puesto en la escuela rural de San Miguel Atlautla por necesidad más que por vocación.

La muerte de su madre hacía apenas tres meses la había dejado sin recursos y el programa cardenista de educación rural ofrecía alojamiento y un salario modesto. El vehículo se detuvo frente a la plaza principal del pueblo. Luisa bajó del automóvil y observó el lugar. Una iglesia colonial de piedra dominaba la plaza, rodeada por casas bajas de adobe con techos de teja roja.

Algunas mujeres vestidas con rebozos. Caminaban con canastos mientras los niños correteaban entre los árboles de la plaza. El silencio del pueblo solo era interrumpido por el canto lejano de los gallos y el ocasional rebuzno de algún burro. “Bienvenida a San Miguel Atlautla, señorita Mendoza”, dijo una voz a sus espaldas.

Al volverse, Luisa se encontró con un hombre de unos 50 años vestido con un traje negro impecable. que contrastaba con su entorno. Su cabello entrecano estaba peinado hacia atrás con brillantina y su bigote fino enmarcaba una sonrisa calculadora. “Soy Octavio Ramírez, presidente municipal”, continuó el hombre mientras le extendía la mano. Esperábamos su llegada. El pueblo necesita desesperadamente a alguien como usted para educar a nuestros niños.

“Gracias por la bienvenida, señor Ramírez.” respondió Luisa, notando algo inquietante en la mirada del hombre. Estoy ansiosa por comenzar mi labor. Su alojamiento está listo. Se quedará en la casa de don Juan Álvarez, uno de nuestros ciudadanos más distinguidos. Es viudo y vive con sus dos nietas, Mercedes y Dolores.

Son gemelas y serán sus alumnas. Octavio hizo una pausa y bajó la voz. Son niñas especiales. Antes de que Luisa pudiera preguntar qué significaba eso, una carreta tirada por un caballo se detuvo junto a ellos. El conductor era un hombre mayor, quizá de unos 70 años, con un rostro que parecía tallado en madera por los años y las penas.

Sus ojos, sin embargo, brillaban con una intensidad perturbadora. Don Juan dijo el presidente municipal, le presento a la señorita Mendoza, nuestra nueva maestra. Juan Álvarez la examinó de arriba a abajo con una mirada que la hizo sentir incómoda, como si estuviera evaluando una mercancía. “Se parece a mi segunda esposa”, murmuró el anciano, “mas para sí mismo que para los demás.

Isabel tenía esa misma gracia al moverse. Un escalofrío recorrió la espalda de Luisa. Suba, señorita”, dijo don Juan señalando la carreta. “La llevaré a mi casa. Está a las afueras del pueblo.” Durante el trayecto, don Juan permaneció en silencio. Luisa notó que se alejaban cada vez más del centro, tomando un camino que ascendía por una colina boscosa.

Tras media hora de viaje, llegaron a una gran hacienda de estilo colonial, rodeada por un alto muro de piedra. Las rejas de la entrada de hierro forjado mostraban intrincados diseños florales que de cerca revelaban pequeñas calaveras ocultas entre los pétalos.

La hacienda era imponente, con corredores amplios y habitaciones que se adivinaban numerosas, pero había algo en ella que transmitía desolación. Las paredes, aunque bien mantenidas, tenían ese tono amarillento que solo otorgan los años de soledad. En el jardín rosas rojas crecían en abundancia, demasiado perfectas para el entorno sombrío. “Las niñas están esperando”, dijo don Juan mientras ayudaba a Luisa a bajar de la carreta.

“Les he hablado mucho de usted, pero sí apenas supo de mi llegada hoy”, respondió Luisa confundida. Don Juan sonrió enigmáticamente. “Yo siempre sé quién viene a mi casa, señorita Mendoza. Siempre. El interior de la hacienda era un museo de épocas pasadas, muebles de maderas preciosas, tapices importados de Europa y retratos al óleo de mujeres hermosas en las paredes.

Luisa contó cinco retratos diferentes, todos de mujeres jóvenes con expresiones melancólicas. Mis esposas, explicó don Juan notando su interés. Todas fallecidas, lamentablemente. Lo siento mucho, murmuró Luisa. El destino es cruel con quienes me aman”, continuó el anciano. La primera Carmela, murió en 1897 de fiebres. La segunda, Isabel, en 1905 se cayó de las escaleras.

La tercera Lucía en 1913 durante la revolución, una bala perdida. La cuarta Magdalena en 1921 se ahogó en el estanque y la quinta Constanza, la madre de las niñas, murió en el parto en 1927. Luisa sintió un nudo en la garganta, cinco esposas, todas muertas en circunstancias trágicas. “Y allí están mis pequeñas”, dijo don Juan señalando hacia la escalera principal.

Dos niñas idénticas de unos 10 años estaban de pie una junto a la otra. con vestidos blancos inmaculados y largos cabellos negros peinados con cintas rojas. Sus rostros pálidos y perfectos parecían dos máscaras de porcelana y sus ojos negros observaban a Luisa con una intensidad impropia de su edad.

“Buenos días, señorita Mendoza”, dijeron al unísono con voces tan similares que era imposible distinguirlas. Bienvenida a nuestra casa. Mercedes Dolores. Vengan a saludar como es debido”, ordenó don Juan. Las niñas bajaron la escalera con movimientos idénticos, como si fueran controladas por la misma mente. Al acercarse, Luisa notó que sus ojos no reflejaban ninguna emoción infantil, ni curiosidad, ni timidez, ni alegría, solo una mirada fija e inquisitiva.

“Esta es Mercedes”, dijo don Juan, colocando su mano sobre el hombro de una de ellas. Y esta es Dolores son el tesoro que me dejó mi querida Constanza. Encantada de conocerlas, dijo Luisa, esforzándose por sonreír. Seré su maestra a partir de mañana.

¿Nos enseñará a ser como usted?, le preguntó una de ellas, Mercedes o Dolores. Luisa no estaba segura. Les enseñaré a leer, escribir, matemáticas, historia. No, interrumpió la otra niña. Queremos aprender a ser como usted, como eran las esposas del abuelo. Don Juan rió entre dientes. Las niñas tienen ideas muy particulares, señorita. No les haga caso.

Juana le mostrará su habitación. La cena se sirve a las 7 en punto. Una mujer indígena de edad avanzada apareció de la nada y con un gesto silencioso indicó a Luisa que la siguiera. Mientras subían las escaleras, Luisa sintió las miradas de las gemelas clavadas en su espalda.

La habitación asignada a Luisa era amplia y estaba dominada por una cama con dosel. Los muebles, aunque antiguos, eran de calidad excepcional. Sobre la cómoda había un retrato pequeño de una mujer joven que guardaba un notable parecido con Luisa. ¿Quién es ella? Preguntó a Juana señalando el retrato. La señora Isabel, la segunda esposa, respondió la criada en voz baja.

Don Juan dice que usted se le parece. Juana dejó a Luisa sola con sus pensamientos. La joven maestra desempacó sus escasas pertenencias y se acercó a la ventana. Desde allí se veía un jardín trasero con un estanque y más allá un pequeño cementerio familiar. Seis lápidas se alineaban bajo un sauce llorón, cinco grandes y una pequeña, cinco esposas y un hijo murmuró para sí misma. La tarde transcurrió lentamente.

Luisa intentó familiarizarse con la hacienda, pero cada habitación que visitaba parecía contener nuevos retratos de las esposas fallecidas, objetos personales conservados como reliquias y un aire de pérdida perpetua. En una de las salas encontró un piano antiguo. Al acercarse notó que sobre él había partituras amarillentas. Nocturno para Isabel.

Rezaba el título de una de ellas escrita a mano. La señora Isabel tocaba cada noche. Dijo una voz infantil a sus espaldas sobresaltándola. Una de las gemelas estaba en la puerta observándola. ¿Eres Mercedes o Dolores?, preguntó Luisa. La niña sonrió ligeramente. Soy la que usted prefiera que sea, señorita. Luisa frunció el ceño desconcertada. Eso no es una respuesta.

Es la única que podemos dar”, dijo la niña acercándose al piano. Sus dedos acariciaron las teclas sin presionarlas. El abuelo nos llama como quiere cada día. A veces soy Mercedes, a veces soy Dolores, depende de su humor, pero eso es confuso. Ustedes no saben quién es quién. La niña la miró con aquellos ojos vacíos de emoción.

Sabemos que somos las nietas de don Juan. Eso es suficiente. Antes de que Luisa pudiera responder, sonó una campana. Es hora de la cena, anunció la niña y salió de la habitación con pasos silenciosos. La cena fue servida en un comedor imponente bajo la luz temblorosa de candelabros de plata.

