Conmigo ya nadie te golpea. El martillo golpeó la madera carcomida con un sonido seco que retumbó entre las paredes del viejo corral. La voz ronca del subastador atravesó el aire espeso, cargado de sudor, tabaco y algo más oscuro que ningún hombre decente se atrevería a nombrar. Vendida.

La palabra cayó como sentencia sobre la joven que apenas podía mantenerse en pie con las manos atadas a la espalda, el labio partido sangrando sobre su barbilla y la mirada perdida en algún lugar entre el terror y la resignación absoluta. Los hombres que la rodeaban reían, algunos con monedas todavía en la mano, otros con expresiones que hacían evidente que su interés no tenía nada que ver con compasión.

Entonces, entre la multitud surgió una sombra imponente, un hombre alto, de sombrero oscuro y botas polvorientas. Caminó hacia delante sin prisa, sin dudar, sin titubear. No dijo su nombre, no pidió explicaciones, solo levantó la mano y pronunció una cifra que heló la sangre de todos los presentes. Nadie se atrevió a pujar más. El subastador, un tipo gordo con chaleco manchado, tragó saliva y dejó caer el martillo por segunda vez.

El hombre de sombrero oscuro se acercó a la joven, sacó un cuchillo de su cinturón y cortó las cuerdas que la sujetaban como si fueran hilos de telaraña. Ella cayó hacia adelante inconsciente y él la atrapó antes de que tocara el suelo. La envolvió en su zarape de lana gruesa, ocultando su cuerpo maltratado de las miradas sucias que todavía la seguían. Nadie se atrevió a detenerlo cuando salió del corral con la muchacha en brazos, como si cargara algo sagrado que había sido profanado. Nadie preguntó su nombre.

Todos sabían quién era, y todos sabían que era mejor no meterse en su camino. Pero para entender cómo una joven de apenas 18 años terminó siendo subastada como ganado en un pueblo olvidado del norte, hay que retroceder tres semanas. Cuando todo comenzó a desmoronarse, San Dolores del Llano era uno de esos pueblos que la prosperidad nunca visitó.

Polvo en las calles, casas de adobe con techos remendados, niños descalzos corriendo entre gallinas flacas y perros sarnosos. La única cantina tenía las paredes descarapeladas y el único comercio vendía más fiado que al contado. Ahí vivía Nayeli y con su padre, don Evaristo, un hombre trabajador que se partía el lomo de sol a sol arreando ganado ajeno, sembrando tierras que nunca serían suyas, sudando para llevar tortillas y frijoles a la mesa.

Baristo no tenía mucho, pero tenía dignidad y tenía a su hija, la niña de sus ojos, a quien había criado solo desde que su esposa murió en el parto. Nayeli había crecido entre corrales y campos, aprendiendo a ordeñar vacas antes de saber leer, curtida por el sol y fortalecida por el trabajo. era bonita, sí, con esos ojos oscuros que parecían guardar secretos y esa piel morena que brillaba bajo el sol inclemente.

Pero sobre todo era fuerte, con un carácter que no se doblaba fácil, herencia directa de su padre. Don Fulgencio Braborio, el cacique del pueblo, había puesto los ojos en ella desde hacía meses. Era un hombre gordo, de bigote engrasado, anillos en los dedos, dueño de la mitad de las tierras y de la voluntad de casi todos los hombres del pueblo.

Lo que Fulgencio quería, Fulgencio lo conseguía, fuera por dinero, por miedo o por violencia. Y lo que quería en ese momento era Anayeli, no para casarse. Claro, para eso tenía ya una esposa legítima en la ciudad, una mujer pálida que nunca venía al pueblo. Lo que Fulgencio quería era tener a Nayeli como se tienen las cosas, sin preguntar, sin pedir permiso, simplemente tomando. Evaristo lo sabía.

Por eso, cuando Fulgencio le propuso que le entregara a su hija a cambio de perdonarle una supuesta deuda, el viejo se negó con palabras que le salieron del alma. No hay tal deuda dijo. Mi hija no se vende, no se presta, no se negocia. Fulgencio sonrió con esa sonrisa de serpiente que helaba la sangre. Ya veremos, viejo terco, ya veremos. Una semana después, Evaristo amaneció muerto en el campo.

Dijeron que fue el corazón, dijeron que fue la edad, dijeron muchas cosas. Pero Nayeli sabía la verdad cuando vio el cuerpo de su padre tirado junto al arroyo seco con la cara morada y los ojos abiertos mirando al cielo. Lo habían matado y ella sabía quién. El entierro fue pobre pero digno.

Nayeli lloró sobre la caja de madera barata, rodeada de los pocos vecinos que se atrevieron a presentarse, porque hasta para llorar a un muerto hacía falta valor en ese pueblo donde Fulgencio era la ley. Después del entierro, cuando todos se habían ido y el sol comenzaba a esconderse detrás de los cerros pelones, Nayeli regresó a la casa vacía que ahora le parecía un mausoleo.

Se sentó en el suelo de tierra apisonada y dejó que el silencio la tragara. No tenía a nadie, no tenía nada, solo tenía rabia. A la mañana siguiente, antes de que el gallo cantara, aparecieron dos hombres en la puerta. Eran de los de Fulgencio, eso se notaba en la prepotencia con que empujaron la puerta sin tocar. “Venimos a cobrar la deuda de tu padre”, dijo el más alto, un tipo flaco con cicatriz en la mejilla. Nayeli se puso de pie con los puños cerrados.

Qué deuda mi padre no debía nada. El hombre sacó un papel arrugado del bolsillo y lo agitó en el aire. Aquí dice que debía 500 pesos. Con intereses son 1000. Y como no hay dinero, el patrón acepta otra forma de pago. La miró de arriba a abajo con ojos que la desnudaban. Nayeli escupió a sus pies. Váyanse al infierno.

Los hombres se miraron entre sí y sonrieron. Esto va a ser divertido. Dijo el de la cicatriz. La agarraron entre los dos. Nayeli peleó como animal acorralado, arañando, mordiendo, pateando con toda la fuerza que le quedaba. Le arrancó un pedazo de oreja al más bajo con los dientes y le enterró las uñas en el cuello al de la cicatriz hasta sacarle sangre.

Pero eran dos hombres grandes contra una muchacha delgada que no había comido bien en días. La sometieron a golpes. Un puñetazo en el estómago la dejó sin aire. Otro en la cara le partió el labio. Cuando intentó gritar, le taparon la boca con un trapo sucio que sabía a aceite rancio y la arrastraron fuera de la casa.

Los vecinos que escucharon el escándalo cerraron sus puertas y corrieron las cortinas. Nadie ayudaba a nadie cuando Fulgencio estaba de por medio. Nadie quería ser el siguiente. La llevaron a la hacienda del cacique, un lugar enorme rodeado de muros altos y guardias armados. La encerraron en un cuarto oscuro que olía a humedad y a miedo, con las paredes manchadas de mugre y un catre de hierro oxidado en una esquina.

Ahí estuvo dos días sin comer, solo con un poco de agua que le echaban por debajo de la puerta como si fuera perro. Nayeli golpeó las paredes hasta dejarse los nudillos en carne viva. Gritó hasta quedarse ronca. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas. Pero nadie vino. Nadie la escuchó. O tal vez sí la escucharon y no les importó. Al tercer día, la puerta se abrió de golpe.

Fulgencio entró con sus anillos brillando y su panza colgando sobre el cinturón. Sonrió al verla encogida en el rincón, sucia, despeinada, con la ropa rasgada y los ojos hinchados. Mira cómo has terminado, muchachita, y todo por el orgullo de tu padre. Si me la hubiera entregado cuando se lo pedí, él estaría vivo y tú estarías en mi casa bien cuidada, bien alimentada.

Nayeli levantó la vista y lo miró con un odio tan puro que hasta el cacique retrocedió un paso. Prefiero morir que dejarte tocarme, dijo con voz quebrada, pero firme. Fulgencio dejó de sonreír. Eso tiene arreglo dijo y dio media vuelta. Esa noche Nayeli intentó escapar. Esperó a que los guardias se durmieran.

Arrancó un pedazo de metal oxidado del catre y lo usó para forzar la ventana. Logró salir al patio descalza, con el corazón latiéndole tan fuerte que pensó que la iban a escuchar. Corrió hacia el muro, trepó como pudo, se raspó las manos y las rodillas contra las piedras ásperas. Casi llegaba arriba cuando una mano la agarró del tobillo y la jaló hacia abajo.

