El sol comenzaba a filtrarse por los enormes ventanales de la cámara real cuando Luis XIV, aún adormilado, percibió el movimiento de sus sirvientes alrededor de su lecho. Era mayo de 1664 y el joven monarca de 26 años ya había cumplido 22 en el trono de Francia. Desde los 4 años, cuando la muerte de su padre Luis XI lo convirtió en rey, su vida había sido un constante aprendizaje del arte de gobernar.

“Su majestad, es hora de la ceremonia del L”, anunció suavemente el primer gentil hombre de cámara mientras descorría las cortinas de la cama. La rutina matutina del rey era un espectáculo cuidadosamente orquestado. Primero entraban los médicos, que examinaban brevemente su salud y le ofrecían un vaso de agua con hierbas aromáticas. Luego seguían los nobles de mayor rango, que tenían el honor de asistir al monarca en su aseo personal.

El agua está tibia como le gusta a su majestad”, murmuró el duque de la Roche Fucold mientras presentaba una palangana de plata con agua perfumada con esencia de naranjo. Luis sumergió las manos y se humedeció el rostro. Un paje le ofreció una toalla de lino finamente bordada para secarse. Otro le presentó un frasco de colonia para sus manos.

“¿Cómo ha pasado la noche, majestad?”, preguntó Jean Baptist Colbert, su ministro de finanzas, quien ya esperaba con varios documentos bajo el brazo. Inquieto, Colbert, las preocupaciones de un reino rara vez permiten el descanso completo, respondió Luis mientras le permitían a su barbero recortar cuidadosamente su bigote y aplicar polvo en su rostro para disimular las pequeñas imperfecciones.

La limpieza del rey no implicaba un baño completo, algo que en la corte francesa se consideraba potencialmente peligroso para la salud, sino un meticuloso ritual de limpieza parcial con paños humedecidos en aguas aromáticas y el uso abundante de perfumes.

Los embajadores holandeses solicitan audiencia esta tarde, comentó Y de Lion, secretario de asuntos extranjeros. concedido. Pero antes quiero revisar los avances en Versalles. Leva debe mostrarme los nuevos planos para la expansión de los jardines”, respondió Luis mientras se colocaba una elegante camisa de lino que sería cambiada varias veces durante el día.

El palacio del Luvre, donde se encontraban aquella mañana, era ya insuficiente para las ambiciones del monarca. Versalles, el antiguo pabellón de caza de su padre. se estaba transformando bajo sus órdenes en el palacio más grande y espléndido de Europa, un símbolo tangible de su poder absoluto. Cuando finalmente estuvo vestido, un proceso que había durado casi una hora y había requerido la participación de decenas de cortesanos, Luis XIV estaba listo para comenzar su día de gobierno. Su vestimenta era impecable. Calzas de seda, chaqueta

bordada en oro, zapatos con tacones rojos, privilegio exclusivo de la realeza y una peluca castaña perfectamente peinada. Los arquitectos y jardineros esperan en los carruajes, majestad, informó un paje. Luis asintió y comenzó a caminar hacia la salida, seguido por su séquito de ministros nobles y sirvientes.

El ceremonial de la corte era estricto y elaborado, diseñado para reforzar a cada momento la supremacía del rey. Hoy será un día provechoso para Francia”, comentó mientras descendía por la escalera principal, donde cientos de cortesanos esperaban para verlo pasar y con suerte recibir aunque fuera una mirada de reconocimiento del rey Sol.

El carruaje real avanzaba por el camino arbolado que conectaba París con Versalles. Luis XIV observaba por la ventanilla los campos y bosques que pronto quedarían transformados por su visión. A su lado, Jean Batista Colberg mantenía una expresión preocupada mientras repasaba mentalmente las cifras astronómicas que estaba costando la construcción del nuevo palacio.

Majestad, los gastos para Versalles este trimestre han superado los 3 millones de libras, comentó Colbert con tono cauteloso. El tesoro, el tesoro se recuperará, Colbert. Interrumpió Luis con firmeza. Francia debe mostrar su grandeza a través de sus monumentos. Cada piedra de Versalles es un mensaje para nuestros enemigos y aliados.

Cuando el carruaje llegó a su destino, una multitud de trabajadores, artesanos y artistas se inclinaron ante la presencia del monarca. André Lenotre, el genial diseñador de jardines, y Luis Levo, el arquitecto principal, se adelantaron para recibir al rey. “Su majestad, hemos avanzado según sus instrucciones”, dijo Lenot mientras desplegaba un mapa de los jardines. La gran perspectiva ya está trazada y los trabajos en el Gran Canal comenzarán el próximo mes.