Don Juan presidía la mesa con las gemelas sentadas a su derecha y Luisa a su izquierda. La comida era abundante y refinada, pero el silencio que reinaba resultaba opresivo. “Mañana empezarán las clases”, dijo finalmente don Juan. “He habilitado una de las salas como aula. Las niñas son muy inteligentes, aprenden rápido. ¿Solo les daré clase a ellas?”, preguntó Luisa. “Creí que vendría todo el pueblo.

” Don Juan la miró fijamente. “Mis nietas son especiales, señorita. No se mezclan con los demás niños. Usted se ocupará exclusivamente de ellas. Pero el programa del gobierno, el gobierno está muy lejos, señorita Mendoza”, interrumpió don Juan con voz severa. “Aquí las cosas se hacen como yo digo. El presidente municipal lo entiende perfectamente.

” Luisa bajó la mirada hacia su plato. Había algo profundamente perturbador en toda esta situación, pero no podía permitirse perder este trabajo. Como usted diga, don Juan. Las gemelas intercambiaron una mirada y sonrieron idénticamente. “¿Sabe por qué la eligieron a usted, señorita?”, preguntó una de ellas. “Por mi formación como maestra, supongo.

” “¿No?”, respondió la otra gemela. “La eligieron porque se parece a la abuela Isabel. El abuelo siempre elige a maestras que se parecen a sus esposas. ¿Hubo otras maestras antes que yo?”, preguntó Luisa, sintiendo que el estómago se le encogía. Don Juan golpeó la mesa con la palma de su mano. Suficiente. Las niñas deben retirarse a dormir.

Mañana comienzan temprano las lecciones. Las gemelas se levantaron al unísono, hicieron una pequeña reverencia y salieron del comedor con aquella sincronización inquietante. “No haga caso de sus historias, señorita”, dijo don Juan cuando quedaron solos. Las niñas tienen mucha imaginación, demasiada, diría yo.

¿Cuántos años tienen exactamente?, preguntó Luisa. 10, respondió él sec. Nacieron en 1927, el mismo día que murió su madre. “Debe haber sido muy duro para usted”, comentó Luisa intentando mostrar empatía. Los ojos de don Juan se oscurecieron. Constanza era hermosa, pero débil. No estaba destinada a durar. Ninguna de ellas lo estaba. Luisa sintió un escalofrío.

La manera en que hablaba de su difunta esposa era desprovista de cualquier emoción genuina. “Si me disculpa, estoy cansada por el viaje”, dijo Luisa levantándose. “Me gustaría retirarme a mi habitación.” Don Juan asintió. “Por supuesto que descanse, señorita Mendoza. Mañana será un día importante. Esa noche Luisa no pudo dormir. La cama, aunque cómoda, parecía demasiado grande, demasiado ajena.

El retrato de Isabel la observaba desde la cómoda con ojos melancólicos. En algún momento de la madrugada, Luisa creyó escuchar el sonido del piano en la planta baja, interpretando una melodía triste y lenta. Se incorporó prestando atención. Sí, alguien estaba tocando el nocturno que había visto sobre el piano. Salió de la cama y se acercó a la puerta.

Al abrirla, la música se hizo más clara. tomó una vela de su mesita de noche y salió al pasillo. La hacienda estaba sumida en la oscuridad, apenas iluminada por la luz de la luna que entraba por los ventanales. Siguió el sonido hasta la sala del piano. La puerta estaba entreabierta y por la rendija se filtraba un débil resplandor. Luisa se asomó con cautela.

Sentada al piano había una mujer de espaldas vestida con un camisón blanco antiguo. Su largo cabello negro caía como una cascada hasta la cintura. Sus dedos se deslizaban por las teclas con maestría, arrancando al instrumento aquella melodía hipnótica. “Juana”, susurró Luisa. La música se detuvo abruptamente. La mujer giró la cabeza lentamente, pero antes de que Luisa pudiera ver su rostro, sintió una mano sobre su hombro.

No debería estar aquí, señorita”, dijo Juana a su lado. “Algunas habitaciones de la hacienda no son para los vivos después de la medianoche.” Luisa ahogó un grito. Cuando volvió a mirar dentro de la sala, el piano estaba vacío. “Vuelva a su habitación”, insistió Juana, “y no salga hasta que amanezca por su propio bien.

” Temblando, Luisa regresó a su cuarto, cerró la puerta con llave y se metió en la cama, cubriéndose completamente con las mantas, como si fuera una niña asustada. Hasta que los primeros rayos del sol se filtraron por la ventana, no cerró los ojos.

La mañana llegó con el canto de los gallos y el aroma del café recién hecho. Luisa se levantó exhausta después de apenas haber dormido un par de horas. El recuerdo de la noche anterior la perseguía. ¿Había sido real aquella mujer al piano? ¿O solo un sueño provocado por la atmósfera opresiva de la hacienda? Se vistió con su sobrio traje de maestra y bajó al comedor, donde las gemelas ya estaban desayunando en silencio. No había señales de don Juan.

“Buenos días, niñas”, saludó Luisa intentando sonar animada. Buenos días, señorita Mendoza”, respondieron al unísono sin levantar la mirada de sus platos. Luisa se sentó y Juana le sirvió café y pan dulce. La criada parecía evitar su mirada, como si temiera que Luisa mencionara lo ocurrido durante la noche.

“El abuelo ha salido al pueblo”, dijo una de las gemelas. “Volverá esta noche.” “Entiendo,”, respondió Luisa. Después del desayuno comenzaremos con las clases. ¿Podrían mostrarme el aula que ha preparado su abuelo? Las niñas asintieron y cuando terminaron de comer, la condujeron a través de un largo pasillo hasta una habitación en la parte posterior de la hacienda.

El aula improvisada era amplia y luminosa, con dos pupitres frente a un escritorio de madera maciza. En las paredes había mapas de México y del mundo, además de un pizarrón negro. ¿Qué les enseñaba su anterior maestro?, preguntó Luisa mientras organizaba sus materiales. Las gemelas intercambiaron una mirada enigmática.

La señorita Amelia nos enseñaba a ser damas, respondió una de ellas. nos enseñaba a caminar, a hablar correctamente, a tocar el piano y matemáticas, historia, ciencias naturales, insistió Luisa. Un poco, dijo la otra gemela, pero el abuelo dice que eso no es tan importante para nosotras. Luisa frunció el seño. Bueno, conmigo aprenderán todas las materias.

La educación es la llave que abre todas las puertas, incluso la puerta de la muerte, preguntó una de las niñas con tono inocente. Luisa se quedó paralizada. ¿Qué dijiste? Nada, señorita, respondió la niña bajando la mirada. La mañana transcurrió con lecciones básicas. Luisa descubrió que las gemelas, aunque habían recibido una educación desigual, eran extraordinariamente inteligentes. Aprendían con rapidez. y tenían una memoria prodigiosa.

Sin embargo, su comportamiento seguía siendo inquietante. Hablaban poco, se movían con aquella sincronización perfecta y a menudo se comunicaban entre ellas con miradas o gestos imperceptibles. Durante el recreo, Luisa decidió explorar un poco más la hacienda a la luz del día. Los pasillos y habitaciones que de noche resultaban amenazantes, ahora parecían simplemente antiguos y melancólicos.

Encontró una biblioteca con estanterías hasta el techo, repletas de libros en español, francés e inglés. En un rincón había una colección de diarios encuadernados en cuero. Curiosa, tomó uno de ellos y lo abrió. Era el diario de Magdalena, la cuarta esposa de don Juan. La primera entrada databa de 1918. Hoy he llegado a la Hacienda Álvarez como esposa de don Juan.

Todo es tan hermoso como me lo había descrito en sus cartas, aunque hay una tristeza que impregna las paredes. Los retratos de sus anteriores esposas me observan desde todas las habitaciones como si quisieran advertirme de algo. Luisa pasó algunas páginas llegando a una entrada de 1920. Las pesadillas continúan.

Cada noche sueño con mujeres ahogándose, cayendo por escaleras. Ardiendo en fiebre. Don Juan dice que son solo sueños provocados por las historias de sus anteriores matrimonios, pero yo siento que hay algo más. A veces, cuando estoy sola en la casa, escucho pasos en el pasillo, risas femeninas en habitaciones vacías. Ayer encontré un mechón de cabello negro en mi cepillo, pero mi pelo es rubio.

La última entrada estaba fechada en marzo de 1921. Ya sé lo que ocurre en esta casa. He encontrado los documentos en el despacho de Juan. Todo está claro ahora. Debo huir antes de que sea demasiado tarde. Si alguien encuentra este diario algún día, por favor avise a las autor. La entrada terminaba abruptamente, como si Magdalena hubiera sido interrumpida mientras escribía.

Luisa cerró el diario con manos temblorosas y lo devolvió a su lugar. Tomó otro, perteneciente a Constanza. La última esposa y madre de las gemelas. Octubre de 1926. Mi embarazo avanza bien, aunque me siento débil constantemente. Juan está obsesionado con el bebé. Dice que será niña. Habla de ello con tanta certeza que a veces me asusta.