Galló sobre la tierra dura con un golpe que le sacó el aire de los pulmones. Los guardias la rodearon. Uno de ellos, un tipo tuerto con aliento amescal, le dio una patada en las costillas que la hizo retorcerse de dolor. Creíste que ibas a escapar, perra. Fulgencio va a estar muy enojado. Y tenía razón. La golpearon hasta que dejó de resistirse.

Le abrieron la ceja de un golpe, le partieron el labio de otro, le dejaron moretones que se extendían como manchas de tinta sobre su piel. Cuando terminaron, la arrastraron de regreso al cuarto y la dejaron tirada en el suelo como costal de papas. Nayeli toció sangre y cerró los ojos. Tal vez sería mejor morir, tal vez sería mejor rendirse, pero algo en su interior, algo pequeño y testarudo que había heredado de su padre, se negaba a apagarse del todo.

A la mañana siguiente la sacaron del cuarto antes del amanecer, la subieron a una carreta como si fuera mercancía y la llevaron a través de caminos polvorientos hasta las afueras del pueblo. Y detrás del viejo corral abandonado donde antes se vendía ganado, había un grupo de hombres esperando. Nayeli, mareada por los golpes y débil por el hambre, apenas podía entender lo que estaba pasando hasta que escuchó la voz del subastador.

Señores, esta noche tenemos mercancía fresca. Una muchachita joven, fuerte, bonita, a pesar de los golpes. Empezamos la puja en 100 pesos. Los hombres se acercaron para verla mejor. Algunos la tocaron pasando las manos por su pelo, por sus brazos, como si evaluaran ganado.

Nayeli intentó apartarse, pero las cuerdas que le ataban las manos a la espalda se lo impedían. El asco y la humillación eran peores que el dolor físico. “200”, gritó alguien. “300”, gritó otro. Los números subían mientras Nayeli sentía que su alma se encogía cada vez más hasta hacerse tan pequeña que podría desaparecer. 400, 500. Las risas se mezclaban con las pujas. Algunos hacían comentarios obscenos sobre lo que harían con ella.

Nayeli cerró los ojos y dejó que su mente se fuera a otro lugar, a los recuerdos de cuando su padre todavía vivía, cuando el mundo todavía tenía sentido, cuando todavía existía algo parecido a la esperanza. Entonces cayó el silencio. Nayeli abrió los ojos y vio que todos los hombres miraban hacia el mismo punto. Un hombre acababa de entrar al corral.

Era alto, con hombros anchos y porte de quien no necesita gritar para hacerse notar. Llevaba sombrero oscuro que le cubría parte del rostro, pero sus ojos eran visibles, duros, fríos, calculadores. Sus botas levantaban polvo al caminar y su zarape ondeaba ligeramente con el viento nocturno. No saludó a nadie, no sonríó, no hizo ningún gesto amistoso, solo caminó hasta quedar frente a Nayeli y la miró directamente a los ojos.

Ella sostuvo su mirada sin saber por qué, sin poder apartar la vista. Había algo en ese hombre que era diferente a todos los demás que la rodeaban. El subastador, nervioso por el silencio que se había instalado, carraspeó, “Señor, la puja va en 500 pesos si desea participar.” El hombre levantó la mano sin dejar de mirar a Nayeli. 2000 pesos. El silencio se hizo más profundo. Algunos de los presentes intercambiaron miradas incrédulas. 2000 pesos era una fortuna.

Era más de lo que la mayoría ganaría en 2 años de trabajo. El subastador tragó saliva. 2000 pesos a la 1, 2,000 pesos a las dos. esperó mirando alrededor por si alguien se atrevía a pujar más alto. Nadie lo hizo. Algunos de los hombres ya se estaban alejando, murmurando entre ellos, derrotados antes siquiera de intentar competir.

2000 pesos a las tres. El martillo cayó vendida. El hombre caminó hacia Nayeli con pasos firmes. Sacó un cuchillo de su cinturón y ella se tensó, preparándose para lo peor. Pero él solo cortó las cuerdas que la ataban. Sus manos eran grandes, callosas, manos de trabajador, pero su toque fue cuidadoso cuando apartó las cuerdas. Nayeli sintió que sus piernas flaqueaban.

Había estado de pie demasiado tiempo, había perdido demasiada sangre, había aguantado demasiado. El mundo comenzó a dar vueltas. Lo último que vio antes de que la oscuridad se la tragara fue al hombre quitándose el sarape y envolviéndola con él, cubriendo su cuerpo maltratado de las miradas sucias. Lo último que sintió fue caer y luego unos brazos fuertes que la atrapaban antes de tocar el suelo.

Cuando Nayeli perdió el conocimiento, don Jerónimo Aranda la sostuvo contra su pecho y la llevó fuera del corral. Nos encanta leer sus comentarios, querido espectador, así que cuéntanos desde dónde estás viendo nuestras historias narradas. Escribe tu ciudad o país en los comentarios. Mientras tanto, Jerónimo caminó entre la multitud que se apartaba a su paso.

Nadie le habló, nadie le preguntó nada, todos conocían su reputación. Don Jerónimo Aranda, dueño del rancho El Horizonte Seco, viudo desde hacía 5 años, hombre de pocas palabras y menos sonrisas, pero con fama de justo y de no temerle a ningún hombre vivo. Había quien decía que había matado a siete hombres en su juventud. Había quien decía que más.

Lo que nadie discutía era que cuando Jerónimo Aranda decidía algo, ese algo sucedía. montó a su caballo una lasán grande y fuerte con Nayeli inconsciente en sus brazos. La acomodó contra su pecho, sujetándola firmemente para que no cayera, y espoleó al animal. El caballo salió al galope, dejando atrás el corral, el pueblo, la miseria.

La luna llena iluminaba el camino polvoriento que serpenteaba entre mezquites y nopales. El viento nocturno era fresco y llevaba el olor a tierra seca y a salvia. Jerónimo cabalgó durante una hora sin detenerse con la muchacha acurrucada contra él. su respiración débil pero constante. De vez en cuando miraba hacia abajo para asegurarse de que seguía respirando.

La sangre de su labio partido había manchado su camisa, pero no le importó. Cuando llegaron al rancho, ya era pasada la medianoche. El horizonte seco era una propiedad grande, con casa principal de adobe y teja, corrales bien mantenidos, establos sólidos y tierras que se extendían hasta donde alcanzaba la vista.

Jerónimo desmontó de un salto y llevó a Nayeli directamente a la casa. gritó llamando a doña Remedios, la curandera que vivía en una casita anexa al rancho. La anciana apareció en camisón con el pelo blanco suelto sobre los hombros y los ojos todavía adormilados, pero cuando vio el estado de la muchacha, se despertó de golpe.

“Dios santo, ¿qué le hicieron? Prepara el cuarto de huéspedes”, ordenó Jerónimo. Necesita curaciones, agua caliente, vendas limpias, todo lo que tengas. Doña Remedios no hizo preguntas. Conocía a Jerónimo desde que era niño y sabía que si había traído a esa muchacha era por buena razón.

Jerónimo llevó a Nayeli a una habitación limpia con cama de verdad, con sábanas blancas y almohadas suaves. La recostó con cuidado, como si fuera de cristal. Doña Remedios llegó con sus brevajes, sus ungüentos, su agua caliente y sus trapos limpios. Sal de aquí, Jerónimo. Esto no es para ojos de hombre. Él dudó mirando el rostro magullado de la joven. Voy a estar afuera. Si necesitas algo, grita. y salió cerrando la puerta atrás de sí.

Durante tres horas, doña Remedios trabajó, limpió las heridas con agua de hierbas, aplicó unentos que ardían, pero sanaban. Vendó las costillas que tal vez estaban rotas. Curó el labio partido, la ceja abierta, los moretones que cubrían casi todo el cuerpo de la muchacha. Rezó en voz baja mientras trabajaba, pidiendo a la Virgen y a todos los santos que ayudaran a esta pobre criatura.

Cuando terminó, salió de la habitación limpiándose las manos en el delantal. Jerónimo estaba sentado en una silla junto a la puerta con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza entre las manos. levantó la vista cuando la escuchó salir. “Va a vivir”, dijo doña Remedios, “pero va a necesitar tiempo y cuidados, mucho descanso.

