
Hay momentos en la vida en los que uno piensa: “Esto no puede estar pasándome a mí”, pero pasó. Y si tú eres camionero como yo, seguramente ya viviste algo que rozó lo imposible.
Me llamo Joaquín, pero en la carretera todos me conocen como “el güero del Norte”. Llevo más de 20 años manejando tráiler de punta a punta por México. He cruzado de Matamoros hasta Chiapas, he dormido en las peores gasolineras, he comido tacos en los mejores y peores puestos del país, pero nunca, nunca pensé vivir algo como lo que te voy a contar.
Era una noche lluviosa, de esas que oscurecen hasta el alma. Venía bajando por la carretera 57 rumbo a Querétaro, después de una entrega en San Luis Potosí. Con el tanque casi vacío y los párpados pesados, decidí parar en una gasolinera cerca de San Juan del Río: un OXXO encendido, un café barato, un baño decente… ya sabes, lo básico para sobrevivir al turno nocturno mientras llenaban el tanque del Volvo blanco que manejo desde hace años.
Entré a la tienda y fue ahí, entre el estante de botanas y la máquina de café, donde la vi: una mujer mayor, vestida con un hábito gris y velo blanco, parada quieta como si el mundo girara a su alrededor y ella estuviera atrapada en otra realidad. Tenía las manos entrelazadas, los ojos perdidos, como buscando algo o a alguien. Se me hizo un nudo en la garganta. No era normal ver a una monja sola, mucho menos en una gasolinera y menos aún de noche.
Me acerqué despacio, con respeto.
—Buenas noches, madre. ¿Se encuentra bien?
Ella giró su rostro con lentitud. Tenía el cabello completamente blanco bajo el velo, arrugas profundas y unos ojos que hablaban de bondad, pero también de confusión.
—Buenas noches, hijo… estoy… estoy buscando el camino de regreso, pero no sé dónde estoy.
Su voz era frágil, temblaba como si el alma se le quebrara en cada palabra. Le pregunté si sabía el nombre del convento. Me dijo que creía vivir en uno que tenía un jardín con una imagen de San Francisco de Asís, había árboles grandes, flores y una campana antigua. Me dijo, mirando al suelo:
—Pensé en el convento de Santa Mónica, en Puebla. Había estado ahí hace unos años con una carga especial; recordaba el jardín, la estatua de San Francisco y el sonido de esa campana vieja que tocaban al amanecer.
—Podría ser… entonces… —vino la lucha interna—. Tenía una entrega urgente en la madrugada, en Celaya; ya iba justo de tiempo. Si me desviaba, perdería el bono, me descontarían del pago y seguro me caerían con una multa. Pero, ¿cómo dejar a esa mujer ahí? ¿Y si era mi madre? ¿Y si fuera la tuya?
Respiré profundo y le dije:
—Madre, si usted confía en mí, súbase al camión; vamos a buscar ese convento. No sé cómo, pero la voy a llevar a casa.
Ella me miró. Y lo juro, la Virgen de Guadalupe, en ese momento, sonrió con los ojos llorosos.
—Dios lo bendiga, hijo. Dios lo puso en mi camino.
Le ayudé a subir, cerré la puerta de la cabina, encendí el motor, y así empezó la que hasta hoy ha sido la carga más importante que he llevado en toda mi vida. Y todavía no sabíamos que el verdadero milagro aún estaba por ocurrir.
El motor del Volvo rugía mientras salíamos de la gasolinera. La lluvia comenzaba a calmarse, pero el aire seguía frío y el silencio dentro de la cabina era casi sagrado. Doña Beatriz —así me dijo que se llamaba— iba sentada a mi lado, mirando por la ventana, como si intentara reconocer el mundo que la había olvidado. Yo manejaba con el corazón dividido: una parte de mí quería acelerar y entregar la carga, cumplir con el trabajo, seguir como siempre; pero la otra… la otra ya estaba entregada a esa misión sin mapa que me había caído del cielo.
—Madre Beatriz, ¿recuerda algo más del convento? ¿Algún nombre, una calle, una ciudad? —se quedó pensativa, tardó en contestar—. Había muchas bugambilias en la entrada, una reja negra con el símbolo de un cordero y la imagen de San Francisco; las campanas sonaban todos los días al amanecer.
Yo conocía varios conventos en mi ruta, pero esa descripción me hacía pensar en uno muy específico: el convento de Santa Mónica, en Puebla. ¿Sería ese o estaba mezclando recuerdos? Tomé la carretera rumbo a Atlixco, pensando que, si no era allí, al menos estaría más cerca de zonas con comunidades religiosas.