Luis caminó por el terreno señalando cambios, sugiriendo modificaciones y aprobando diseños. Su visión era grandiosa, convertir un pequeño pabellón de casa en el epicentro del poder europeo, un palacio que eclipsara todos los demás. Quiero más fuentes, Lenot. El agua debe danzar para glorificar a Francia”, ordenó mientras inspeccionaban el sitio donde se construiría la fuente de Apolo.

Mientras recorrían los futuros jardines, el olor a tierra removida y vegetación se mezclaba con los perfumes que emanaban del rey y su séquito. Era primavera y los primeros parterres ya mostraban flores cuidadosamente dispuestas en patrones geométricos. Su majestad, hay un asunto que requiere atención”, intervino Levou con cierta incomodidad.

Las instalaciones para las necesidades naturales son insuficientes para el número de cortesanos previsto. El tema de las instalaciones sanitarias era delicado. En el Lubre, como en la mayoría de los palacios europeos, las letrinas eran escasas y el desagüe rudimentario. No era inusual que los pasillos y rincones menos transitados sirvieran como improvisados retretes, creando un problema constante de olores y limpieza.

Construyan más letrinas en las salas exteriores”, ordenó Luis con cierto desde y que los sirvientes estén atentos a mantener la limpieza. No quiero que Versalles vuela como el lubre. La ironía de la situación no escapaba a los presentes. El monarca, obsesionado con la grandiosidad visual de su palacio, mostraba menos interés por las cuestiones prácticas de higiene.

Mientras tanto, su propio cuerpo estaba sujeto a las limitaciones de las costumbres de la época. Un baño completo se consideraba potencialmente peligroso y muchos médicos advertían contra la inmersión frecuente en agua. por temor a que los humores corporales se desequilibraran.

Tras varias horas de inspección, Luis se dirigió a una pequeña sala donde le habían preparado un almuerzo. Comió abundantemente, como era su costumbre, mientras discutía con sus ministros los asuntos del reino. Al terminar, un paje le ofreció un recipiente con agua perfumada para enjuagarse los dedos y la boca. ¿Cuándo estará listo el salón de los espejos? preguntó a Levau mientras se secaba las manos con una servilleta de encaje.

En dos años, si los fondos, los fondos estarán disponibles, aseguró el rey mirando directamente a Colbert. Ese salón debe ser el más espléndido de Europa. Quiero que cada príncipe extranjero que lo visite sienta la pequeñez de su propio poder frente a Francia. Mientras el sol comenzaba su descenso, Luis XI ordenó que prepararan su carruaje para regresar a París.

Los trabajadores, exhaustos tras una jornada bajo la mirada exigente del monarca, se inclinaron nuevamente mientras el rey Sol partía, dejando tras de sí un terreno que, como Francia misma, estaba siendo moldeado a su imagen y semejanza. La corte del rey sol brillaba con un esplendor sin precedentes.

Era el invierno de 1670 y el gran apartamento del rey en Versalles estaba iluminado por miles de velas que se reflejaban en los recién instalados espejos. Luis XI, ahora con 32 años, presidía una velada de entretenimiento rodeado por la alta nobleza francesa. El ambiente era sofocante. Cientos de cortesanos, vestidos con sus mejores galas, sedas, brocados, encajes y joyas, se apretujaban en los salones.

Los perfumes intensos se mezclaban con el olor a sudor, cera derretida y comida. A pesar del frío exterior, el calor humano hacía que la temperatura fuera casi insoportable. Su majestad luce espléndido esta noche”, susurró la marquesa de Montespán, la favorita del rey, mientras se abanicaba vigorosamente.

Su vestido de terciopelo azul, demasiado pesado para la atmósfera cargada del salón, la hacía sudar profusamente, aunque el maquillaje blanco a base de plomo ocultaba cualquier brillo inoportuno en su rostro. Luis, vestido con un traje bordado en plata y una peluca que caía en rizo sobre sus hombros, asintió distraídamente. Su atención estaba en los bailarines que interpretaban una pieza de Jan Batis Luli, su compositor favorito.

“La duquesa de Orleans parece indispuesta”, comentó la marquesa señalando discretamente hacia Enrieta An, cuñada del rey, que mostraba un rostro pálido y crispado. La corte no es lugar para débiles”, respondió Luis, aunque su voz traicionaba cierta preocupación. Henrieta era una de las pocas personas por las que sentía un afecto genuino.