Lo que le hicieron a esta niña, la vieja negó con la cabeza, incapaz de terminar la frase. Jerónimo asintió. Gracias, doña Remedios. Ahora vete a descansar. Yo me quedo con ella.” y se quedó toda la noche sentado en una silla junto a la cama, vigilando la respiración de Nayeli, observando como su pecho subía y bajaba con cada respiración trabajosa. De vez en cuando se levantaba para mojar un trapo en agua fresca y ponérselo en la frente cuando la fiebre subía.

Otras veces solo se quedaba ahí inmóvil pensando en cómo había llegado a este momento, pensando en su propia esposa, muerta 5 años atrás, de una enfermedad que ningún doctor pudo curar. pensando en la soledad que había llenado su casa desde entonces, pensando en por qué de entre todas las cosas que podría haber hecho esa noche, había elegido ir a ese maldito corral y pagar una fortuna por una muchacha que ni siquiera conocía.

Pero en el fondo sabía por qué, porque había visto en los ojos de Nayeli algo que reconoció, una chispa, una voluntad de seguir viva a pesar de todo. La misma chispa que había visto en los ojos de su esposa la primera vez que la conoció, la misma que se había apagado lentamente mientras la enfermedad se la llevaba y no iba a permitir que se apagara otra vez. No si podía evitarlo.

Cuando el sol comenzó a asomar por el horizonte, pintando el cielo de naranja y rosa, Jerónimo seguía ahí sentado junto a la cama, con los ojos cansados, pero alerta. Nayeli se movió ligeramente, gimiendo en sueños. Él se inclinó hacia adelante acercándose. “Estás a salvo”, murmuró. Aunque sabía que ella no podía escucharlo. Conmigo ya nadie te golpea.

Y en ese momento, mientras la luz del amanecer entraba por la ventana e iluminaba el rostro golpeado, pero no roto de la muchacha, Jerónimo Aranda hizo una promesa silenciosa. Pase lo que pase, cueste lo que cueste, esa muchacha tendría una oportunidad. una oportunidad de sanar, una oportunidad de vivir sin miedo, una oportunidad de ser algo más que la víctima que habían intentado convertirla. Nayeli despertó sin saber dónde estaba.

Lo primero que sintió fue la suavidad bajo su cuerpo, algo completamente ajeno a su memoria reciente. No era el suelo duro del cuarto donde la habían encerrado, ni la tierra del corral donde la habían exhibido como animal. Era una cama de verdad con colchón que cedía bajo su peso y sábanas que olían a la banda y a sol.

Abrió los ojos lentamente, parpadeando contra la luz suave que entraba por una ventana con cortinas blancas. El techo era de vigas de madera, sólidas y bien trabajadas. Las paredes estaban pintadas de un color claro, casi beige, sin manchas de humedad ni grietas. Había una cómoda de madera en una esquina, una jarra de agua sobre una mesita y un ramo de flores silvestres en un jarrón de barro. Todo estaba limpio, ordenado, tranquilo.

Intentó sentarse y un dolor agudo le atravesó las costillas. Dejó escapar un gemido y se dejó caer de nuevo sobre la almohada. Fue entonces cuando lo vio el hombre del sombrero oscuro estaba sentado en una silla junto a la cama, con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, como si se hubiera quedado dormido en esa posición incómoda.

La luz del amanecer le daba de lleno en el rostro y Nayeli pudo verlo con claridad por primera vez. era mayor que ella, tal vez de unos 35 o 40 años, con arrugas en las comisuras de los ojos que hablaban de muchos días bajo el sol. Tenía el cabello oscuro con algunas canas en las cienes, la mandíbula cuadrada y cubierta de barba de varios días.

Su rostro era duro, tallado en líneas rectas y ángulos marcados, pero no era cruel. Había algo en él que transmitía fuerza contenida, como un río que fluye constante sin necesidad de rugir. Nayeli lo observó en silencio, tratando de recordar qué había pasado. Fragmentos de memoria regresaron en oleadas.

El corral, las risas de los hombres, las manos sucias tocándola, la voz del subastador y luego este hombre apareciendo como sombra entre la multitud. 2000 pesos. El martillo cayendo, las cuerdas cortadas, la sensación de caer y luego nada más. Se tocó el rostro con cuidado y sintió las vendas limpias cubriendo su ceja, el labio hinchado, pero ya no sangrando.

Sus manos también estaban vendadas, las palmas raspadas cubiertas con tela suave. Alguien la había curado, alguien la había bañado, porque su piel ya no olía a sudor y a miedo, sino a jabón de hierbas. Alguien la había vestido con un camisón limpio de algodón blanco que le quedaba grande.

El hombre abrió los ojos de golpe, como si un instinto le hubiera avisado que ella estaba despierta. se enderezó en la silla y la miró directamente. Sus ojos eran de un marrón oscuro, casi negro, y en ellos había algo que Nayeli no supo identificar de inmediato. No era lujuria, no era hambre, era otra cosa, algo más parecido a la preocupación.

“Estás despierta”, dijo con voz ronca por el cansancio. “¿Cómo te sientes?” Nayeli no respondió de inmediato. Se quedó mirándolo tratando de entender qué estaba pasando, por qué no la había tocado mientras dormía, por qué había vendas limpias en lugar de nuevos golpes. ¿Dónde estoy? Preguntó finalmente con voz apenas audible. En mi rancho, respondió él, el horizonte seco.

Estás a salvo, a salvo. La palabra sonaba extraña, casi como un idioma que Nayeli había olvidado cómo hablar. ¿Por qué? Preguntó. Y la palabra salió cargada de todas las preguntas que no podía formular. ¿Por qué me compró? ¿Por qué me trajo aquí? ¿Qué quiere de mí? Jerónimo se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas. y la miró con una intensidad que la hizo querer apartar la vista, pero no pudo.

“No se compra a una mujer”, dijo con firmeza. “Se la rescata. A ti te estaban matando.” Nayeli sintió que algo se quebraba dentro de su pecho, algo que había estado sosteniéndola rígida durante días. Las lágrimas llegaron sin avisar, quemando sus ojos, rodando por sus mejillas magulladas. Lloró en silencio, sin soylozos, solo con lágrimas que no podía detener.

Jerónimo no se movió, no intentó tocarla ni consolarla con palabras vacías, solo se quedó ahí presente hasta que las lágrimas se secaron solas. Los días siguientes fueron extraños para Nayeli, como vivir en un mundo al revés, donde las reglas que conocía ya no aplicaban. Doña Remedios venía tres veces al día para cambiarle las vendas, darle test de hierbas que sabían amargo, pero la hacían dormir sin pesadillas, aplicarle unentos que olían a Romero y a Árnica.

La anciana era callada, pero amable, con manos suaves que nunca presionaban demasiado fuerte, con palabras murmuradas que sonaban más a rezos que a conversación. Come, niña,”, le decía mientras le traía caldo de pollo con verduras, “Tortillas recién hechas, agua fresca, tienes que recuperar fuerzas.” Y Nayeli comía, aunque al principio le costaba tragar, como si su garganta se hubiera olvidado de cómo hacerlo.

Pero el hambre era más fuerte que el miedo, y poco a poco comenzó a comer más, a sentir como su cuerpo respondía a la comida de verdad después de tanto tiempo de privación. Jerónimo aparecía por las mañanas y por las noches. No se quedaba mucho tiempo, solo lo suficiente para preguntar cómo estaba, si necesitaba algo, si el dolor había disminuido. Hablaba poco, pero escuchaba todo.

Con esa atención completa que Nayeli nunca había experimentado con ningún hombre. Cuando ella mencionó que le dolían las costillas al respirar, él trajo más almohadas para que pudiera dormir medio sentada. Cuando dijo que la luz de la mañana le molestaba los ojos, ajustó las cortinas para que entrara menos sol.

Pequeños gestos que no parecían gran cosa, pero que para Nayeli eran como milagros, porque significaban que alguien estaba prestando atención, que alguien se preocupaba por su comodidad. Al quinto día, Nayeli pudo levantarse de la cama. Le dolía todo, como si su cuerpo fuera un mapa de lugares rotos, pero el dolor ya no era insoportable. Caminó despacio hasta la ventana y miró hacia afuera.

El rancho se extendía ante sus ojos como un pequeño mundo completo. Corrales con caballos de pelaje brillante, establos bien construidos, un molino de viento que giraba lento contra el cielo azul. Campos que se perdían en la distancia hasta encontrarse con los cerros. Había peones trabajando a lo lejos, arreando ganado, reparando cercas.

