“LÁRGATE DE MI CASA, VIEJO. HUELES A TIERRA Y A FRACASO.”
Esa fue la última frase que me lanzó Sofía, mi hija, la abogada. No la doctora, esa fue la de Javier. Y tampoco el ingeniero, ese fue Mateo. A los tres les di la vida, y para darles un futuro, les entregué la mía. Ahora, parado frente a la puerta de caoba que costaba más que toda mi cosecha de un año, sus palabras me reventaron el alma como un rayo parte un árbol viejo. El eco de la puerta cerrándose en mi cara fue el sonido de mi corazón terminando de romperse.
Todo comenzó hace treinta años, en mi parcela de San Jacinto. Yo era Arturo, un hombre cuyo único capital eran sus manos callosas y un terreno fértil que mi padre me heredó con una advertencia: “La tierra nunca traiciona, mijo. La gente, sí”. Qué sabio era mi viejo. Mi esposa, Elena, murió trayendo al mundo a Mateo, el más pequeño, dejándome con tres bocas que alimentar y tres futuros que forjar. Y me lo juré ante su tumba: mis hijos no iban a tener las manos rotas como yo. No iban a conocer el sol que quema la piel y la helada que se mete en los huesos.
Así que trabajé. De sol a sol. Vendí la mitad de la parcela para pagarle la universidad de medicina a Javier, el mayor. Lloré en silencio cuando se fue, pero me llenaba de orgullo decirle a la gente del pueblo: “Mi hijo va a ser doctor”. Cuando Sofía quiso ser abogada, vendí el ganado, mis vacas premiadas que eran mi orgullo, para pagarle la escuela de leyes en la capital. “Mi niña va a defender a los justos”, presumía yo, ingenuo. Y para Mateo, el ingeniero, hipotequé la casa y el último pedazo de tierra que me quedaba. Se fueron los tres, uno tras otro, con promesas de volver, con besos que se enfriaron con la distancia.
Al principio llamaban. Cada domingo. Luego, cada mes. Después, solo en mi cumpleaños o en Navidad, con una voz apurada, llena de excusas. “Papá, estoy muy ocupado”. “Pá, te mando algo de dinero la otra semana”. El dinero rara vez llegaba. Y cuando lo hacía, se sentía como una limosna que me daban para acallar su conciencia. Yo nunca les pedí nada. Sobrevivía con mi pequeña hortaliza y la ayuda de los vecinos, que me miraban con una mezcla de lástima y respeto. “Don Arturo, sus hijos son gente importante”, me decían. Yo sonreía, pero por dentro un frío me recorría el cuerpo. Un frío llamado soledad.
Hace seis meses, el doctor del pueblo me lo dijo sin rodeos. El cansancio que sentía no era por la edad. Era un mal en la sangre, uno que avanzaba rápido y no perdonaba. Me quedaban, con suerte, unos meses. No le tuve miedo a la muerte. Le tuve miedo a morir solo. Pero había algo más. Un último deber de padre.
Unos empresarios habían llegado a San Jacinto. Un nuevo corredor industrial iba a pasar justo por aquí. Y el pedazo de tierra que hipotequé, el último, el que estaba a nombre de mis tres hijos, valía ahora una fortuna. Millones. El papel de la hipoteca estaba casi liquidado, solo faltaba un último pago fuerte que yo no podía hacer. Pero con ese papel en mano, mis hijos serían ricos. Podrían asegurar su futuro para siempre.
Así que junté mis pocos ahorros, me puse mi mejor camisa, la planchada con el calor de una olla, y tomé un camión a la capital. Fueron ocho horas de viaje, con el cuerpo adolorido y el corazón lleno de una ilusión estúpida. Imaginé sus abrazos, quizás una lágrima de sorpresa. Imaginé sentarme en su mesa y contarles de la tierra, de sus raíces.
Llegué al edificio de Javier. Un monstruo de cristal y acero. El portero me miró de arriba abajo, con asco. “Vengo a ver a mi hijo, el doctor Javier Rojas”. Su risa fue mi primera bofetada. Tras una llamada, me dejó pasar, no sin antes advertirme que usara el elevador de servicio. En el penthouse, Javier me abrió. Llevaba una bata de seda. Detrás de él, aparecieron Sofía y Mateo. Estaban celebrando algo. Se quedaron helados al verme. Sus sonrisas se borraron, reemplazadas por una máscara de horror.
“Papá, ¿qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a venir sin avisar?”, siseó Javier.
“Mírate nomás cómo vienes”, dijo Sofía, tapándose la nariz. “Hueles a pueblo, a tierra mojada”.
Yo solo atiné a extender una mano temblorosa, con el sobre amarillento donde guardaba los papeles de la hipoteca. “Hijos, les traigo una noticia… es sobre la tierra”.
“No nos interesa tu tierra, papá”, cortó Mateo, el más cobarde, sin poder mirarme a los ojos. “Estamos en una reunión importante. Nos estás haciendo pasar una vergüenza”.
Fue entonces que Sofía se acercó, con los ojos llenos de una frialdad que jamás le había visto. Me arrebató el sobre, lo abrió, y al ver los papeles de la hipoteca, soltó una carcajada seca, cruel. “¿Vienes a pedirnos dinero para esto? ¿Para salvar tu mugre pedazo de lodo? Entiende, papá. Nosotros ya no pertenecemos a ese mundo. Somos otra cosa”.
Luego, pronunció la frase. La frase que se convirtió en mi epitafio. “Lárgate de mi casa, viejo. Hueles a tierra y a fracaso”. Javier me empujó suavemente hacia la puerta y Mateo simplemente se dio la vuelta. La puerta se cerró.
El viaje de regreso fue una niebla de dolor. El camión se sacudía, y con cada bache, sentía que un pedazo de mi vida se desprendía. Ya en mi casa vacía, me senté en mi catre. Abrí el sobre que Sofía me había tirado al pecho antes de cerrar la puerta. Saqué los papeles de la hipoteca y, debajo de ellos, el papel que no llegaron a ver: la oferta de compra de los empresarios. Una cifra con tantos ceros que me mareó.
Miré mis manos, agrietadas y sucias de la tierra que ellos tanto despreciaban. La tierra que iba a convertirlos en reyes y que ahora se sentía como ceniza en mis dedos. ¿Justicia? ¿Venganza? No. Ya no tenía fuerzas para eso. Solo me quedaba un último acto de amor, o quizás, el acto final de mi propia estupidez.
A la mañana siguiente, fui con el notario del pueblo. Pagué el resto de la hipoteca con el dinero de la oferta, poniendo la tierra a mi nombre. Luego, firmé la venta. Con el dinero en el banco, hice mi testamento. Dejé una pequeña parte para mis vecinos, los que me dieron un plato de frijoles cuando mis hijos me daban la espalda. El resto, los millones, los doné para construir una escuela y un hospital en San Jacinto. La única condición fue que llevaran el nombre de mi esposa, Elena. El nombre de la madre que nunca los hubiera abandonado.
Mis hijos no sabrán nada de esto hasta que yo muera. Recibirán una carta notificándoles que la tierra que despreciaron ya no existe y que su herencia fue el futuro de los hijos de otros.
Quizás, algún día, entiendan. O quizás no. Ya no importa. La tierra, como dijo mi padre, no traiciona. Me dio todo, y yo se lo devolví a ella, al pueblo. A mis hijos les di mis manos, mi sudor y mis sueños.
Ellos me enseñaron que la peor pobreza no es la del bolsillo, sino la de un corazón donde ya no cabe la gratitud.
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