La etiqueta de la corte era rigurosa y agotadora. Los nobles competían por el favor, sometidos a un sistema de privilegios minuciosamente jerarquizado. ¿Quién podía sentarse en presencia del rey? ¿Quién podía sostener una vela para iluminar su camino a la cama? ¿Quién tenía derecho a presenciar su primer bocado del día? Cada detalle era motivo de intrigas y disputas.

La duquesa de Orleans se acercó con paso vacilante al rey. “Majestad, suplico me permita retirarme. No me encuentro bien.” Luis frunció levemente el ceño. “¿Has consultado a los médicos?” Dicen que es un simple malestar, quizás por el aire viciado. Recomiendan reposo y sangría. El rey asintió, permitiéndole marcharse con un gesto.

Los médicos de la corte, con sus teorías basadas en los humores corporales, a menudo recomendaban sangrías para casi cualquier dolencia, extrayendo sangre mediante sanguijuelas o incisiones para restaurar el supuesto equilibrio del cuerpo. Cuando Henrieta se retiró, Luis se volvió hacia el duque de la Rosfol. La duquesa me preocupa. Su constitución siempre ha sido frágil. Los médicos ingleses que trajo consigo al casarse con vuestro hermano tienen métodos distintos a los nuestros, respondió el duque.

Dicen que el agua fría fortalece el cuerpo, mientras que nuestros galenos advierten contra los baños frecuentes. Luis sonrió con ironía. La medicina parece más un campo de batalla de teorías que una ciencia. Unos dicen que el agua abre los poros y permite la entrada de miasmas malignos, otros que limpia impurezas. Mientras tanto, todos seguimos a merced de las enfermedades.

La conversación fue interrumpida por un chambelán que anunció la cena. La procesión hacia el comedor siguió el estricto orden de precedencia. El rey fue servido primero en vajilla de oro, mientras que el resto de los comensales recibían sus platos según su rango. La cena fue abundante y extravagante, 24 platos diferentes, desde sopas y entradas hasta asados, aves, pescados y dulces.

Luis comía con buen apetito, aunque seguía ciertos rituales higiénicos. Se limpiaba los dedos frecuentemente con servilletas perfumadas y bebía vino mezclado con agua. A su lado, la marquesa de Montespan, apenas probaba bocado, consciente de que mantener su figura esencial para conservar el favor del rey en una corte llena de jóvenes bellezas dispuestas a reemplazarla.

Mañana debemos revisar los planes para la nueva ala del palacio”, comentó Luis entre bocados. Mansart propone añadir una capilla más grande. Dice que la actual es indigna de un rey cristiano. “No, ¿y qué opina vuestro confesor?”, preguntó la marquesa con cierta malicia, sabiendo que la relación adúltera entre ella y el rey era motivo de conflicto con la iglesia. “Mi confesor opina sobre mi alma.

No sobre mi palacio, respondió Luis sec. La velada concluyó con una interpretación musical. Mientras los cortesanos se retiraban siguiendo el elaborado ritual del cucher, la ceremonia del acostarse del rey, Luis fue despojado de sus ropas exteriores por sus gentilhombres de cámara. Le pusieron una camisa de noche limpia, le ofrecieron agua perfumada para las manos y le entregaron su gorro de dormir.

Infórmame de inmediato si hay noticias sobre la duquesa de Orleans, ordenó a su primer balet antes de que cerraran las cortinas de su lecho. Solo en la oscuridad, el rey Sol reflexionaba sobre los contrastes de su corte, el esplendor visible y las incomodidades ocultas, la etiqueta refinada y la higiene precaria, la ostentación pública y los sufrimientos privados.

Todo ello era parte del precio del poder, un precio que había decidido pagar sin reservas. La noticia recorrió Versalles como un viento helado. Henrieta An, duquesa de Orleans, había fallecido repentinamente tres días después de sentirse indispuesta en la velada real. Tenía apenas 26 años. Los rumores de envenenamiento no tardaron en propagarse por los pasillos del palacio.

Luis XIV recibió la noticia en su gabinete privado. Su rostro, habitualmente impasible ante la corte, mostraba ahora una profunda aflicción. ¿Qué dicen los médicos?, preguntó a Philip, su hermano y viudo de la duquesa. Colitis, peritonitis, palabras vacías, respondió Philip con amargura. La autopsia mostró el estómago ennegrecido.

Algunos susurran sobre veneno, otros sobre enfermedad natural. Lo cierto es que está muerta y con ella mi único consuelo en esta corte de serpientes. Luis guardó silencio unos instantes. La muerte súbita de Henrieta no solo representaba una pérdida personal, sino también un problema diplomático.