Todo se veía ordenado, próspero, cuidado con mano firme. Era tan diferente de San Dolores del Llano que casi parecía estar en otro país. Esa tarde, cuando Jerónimo vino a visitarla, Nayeli estaba sentada en una silla junto a la ventana mirando el atardecer. Él entró con una bandeja que contenía té caliente y pan dulce.

“Te traje algo”, dijo dejando la bandeja sobre la mesita. Doña Remedios dice que ya puedes comer cosas más sólidas. Nayeli tomó la taza de té entre sus manos vendadas y sintió el calor reconfortante. Gracias, murmuró, “por todo, no solo por la comida, por todo.

” Jerónimo se sentó en la silla donde había pasado tantas noches, velándola, y asintió. No tienes que agradecerme. Hice lo que cualquier hombre decente habría hecho, pero eso no era cierto y ambos lo sabían. Cualquier hombre decente no había estado en ese corral, solo hombres indecentes. Y él, quiero trabajar, dijo Nayel y de repente. No puedo quedarme aquí sin hacer nada. No soy inválida.

Jerónimo la miró con algo parecido a la sorpresa. “Todavía estás recuperándote. Cuando estés bien, ya veremos. Pero no te preocupes por eso ahora.” Estoy bien ahora, insistió ella, aunque no era del todo cierto. Solo necesito moverme, hacer algo útil. No puedo estar encerrada en este cuarto, aunque sea un cuarto bonito. Es que me recuerda.

Jerónimo entendió sin que ella tuviera que explicar más. Está bien”, dijo después de un momento. “mañana, si te sientes con fuerzas puedes venir conmigo. Te enseñaré el rancho.” Pero nada de trabajo pesado, solo caminar, ver, conocer el lugar. Nayeli asintió sintiendo algo parecido al alivio.

A la mañana siguiente, Jerónimo la esperaba en el pórtico de la casa con dos caballos encillados. Uno era su alasán grande, el mismo que había usado para traerla la noche de la subasta. El otro era una yegua más pequeña, de color café claro, con una mancha blanca en la frente, de ojos dulces y temperamento tranquilo. “Esta es Canela”, dijo Jerónimo acariciando el cuello de la yegua.

Es mansa, perfecta para alguien que está aprendiendo o reaprendiendo. Nayeli se acercó con cuidado. Había montado caballos antes, cuando era niña, y su padre la llevaba a trabajar con él, pero eso había sido hace años. Tocó el cuello suave de canela y la yegua resopló suavemente como dándole la bienvenida. Jerónimo la ayudó a montar sosteniéndola por la cintura con cuidado de no presionar donde sabía que todavía tenía moretones.

Una vez que estuvo en la silla, él montó su propio caballo y le hizo una seña para que lo siguiera. Cabalgaron despacio por el rancho. Jerónimo le mostró los corrales donde criaban caballos para vender, los establos donde guardaban el ganado durante las tormentas, el pozo profundo que nunca se secaba ni siquiera en los veranos más crueles.

le presentó a algunos de los peones, hombres curtidos por el sol, que la saludaron con respeto, quitándose los sombreros, llamando la señorita, sin que nadie les hubiera dicho que lo hicieran. Le mostró los campos de maíz y frijol que cultivaban para consumo propio, el huerto donde crecían árboles frutales, la pequeña capilla de adobe donde se celebraban mis domingos.

Esto es todo, dijo finalmente, deteniéndose en una loma desde donde se podía ver el rancho completo extendido abajo como un cuadro. No es mucho, pero es mío. Es honesto y ahora también es tu hogar si quieres que lo sea. Nayeli lo miró buscando en su rostro alguna señal de trampa, de mentira, de intención oculta, pero solo encontró sinceridad. ¿Hasta cuándo?, preguntó.

¿Hasta cuándo puedo quedarme? ¿Hasta que tú decidas irte?”, respondió él, “O para siempre, si eso es lo que quieres. Aquí no eres prisionera, eres libre. Si mañana quieres irte, te daré un caballo y dinero para que empieces en otro lado. Pero si quieres quedarte, hay lugar para ti siempre.” Nayeli sintió que algo en su pecho, algo que había estado apretado como puño desde la muerte de su padre, comenzaba aflojarse. No sé qué quiero, admitió.

No sé quién soy ya. Todo lo que era se murió con mi padre. Jerónimo asintió despacio. Entonces descúbrelo aquí en paz, sin prisa, sin miedo. Las semanas pasaron como agua entre los dedos. Nayeli se volvió más fuerte cada día. Las heridas sanaron, dejando cicatrices pequeñas que algún día se desvanecerían.

Los moretones cambiaron de morado a verde, de verde a amarillo, hasta desaparecer por completo. Su cuerpo recordó cómo moverse sin dolor, cómo trabajar sin quebrarse. Jerónimo le enseñó a montar de verdad, no solo a sentarse en la silla, sino a comunicarse con el caballo, a entender sus señales, a moverse con él como si fueran uno solo.

le enseñó a leer el cielo, a saber cuándo vendrían las lluvias por el color de las nubes, cuándo haría calor por cómo se movían los pájaros. Le enseñó a cuidar los caballos, a cepillarlos, a revisar sus cascos, a alimentarlos en las cantidades correctas. Y ella aprendió todo con hambre de conocimiento, que había estado dormida durante años.

Pero Jerónimo también aprendió de ella. Aprendió que Nayeli tenía sentido del humor, que podía reír cuando hacía algo torpe, como caerse del caballo en el lodo. Aprendió que era terca de una manera que le recordaba a sí mismo, que no aceptaba ayuda hasta que la necesitaba de verdad. Aprendió que cantaba en voz baja cuando pensaba que nadie la escuchaba.

canciones viejas que su padre le había enseñado. Aprendió que le gustaba el café muy cargado por las mañanas y que le tenía miedo a las arañas, pero no a las serpientes. Aprendió que cuando estaba pensando en algo profundo, se tocaba el lóbulo de la oreja izquierda sin darse cuenta, pequeñas cosas que iban tejiendo entre ellos algo más complejo que la gratitud o el deber.

Una tarde, mientras descansaban bajo la sombra de un mesquite después de haber estado trabajando con los caballos, Nayeli se atrevió a hacer una pregunta que llevaba tiempo guardando. ¿Por qué vive solo? Un hombre como usted debería tener familia, esposa, hijos. Jerónimo se quedó callado tanto tiempo que ella pensó que no iba a responder. “Tuve esposa”, dijo finalmente. Se llamaba Lucía.

murió hace 5 años, una enfermedad que los doctores no supieron curar. Los niños que esperábamos nunca llegaron y después de que ella se fue, el rancho se volvió muy silencioso, muy vacío. Me acostumbré a la soledad, o eso creía. Nayeli sintió una punzada de empatía. Lo siento, no quería traer recuerdos tristes.

Él negó con la cabeza. No son solo tristes, también fueron buenos. Lucía llenaba este lugar de risas, de música, de vida. Cuando murió, me prometí que nunca volvería a dejar que alguien se acercara tanto, porque doler así una vez es suficiente. Pero entonces la miró directamente. Entonces te vi en ese corral y supe que no podía dejarte ahí.

No podía. y no me arrepiento. Si te digo, suscríbete al canal para no perderte más historias como esta, me harías muy feliz con tu apoyo. Las conversaciones entre ellos se volvieron más profundas, más frecuentes. Hablaban mientras trabajaban, mientras comían, mientras cabalgaban al atardecer por las tierras del rancho.

Jerónimo le contó sobre su juventud, sobre cómo había heredado el rancho de su padre y lo había convertido en algo próspero, sobre los errores que había cometido y las lecciones que había aprendido. A Yeli le contó sobre su padre, sobre cómo la había criado solo, sobre las noches en que pasaban hambre, pero nunca perdían la dignidad, sobre los sueños que había tenido de algún día tener su propio pedazo de tierra, de criar sus propios animales, de ser libre.

Y al contar esas historias, al compartir esos pedazos de sus vidas, algo creció entre ellos que ninguno de los dos se atrevía a nombrar todavía. Doña Remedios lo veía todo con ojos de anciana sabia, que había visto suficiente de la vida para reconocer el amor cuando comenzaba a florecer. Se lo dijo a Jerónimo una noche cuando él estaba sentado solo en el pórtico.