Mientras tanto, intenté distraerla un poco.
—Siempre ha sido iosa, madre.
—Desde joven, hijo, me entregué a Dios. A los 18 nunca tuve hijos, pero cuidé de muchos niños huérfanos, niñas abandonadas… todos ellos fueron mi familia. —Su voz tembló—. Pero ahora a veces me pierdo, a veces olvido hasta mi propio nombre.
Eso me rompió. Ella no lo decía con lástima, lo decía con resignación, como quien ya ha hecho las paces con sus fallas: una santa sin templo, una madre sin hijos, una luz que titila antes de apagarse. Me dieron ganas de abrazarla, pero solo apreté el volante con más fuerza.
Paramos más adelante, en un pequeño parador cerca de Huamantla. Ella necesitaba ir al baño, y yo necesitaba tiempo. Llamé desde mi celular a varios conventos; algunos me escucharon con atención, otros pensaron que era una broma. Nadie conocía a una hermana Beatriz desaparecida, hasta que llamé al convento de Santa Mónica.
Del otro lado de la línea, una voz suave y agitada contestó:
—¿Dice que trae con usted a la hermana Beatriz? Una mujer mayor, cabello blanco, hábito gris.
—Sí, está conmigo, ahora mismo la encontré anoche en una gasolinera.
Hubo silencio y luego sollozos.
—Lleva dos días desaparecida, pensamos que… que le había pasado algo.
—No tiene idea lo que acaba de hacer, señor.
—Mi nombre es Joaquín, voy en camino. En unas horas estaremos allá.
Colgué y me quedé mirando la lluvia que comenzaba otra vez a golpear el parabrisas. Entré a la cabina; ella ya estaba sentada, tranquila.
—Madre, ya encontramos su hogar. —Ella giró el rostro como si acabara de despertar de verdad—. Vamos rumbo a Puebla; las hermanas la están esperando.
Y en ese momento, por primera vez, vi su cara completamente en paz. Cerró los ojos, sonrió y dijo:
—Gracias, hijo. No sé cómo, pero sabía que Dios me iba a mandar a alguien como tú.
Volví a encender el motor. Me desvié completamente de mi ruta. Ya no importaba la entrega ni el retraso ni la multa; en ese momento, solo me importaba llegar al convento y entregar la carga más sagrada de mi vida.
Tomamos la desviación hacia Puebla. Mientras el cielo se abría poco a poco, la tormenta había pasado, pero el aire seguía denso. En el retrovisor, el horizonte aún estaba cubierto por nubes grises. En el asiento del copiloto, hermana Beatriz dormía profundamente, como una niña que por fin encuentra paz en el regazo de alguien confiable. Yo miraba el camino, pero tenía la mente en otro lugar. Ya no pensaba en la entrega atrasada ni en la posible multa; pensaba en cómo es posible que alguien tan vulnerable haya sido abandonado por el sistema, por la ciudad, por las calles. Y si yo no hubiese parado, ¿cuántos pasaron junto a ella sin verla? ¿Cuántos prefirieron ignorarla?
Cuando pasamos por Texmelucan, ella se despertó.
—¿Dónde estamos? —preguntó con voz suave.
—Ya cerca, madre. Vamos rumbo al convento.
Sus ojos brillaron con algo entre esperanza y miedo, como si no estuviera segura de que realmente llegaríamos. Me detuve en una tiendita de pueblo para comprarle una botella de agua y un pan dulce. Le ofrecí el pan y ella lo sostuvo con manos temblorosas.
—Gracias, hijo. ¿Cómo dijiste que te llamabas?
—Joaquín, madre. Pero los de la carretera me dicen “el güero del Norte”.
Ella sonrió, aunque parecía no entender del todo.
—Tienes buen corazón, Joaquín.
Seguimos por unos kilómetros más, hasta que finalmente el GPS marcó el último giro. A lo lejos, vi los muros de piedra del convento de Santa Mónica, escondido entre árboles y casas antiguas, con su famosa campana silenciosa colgando sobre el pórtico. Frené frente al portón negro, toqué el claxon suavemente. En segundos, una joven hermana salió apresurada, con el hábito ajustado por el viento, abrió la reja y gritó:
—¡Madre Beatriz!
Ella bajó lentamente; sus piernas no le respondían del todo, así que bajé de la cabina y la ayudé. Caminó tambaleante hacia la entrada y, en cuanto cruzó el umbral, otra hermana se acercó y la abrazó con fuerza. Lloraban todas, hasta yo.