Anoche lo escuché en su laboratorio hablando solo, mencionando nombres de mujeres. Carmela, Isabel, Lucía, Magdalena, sus esposas muertas. dijo algo sobre el ciclo que debe continuar y la sangre que alimenta la tierra. No entiendo qué significa, pero me aterra. Diciembre de 1926. El médico ha venido hoy. Dice que llevo gemelas, pero Juan se ha enfurecido al saberlo.

Gritó que solo debía ser una niña, no dos. No comprendo su reacción. Esta noche ha encerrado al médico en su laboratorio durante horas. Cuando el hombre se ha marchado, parecía confundido, como si no recordara lo ocurrido. Juan me ha prohibido ver a más médicos. Dice que él mismo atenderá mi parto cuando llegue el momento.

El sonido de pasos en el pasillo alertó a Luisa, quien rápidamente devolvió el diario a su lugar. Se giró justo cuando Juana entraba en la biblioteca. Las niñas la están esperando para continuar con las lecciones, señorita dijo la criada. Juana. comenzó Luisa decidida a obtener respuestas.

¿Qué le pasó realmente a la señora Magdalena y a la señora Constanza? El rostro de la mujer se endureció. ¿No debería hacer esas preguntas, señorita? ¿No es seguro. ¿Qué no es seguro? ¿De qué tiene miedo todo el mundo en esta casa? Juana miró nerviosamente hacia la puerta antes de responder en voz baja, “De don Juan, de lo que hace en su laboratorio, de las niñas. Las niñas son solo unas criaturas.” Juana negó con la cabeza. No son como las demás niñas, señorita.

Nacieron de forma extraña. ¿Qué quieres decir? Pero Juana se limitó a decir, “Las paredes oyen, señorita, y los muertos no siempre descansan en esta casa.” La tarde continuó con las clases. Luisa intentó concentrarse en la enseñanza, pero su mente no dejaba de volver a los diarios y a las palabras crípticas de Juana.

Observando a las gemelas, intentaba encontrar algo que explicara el miedo que inspiraban. eran extrañas, sí, con esa coordinación perfecta y esa mirada vacía, pero seguían siendo niñas. Durante la lección de historia, Luisa les habló sobre la revolución mexicana. Mencionó a Pancho Villa y Emiliano Zapata, explicando cómo lucharon por los derechos de los campesinos.

“La abuela Lucía murió durante la revolución”, comentó una de las gemelas. Sí, eso me contó su abuelo, respondió Luisa. Dijo que fue una bala perdida. No fue una bala, dijo la otra gemela. El abuelo la ahogó en el estanque porque quería escapar con un revolucionario. Luis asintió que se le helaba la sangre.

¿Qué has dicho? Es lo que dice la abuela Lucía cuando nos visita por las noches. Continuó la niña con naturalidad. Dice que intentó huir, pero el abuelo la encontró y la sostuvo bajo el agua hasta que dejó de moverse. “Niñas, eso es una acusación muy grave”, dijo Luisa, intentando mantener la calma. No deberían inventar historias así sobre su abuelo. “No las inventamos”, respondieron ambas a la vez. “Las abuelas nos las cuentan.

Las abuelas.” Luisa sintió un escalofrío recorrerle la espalda. “Todas nos visitan”, explicó una de ellas. Carmela, Isabel, Lucía, Magdalena y nuestra madre Constanza nos enseñan cosas que no están en los libros y nos advierten sobre el abuelo, añadió la otra, “sebre lo que hará cuando seamos mayores.” Luisa cerró el libro de historia con manos temblorosas.

Creo que es suficiente por hoy. Pueden ir a jugar al jardín mientras preparo la lección de mañana. Las gemelas se levantaron simultáneamente y caminaron hacia la puerta. Una de ellas se detuvo y miró a Luisa por encima del hombro. La abuela Isabel dice que usted toca el piano como ella.

dice que quiere escucharla tocar su nocturno esta noche. Cuando las niñas se marcharon, Luisa se dejó caer en su silla tratando de procesar lo que acababa de escuchar. Eran simplemente historias macabras inventadas por unas niñas con demasiada imaginación o había algo más oscuro ocurriendo en la hacienda Álvarez.

El sol comenzaba a ponerse cuando Luisa decidió investigar más a fondo. Aprovechando la ausencia de don Juan y que las gemelas jugaban en el jardín, se dirigió hacia una zona de la hacienda que aún no había explorado. Según lo que había escuchado, don Juan tenía un laboratorio donde realizaba experimentos desconocidos.

Después de recorrer varios pasillos, encontró una puerta cerrada con llave al final de un corredor poco iluminado. A diferencia de las demás puertas de madera de la hacienda, esta era de metal con un pequeño ventanillo cubierto por una rejilla. Luisa intentó mirar por la rejilla, pero el interior estaba oscuro. Justo cuando iba a alejarse, escuchó un débil sonido proveniente del otro lado. Parecía el llanto de un bebé.

¿Hay alguien ahí?”, susurró Luisa presionando el oído contra la puerta. El llanto se detuvo abruptamente, reemplazado por un silencio absoluto. “Señorita Mendoza.” La voz de Juana sonó a sus espaldas sobresaltándola. “No debería estar aquí. Esta área está prohibida. ¿Qué hay detrás de esta puerta, Juana?”, preguntó Luisa, decidida a obtener respuestas.

Escuché un llanto. El rostro de la criada palideció. Son los vientos que soplan por las rendijas, nada más. Venga conmigo. La cena estará lista pronto. No me mientas, Juana, insistió Luisa. ¿Qué está pasando en esta casa? ¿Qué les ocurrió realmente a las esposas de don Juan? ¿Y quién era la sexta tumba en el cementerio familiar, la más pequeña? Juana miró nerviosamente a su alrededor antes de responder en voz muy baja. El hijo de don Juan Antonio.

Nació en 1886 fruto de su primer matrimonio con Carmela. Murió a los 12 años de una enfermedad extraña. Después de su muerte, don Juan cambió. Se obsesionó con tener una hija, pero solo una. Decía que una mujer era más fácil de controlar, de moldear. ¿Y qué tiene que ver eso con las gemelas? ¿Con las esposas muertas? No, aquí, susurró Juana. Esta noche, cuando todos duerman, venga a la cocina. Le contaré lo que sé.

La cena transcurrió en un silencio tenso. Don Juan había regresado del pueblo y parecía de mal humor. Las gemelas comían sin hablar, con la mirada fija en sus platos. “¿Cómo fueron las primeras lecciones, señorita Mendoza?”, preguntó finalmente D. Juan, muy bien, respondió Luisa, evitando su mirada. Las niñas son muy inteligentes.

Por supuesto que lo son, dijo él con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. Tienen una herencia muy especial. Mañana me gustaría llevarlas al pueblo propuso Luisa, observando cuidadosamente su reacción, para que conozcan la escuela oficial y se relacionen con otros niños. La expresión de don Juan se endureció. Imposible.

Mis nietas no pueden abandonar la hacienda. Son demasiado frágiles para el mundo exterior. Pero el contacto con otros niños es fundamental para su desarrollo emocional y social. No me interesa su desarrollo emocional, señorita, espetó don Juan. Me interesa su educación académica, para eso fue contratada. Las gemelas observaban el intercambio con rostros inexpresivos, aunque Luisa creyó detectar un destello de miedo en sus ojos.

Como usted diga, don Juan”, cedió Luisa, comprendiendo que era inútil insistir. Después de la cena, todos se retiraron a sus habitaciones. Luisa esperó hasta que la casa quedó en silencio antes de aventurarse a salir. El reloj del pasillo marcaba la medianoche cuando se deslizó silenciosamente hacia la cocina. Juana la esperaba sentada junto al fogón, donde las brasas moribundas proyectaban sombras danzantes en las paredes. La anciana le indicó que se sentara frente a ella.

“Lo que voy a contarle, señorita, no debe repetirlo jamás”, comenzó Juana con voz temblorosa. “He servido en esta casa desde que don Juan era joven y he visto cosas que ningún ser humano debería presenciar.” Luisa asintió. preparándose para lo peor. Después de la muerte de su hijo Antonio, don Juan cambió.

Se dedicó a estudiar libros prohibidos, textos antiguos sobre alquimia y ciencias oscuras. Viajó a Europa y trajo consigo conocimientos que ningún cristiano debería poseer. Su obsesión era una, vencer a la muerte. Vencer a la muerte. ¿Cómo? Buscaba la forma de transferir la esencia vital de una persona a otra. Creía que cada ser humano posee una chispa de vida que puede ser extraída y preservada.