“Esa muchacha te mira diferente”, le dijo sin rodeos. “Y tú la miras diferente también. Cuidado, Jerónimo, el corazón es cosa frágil. Él no negó nada.” “Lo sé”, respondió, “pero, ¿qué hago? ¿Cómo le digo que cuando está cerca siento que este rancho vuelve a tener propósito, que cuando ríe me parece escuchar a la vida diciéndome que todavía hay tiempo, que todavía hay esperanza? Doña Remedios puso su mano arrugada sobre el hombro del ranchero. Se lo dices con la verdad o se lo dices con el tiempo, pero se lo

dices porque esa niña también siente algo. Lo veo en cómo te busca con la mirada cuando piensa que no estás viendo, en cómo sonríe cuando llegas, en cómo se arregla un poco más el pelo antes de salir a trabajar contigo. Pero Jerónimo tenía miedo, miedo de que Nayeli solo sintiera gratitud y él confundiera eso con algo más.

miedo de aprovecharse de alguien que había sido tan maltratada, miedo de que si le abría su corazón ella lo rechazara y entonces el rancho volvería a ser tan vacío como antes, pero peor, porque ahora sabría exactamente qué estaba faltando. Así que guardó silencio y siguió tratándola con respeto, con amabilidad, con una distancia que a veces dolía más que cualquier golpe físico.

Nayeli también tenía sus propios miedos. Miedo de malinterpretar la bondad de Jerónimo como algo más. Miedo de enamorarse de un hombre que tal vez solo sentía lástima. Miedo de que si le confesaba lo que sentía, él la viera diferente, la tratara diferente y perdiera este hogar que por fin la hacía sentir segura. Así que ella también guardó silencio, escondiendo sus sentimientos detrás de sonrisas amables y conversaciones superficiales sobre el clima y los caballos, pero los sentimientos no se esconden bien cuando dos personas pasan

tanto tiempo juntas. Se filtran en gestos pequeños, en como Jerónimo siempre se aseguraba de que Nayeli comiera primero antes que él, en cómo ella le preparaba café. exactamente como a él le gustaba, sin que él tuviera que pedirlo. Se filtran en miradas que duran un segundo más de lo necesario, en silencios cómodos que dicen más que las palabras.

Se filtran en cómo sus manos se rozaban al pasarse herramientas y ninguno se apartaba de inmediato. En cómo cuando Nayeli se lastimó el tobillo al bajar del caballo, Jerónimo la cargó hasta la casa, aunque ella insistía en que podía caminar. Y ninguno mencionó que él la sostuvo más cerca de lo estrictamente necesario.

Una noche, dos meses después de que Nayeli y llegara al rancho, estaban sentados en el pórtico mirando las estrellas. El aire era fresco y olía a tierra mojada porque había llovido por la tarde. Los grillos cantaban su sinfonía nocturna y a lo lejos se escuchaba el aullido de un coyote.

Nayeli había estado callada toda la noche, perdida en pensamientos que parecían pesados. Jerónimo finalmente preguntó, “¿Qué te preocupa?” Ella tardó en responder. Estaba pensando en mi padre, en cómo le habría gustado este lugar, en cómo habría estado orgulloso de verme así, fuerte, no asustada. Jerónimo asintió. Estoy seguro de que está orgulloso donde quiera que esté. Nayeli lo miró de lado.

Cree en esas cosas, en que los muertos nos ven. Quiero creer, respondió él, porque si es verdad, entonces Lucía puede ver que finalmente dejé entrar a alguien más, que finalmente el rancho volvió a sentirse como hogar. Nayeli sintió que su corazón latía más rápido. Eso soy para usted, hogar.

Jerónimo la miró directamente con esos ojos oscuros que parecían ver hasta el fondo de su alma. Eres más que eso, pero tengo miedo de decir qué más. Tengo miedo de arruinar esto, de asustarte, de perder lo que sea que tenemos. Nayeli respiró profundo. No me va a asustar y no lo va a arruinar porque yo siento lo mismo. Lo que sea que usted sienta, yo lo siento también.

Y me da tanto miedo que a veces no puedo dormir, pero el miedo no lo hace menos real. Jerónimo extendió su mano y Nayeli la tomó. Sus dedos se entrelazaron con una familiaridad que parecía tener años en lugar de semanas. No sé cómo se hace esto, admitió él. ¿Cómo se ama a alguien después de tanto tiempo de estar solo? Entonces aprendemos juntos, respondió ella, como aprendí a montar, como aprendí a leer el cielo, como aprendí a vivir sin miedo, un paso a la vez, despacio, pero juntos. Jerónimo apretó

su mano suavemente. Juntos. Me gusta como suena eso. A mí también, susurró Nayeli. Se quedaron ahí hasta tarde con las manos entrelazadas, mirando las estrellas sin necesidad de más palabras. Por primera vez desde que podía recordar, Nayeli se sintió completamente en paz.

No era solo la ausencia de miedo o de dolor. Era la presencia de algo nuevo, algo que crecía lento, pero firme como las plantas después de la lluvia. Era esperanza, era confianza, era la posibilidad de un futuro que no estuviera marcado por el pasado. Los días siguientes fueron diferentes, pero de una manera sutil.

Jerónimo y Nayeli no cambiaron su rutina de trabajo ni sus conversaciones, pero ahora había una calidez nueva en cada interacción. Él le tocaba el hombro al pasar y ella se inclinaba ligeramente hacia ese toque. Ella le sonreía de una manera que iluminaba su rostro entero y él se descubría sonriendo de vuelta sin poder evitarlo. Los peones del rancho lo notaron y sonreían entre ellos, pero no decían nada.

Doña Remedios rezaba sus rosarios y agradecía a los santos por haber traído luz de vuelta a la vida del patrón. Un atardecer, Jerónimo le pidió a Nayeli que cabalgara con él a un lugar especial. Montaron por casi una hora hasta llegar a una loma alta, desde donde se podía ver el rancho entero de un lado y del otro, extensiones de tierra que parecían no tener fin.

El cielo estaba pintado de naranjas y rosas y púrpuras, con el sol hundiéndose lentamente detrás de los cerros distantes. Jerónimo desmontó y ayudó a Nayeli a bajar. La llevó hasta el borde de la loma, donde había una roca plana perfecta para sentarse. Aquí venía con Lucía, dijo, era nuestro lugar. Cuando todo se ponía difícil, veníamos aquí a recordar por qué valía la pena seguir luchando. Nayeli sintió un nudo en la garganta.

¿Por qué me trae aquí? Porque quiero que sea nuestro lugar también, respondió él, tuyo y mío. Un lugar donde venir cuando necesitemos recordar que todo lo malo que pasó valió la pena porque nos trajo hasta aquí juntos. Nayeli se sentó en la roca y Jerónimo se sentó junto a ella tan cerca que sus hombros se tocaban.

Miraron el atardecer en silencio, pero era un silencio cómodo, lleno de cosas no dichas que no necesitaban palabras. Cuando el sol finalmente desapareció y las primeras estrellas comenzaron a aparecer, Nayeli recostó su cabeza en el hombro de Jerónimo y él pasó su brazo alrededor de ella. Gracias”, murmuró ella, “por rescatarme, por darme un hogar, por enseñarme que todavía puedo ser feliz.

” Jerónimo besó su cabeza suavemente. “Gracias a ti por recordarme que todavía puedo sentir, que todavía puedo amar, que la vida sigue valiendo la pena.” Cabalgaron de regreso al rancho bajo la luna llena, uno al lado del otro, con canela y el alzán, caminando al mismo paso, como si supieran que sus jinetes necesitaban estar cerca.

Cuando llegaron a la casa, Jerónimo ayudó a Nayeli a desmontar y por un momento se quedaron ahí frente a frente con las riendas todavía en las manos. Buenas noches dijo ella, “que descanses”, respondió él. Pero ninguno se movió. Finalmente, Jerónimo se inclinó y besó su frente suavemente, un beso que era promesa y protección. Al mismo tiempo, Nayeli cerró los ojos y dejó que ese beso la llenara de calidez.

Cuando abrió los ojos, él seguía ahí, mirándola como si fuera lo más valioso que había visto en su vida. Y tal vez lo era. Esa noche Nayeli durmió profundamente por primera vez en meses, sin pesadillas, sin sobresaltos. Soñó con campos verdes y caballos corriendo libres y con un hombre de ojos oscuros que la miraba como si fuera suficiente exactamente como era.