La duquesa era hermana de Carlos II de Inglaterra y había sido instrumental en las negociaciones secretas entre ambas coronas. Ordenaremos misas por su alma”, dijo finalmente, y enviaré una carta personal a su hermano, el rey Carlos, para expresarle mi pesar. Bosuet pronunciará la oración fúnebre. Philip asintió mecánicamente. La relación entre los hermanos era complicada.

El rey había obligado a Philip a un matrimonio que nunca deseó mientras toleraba sus inclinaciones hacia los hombres, siempre que mantuviera las apariencias. ¿Crees que fue asesinada? Preguntó Philip directamente. Hay demasiados ojos y oídos en este palacio respondió Luis indicando con un gesto que no era el momento ni el lugar para esa conversación.

Mientras el cortejo fúnebre se organizaba, la vida en Versalles continuaba su curso. Los pasillos bullían de actividad, sirvientes apresurados, nobles buscando audiencias, mensajeros entrando y saliendo. El palacio, aún inacabado en muchas secciones, era ya una pequeña ciudad con casi 1000 habitantes permanentes.

En uno de los salones menos transitados, la marquesa de Montespá se reunió discretamente con una mujer de aspecto severo y vestido oscuro. Laín, saludó la marquesa en voz baja. ¿Has traído lo que te pedí? Ctherine de Shasse, conocida como lain, era una conocida abortista, quiromante y supuesta hechicera que proporcionaba servicios a la nobleza parisina, desde predicciones astrológicas hasta venenos y filtros de amor.

“Aquí está, Madame”, respondió la Buesí entregándole un pequeño frasco. “Tres gotas en su vino cada noche. No deja rastro, solo un leve malestar estomacal que los médicos atribuirán a una indigestión. Con el tiempo su rival perderá su belleza y luego si continuáis su vida. La marquesa guardó el frasco en su escote.

No era la primera vez que recurría a tales métodos para eliminar a potenciales rivales por el afecto del rey. La competencia era feroz y Luis, aunque constante en su política, era voluble en sus afectos. “¿Has oído los rumores sobre la duquesa?”, preguntó la marquesa. “Hay muchos venenos en Versalles, madame, y no todos vienen en frascos,”, respondió enigmáticamente laán.

Algunos están en las paredes, otros en el agua estancada, otros en el aire mismo. No estaba del todo equivocada. A pesar de su esplendor, Versalles tenía graves problemas sanitarios. Los jardines, diseñados para la belleza y no para la salubridad, creaban áreas de agua estancada donde proliferaban mosquitos y miasmas.

Las letrinas eran insuficientes para la población del palacio y no era raro que los rincones oscuros y hasta algunos pasillos poco transitados se utilizaran como improvisados retretes. El sistema de eliminación de residuos era primitivo. Los sirvientes tenían la tarea diaria de recoger los orinales y vaciarlos, pero a menudo el contenido terminaba arrojado desde las ventanas a los patios interiores o a los fosos.

El olor, especialmente en verano, podía ser insoportable. Ese mismo día, mientras Laabuasín se escabullía por una entrada de servicio, Luis XIV presidía una reunión con sus ministros en la sala del consejo. El tema era precisamente la salud pública en París. Los informes indican un aumento de fiebres en el barrio de Les Hals, explicaba el jefe de policía.

Los médicos atribuyen el brote a los miasmas que emanan de los mataderos. y los canales sin limpiar. ¿Qué recomiendan?, preguntó Luis, que mantenía un pañuelo perfumado cerca de su nariz, una práctica común entre la nobleza para protegerse de supuestos aires malsanos, limpiar los canales, majestad, y trasladar algunos mataderos fuera de la ciudad.

También recomiendan quemar hierbas aromáticas en las calles afectadas para purificar el aire. Luis asintió. Las teorías médicas de la época atribuían muchas enfermedades a los miasmas o vapores malignos que supuestamente emanaban de materias en descomposición, pantanos y aguas estancadas.

La idea de que las enfermedades pudieran transmitirse por microorganismos invisibles aún estaba lejos de ser aceptada. Apruebo las medidas”, decidió el rey. “La salud de París no debe descuidarse. Una ciudad enferma es una ciudad rebelde.” La reunión continuó con asuntos fiscales y militares. Mientras los ministros hablaban, Luis notó un dolor sordo en su mandíbula, un problema recurrente que los dentistas reales intentaban tratar con ungüentos y extracciones parciales.

La odontología de la época era rudimentaria y dolorosa, y el rey, como muchos de sus contemporáneos, sufría de caries y abcesos. Al terminar el consejo, Luis se retiró a sus apartamentos privados. Allí, su primer balet le ayudó a quitarse la pesada casaca bordada y le ofreció una bata más ligera.