Experimentaba con animales al principio, pero pronto necesitó sujetos humanos. Luisa sintió náuseas al comprender las implicaciones. Sus esposas. Juana asintió gravemente, las elegía cuidadosamente, mujeres jóvenes, saludables, con características específicas que él admiraba. Carmela por su voz, Isabel por su talento musical, Lucía por su inteligencia, Magdalena por su belleza y Constanza, la madre de las gemelas. Ella era especial.

Don Juan la seleccionó porque creía que era fértil y fuerte. La necesitaba para su experimento final, crear vida nueva que contuviera la esencia de las anteriores. No entiendo. Durante el embarazo de Constanza, don Juan le administraba brevajes preparados con ingredientes que prefiero no mencionar. La mantenía en trance durante horas mientras realizaba rituales en su laboratorio.

Cuando llegó el parto, nadie más que él estuvo presente. Constanza murió dando a luz, pero no a gemelas. ¿Qué? Luisa se inclinó hacia delante confundida. Constanza dio a luz a una niña muerta, susurró Juana. Lo que ocurrió después, lo sé porque estaba escondida observando.

Don Juan llevó el cuerpo de la bebé a su laboratorio junto con el cadáver de Constanza. Pasó tres días encerrado allí sin comer ni dormir. Cuando salió, llevaba a dos niñas idénticas en brazos, vivas y perfectas. Eso es imposible”, murmuró Luisa, aunque un escalofrío recorrió su cuerpo. “En esta hacienda, señorita, lo imposible ocurre a diario. Las gemelas no son niñas normales, son recipientes, vasijas que contienen fragmentos de las almas de las esposas muertas de don Juan. Por eso actúan como lo hacen.

Por eso saben cosas que ningún niño debería saber. Pero, ¿para qué? ¿Cuál es el propósito de todo esto? Los ojos de Juana reflejaron un terror antiguo y profundo. Don Juan espera que las niñas crezcan. Cuando alcancen la edad adecuada, completará el ritual. Transferirá todas las esencias a un solo cuerpo, creando a la esposa perfecta, una amalgama de todas las cualidades que admiraba en sus anteriores mujeres.

Una esposa que, según él, nunca morirá. Luisa se cubrió la boca con la mano horrorizada. ¿Y qué pasará con una de las gemelas? Una será el recipiente final, la otra será sacrificada para completar el ritual. Va, tenemos que sacar a esas niñas de aquí”, dijo Luisa, poniéndose de pie. “Debemos denunciar esto a las autoridades.

” Juana negó con la cabeza tristemente, “¿A quién? ¿Al presidente municipal que está en el bolsillo de don Juan, a la policía local que le teme? A la Iglesia que lo considera un benefactor por sus generosas donaciones, nadie en el pueblo se atreverá a enfrentarse a él. Entonces nos iremos esta misma noche. Llevaré a las niñas a Ciudad de México, donde estarán seguras.

No es tan simple, señorita. Las niñas, ellas no pueden alejarse mucho de la hacienda. están vinculadas a este lugar por el ritual que les dio vida y además cree que irían con usted voluntariamente. No saben otra cosa que esta existencia. Para ellas todo esto es normal. Luisa se dejó caer nuevamente en la silla, abrumada por la magnitud del horror que acababa de descubrir. “Debe haber algo que podamos hacer.

Hay una forma”, dijo Juana tras una larga pausa, “pero es peligrosa y requiere valor. Dímela. Don Juan guarda sus diarios de experimentación en una caja fuerte detrás del retrato de su hijo en el despacho. Si pudiéramos obtener esos documentos y enviarlos a alguien de confianza en la capital, alguien con poder suficiente para intervenir, ¿conoces la combinación de la caja fuerte? No, pero sé que está relacionada con fechas importantes para él, probablemente las fechas de muerte de sus esposas. Luisa asintió decidida.

Mañana, mientras don Juan esté en el pueblo, intentaré abrirla. Tengo un primo que trabaja en el Ministerio de Educación. Le enviaré los documentos a él. Tenga cuidado, señorita, advirtió Juana. Don Juan tiene formas de saber lo que ocurre en esta casa, incluso cuando no está presente.

¿Qué quieres decir? Las paredes oyen, los muebles ven y los muertos hablan. Nada escapa a su conocimiento. Con estas crípticas palabras, Juana dio por terminada la conversación y se retiró a su habitación. Luisa regresó a su cuarto, incapaz de dormir, mientras su mente procesaba todo lo que había escuchado. Si lo que Juana había dicho era cierto, estaba atrapada en una casa de horrores inimaginables.

A medida que la noche avanzaba, Luisa comenzó a escuchar sonidos extraños, pasos en el pasillo, susurros femeninos y el lejano llanto de un bebé. Se cubrió los oídos con la almohada, intentando bloquear los ruidos, pero estos parecían provenir de dentro de su propia cabeza. En algún momento el agotamiento la venció y cayó en un sueño intranquilo.

En sus pesadillas, cinco mujeres con los rostros de los retratos la rodeaban, susurrándole advertencias que no lograba comprender. Y detrás de ellas, observando con ojos hambrientos, estaba don Juan, sosteniendo a dos niñas idénticas de las manos, como marionetas, cuyos hilos controlaba con maestría siniestra. El amanecer trajo consigo un cielo gris y amenazante.

Nubes oscuras se acumulaban sobre la hacienda, presagiando una tormenta. Luisa se despertó sobresaltada por un trueno lejano. Por un momento, desorientada, no recordó dónde estaba. Luego, como una avalancha, los recuerdos de la noche anterior regresaron a su mente. Se vistió rápidamente y bajó al comedor, donde Juana servía el desayuno a las gemelas. No había rastro de don Juan.

Buenos días, señorita Mendoza”, saludaron las niñas al unísono. Hoy vestían idénticos vestidos azul marino con cuellos blancos almidonados y sus largas trenzas negras estaban adornadas con cintas del mismo color. “Buenos días, niñas”, respondió Luisa, intentando que su voz sonara normal. “¿Dónde está su abuelo?” “Salió temprano”, dijo una de ellas.

dijo que tiene asuntos que atender en el pueblo y no volverá hasta la noche. Luisa intercambió una mirada significativa con Juana. Era su oportunidad de buscar los documentos. “Hoy estudiaremos en la biblioteca”, anunció Luisa. “Quiero que conozcan los grandes escritores de nuestra literatura.

” Después del desayuno, condujo a las gemelas a la biblioteca y les asignó la lectura de algunos poemas de Sorana Inés de la Cruz. Mientras las niñas leían en silencio, Luisa observaba sus rostros idénticos, preguntándose qué secretos ocultaban tras esos ojos vacíos de emoción. Era posible que realmente contuvieran fragmentos de las almas de las esposas muertas de don Juan. La idea era tan aberrante, tan contraria a todo lo que Luisa consideraba posible, que su mente racional se resistía a aceptarla.

Y sin embargo, había algo en el comportamiento de las gemelas, en su conocimiento de cosas que no deberían saber, en su extraña sincronización que hacía que incluso lo imposible pareciera plausible en aquel lugar maldito. “¿Podemos ir al jardín a leer, señorita?”, preguntó una de las gemelas interrumpiendo sus pensamientos. “Nos gusta sentarnos bajo el sauce junto a las tumbas de las abuelas.

” Por supuesto, respondió Luisa, viendo allí su oportunidad. Las acompañaré hasta allí y luego volveré a preparar la siguiente lección. No se alejen demasiado. ¿De acuerdo? Las gemelas asintieron y salieron de la biblioteca con sus libros en las manos, moviéndose como siempre en perfecta armonía. Luisa la siguió hasta el jardín trasero y las vio acomodarse bajo el sauce que sombreaba el pequeño cementerio familiar.

La imagen de las dos niñas sentadas entre las tumbas, con sus vestidos idénticos y sus rostros pálidos, tenía algo de profundamente perturbador. Una vez segura de que las niñas estaban absortas en su lectura, Luisa regresó a la casa. se dirigió rápidamente al despacho de don Juan, una habitación que aún no había visitado.

La puerta estaba cerrada, pero no con llave. Al abrirla, se encontró en una estancia oscura y solemne, dominada por un enorme escritorio de caoba y estanterías repletas de libros antiguos. El aire olía a tabaco, cuero viejo y un extraño aroma metálico que Luisa no pudo identificar.

En la pared principal, sobre una chimenea de piedra, colgaba el retrato de un niño de unos 12 años. El parecido con don Juan era evidente. Los mismos ojos penetrantes, el mismo mentón fuerte. Debía ser Antonio, el hijo fallecido. Luisa se acercó al retrato. Tal como Juana le había indicado, este estaba montado sobre bisagras ocultas que permitían moverlo para revelar una caja fuerte empotrada en la pared.

La combinación, había dicho Juana, probablemente estaría relacionada con las fechas de muerte de las esposas. Luisa intentó recordar lo que había leído en los diarios. Carmela había muerto en 1897, Isabel en 1905, Lucía en 1913, Magdalena en 1921 y Constanza en 1927. probó diferentes combinaciones, primero los años, luego el día y mes de cada muerte que había anotado mentalmente e incluso intentó con la edad que tenían al morir. Tras varios intentos fallidos, Luisa comenzó a desesperarse.