Y cuando despertó con la luz del amanecer, sonrió antes siquiera de abrir los ojos, porque sabía que ese sueño no era solo sueño, era su nueva realidad. Y por primera vez, desde que podía recordar, el futuro no le daba miedo, le daba esperanza. La paz duró exactamente 3 meses y 4 días. Nayeli lo sabría siempre porque había marcado cada amanecer feliz en su memoria como quien guarda tesoros.

tres meses y cuatro días de despertar sin miedo, de trabajar sin dolor, de sonreír sin tener que fingir. Tr meses y cuatro días de construir algo parecido a una vida junto a un hombre que la trataba como si fuera valiosa, simplemente por existir. Pero el pasado nunca muere del todo, solo espera agazapado como víbora bajo una piedra, esperando el momento preciso para atacar. Fue un sábado cuando llegaron.

El sol apenas comenzaba su descenso hacia el horizonte y Nayeli estaba en el corral ayudando a uno de los peones a entrenar un potro joven. Jerónimo había ido al pueblo a comprar provisiones y debía regresar antes del anochecer. El día transcurría tranquilo, con solo el sonido de los cascos del potro sobre la tierra y el viento meciendo los pastos secos. Entonces escuchó los caballos, muchos caballos, demasiados.

Se detuvo y miró hacia el camino que conducía al rancho. Una nube de polvo se levantaba a lo lejos, creciendo conforme se acercaba. Sintió que algo frío le recorría la espalda, un presentimiento que le erizó la piel. Los jinetes aparecieron como sombras oscuras contra el sol poniente.

Eran ocho hombres montados en caballos sudorosos, armados con rifles y pistolas que colgaban amenazantes de sus cinturones. Y al frente, montado en un caballo negro con arreos plateados que brillaban ostentosos, venía don Fulgencio Braborio, más gordo de lo que Nayeli recordaba, con el bigote ahora completamente gris y los anillos de oro reflejando la luz del atardecer, pero sus ojos eran los mismos, pequeños, crueles, llenos de una codicia que convertía a las personas en cosas.

Nayeli sintió que las piernas le temblaban, pero se obligó a quedarse firme. Los peones habían dejado de trabajar y se acercaban lentamente, formando un semicírculo protector a su alrededor. Eran solo cinco hombres contra ocho y ninguno estaba armado en ese momento. Las armas estaban guardadas en la casa, demasiado lejos para ser útiles. Ahora, Fulgencio detuvo su caballo a pocos metros de donde ella estaba.

y sonrió con esa sonrisa que Nayeli había visto en sus pesadillas durante tanto tiempo. Ahí estás, muchachita. Me costó trabajo encontrarte, pero sabía que eventualmente alguien me diría dónde te escondías. Nayeli alzó la barbilla, negándose a mostrar el terror que sentía. No me escondo. Este es mi hogar. Fulgencio ríó.

Una risa gruesa que hizo temblar su panza. Tu hogar. Qué chistosa eres. Tu hogar es donde yo diga que es. Me perteneces. Tu padre me debía y tú eres el pago. El hecho de que este ranchero de quinta te haya comprado no cambia nada. Vengo a reclamarte. Y si no vienes por las buenas, vendrás por las malas.

Uno de los peones, un hombre mayor llamado Esteban, que había trabajado para el padre de Jerónimo, dio un paso adelante. La señorita no va a ningún lado. El patrón no lo permitiría. Fulgencio lo miró con desprecio. El patrón no está aquí y cuando regrese, si intenta detenerme, terminará en el mismo agujero donde metí al padre de esta perra.

Fue entonces cuando escucharon el galope, un solo caballo acercándose rápido por el camino contrario. Jerónimo apareció montado en su alzán con las alforjas todavía cargadas de provisiones del pueblo. Debió haber visto a los jinetes desde lejos porque traía el rifle ya en la mano. Detuvo su caballo junto a la casa, desmontó de un salto y caminó hacia el grupo con pasos largos y decididos.

Su rostro era una máscara de piedra, pero sus ojos ardían con una furia fría que Nayeli nunca había visto antes. Los peones se apartaron para dejarlo pasar y él se colocó entre Nayeli y Fulgencio como un muro viviente. Fulgencio, dijo Jerónimo, y su voz era tan helada que podría haber congelado el aire. No esperaba el disgusto de tu visita. El cacique sonríó. Aranda, veo que sigues vivo. Qué lástima. Vengo por lo que me pertenece.

Esa muchacha es mía y me la llevo ahora. Jerónimo no se inmutó. Ella no es tuya. Nunca lo fue. Pagué por ella en buena ley. La puja fue limpia. Fulgencio escupió a un lado. Limpia. Esa subasta era un favor que me debían. La puja era solo para ver quién me ofrecía más. Pero la mercancía siempre fue mía.

Tu dinero no compró nada, excepto problemas. Ahora, apártate o aprende lo que les pasa a los que se meten en mis asuntos. Jerónimo levantó el rifle despacio, apuntándolo directamente al pecho de Fulgencio. Ella no es mercancía, es una persona y está bajo mi protección. Si quieres llevártela, vas a tener que pasar sobre mi cadáver.

Los hombres de Fulgencio movieron las manos hacia sus armas. Pero el cacique levantó una mano deteniéndolos. Mira nada más, el viudo solitario que se creció con una pistola. ¿Crees que puedes contra ocho hombres? ¿Crees que tu puntería es tan buena? Jerónimo no apartó la mirada ni bajó el rifle. Sé que antes de que tus hombres saquen sus armas, tú ya estarás muerto. Y sin ti, pagándoles.

¿Cuánto tiempo crees que seguirán peleando? Fulgencio dejó de sonreír. Eres un hombre muerto, Aranda. Solo que todavía no te has dado cuenta. Nayeli no pudo soportarlo más. Dio un paso adelante, colocándose al lado de Jerónimo. Si le disparan, a mí también tendrán que dispararme porque no voy a regresar con usted.

Prefiero morir aquí en mi hogar que vivir un día más bajo su sombra. Jerónimo la miró de reojo. Nayeli, vuelve a la casa ahora. Ella negó con la cabeza. No, ya no soy la muchacha asustada que usted rescató. Ya no huyo. Ya no me escondo. Si va a pelear por mí, peleo con usted. Jerónimo sintió algo expandirse en su pecho. Orgullo mezclado con terror.

Pero no había tiempo para discutir. Fulgencio ya había perdido la paciencia. Llévenlos”, ordenó el cacique y todo se volvió caos. Los hombres de Fulgencio desenfundaron sus armas al mismo tiempo. Jerónimo disparó primero, un tiro limpio que le voló el sombrero a Fulgencio y le abrió un surco en el cuero cabelludo.

El cacique gritó y se tiró de su caballo buscando cobertura. Los demás abrieron fuego y las balas comenzaron a silvar por el aire. Jerónimo empujó a Nayeli hacia el suelo y se tiró junto a ella detrás de un comedero de madera. Los peones corrieron hacia los establos buscando cualquier arma que pudieran encontrar. El aire se llenó de humo y polvo.

Los caballos relinchaban aterrados y corrían en todas direcciones. El ruido de los disparos era ensordecedor. Jerónimo se asomó por encima del comedero y disparó tres veces seguidas. Dos hombres cayeron de sus caballos. Uno no se volvió a levantar. El otro se arrastraba por el suelo agarrándose la pierna y maldiciendo.

Recarga! Le gritó Jerónimo a Nayeli mientras le pasaba su rifle y sacaba su pistola. Ella tomó el rifle con manos temblorosas pero firmes. Sacó las balas gastadas y metió cartuchos nuevos con movimientos que recordaba haber visto hacer a su padre mil veces. Listo. Gritó devolviéndole el arma.

Jerónimo la miró un segundo, sorprendido y orgulloso antes de volver a disparar. Esteban y otro peón habían llegado con escopetas viejas desde el establo y disparaban desde las ventanas. Una bala le dio a uno de los hombres de fulgencio en el hombro y lo hizo girar como trompo antes de caer. Ahora eran cinco contra cinco, pero los hombres del cacique tenían mejor posición y más municiones.