El rey se sentó frente a un espejo mientras un barbero le retocaba la peluca y aplicaba más polvos en su rostro para disimular las marcas de viruela que le habían quedado de un ataque juvenil. “La pomada para vuestra mandíbula, majestad”, ofreció el médico personal, presentando un pequeño recipiente con una mezcla de hierbas maceradas en grasa animal. Luis permitió que aplicaran el ungüento, consciente de que probablemente sería ineficaz como tantos otros remedios de la época.

La medicina del siglo X, mezcla de superstición, tradición y experimentación incipiente, ofrecía pocos alivios confiables. Mientras el médico trabajaba, Luis reflexionaba sobre la paradoja de su existencia. El hombre más poderoso de Europa, capaz de construir el palacio más grande del continente, declarar guerras y decidir sobre la vida y muerte de sus súbditos, seguía siendo vulnerable a los mismos males físicos que afectaban al más humilde de sus sirvientes.

Ni todo el oro de Francia podía comprar una cura para un dolor de muelas o protegerlo completamente de las epidemias que regularmente diezmaban a la población. Que avisen a Lulí, ordenó finalmente, esta noche quiero música, algo que me haga olvidar este maldito dolor y la tristeza por Henrieta. El balet se inclinó y salió a cumplir la orden.

La música, al menos, era un consuelo disponible para un rey que, a pesar de su título de sol, no podía escapar de las sombras que acechaban incluso en los rincones dorados de Versalles. El año 1673 marcó Unito en Versalles, el salón de los espejos. La obra maestra del palacio estaba finalmente terminado.

Luis XI, con 35 años y en el apogeo de su poder, organizó una fiesta de inauguración que deslumbraría a toda Europa. La galería de 73 met de longitud estaba iluminada por 12 velas, cuya luz se multiplicaba infinitamente en los 300 espejos que cubrían una pared completa frente a 17 enormes ventanales que daban a los jardines.

El efecto era de un esplendor casi sobrenatural. El rey, vestido con un traje bordado en oro y piedras preciosas que pesaba varios kilos, recibía a los invitados en un extremo del salón. Entre los asistentes se encontraban embajadores extranjeros, la alta nobleza francesa, artistas, intelectuales y las damas más hermosas de la corte.

Majestad, el embajador del Imperio Otomano, anunció el maestro de ceremonias. El embajador turco Suleimán Aga avanzó con su séquito luciendo elaborados ropajes de seda y turbantes. Luis lo recibió con calculada cordialidad. Las relaciones con la Sublim puerta eran complejas.

Francia mantenía una alianza táctica con los otomanos contra los Absburgo, pero existían tensiones por el comercio mediterráneo y el apoyo francés a los caballeros de Malta. Su majestad imperial envía sus saludos y este modesto presente”, dijo Schuliman a través de un intérprete mientras uno de sus asistentes presentaba un cofre incrustado de nar que contenía un juego de ajedrez en marfil tallado y oro.

Luis agradeció el regalo con la dignidad de quien está acostumbrado a recibir tributos. La etiqueta de la Corte Francesa se había convertido en la más elaborada de Europa, una forma de diplomacia en sí misma. Mientras conversaba con el embajador, Luis era consciente de cada detalle a su alrededor, quién hablaba con quién, qué nobles parecían formar nuevas alianzas, que damas atraían mayor atención.

Nada escapaba a su mirada y ese control era precisamente el propósito de Versalles, un escenario donde la nobleza estaba siempre bajo el ojo vigilante del monarca. Entre los grupos de cortesanos, la marquesa de Montespán, aún favorita del rey, pero consciente de que su posición se debilitaba, observaba con recelo a una joven recién presentada en la corte, María Angelique de Scoril, futura duquesa de Fontang, cuya belleza rubia y juvenil había capturado ya la atención del monarca. Dicen que el rey le ha regalado joyas”, comentaba la

duquesa de Ventadur a la marquesa. Perlas para combinar con su tez. La Montespán sonrió con frialdad. Las perlas palidecen con el tiempo, como la belleza de las jovencitas. El rey aprecia lo duradero, pero su confianza era forzada. Sabía que Luis, aunque constante en asuntos de estado, era inconstante en cuestiones del corazón.

Ella misma había reemplazado a Luis de la Valier años atrás y ahora temía correr la misma suerte. El ritmo de la velada cambió cuando Lulí, el superintendente de música real, dio la señal para que comenzara un ballet. Luis, que en su juventud había sido un bailarín entusiasta y talentoso, ahora se limitaba a observar, consciente de que la dignidad real debía primar sobre el placer personal.