El tiempo corría y en cualquier momento las gemelas podrían regresar, o peor aún, don Juan podría volver inesperadamente. Fue entonces cuando notó algo en el marco del retrato, una serie de pequeños símbolos tallados en la madera, casi invisibles a simple vista.

Eran cinco símbolos distintos, cada uno seguido por dos números. Comprendiendo que podría tratarse de una pista, Luis aprobó una nueva combinación 1805 13 27. Los últimos dígitos de cada año de muerte. Con un chasquido satisfactorio, la caja fuerte se abrió. En el interior había varios cuadernos encuadernados en cuero negro, similar a los diarios de las esposas, pero con una apariencia mucho más siniestra.

También había frascos de cristal que contenían líquidos de colores extraños, algunos mechones de cabello atados con cintas y lo que parecían ser pequeños huesos. Luisa tomó uno de los cuadernos, el que parecía más reciente, y lo abrió con manos temblorosas. Las páginas estaban llenas de una escritura apretada y frenética, diagramas incomprensibles, fórmulas químicas y símbolos que parecían pertenecer a algún idioma arcano.

Algunas páginas tenían manchas marrones que Luisa sospechó con horror podrían ser sangre. Pasando las páginas rápidamente, Luisa encontró una sección titulada El experimento final, las gemelas. comenzó a leer y lo que descubrió confirmó los peores temores que Juana le había transmitido. Primero de mayo de 1927, el experimento ha sido un éxito parcial. La niña nació muerta como esperaba, un recipiente vacío perfectamente formado para recibir las esencias.

El sacrificio de Constanza proporcionó la energía necesaria para el ritual. Utilizando las esencias extraídas de mis anteriores esposas, logré animar el cuerpo inerte. Sin embargo, algo inesperado ocurrió durante el proceso. La esencia se dividió, creando dos entidades idénticas en lugar de una. Esto representa un contratiempo, pero también una oportunidad.

Las dos criaturas parecen compartir fragmentos de las almas de Carmela, Isabel, Lucía, Magdalena y Constanza, como si sus esencias se hubieran entrelazado y luego dividido. He decidido llamarlas Mercedes y Dolores, aunque en realidad no importa cuál es cuál. Son dos mitades de un todo que eventualmente se reunirá. 10 de junio de 1927. Las niñas crecen normalmente, pero muestran comportamientos peculiares.

Se mueven en perfecta sincronización, como si compartieran una sola mente. A veces las escucho hablando en las voces de mis difuntas esposas. Carmela canta a través de ellas. Isabel toca el piano sin haber recibido lecciones. Lucía recita poesía que nunca les he enseñado. Es fascinante y perturbador a la vez.

Luisa saltó a una entrada más reciente de apenas unos meses atrás, marzo de 1937. Las gemelas cumplen 10 años en mayo. El desarrollo procede según lo planeado. Pronto será tiempo de comenzar la segunda fase. He contratado a una nueva maestra para su educación, una mujer joven que guarda un notable parecido con Isabel.

Será útil para los rituales preparatorios. Las niñas necesitan aprender a comportarse como mujeres adultas antes de la reunificación. El ritual final deberá realizarse cuando alcancen la madurez física, en aproximadamente 6 años. Durante la luna llena de mayo de 1943, cuando cumplan 16 años, realizaré la ceremonia que unificará las esencias fragmentadas en un solo cuerpo.

Una de las gemelas será el recipiente, la otra el sacrificio final. La que sobreviva contendrá las almas de todas mis esposas, sus talentos, sus bellezas, sus virtudes. Será la compañera perfecta, inmortal mientras yo viva. Pues su existencia estará ligada a la mía por el ritual. Con ella, a mi lado, finalmente habré vencido a la muerte. Luisa cerró el cuaderno sintiendo náuseas.

La magnitud de la perversión de don Juan superaba todo lo imaginable. no solo había asesinado a sus esposas, sino que había utilizado alguna clase de magia negra o ciencia prohibida para extraer sus esencias y crear a las gemelas, con la intención de eventualmente sacrificar a una de ellas para crear una esposa perfecta. Y ella, Luisa, formaba parte de ese plan macabro.

había sido seleccionada por su parecido con Isabel como una especie de sustituta temporal hasta que las gemelas estuvieran listas. Con manos temblorosas, Luisa tomó los cuadernos más relevantes y los guardó en su bolso. Cerró la caja fuerte y volvió a colocar el retrato en su posición original.

tenía que enviar estos documentos a su primo en Ciudad de México de inmediato y luego encontrar una forma de sacar a las gemelas de la hacienda. A pesar de lo que Juana había dicho sobre su vinculación con el lugar, justo cuando se disponía a salir del despacho, escuchó un ruido en el pasillo. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. Pasos lentos y pesados se acercaban.

Habría regresado don Juan antes de lo previsto. Mirando desesperadamente a su alrededor, Luisa vio una puerta en la parte posterior del despacho. Sin pensarlo dos veces, se dirigió hacia ella y la abrió, encontrándose con una pequeña habitación de almacenamiento. Se deslizó dentro y cerró la puerta, dejándola ligeramente entreabierta para poder ver lo que ocurría.

A través de la rendija observó como la puerta del despacho se abría lentamente. Para su sorpresa, no era don Juan quien entró, sino las gemelas. Se movían con aquella inquietante sincronización, como si fueran una sola persona en dos cuerpos. “Sabemos que está aquí, señorita Mendoza”, dijo una de ellas con voz cantarina. “Podemos olerla.” Luisa contuvo el aliento, paralizada por el miedo.

No debe tomar las cosas del abuelo, continuó la otra gemela. Se enfadará mucho y cuando el abuelo se enfada, ocurren cosas malas, añadió la primera. Las gemelas comenzaron a recorrer el despacho, mirando detrás de los muebles bajo el escritorio. Sus movimientos eran metódicos, como los de pequeños depredadores acechando a su presa.

“Las abuelas le advirtieron que no lo hiciera”, dijo una de ellas. “Pero usted no quiso escuchar. Ahora tendrá que quedarse con nosotras”, dijo la otra. “Como la señorita Amelia”. Amelia”, susurró Luisa involuntariamente. “La maestra anterior, las gemelas se detuvieron y giraron sus cabezas al unísono hacia la puerta del almacén.

“Ahí está”, dijeron a la vez con una sonrisa idéntica que no alcanzaba sus ojos. Antes de que Luisa pudiera reaccionar, la puerta se abrió completamente, revelando su escondite. Las gemelas la miraban fijamente con aquellos ojos vacíos. ¿Qué le pasó a la señorita Amelia?, preguntó Luisa, comprendiendo que era inútil seguir ocultándose. Está con nosotras, respondió una de las gemelas.

Dentro de nosotras. El abuelo la sacrificó para fortalecer nuestras esencias, explicó la otra con naturalidad, como si hablara del clima. Su sangre nos hizo más fuertes. Luisa retrocedió hasta chocar contra la pared. ¿Y ahora qué? ¿Me entregarán a vuestro abuelo? Las gemelas intercambiaron una mirada como si consultaran entre ellas.

No dijo finalmente una de ellas. No queremos que la sacrifique todavía. Nos gusta usted nos recuerda a la abuela Isabel. Y la abuela Isabel es la más amable de todas, añadió la otra gemela. No quiere que suframos como ella sufrió. Una idea desesperada surgió en la mente de Luisa.

Si las gemelas realmente contenían fragmentos de las almas de las esposas muertas, tal vez podría apelar a ellas, a su deseo de venganza o de justicia. Las abuelas quieren que don Juan siga haciendo lo que hace. Preguntó Luisa cuidadosamente. ¿Quieren que una de ustedes sea sacrificada para que él tenga su esposa perfecta? Las gemelas fruncieron el seño al unísono como si nunca hubieran considerado esta pregunta.

“Las abuelas lloran por las noches”, dijo una de ellas tras un momento. “Dicen que quieren descansar, pero no pueden mientras sus almas estén divididas entre nosotras. Y el abuelo nunca nos deja salir”, añadió la otra. dice que somos especiales, que no pertenecemos al mundo exterior. ¿Podría ayudarlas? Propuso Luisa viendo una pequeña apertura.

Podría llevarlas lejos de aquí a un lugar donde su abuelo no las encuentre. No podemos irnos dijeron ambas a la vez. Estamos atadas a la tierra de esta hacienda. Si nos alejamos demasiado, moriremos. ¿Quién les ha dicho eso? Su abuelo. Luisa dio un paso hacia ellas. Podría ser una mentira para mantenerlas bajo su control.