Las balas golpeaban el comedero haciendo saltar astillas de madera. Una pasó tan cerca de la cabeza de Nayeli que sintió el calor. Jerónimo la cubrió con su cuerpo. “Quédate abajo”, le ordenó. Ella obedeció, pero solo a medias, manteniéndose lo suficientemente baja para estar protegida, pero lo suficientemente alta para poder pasarle municiones.

La balacera duró lo que parecieron horas, pero probablemente fueron solo minutos. Fulgencio gritaba órdenes desde detrás de un barril donde se había refugiado. Mátenlos, mátenlos a todos. Quiero a la muchacha viva, pero al ranchero quiero verlo desangrado. Sus hombres peleaban, pero se notaba que no tenían el mismo fuego. Estaban ahí por dinero, no por lealtad.

Y conforme veían caer a sus compañeros, su entusiasmo disminuía. Jerónimo, en cambio, peleaba con la determinación de quien está protegiendo todo lo que le importa. Cada disparo era preciso, calculado, mortal. Otro hombre cayó con un grito, luego otro. Los que quedaban comenzaron a retroceder.

Uno de ellos, un tipo joven que no podía tener más de 20 años, tiró su rifle y levantó las manos. Yo no quiero morir por esto. Yo me voy. Se subió a su caballo y salió galopando, levantando una nube de polvo. Otro lo siguió casi inmediatamente. Ahora solo quedaban dos hombres además de Fulgencio, y ninguno parecía muy dispuesto a seguir peleando. Fulgencio lo vio y entendió que había perdido.

Su rostro gordo estaba rojo de rabia y de miedo. se puso de pie torpemente y comenzó a correr hacia su caballo. “Cobarde!”, gritó Jerónimo. “Siempre fuiste un cobarde. Solo eres valiente cuando tienes hombres que peleen por ti.” Fulgencio se detuvo y se dio la vuelta. sacó su pistola dorada, la misma que usaba para amenazar a los campesinos en San Dolores del Llano, y apuntó no hacia Jerónimo, sino hacia Nayeli. Si no puedo tenerte, nadie te tendrá, escupió.

El tiempo pareció detenerse. Nayeli vio el dedo de Fulgencio apretando el gatillo. Vio el cañón de la pistola apuntando directo a su corazón. vio su muerte acercándose como tren sin frenos. Pero Jerónimo fue más rápido. Se lanzó frente a ella al mismo tiempo que disparaba su rifle. Dos disparos sonaron casi simultáneos.

La bala de Fulgencio le dio a Jerónimo en el brazo izquierdo, haciéndolo girar. La bala de Jerónimo le dio al cacique en pleno pecho. Fulgencio cayó hacia atrás como árbol derribado. Su pistola dorada salió volando de su mano y aterrizó en el polvo. Se quedó tendido mirando al cielo, con los ojos abiertos, pero sin ver nada, con sangre brotando de su pecho, empapando su camisa cara.

Sus labios se movieron como si intentara decir algo, pero solo salió un sonido ahogado. Luego nada. Los dos hombres que le quedaban vieron caer a su patrón y simplemente se fueron. Montaron sus caballos y desaparecieron por el camino sin mirar atrás. El silencio que siguió fue casi tan ensordecedor como la balacera.

Solo se escuchaba el viento, el relinchar distante de los caballos asustados. y la respiración agitada de los que seguían vivos. Nayeli se levantó con las piernas temblorosas y corrió hacia Jerónimo. Él estaba de rodillas agarrándose el brazo herido del que emanaba sangre entre sus dedos. Su rostro estaba pálido bajo la capa de polvo y sudor. Nayeli cayó a su lado.

Está herido. Dios mío, está sangrando mucho. Hay que detener la sangre. Jerónimo la miró y sonrió débilmente. Estás bien, eso es lo único que importa. ¿Estás bien? Ella se quitó el pañuelo que llevaba al cuello y lo atóimo, apretando fuerte para detener la hemorragia. Claro que estoy bien, idiota terco, pero usted casi no está bien.

Casi se hace matar por mí. Se hizo matar por mí. Jerónimo levantó su mano buena y le tocó la mejilla. Siempre vale la pena. Tú siempre vales la pena. Las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Nayeli, pero no eran de tristeza, sino de algo más complejo. Alivio, amor, gratitud, miedo residual. Los peones llegaron corriendo.

Esteban ayudó a Jerónimo a levantarse mientras otro iba a buscar a doña Remedios. Llevaron al ranchero a la casa y lo recostaron en el sofá de la sala. La curandera llegó con su bolsa de remedios, vio la herida y comenzó a trabajar inmediatamente. La bala atravesó limpio, dijo después de examinar el brazo. No tocó el hueso.

Vas a quedar bien, Jerónimo, aunque vas a tener un brazo adolorido por un tiempo y una cicatriz que presumir. Jerónimo rió a pesar del dolor, como si necesitara más cicatrices. Doña Remedios limpió la herida, la cosió con puntadas pequeñas y parejas y la vendó con tela limpia. Nayeli se quedó a su lado todo el tiempo, sosteniendo su mano buena, apretándola cada vez que él hacía una mueca de dolor.

Cuando doña Remedios terminó, miró a ambos con ojos que habían visto demasiado de la vida para sorprenderse de nada. “Ustedes dos”, dijo sacudiendo la cabeza. van a ser la muerte mía con tanto drama, pero me alegro de que estén vivos. Ahora descansa, Jerónimo, y tú, niña, asegúrate de que descanse. Nada de trabajo por al menos una semana. Nayeli asintió solemnemente. Lo voy a atar a la cama si es necesario.

Doña Remedios sonríó. Estoy segura de que sí. Y salió dejándolos solos. Los peones se encargaron de los cuerpos. Fulgencio y sus hombres muertos fueron envueltos en lonas y llevados de regreso a San Dolores del Llano en una carreta. Esteban cabalgó hasta el pueblo para informar al alguacil lo que había pasado.

El Alguacil, un hombre viejo que había sufrido bajo el yugo de Fulgencio durante años, escuchó el relato y simplemente asintió. Defensa propia, dijo, “Nadie va a llorar a ese demonio. Hizo suficiente daño en su vida, que se pudra.” Y ese fue el fin de don Fulgencio Braborio, el cacique de San Dolores del Llano.

Su muerte no fue lamentada, su entierro no fue asistido, su nombre eventualmente se olvidó. Borrado por el tiempo como lluvia, borra las huellas en el polvo. Las semanas siguientes fueron de recuperación. Jerónimo sanó despacio, pero seguro, bajo los cuidados constantes de Nayeli. Ella le cambiaba las vendas dos veces al día, le preparaba tes aceleraban la sanación, le hacía comer aunque él dijera que no tenía hambre.

lo obligaba a descansar cuando intentaba volver al trabajo demasiado pronto. Y por las noches se sentaba junto a su cama y le leía en voz alta de los pocos libros que había en la casa, hasta que él se quedaba dormido con una sonrisa en el rostro. Una tarde, cuando ya habían pasado tres semanas y la herida estaba casi completamente sanada, Jerónimo le pidió a Nayeli que caminara con él.

Fueron a la loma donde habían visto juntos el atardecer aquella vez, el lugar que él había compartido con ella como símbolo de confianza. Se sentaron en la misma roca plana y miraron el horizonte donde el sol comenzaba su descenso. Jerónimo tomó la mano de Nayeli entre las suyas y la miró con una seriedad que ella no había visto antes. Tengo algo que decirte, comenzó, algo que debí decir hace tiempo, pero no encontraba las palabras correctas.

Nayeli sintió que su corazón se aceleraba. Dígame lo que sea. Jerónimo respiró profundo. Cuando te traje a este rancho, te dije que eras libre, que podías quedarte o irte cuando quisieras. Y eso sigue siendo cierto, pero tengo que ser honesto contigo. No te traje aquí solo por compasión. No te quedaste solo por gratitud.

Al menos no de mi parte. Me enamoré de ti, Nayeli, de tu fuerza, de tu risa, de cómo llenas esta casa de vida. de cómo me hace sentir que todavía hay razones para despertar cada mañana. Y no quiero que te quedes como invitada, no quiero que te quedes como trabajadora, quiero que te quedes como mi esposa, si tú quieres, si yo no estoy malinterpretando lo que siento que hay entre nosotros.

Las lágrimas comenzaron a rodar por el rostro de Nayeli antes de que pudiera detenerlas. No está malinterpretando nada. Yo también me enamoré de usted, de su bondad, de su paciencia, de cómo me hace sentir segura, de cómo me ve no como la víctima que fui, sino como la persona que soy. Sí quiero ser su esposa, más que cualquier cosa en este mundo. Jerónimo sacó un anillo de su bolsillo.