La danza, como todo en Versalles, tenía un propósito político. Los roles principales estaban asignados a nobles que gozaban del favor, mientras que otros, caídos en desgracia, eran relegados a posiciones secundarias o excluidos completamente. Mientras la música sonaba y los bailarines se movían en patrones geométricos precisos, reflejados infinitamente en los espejos, Luis se permitió un momento de satisfacción.

Versalles era su obra maestra, la expresión física de su visión de la monarquía, centralizada, deslumbrante, omnipresente. Aquí había logrado lo que su madre y el cardenal Mazarino le habían enseñado durante la fronda: Mantener a la nobleza ocupada con frivolidades para que no tuviera tiempo de conspirar.

El balet es exquisito, ¿no os parece, majestad?, comentó François Michel Letelier, marqués de Lvois y ministro de guerra, que se había acercado discretamente al rey. “Lulí se supera cada vez”, respondió Luis, “Pero presiento que no has venido a hablarme de música, Lvois. En efecto, majestad, hay noticias del Frente Holandés que requieren vuestra atención.

” Luis hizo un gesto casi imperceptible y ambos se retiraron a un rincón más apartado del salón. Incluso en medio de una fiesta, los asuntos de estado no podían esperar. Guillermo de Orange ha roto los diques, informó Lubis en voz baja. Holanda está inundada. Nuestras tropas no pueden avanzar. El rostro del rey no mostró emoción alguna, pero su voz adquirió un tono más duro.

Los holandeses prefieren ahogarse antes que someterse, una determinación admirable, aunque equivocada. Tendremos que modificar nuestra estrategia. Mientras discutían opciones militares, Luis notó que el embajador inglés observaba con demasiado interés a Marie Angelique. Con un gesto sutil, indicó a uno de sus gentilhombres que interviniera, distrayendo al embajador con una conversación sobre caza, una pasión conocida del diplomático.

Era este control microscópico sobre cada aspecto de la vida cortesana. lo que hacía de Luis un gobernante tan efectivo. Su atención al detalle era legendaria, tanto en asuntos de estado como en cuestiones aparentemente triviales de etiqueta y decoración. La conversación con Lubois concluyó y Luis regresó al centro del salón.

Un paje se acercó con un cojín de terciopelo, sobre el cual descansaba una copa de cristal tallado llena de vino especiado. El rey bebió un sorbo, consciente de que todos los ojos estaban fijos en él. De repente, un movimiento brusco entre la multitud captó su atención. Una joven dama había sufrido un desmayo, probablemente debido al calor sofocante y al apretado corsé que la moda imponía.

Los cortesanos cercanos se apresuraron a asistirla, abanicándola y ofreciéndole sales aromáticas. “Que la lleven a una habitación con aire fresco”, ordenó Luis mostrando una preocupación pública que reforzaba su imagen de monarca benevolente. La noche avanzaba y con ella aumentaba el calor y los olores mezclados de perfumes, sudor y comida. Aún en el salón de los espejos, el más espléndido de Europa, las realidades físicas de la época no podían negarse.

Los peinados elaborados ocultaban cueros cabelludos rara vez lavados. Los perfumes intensos disimulaban olores corporales y los aceites y polvos maquillaban tanto imperfecciones estéticas como síntomas de enfermedades. Luis mismo, a pesar de mantener ciertos hábitos de limpieza personal más rigurosos que muchos de sus contemporáneos, era producto de su tiempo.

Su rutina incluía limpieza diaria de manos, cara y boca y cambios frecuentes de ropa interior y camisas, pero no baños completos regulares considerados potencialmente peligrosos por la medicina de la época. Mientras la fiesta continuaba, el rey era consciente de la imagen que proyectaba. infalible, majestuoso, casi divino.

Era una imagen cuidadosamente construida, mantenida con disciplina férrea y atención constante, porque Luis XIV había entendido, mejor que cualquiera de sus predecesores, que la monarquía era en esencia un espectáculo perpetuo, donde el rey debía ser simultáneamente actor principal y director, y así, reflejado infinitamente en los espejos de su gran galería, Luis XI se multiplicaba ante los ojos de sus súbditos como un dios terrestre.

Mientras el hombre de carne y hueso, con sus dolencias, preocupaciones y deseos, permanecía oculto tras la máscara resplandeciente del rey sol. El verano de 1683 trajo consigo una transformación en la corte francesa. María Teresa de Austria, reina de Francia y esposa de Luis X, falleció repentinamente de un abceso axilar que los médicos no supieron tratar adecuadamente.