Las gemelas parecieron considerar esta posibilidad. Por primera vez desde que las conoció, Luisa vio algo parecido a la esperanza en sus ojos. “Las abuelas dicen que hay una forma”, dijo una de ellas en voz baja. Un ritual que podría liberarlas de nosotras, permitir que sus almas descansen en paz.

Y entonces seríamos solo niñas normales, añadió la otra, no recipientes de almas fragmentadas. ¿Qué ritual?, preguntó Luisa cautelosa. Está en uno de los libros antiguos del abuelo explicó una de las gemelas. En el laboratorio. Es un ritual de purificación, no de unificación como el que planea el abuelo.

Pero necesitamos sangre de un pariente de sangre del abuelo, continuó la otra. Y el abuelo no tiene más familia viva. ¿Están seguras de eso? Preguntó Luisa, recordando algo que había leído en los diarios. ¿Qué hay del padre del hijo de Carmela? De Antonio. Las gemelas se miraron sorprendidas. Antonio era hijo del abuelo de su primer matrimonio. Eso es lo que él les ha dicho respondió Luisa. Pero en el diario de Carmela leí algo diferente.

Antonio era hijo de su primer marido, un hombre llamado Rodrigo Gutiérrez. Don Juan se casó con ella cuando el niño tenía 2 años después de que Rodrigo muriera en un accidente. Lo crió como propio, pero no era su hijo biológico. Y eso significa, comenzó una de las gemelas, que podría haber descendientes de Rodrigo Gutiérrez en algún lugar, completó Luisa.

Parientes de sangre de Antonio que podrían proporcionar lo necesario para el ritual de purificación. Por primera vez, Luisa vio algo parecido a la esperanza en los ojos de las gemelas. “Tenemos que encontrarlos”, dijeron al unísono y pronto, añadió una de ellas, “el abuelo planea comenzar los rituales preparatorios esta noche con usted como sustituta temporal.

” Un escalofrío recorrió la espalda de Luisa. ¿Qué quieres decir? El abuelo necesita una receptora para practicar los rituales de transferencia, explicó la gemela con escalofriante calma. Usted se parece tanto a la abuela Isabel que es perfecta para ello. Extraerá una pequeña porción de nuestra esencia y la transferirá a usted.

No es doloroso, añadió la otra. La señorita Amelia apenas gritó, Luisa sintió que el pánico se apoderaba de ella. Tenía que salir de la hacienda cuanto antes, enviar los documentos a su primo y buscar a los posibles descendientes de Rodrigo Gutiérrez. Escuchen, niñas, dijo intentando mantener la calma. Necesito su ayuda.

Tengo que enviar estos documentos a alguien en Ciudad de México, alguien que pueda ayudarnos. Y luego tenemos que encontrar a los descendientes de Rodrigo. ¿Me ayudarán? Las gemelas guardaron silencio durante un largo momento, como si mantuvieran una conversación interna. Finalmente, ambas asintieron. “La abuela Isabel dice que la ayudemos”, dijo una de ellas.

“La abuela Magdalena también está de acuerdo. Y nuestra madre Constanza llora de alegría ante la posibilidad de que podamos ser libres. La abuela Lucía está preocupada”, añadió la otra. Dice que el abuelo es muy poderoso, que sabe cosas que los vivos no deberían conocer.

“Y la abuela Carmela tiene miedo,” concluyó la primera. Dice que si fallamos nuestro destino será peor que la muerte. Luisa tomó las manos de las gemelas, sorprendida al encontrarlas frías como el hielo. No fallaremos. Juntas podemos detener a don Juan. Pero necesitamos actuar ahora, antes de que regrese. Con un plan improvisado formándose en su mente, Luisa se preparó para enfrentar el horror que había descubierto.

Por el bien de las gemelas, por el descanso de las almas de las mujeres atrapadas en ellas y por su propia supervivencia, tenía que actuar con rapidez y decisión. La tormenta que había amenazado toda la mañana finalmente estalló. Y el primer relámpago iluminó el despacho con una luz fantasmal, proyectando las sombras de las tres figuras contra la pared, una mujer y dos niñas, unidas en un pacto silencioso contra el mal que habitaba en la hacienda Álvarez. El cielo había adquirido un color plomo. Cuando Luisa y

las gemelas salieron del despacho, la tormenta arreciaba, convirtiendo el día en una penumbra prematura. Relámpagos ocasionales iluminaban los pasillos de la hacienda, proyectando sombras amenazantes en las paredes. “Tenemos que darnos prisa”, dijo Luisa, guardando los cuadernos de don Juan en su bolso.

“¿Hay alguien en el pueblo que pueda llevar un paquete a la estación de tren?” “El hijo del panadero,”, respondió una de las gemelas. va a Ciudad de México dos veces por semana para comprar provisiones. Perfecto. Escribiré una carta para mi primo explicándole todo y enviaré los documentos como prueba, decidió Luisa.

Mientras tanto, necesitamos averiguar más sobre Rodrigo Gutiérrez y sus posibles descendientes. La abuela Carmela dice que Rodrigo tenía un hermano menor. Intervino una de las niñas con una voz ligeramente más grave que la suya. como si otra persona hablara a través de ella. Ernesto Gutiérrez vivía en Veracruz cuando ella se casó con don Juan.

Luisa sintió un escalofrío al escuchar aquel cambio en la voz de la niña. Era como si efectivamente el alma fragmentada de Carmela estuviera comunicándose directamente con ella. “¿Sabe la abuela Carmela si Ernesto tuvo hijos?”, preguntó Luisa siguiendo el juego. “Dos”, respondió la misma gemela, aún con aquella voz ajena. “Miguel y Rosario serían ya mayores si viven.

Necesitamos los registros civiles”, pensó Luisa en voz alta. “Debe haber alguna manera de rastrearlos. El abuelo tiene documentos sobre la familia Gutiérrez.” Intervino la otra gemela. los guarda en el laboratorio. Dice que los necesita para sus rituales, para mantener la conexión con Antonio. Luisa tomó una decisión rápida. Esto es lo que haremos.

Primero escribiré la carta para mi primo y prepararé el paquete. Luego ustedes me ayudarán a entrar en el laboratorio para buscar la información sobre los Gutiérrez. Después encontraremos la forma de que el hijo del panadero lleve el paquete a la estación. Las gemelas asintieron al unísono.

En su habitación, Luisa escribió apresuradamente una carta detallando los horrores que había descubierto en la hacienda Álvarez. Le explicó a su primo Francisco, un abogado que trabajaba para el Ministerio de Educación, que las vidas de dos niñas y la suya propia estaban en peligro. le suplicó que enviara ayuda de inmediato, preferiblemente autoridades federales que no estuvieran bajo la influencia de don Juan.

empaquetó la carta junto con los cuadernos más comprometedores que había tomado del despacho y selló el paquete cuidadosamente. “Ahora el laboratorio”, dijo Luisa guardando el paquete en su bolso. Las gemelas la condujeron a través de pasillos cada vez más estrechos y oscuros hasta llegar a la puerta de metal que Luisa había encontrado el día anterior.

El abuelo siempre lleva la llave consigo”, dijo una de las niñas. “Pero nosotras conocemos otra entrada”, añadió la otra dirigiéndose hacia un cuadro que colgaba en la pared opuesta. Al retirar el cuadro quedó expuesta una pequeña abertura en la pared, apenas lo suficientemente grande para que una persona delgada se deslizara a través de ella. El abuelo no sabe que conocemos este pasaje, explicó una de las gemelas.

Lo descubrimos hace años cuando jugábamos a las escondidas. Nos gusta observarlo cuando realiza sus experimentos, añadió la otra con inquietante naturalidad. Es fascinante ver cómo maneja la sangre y las esencias. Luisa reprimió un escalofrío. Voy a entrar primero. Ustedes síganme. Pero tengan cuidado.

El pasaje era estrecho y húmedo, con paredes de piedra que parecían sudar en la oscuridad. Avanzaron agachadas durante unos metros hasta que llegaron a una pequeña rejilla que daba al laboratorio. A través de ella, Luisa pudo observar el interior de la estancia prohibida. Lo que vio la dejó sin aliento.

El laboratorio era una grotesca combinación de quirófano, biblioteca arcana y cámara de tortura medieval. En el centro había una mesa de operaciones de metal con correas de cuero en los extremos. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con frascos que contenían órganos, fluidos y cosas que Luisa no pudo identificar. Libros antiguos y pergaminos.

se amontonaban en un escritorio junto a instrumentos quirúrgicos de aspecto amenazante. Pero lo más perturbador era el altar que dominaba el fondo de la habitación. Sobre él cinco retratos de las esposas muertas de don Juan estaban dispuestos en semicírculo. Delante de cada retrato había un frasco de cristal que contenía un líquido brillante de diferentes colores.