Era simple, solo una banda de platos, pero para Nayeli era el objeto más hermoso que había visto. Este era de mi madre”, dijo mientras se lo ponía en el dedo. “Mi padre se lo dio cuando eran pobres y no podía comprar nada elegante, pero ella lo usó hasta el día que murió porque decía que valía más que todo el oro del mundo, porque venía del amor.

Quiero que tú lo uses ahora” como símbolo de que esto no es compra, ni deuda ni obligación, es elección, es amor. Mayeli miró el anillo brillando en su dedo y sintió que su corazón estaba tan lleno que podría estallar. Lo voy a usar con orgullo y lo voy a atesorar. Y algún día, si tenemos hijos, se lo daré a nuestro hijo para que se lo dé a la persona que ame.

Y así seguirá de generación en generación recordando esta historia, recordando cómo el amor puede nacer hasta de las cenizas de la tragedia. Jerónimo la abrazó y ella se acurrucó contra su pecho, escuchando los latidos firmes de su corazón. Se quedaron así hasta que las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo, sostenidos el uno por el otro, sabiendo que habían encontrado algo que mucha gente busca toda la vida y nunca encuentra. La boda se celebró un mes después en la pequeña capilla del rancho. Nayeli usó un vestido blanco

simple que doña Remedios había cosido con sus propias manos con flores silvestres tejidas en su cabello. Jerónimo usó su mejor traje, negro con camisa blanca, con el brazo todavía ligeramente rígido, pero funcional. El padre del pueblo cercano vino a oficiar la ceremonia. Los peones del rancho asistieron todos lavados y con sus mejores ropas, sonriendo ampliamente.

Algunos vecinos de ranchos cercanos también vinieron, curiosos por conocer a la mujer que había conquistado el corazón del viudo más terco del territorio. La ceremonia fue simple, pero hermosa. Nayeli y Jerónimo intercambiaron votos escritos por ellos mismos.

Ella prometió ser su compañera en las buenas y en las malas, su apoyo cuando flaqueara, su alegría cuando la tristeza amenazara. Él prometió ser su refugio siempre, su protector cuando lo necesitara, su igual en todas las decisiones. Prometieron construir juntos una vida basada en respeto, en confianza, en amor verdadero, que no se marchita con el tiempo, sino que crece más fuerte. Cuando el Padre dijo, “Pueden besarse.

” Jerónimo tomó el rostro de Nayeli entre sus manos con una ternura que la hizo temblar. y la besó suavemente mientras todos aplaudían. La celebración después fue alegre y llena de vida. Hubo comida abundante preparada por doña Remedios y las mujeres del pueblo. Mole, tamales, arroz, frijoles, tortillas recién hechas, dulces tradicionales.

Hubo música de guitarras y violines. Los peones bailaron con torpeza, pero con entusiasmo. Jerónimo y Nayeli abrieron el baile moviéndose juntos con una coordinación natural que venía de conocerse bien, de haber trabajado lado a lado, de haberse convertido en equipo antes de convertirse en esposos.

El viento del llano soplóve esa noche, como si la tierra misma estuviera celebrando con ellos. Cuando todos se fueron y la casa finalmente quedó en silencio, Jerónimo llevó a Nayeli en brazos, atravesando el umbral de su habitación. Ya no era el cuarto de huéspedes donde ella había despertado meses atrás. Era su habitación ahora, su hogar, su futuro.

La dejó suavemente sobre la cama y se sentó junto a ella. “Señora Aranda”, dijo con una sonrisa. “¿Cómo suena eso, Nayeli? sonríó de vuelta. Suena perfecto. Suena como que por fin llegué a donde se supone que debo estar. Jerónimo le acarició el cabello. Estás donde mereces estar, en un lugar donde eres amada, donde eres valorada, donde nunca más tendrás que tener miedo. Y ella supo que era verdad.

Los meses se convirtieron en años. Nayeli se transformó completamente en doña Nayeli Aranda, señora del rancho El Horizonte Seco. Aprendió a administrar las cuentas junto a Jerónimo, a negociar con los compradores de ganado, a tratar a los peones con firmeza, pero con justicia. El rancho prosperó bajo su administración conjunta.

Tuvieron dos hijos, un niño y una niña, que crecieron fuertes y libres corriendo entre los corrales y los campos. Nayeli les contaba historias por las noches, historias sobre su abuelo earisto que nunca conocieron, pero cuyo espíritu vivía en cada palabra. les enseñó que la dignidad no se compra ni se vende, que el amor verdadero se demuestra con acciones, no con palabras, que siempre hay que luchar por lo que es correcto, aunque el camino sea difícil.

Jerónimo envejeció con gracia a su lado, con más canas, pero con la misma fuerza en sus ojos. seguía mirando a Nayeli como si fuera lo más valioso del mundo, incluso después de años de matrimonio, incluso en las mañanas, cuando apenas despertaban con el cabello revuelto y los ojos hinchados, especialmente entonces porque esos eran los momentos más reales, más honestos, más hermosos.

Una tarde, muchos años después de aquella boda en la capilla, Nayeli estaba sentada en el pórtico de la casa mirando el horizonte. Tenía el cabello recogido en un moño con algunas hebras grises entretejidas con el negro. Sus manos, callosas por el trabajo, pero suaves cuando acariciaban, descansaban sobre su regazo.

A su lado estaba Jerónimo, con más arrugas alrededor de los ojos, pero con la misma mirada firme. Sus hijos jugaban en el corral con los caballos. El viento soplaba suave, trayendo el olor a tierra mojada porque había llovido por la mañana. ¿Alguna vez te arrepientes?, preguntó Jerónimo de repente, de haberte quedado, de haberte casado conmigo, de esta vida.

Nayeli lo miró sorprendida. ¿Cómo puedes preguntar eso? Cada día me despierto agradecida. Cada día bendigo el momento en que apareció en ese corral. Cada día celebro que me diera la oportunidad de ser esto. Una mujer completa, una esposa amada, una madre orgullosa. Mi vida comenzó el día que usted me rescató.

Todo lo anterior era solo sobrevivir. Esto es vivir. Jerónimo tomó su mano y la apretó suavemente. Mi vida también comenzó ese día. No lo sabía entonces, pero lo sé ahora. eras exactamente lo que necesitaba y soy el hombre más afortunado del mundo por haberte encontrado.

Se quedaron así hasta que el sol se ocultó completamente con las manos entrelazadas, mirando su rancho, su hogar, su reino pequeño pero perfecto, construido sobre amor y respeto. La historia de Nayeli, la muchacha que había sido subastada, ensangrentada y rescatada por un ranchero silencioso, se convirtió en leyenda en la región.

La gente la contaba en las cantinas y alrededor de las fogatas. La contaban como ejemplo de que hasta de la oscuridad más profunda puede nacer la luz, que hasta del dolor más cruel puede surgir la esperanza, que el amor verdadero no conoce límites ni fronteras ni circunstancias. Y cuando Nayeli finalmente murió muchos años después, rodeada de sus hijos y nietos con Jerónimo, sosteniendo su mano hasta el último suspiro, fue enterrada en la loma, donde él le había propuesto matrimonio.

Su tumba miraba hacia el horizonte que tanto amaba, con una inscripción simple tallada en la piedra. Aquí yace Nayeli Aranda, quien dejó de ser víctima y se convirtió en leyenda. amada esposa, madre devota, mujer libre, y junto a su tumba, años después, descansaría Jerónimo con su propia inscripción. Aquí yace Jerónimo Aranda, quien supo que el verdadero valor de un hombre se mide por cómo trata a quienes no pueden defenderse. Esposo fiel, padre amoroso, protector eterno.

Pero esa tarde, en el pórtico, con el sol escondiéndose y sus hijos riendo a la distancia, ninguno de los dos pensaba en finales. pensaban solo en ese momento perfecto, en esa paz ganada con sangre y lágrimas y coraje. Pensaban en cómo habían convertido su tragedia en triunfo, su dolor en poder, su oscuridad en luz.

Y mientras el viento del llano soplaba suave alrededor de ellos, Nayeli supo con absoluta certeza que su historia, que había comenzado en el lugar más oscuro imaginable, había terminado exactamente donde debía. en casa, amada, completa, libre.