—Usted fue quien la trajo, ¿me equivoco? —me preguntó una de las hermanas.
—Sí, la encontré en una gasolinera en San Juan del Río. Estaba desorientada, no supe qué más hacer que traerla de regreso.
La hermana me miró con los ojos llenos de gratitud.
—No sabe lo que ha hecho. Creíamos que no… a verla. Ella se fue sin avisar. Como ya tiene Alzheimer, a veces olvida quién es.
—Me invitaron a pasar, pero les dije que debía seguir. Me esperaban horas de camino y seguro una buena llamada de atención de parte del patrón.
—¿Puedo al menos darle algo para el camino? —dijo una de ellas.
—Solo recen por mí, madre —respondí con una sonrisa cansada. Subí al camión. Antes de cerrar, escuché la voz de Beatriz detrás de mí:
—Joaquín, no olvides que Dios también cuida de los que cuidan a otros.
No pude decir nada. Solo levanté la mano, cerré la puerta y arranqué. La carretera me esperaba. El camino de regreso era largo, pero algo dentro de mí ya no era el mismo. Me sentía más liviano, como si por un momento la vida me hubiera dejado ver lo que realmente importa. Y aún no sabía que, al día siguiente, algo inesperado iba a suceder, algo que me demostraría que a veces los actos de bondad viajan más lejos de lo que imaginamos.
Volví a la carretera con el corazón tranquilo, pero con la cabeza cargada. Sabía perfectamente lo que me esperaba: el retraso ya era irreversible. Iba casi cuatro horas tarde y, aunque la carga no era perecedera, el cliente era de esos que cuentan los minutos como si fueran diamantes. El sol ya se estaba escondiendo detrás de los cerros cuando llegué al destino final, un almacén en las afueras de Celaya. Apenas me estacioné, el encargado salió con la cara que uno ya reconoce: frustración, coraje y un celular en la mano.
—¿Usted es Joaquín? —preguntó con el seño fruncido.
—Así es. Su jefe quiere hablar con usted, urgente.
Tomé el teléfono y escuché la voz de Don Arturo, el despachador de la empresa, firme como siempre.
—¿Qué pasó, güero? ¿Te dormiste o se te ponchó la llanta? El cliente está furioso. ¿Sabes el problema que me metiste con esto?
Respiré profundo. Pude haberme inventado una excusa: una falla mecánica, un embotellamiento, lo que fuera. Pero decidí decir la verdad:
—Me desvié para llevar a una monja perdida de vuelta a su convento. Estaba sola, con Alzheimer, no podía dejarla. La encontré en una gasolinera de San Juan del Río.
Del otro lado, silencio largo. Y después:
—Entiendo, pero igual te van a descontar el bono y vas a recibir una llamada de recursos humanos. No puedo hacer más, hermano.
—Está bien, Don Arturo. Hice lo que sentí que era correcto.
Colgó. Y yo, sorprendentemente, me sentí aliviado. Dormí esa noche en el camión, en un paradero rumbo a León. Desperté con los primeros rayos del sol y, mientras calentaba café en mi termo, me llegó una llamada desconocida.
—Bueno, señor Joaquín, habla la madre superiora del convento de Santa Mónica, en Puebla.
Me quedé en silencio por un segundo; no esperaba eso.
—Sí, soy yo.
—Ocurrió algo: hermana Beatriz amaneció distinta hoy, más clara, recordó su nombre completo, el camino de regreso e incluso su habitación. Dijo que usted la cuidó como a su propia madre y pidió que le hiciéramos llegar un mensaje.
—¿Qué mensaje?
—Dile al güero que lo quiero mucho y que rece por mí cuando pase por una iglesia en la carretera.
Tragué saliva, cerré los ojos, imaginé su cara arrugada, su voz dulce, su ternura de abuela santa… todo valía la pena.
—Gracias, madre. Gracias por llamarme.
—No, gracias a usted. Cuando usted partió, todas las hermanas se reunieron en la capilla y oraron por su camino. Le enviamos una bendición especial para que siempre lo proteja en la ruta.
Colgué y me quedé ahí, con el celular en la mano, mirando la nada. La brisa de la mañana entraba por la ventana del camión y, por dentro, algo me decía que había hecho lo correcto. No gané bono, no recibí un aplauso, pero esa llamada fue como una medalla invisible colgada en el alma.