Rojo para Carmela, azul para Isabel, verde para Lucía, violeta para Magdalena y blanco para Constanza. En el centro del altar, una pequeña urna de plata con inscripciones extrañas parecía ser el punto focal del macabro conjunto. “Los recipientes de las esencias”, susurró una de las gemelas. “De ahí vienen nuestras voces interiores.” Luisa notó que junto al altar había un archivador de metal.

Ahí deben estar los documentos que buscamos”, dijo empujando la rejilla que se dio con un chirrido. Una vez dentro del laboratorio, Luisa se dirigió directamente al archivador. Las gemelas la siguieron, moviéndose con aquella inquietante sincronización que nunca dejaba de perturbarla. Mientras Luisa buscaba entre las carpetas, las niñas se acercaron al altar contemplando los frascos con una extraña reverencia.

“Aquí está, exclamó Luisa finalmente extrayendo una carpeta etiquetada Gutiérrez. La abrió y encontró documentos relacionados con Rodrigo Gutiérrez, certificados de nacimiento, de matrimonio con Carmela y, finalmente, un árbol genealógico cuidadosamente trazado. Según el árbol, Ernesto Gutiérrez, el hermano de Rodrigo, había tenido efectivamente dos hijos, Miguel y Rosario.

Miguel había muerto en 1920 durante las últimas escaramuzas de la revolución. Pero Rosario se había casado con un hombre llamado Javier Montero y había tenido tres hijos. El último domicilio conocido de la familia estaba en la ciudad de México, en el barrio de Coyoacán. “Los hemos encontrado”, exclamó Luisa sintiendo una oleada de esperanza.

Rosario Gutiérrez de Montero y sus hijos son parientes de sangre de Antonio. Si podemos contactarlos. Un trueno particularmente violento sacudió la hacienda y las luces parpadearon. Cuando se estabilizaron, Luisa notó que las gemelas estaban inmóviles frente al altar, con las manos extendidas hacia los frascos que contenían las esencias. “Niñas”, llamó Luisa preocupada.

Tenemos que irnos. Ya encontramos lo que buscábamos. Las abuelas están inquietas, dijo una de ellas con voz distante. Sienten que algo va a ocurrir. El abuelo viene en camino, añadió la otra. Ha sentido la perturbación en las esencias. ¿Cómo pueden saberlo? Preguntó Luisa, aunque temía conocer la respuesta.

Las esencias están conectadas a él, explicó una gemela. Cuando alguien que no es él se acerca a ellas, puede sentirlo. No importa dónde esté. El pánico se apoderó de Luisa. Tenemos que salir de aquí ahora. Justo cuando se disponían a volver al pasadizo secreto, escucharon el inconfundible sonido de la llave girando en la cerradura de la puerta principal del laboratorio.

Era demasiado tarde para escapar por donde habían entrado. “Escóndanse”, susurró Luisa. buscando desesperadamente un lugar donde ocultarse. Las gemelas la tomaron de las manos y la condujeron hacia un armario grande al fondo del laboratorio. Las tres se amontonaron en su interior, entre batas de laboratorio antiguas y lo que parecían ser instrumentos quirúrgicos en desuso.

A través de las rendijas de la puerta, Luisa pudo ver como la puerta del laboratorio se abría lentamente. Don Juan entró empapado por la lluvia con el rostro contorsionado en una máscara de ira. Sus ojos recorrieron el laboratorio deteniéndose en el altar. “Alguien ha estado aquí”, rugió acercándose a los frascos de esencias.

“Puedo sentir la perturbación.” Se giró bruscamente como si olfateara el aire. “Y aún están aquí”, murmuró. Puedo olerlas. Luisa contuvo la respiración mientras don Juan comenzaba a recorrer el laboratorio, abriendo gabinetes y revisando detrás de los muebles. Era solo cuestión de tiempo antes de que llegara al armario donde se escondían.

“Señorita Mendoza”, llamó don Juan con voz engañosamente suave. “Sé que está aquí y también mis nietas. No tienen por qué esconderse. No estoy enfadado, solo decepcionado. Luisa sintió que las gemelas se tensaban a su lado. Una de ellas comenzó a temblar incontrolablemente. Vamos, salgan, continuó don Juan acercándose peligrosamente al armario.

Les prometo que no les haré daño, solo quiero hablar. Cuando estaba a apenas unos pasos del armario, la puerta del laboratorio se abrió nuevamente. Era Juana, que parecía agitada. “Don Juan”, dijo la criada respirando con dificultad. “Hay un problema en el establo.

Uno de los caballos se ha desbocado por la tormenta y ha derribado parte de la estructura.” Don Juan se detuvo indeciso. “¿No puede encargarse el mozo de cuadra?” Ha resultado herido, señor”, insistió Juana. “Solo usted puede controlar al animal, ya sabe cómo es rayo cuando hay tormenta.” Tras un momento de vacilación, don Juan asintió.

“Muy bien, me ocuparé del caballo, pero volveré pronto y cuando lo haga”, dejó la frase en el aire como una amenaza implícita. Antes de salir, echó un último vistazo suspicaz al laboratorio. Una vez que la puerta se cerró tras él, Luisa y las gemelas salieron de su escondite. “Gracias, Juana”, dijo Luisa con sincera gratitud. “No hay tiempo para agradecimientos”, respondió la criada. “Don Juan se dará cuenta pronto de que lo he engañado.

Tienen que salir de aquí ahora mismo. Pero las niñas dicen que no pueden alejarse de la hacienda. objetó Luisa. Eso es lo que don Juan les ha hecho creer dijo Juana con firmeza. Es cierto que el ritual que les dio vida las vincula a este lugar, pero solo porque las esencias originales están aquí.

Señaló los frascos en el altar. Si se llevan las esencias con ustedes, podrán alejarse. Las gemelas miraron los frascos con una mezcla de temor y esperanza. ¿Es posible?, preguntó una de ellas. La abuela Isabel dice que podría funcionar, respondió la otra con aquella inquietante voz ajena. Entonces nos llevaremos los frascos decidió Luisa.

Y también esto, tomó la carpeta con la información sobre los Gutiérrez y la guardó en su bolso junto con el paquete para su primo. Juana les ayudó a colocar cuidadosamente los frascos de esencias en una pequeña caja de madera que encontraron en el laboratorio. “El pueblo está a 3 km”, dijo la criada.

Si salen ahora, pueden llegar a tiempo para que el hijo del panadero lleve su paquete en el tren de la tarde. ¿Vendrás con nosotras? Preguntó Luisa. Juana negó con la cabeza. Alguien debe quedarse para retrasar a don Juan cuando descubra la verdad. Les daré todo el tiempo que pueda, pero te matará. Protestó Luisa. Una sonrisa triste apareció en el rostro arrugado de Juana.

He vivido demasiado tiempo con este horror, señorita. Es hora de que haga algo bueno antes del final. No había tiempo para más discusiones. Luisa y las gemelas, llevando la caja con los frascos de esencias, salieron del laboratorio por la puerta principal. Juana les indicó una salida trasera de la hacienda, que las conduciría directamente hacia el pueblo sin pasar por los establos, donde don Juan estaría ocupado.

La lluvia seguía cayendo con fuerza cuando las tres figuras abandonaron la hacienda, avanzando con dificultad por el camino embarrado. Las gemelas, por primera vez desde que Luisa las conocía, parecían genuinamente asustadas, pero también determinadas. El trayecto hacia el pueblo fue arduo. La tormenta había convertido el camino en un lodasal y varias veces estuvieron a punto de resbalar y caer.

Luisa mantenía un brazo protector alrededor de cada una de las niñas, intentando darles ánimo. ¿Sienten algo diferente? preguntó Luisa cuando habían recorrido aproximadamente 1 kilómetro. ¿Algún efecto por alejarse de la hacienda? Las gemelas negaron con la cabeza. Las abuelas están con nosotras, dijo una. Las sentimos más cerca que nunca.

como si el hecho de llevar sus esencias las hiciera más reales. Habían recorrido casi la mitad del camino cuando escucharon el sonido de un caballo galopando a sus espaldas. Se ocultaron tras unos arbustos justo a tiempo para ver pasar a don Juan, montando su caballo negro con el rostro desencajado por la furia. Se dirigía a toda velocidad hacia el pueblo.

“Nos está buscando”, murmuró Luisa. Debemos tomar otro camino. Abandonaron el sendero principal y se internaron en el bosque, avanzando entre árboles y maleza. El progreso era mucho más lento, pero al menos estarían a salvo de ser descubiertos por don Juan si regresaba por el mismo camino. Después de lo que pareció una eternidad, divisaron las primeras casas del pueblo a través de los árboles. Habían llegado.

¿Dónde está la panadería?, preguntó Luisa, intentando orientarse. En la plaza principal, respondió una de las gemelas. Junto a la iglesia. Se deslizaron por callejones laterales, evitando la calle principal por si don Juan seguía en el pueblo. Cuando llegaron a la plaza, vieron el caballo de don Juan atado frente a la alcaldía. Estaba hablando con el presidente municipal, probablemente dando la alarma sobre su desaparición.