Su muerte, tras 23 años de un matrimonio más político que pasional, no provocó en el rey el dolor desgarrador que cabría esperar, pero sí una reflexión sobre su propia mortalidad y conducta. Luis tenía ahora 45 años. Las décadas de excesos, tanto en la mesa como en el lecho, habían cobrado su precio.

Sufría de gota, problemas dentales crónicos y ocasionales fiebres que sus médicos atribuían a humores desequilibrados. Su figura, otrora atlética, mostraba ahora la corpulencia característica de la mediana edad y una dieta rica en carnes y dulces. En estos momentos de introspección, una figura emergió con creciente influencia. Francois Doviñ, marquesa de Mantenón, gobernanta de los hijos ilegítimos que Luis había tenido con la Montespan, viuda del poeta Paul Scarrón, Franis era una mujer inteligente, educada y de profunda devoción religiosa, cualidades que contrastaban marcadamente con las

amantes anteriores del rey. Su majestad debería descansar”, sugirió la marquesa una tarde mientras supervisaba la educación de los príncipes legitimados en un ala apartada de bersalles. Los médicos advierten que el exceso de trabajo debilita vuestro temperamento sanguíneo. Luis, que había acudido para ver a sus hijos, la observó con curiosidad.

A diferencia de la mayoría de los cortesanos, Franis no se deshacía en alagos ni buscaba favores evidentes. El trabajo de un rey nunca termina, marquesa respondió. Descansar es un lujo que Francia no puede permitirse. Incluso Dios descansó el séptimo día, majestad, replicó ella con suavidad. Y presumo que sus responsabilidades eran aún mayores que las vuestras.

Esta audacia, expresada con respeto, pero sin servilismo, era precisamente lo que atraía a Luis de François. Tras años rodeado de aduladores, encontraba refrescante su honestidad. Las visitas a los aposentos de los niños se volvieron más frecuentes y con ellas las conversaciones privadas con la marquesa.

Gradualmente la naturaleza de la relación comenzó a cambiar. François, educada en el hansenismo, una corriente católica rigorista, no estaba dispuesta a convertirse en una amante más. Su influencia, en cambio, tomó un cariz espiritual y moral. El padre Laés me habló de vuestra generosa donación para el hospital de los inválidos, comentó Luis durante uno de sus encuentros.

Los soldados heridos en vuestras guerras merecen dignidad, majestad. Muchos languidecen sin atención adecuada, olvidados tras servir a Francia. “¿Me reprocháis mis campañas militares, marquesa?”, preguntó Luis, más curioso que ofendido. “No es mi lugar juzgar asuntos de estado”, respondió ella con cautela. Solo sugiero que la grandeza de un monarca se mide tanto por cómo trata a los más humildes como por sus victorias en el campo de batalla.

Estas conversaciones, junto con la edad y cierto cansancio ante los excesos de la corte, fueron inclinando al rey hacia una vida más moderada y devota. La influencia de Madame de Mantenón se extendió gradualmente del ámbito personal al político para consternación de ministros como Luvisa, que veían amenazada su posición. En octubre de 1683, apenas 4 meses después de la muerte de María Teresa, ocurrió lo impensable.

Luis XIV contrajo matrimonio morganático, secreto y sin reconocimiento oficial con Francois Dovet. La ceremonia oficiada por el arzobispo de París tuvo lugar en la capilla de Versalles con solo unos pocos testigos de confianza. Este matrimonio, nunca anunciado públicamente, pero conocido por todos en la corte, marcó un punto de inflexión.

La vida en Versalles, aunque manteniendo su esplendor exterior, adquirió un tono más austero. Las fiestas disminuyeron en frecuencia y extravagancia, y las prácticas religiosas ganaron prominencia. La corte se ha vuelto tan aburrida como un convento. Se quejaba el duque de San Simón en sus memorias privadas. El rey, antes el centro de toda festividad, ahora parece más interesado en los sermones del padre Laés que en los valés de Lulí.

Madame de Mentenón estableció un régimen casi doméstico en los apartamentos privados del rey. Las veladas, antes dedicadas al juego y la galantería, ahora incluían lecturas piadosas y música sacra. Luis, que durante décadas había llevado una vida de excesos públicos, parecía encontrar consuelo en esta nueva rutina.

“¿Os arrepentís de vuestros años de gloria, majestad?”, preguntó Francois una noche mientras bordaba junto a la chimenea en los aposentos reales. Luis, que revisaba documentos estatales, levantó la mirada. La gloria de Francia nunca es motivo de arrepentimiento, madam, pero quizás algunos métodos para alcanzarla, algunas decisiones personales, esas sí podrían haber sido diferentes.