Esa fue la primera vez que entendí que hay viajes que no están marcados por el GPS; hay caminos que uno solo puede ver con el corazón. Y este, sin duda, había sido uno de ellos. Y aún faltaba una última sorpresa.
Pasaron los días, volví a la rutina: carreteras, gasolineras, comidas al paso, tráfico en la caseta de Tepotzotlán, noches solitarias con la radio como compañía. Pero algo dentro de mí ya no era igual. Después de lo que pasó con la hermana Beatriz, algo se me removió por dentro. No lo hablaba con nadie, pero cada vez que veía una iglesia en el camino, bajaba la velocidad, miraba hacia el campanario y murmuraba una oración. No por mí, por ella… por todas las Beatrices que uno puede cruzarse en el camino sin darse cuenta.
Una tarde, mientras cargaba en una planta de alimentos en Irapuato, recibí una llamada del número de la oficina.
—Güero —dijo Don Arturo—, ¿tienes unos minutos?
Pensé que sería otra bronca, otra reclamación por ese retraso de hace semanas, pero su voz sonaba diferente.
—Recibimos una carta del convento. Dicen que lo que hiciste salvó una vida, que actuaste con compasión y responsabilidad. La historia llegó hasta el jefe de operaciones. Quieren que sepas que estás perdonado y que, a partir del próximo mes, vas a tener ruta fija: menos horas, más paga.
Me quedé mudo. No sabía si reír o llorar.
—Está bromeando, ¿no?
—Güero, a veces lo correcto también paga, aunque tarde.
Colgué. Me recargué en la defensa del camión y miré al cielo. Las nubes corrían lentas, como si también tuvieran prisa, pero sin apuro. Me limpié las manos con el trapo viejo que siempre llevo, sonreí… porque la vida, de vez en cuando, te devuelve lo que das.
Ese fin de semana decidí pasar por el convento de Santa Mónica. No avisé, solo llegué, estacioné el camión afuera y la campana de la entrada… una hermana me reconoció y me hizo pasar.
—Hermana Beatriz está en el jardín, siempre pregunta si algún camión ha pasado por aquí.
La vi sentada en una banca, bajo una bugambilia en flor. Me acerqué despacio:
—Madre, ¿me recuerda?
Me miró, enfocó los ojos y luego sonrió.
—Claro que sí, hijo. ¿Cómo olvidaría al ángel con camisa de cuadros que me trajo de vuelta?
Nos sentamos un rato. Hablamos poco; ella se cansaba rápido, pero fue suficiente. Me dio un pequeño rosario de madera y me dijo:
—Llévalo contigo, para que nunca te pierdas, ni en la carretera ni en la vida.
Desde entonces, lo llevo colgado del retrovisor. Y cada vez que una historia nueva empieza, me pregunto si lo que pasó fue coincidencia o destino.
Pero si tú llegaste hasta aquí, escuchando mi historia, te lanzo esta pregunta: ¿y tú, si estuvieras en mi lugar, habrías parado el camión?
Si esta historia tocó tu corazón, comenta y compártela… porque a veces la carga más importante no es la que va en el remolque, sino la que se lleva en el alma.
News
Fue obligado a casarse con una mujer 30 años mayor — nadie esperaba lo que sucedió después.
El vestido de novia colgaba como un fantasma en la esquina de la habitación, burlándose de todo lo que Boun…
«Estoy demasiado gorda, señor… pero sé cocinar», dijo la joven colona al ranchero gigante.
Era un amanecer silencioso en las llanuras del viejo oeste. El viento soplaba entre los campos secos y los pájaros…
Las 5 familias más INCESTUOSAS de la HISTORIA – De los WHITAKER a los HABSBURGO
Cuáles son los riesgos de la endogamia O el incesto Es verdad que imperios enteros han caído por culpa de…
Primero Traga,Luego Ábrase Para Ambos Los Gigantes Vaqueros Gemelos Ordenaron Su Virgen Novia por…
Era una mañana tranquila en el polvorienta villa de Dragreck, allá por el año de 1887, cuando el sol apenas…
Cada noche ella le daba su cuerpo al ranchero solitario… hasta que un día
Cada noche, cuando el viento del desiertoaba como lobo herido contra las vigas de la choa, ella cruzaba el corral…
“No He Tenido Sexo en Seis Meses” — Dijo la Hermana Apache Gigante al Ranchero Virgen
En el año de 1887, bajo un sol que quemaba como plomo derretido sobre las llanuras de Sonora, el joven…
End of content
No more pages to load