“Tenemos que darnos prisa”, susurró Luisa, guiando a las niñas hacia la panadería. El hijo del panadero, un joven de unos 20 años, estaba cargando sacos de harina en una carreta cuando entraron por la puerta trasera del establecimiento. Pareció sorprendido al ver a las gemelas. “¿Las nietas de don Juan?”, preguntó confundido. “Nunca las había visto en el pueblo.

No hay tiempo para explicaciones”, dijo Luisa, entregándole el paquete y unas monedas que había sacado de sus ahorros. Necesito que lleves esto a Ciudad de México en el tren de la tarde y lo entregues personalmente a esta dirección. Le dio una nota con la dirección de su primo. Es una cuestión de vida o muerte. El joven parecía inseguro, pero el sonido de voces acercándose desde la plaza le hizo tomar una decisión. “Lo haré”, dijo guardando el paquete en su morral.

“El tren sale en 20 minutos. Puedo llevarlos hasta la estación en mi carreta si se esconden bajo los sacos de harina. “Gracias”, exclamó Luisa aliviada. Rápidamente las tres se acomodaron en la parte trasera de la carreta, cubriéndose con sacos vacíos. El joven salió por un camino lateral evitando la plaza y pronto estaban en ruta hacia la pequeña estación de tren que servía al pueblo.

Durante el trayecto, Luisa reflexionó sobre su próximo paso. Necesitaban llegar a Ciudad de México para buscar a Rosario Gutiérrez de Montero, la sobrina de Rodrigo y pariente de sangre de Antonio. Solo con su ayuda podrían realizar el ritual de purificación que liberaría a las almas de las esposas de don Juan, permitiendo que las gemelas se convirtieran en niñas normales.

Pero don Juan no se rendiría fácilmente. Utilizaría todos sus recursos, su influencia en el pueblo y quizás incluso sus conocimientos arcanos para encontrarlas. Estaban en una carrera contra el tiempo y contra un enemigo formidable. La carreta se detuvo a unos 100 m de la estación. No puedo acercarme más, dijo el joven. Don Juan tiene amigos entre los empleados del ferrocarril.

Les avisará que los busquen en los trenes. Je, entiendo, respondió Luisa. ¿Cuánto falta para que salga el tren? Unos 10 minutos. va hacia Puebla y desde allí pueden tomar otra Ciudad de México. Perfecto, gracias por todo. El joven asintió y partió con su carreta, llevando consigo el preciado paquete para Francisco.

Luisa y las gemelas se ocultaron entre unos arbustos cercanos a las vías, observando la pequeña estación. Como había predicho el hijo del panadero, vieron a dos empleados del ferrocarril hablando con un hombre que parecía ser un aliado de don Juan, probablemente recibiendo instrucciones de vigilar a los pasajeros.

“No podemos subir al tren en la estación”, murmuró Luisa. “¿Nos verían?” “Entonces, ¿cómo?”, preguntó una de las gemelas. Luisa observó las vías que se extendían más allá de la estación. El tren reduce la velocidad en la curva antes de entrar al pueblo.

Si nos posicionamos allí, podríamos intentar subir mientras está en movimiento. Era un plan arriesgado, especialmente con dos niñas de 10 años, pero no veían otra alternativa. Se desplazaron entre la vegetación hasta llegar al punto donde las vías hacían una curva cerrada a unos 500 met de la estación.

Apenas se habían posicionado cuando escucharon el silvato del tren aproximándose. Luisa aferró con fuerza la caja que contenía los frascos de esencias y tomó las manos de las gemelas. Escuchen con atención, dijo mirándolas a los ojos. Cuando el tren pase frente a nosotras, correremos junto a él. Yo subiré primero al último vagón y luego las ayudaré a subir una por una.

¿Entendido? Las niñas asintieron solemnemente. El tren apareció en la distancia, reduciendo la velocidad al acercarse a la curva. Luisa y las gemelas se tensaron, preparándose. Cuando el último vagón pasó frente a ellas, echaron a correr. Luisa logró aferrarse a la barandilla del vagón y con un esfuerzo supremo se impulsó hacia arriba.

Una vez en la plataforma, extendió las manos hacia las gemelas que corrían junto al tren. Tomó primero a una, ayudándola a subir y luego a la otra. Las tres cayeron exhaustas sobre la plataforma del vagón, justo cuando el tren comenzaba a acelerar nuevamente. Habían escapado de San Miguel Atlautla.

Por ahora el vagón en el que se encontraban era de carga, lleno de sacos y cajas. Se ocultaron detrás de unas pacas de algodón, recuperando el aliento. Las gemelas parecían aterrorizadas, pero también exilaradas por la experiencia. ¿Están bien?, preguntó Luisa, examinándolas en busca de heridas. Ambas asintieron. “Las abuelas están inquietas”, dijo una de ellas. “Dicen que el abuelo no se rendirá.

Lo sé, respondió Luisa, pero ahora tenemos una ventaja. No sabe a dónde nos dirigimos y para cuando lo averigüe habremos encontrado a Rosario Gutiérrez. El tren continuó su marcha a través del paisaje tormentoso. La lluvia golpeaba contra el techo del vagón, creando un ritmo constante que de alguna manera resultaba reconfortante.

Luisa abrió cuidadosamente la caja para verificar los frascos de esencias. seguían intactos, brillando con aquellos extraños colores etéreos. “¿Qué ocurrirá cuando encontremos a la señora Rosario?”, preguntó una de las gemelas. “Si el ritual funciona como esperamos, las almas de las esposas de don Juan serán liberadas”, explicó Luisa.

“¿Podrán descansar en paz finalmente?” “¿Y nosotras?”, preguntó la otra gemela con voz apenas audible. Luisa las abrazó a ambas. Serán solo Mercedes y Dolores, dos niñas normales con toda una vida por delante. Pero, ¿quién será quién? Insistió la gemela. No sabemos cuál es Mercedes y cuáles dolores. Era una pregunta que Luisa no había considerado.

Supongo que podrán elegir, respondió finalmente. Serán libres de decidir quiénes quieren ser. Uh. Esta respuesta pareció satisfacer a las niñas que se acurrucaron contra Luisa, agotadas por la tensión y las emociones del día. Pronto se quedaron dormidas, por primera vez desde que Luisa las conocía, con expresiones de paz en sus rostros idénticos.

Mientras el tren avanzaba hacia Puebla, Luisa contemplaba el futuro incierto que les esperaba. Encontrar a Rosario Gutiérrez en una ciudad tan grande como la capital no sería fácil. Y aún si lo lograban, accedería esta mujer a participar en un ritual tan extraño. ¿Funcionaría realment? Y por encima de todo, la amenaza de don Juan se cernía sobre ellas.

Un hombre capaz de manipular la vida y la muerte, de mantener fragmentos de almas cautivas durante décadas, no se detendría ante nada para recuperar lo que consideraba suyo. La lluvia comenzó a amainar y por un instante un rayo de sol se filtró entre las nubes, iluminando los rostros dormidos de las gemelas. En ese momento, Luisa renovó su determinación. Estas niñas merecían una oportunidad de vivir vidas normales, libres del horror en el que habían nacido.

Y las almas de aquellas mujeres trágicamente asesinadas merecían su descanso final. El tren continuó su marcha implacable hacia la capital, llevando consigo a tres fugitivas unidas por el destino y un conjunto de frascos brillantes que contenían los fragmentos torturados de cinco almas que clamaban por liberación. Detrás de ellas quedaba la hacienda Álvarez, su terrible laboratorio y un hombre cuya obsesión había creado un horror que trascendía los límites de la vida y la muerte.

Pero por primera vez en mucho tiempo había esperanza. Una esperanza frágil y tenue como la luz del sol que se filtraba entre las nubes después de la tormenta, pero esperanza al fin. Y mientras Luisa observaba a las gemelas dormir, supo que haría todo lo necesario para protegerlas, para darles la vida que merecían.

Porque en esta macabra historia de nietas nacidas para reemplazar a esposas asesinadas, tenía que haber finalmente un atisbo de justicia. Las almas de Carmela, Isabel, Lucía, Magdalena y Constanza lo exigían. Y Luisa Mendoza, una simple maestra normalista que había llegado a San Miguel Atlautla buscando un trabajo, estaba decidida a concedérselo sin importar el costo personal. El tren silvó en la distancia, anunciando su aproximación a Puebla.

El primer paso en un viaje que las llevaría esperaban hacia la libertad, hacia un futuro donde los horrores de la hacienda Álvarez serían solo un recuerdo lejano, una pesadilla de la que finalmente habrían despertado. Espero que esta historia haya logrado perturbar sus noches y hacerle sentir ese escalofrío que solo el verdadero terror psicológico puede provocar.