Dios es misericordioso con aquellos que reconocen sus errores, respondió ella. Este giro hacia la devoción no significó, sin embargo, un abandono de las ambiciones políticas o del control férreo sobre la nobleza. Luis seguía siendo el mismo monarca absolutista, solo que ahora justificaba sus acciones más en términos de deber cristiano que de gloria personal. La influencia de Madame de Mentenón se hizo sentir también en cuestiones de moral pública.

En 1685, Luis revocó el edicto de Nantz, que había garantizado tolerancia religiosa a los protestantes franceses desde 1598. La persecución resultante provocó la huida de cientos de miles de ugonotes, muchos de ellos artesanos y comerciantes, cuya partida dañó seriamente la economía francesa. Los informes indican que más de 200.

000 súbditos han abandonado el reino”, reportó Lubis durante una reunión del consejo, llevándose consigo conocimientos vitales en manufacturas textiles, relojería y otras industrias. Shell, “La unidad de fe vale más que la riqueza material”, respondió Luis con firmeza, mientras Madame de Mantenón, presente como consejera informal, asentía aprobatoriamente.

Este fanatismo religioso creciente se reflejó incluso en la arquitectura de Versalles. La capilla del palacio, inicialmente un espacio modesto, fue reconstruida como una estructura grandiosa, simbolizando el renovado compromiso del rey con la fe católica. A medida que Luis envejecía, su salud se deterioraba.

Los problemas digestivos resultado de décadas de excesos gastronómicos se volvieron más frecuentes. Su dentadura, como la de muchos en la época, estaba en pésimo estado, a pesar de los cuidados de los mejores dentistas disponibles, cuyos métodos incluían extracciones dolorosas y aplicación de unüentos de dudosa eficacia. La higiene personal del rey seguía los estándares de su tiempo.

Cambios frecuentes de ropa interior y limpieza parcial con paños húmedos perfumados, pero baños completos solo en ocasiones excepcionales y por recomendación médica. Los perfumes intensos y los polvos para el cabello y el rostro eran utilizados abundantemente para disimular olores corporales e imperfecciones. A pesar de estas limitaciones higiénicas, Luis mantenía una presencia imponente.

Su rutina diaria seguía siendo un espectáculo público regulado por una etiqueta minuciosa, aunque ahora incluía más tiempo para la oración y menos para los entretenimientos. Madame de Mentenon, siempre discreta pero omnipresente, se convirtió en la sombra constante del rey, su confidente y consejera. Su influencia moderadora transformó no solo la vida personal de Luis, sino también, en cierta medida, el carácter mismo de la monarquía francesa.

El rey Sol, que había brillado con luz deslumbrante durante décadas, ahora emitía un resplandor más templado, más reflexivo, aunque no menos autoritario. Mientras Versalles continuaba siendo el escenario del poder absoluto, sus pasillos y salones, otrora llenos del bullicio de fiestas y galanterías, adquirieron un tono más sobrio.

La segunda mitad del reinado de Luis XIV había comenzado, marcada por la influencia discreta, pero poderosa de una mujer que había logrado lo que parecía imposible, domesticar al monarca más absoluto de Europa. El año 1688 marcó el inicio de la guerra de los 9 años, un conflicto que enfrentaría a Francia contra una coalición europea liderada por Guillermo de Orange.

A sus años, Luis XIV enfrentaba uno de los mayores desafíos militares de su reinado, mientras su cuerpo comenzaba a mostrar signos más evidentes de deterioro. El invierno había sido particularmente duro en Versalles. A pesar de las numerosas chimeneas, el palacio era difícil de calentar y las corrientes de aire frío se colaban por ventanas y puertas.

La familia real y los cortesanos se envolvían en capas y mantas de pieles, creando una curiosa imagen de lujo y disconfort simultáneos. Luis, sentado en su gabinete de trabajo con una manta sobre las piernas para combatir el frío, revisaba mapas y despachos militares junto a sus ministros. Su rostro mostraba líneas más profundas y sus movimientos eran menos fluidos debido a recurrentes ataques de gota.

“Majestad, nuestras tropas están preparadas para avanzar hacia el palatinado”, informaba Luvois, el ministro de guerra. Solo esperan vuestra orden para iniciar la estrategia acordada. La estrategia acordada era lo que posteriormente sería conocido como la política de tierra quemada, la destrucción sistemática del palatinado renano, para crear una zona de seguridad entre Francia y sus enemigos.

Era una táctica brutal que implicaba incendiar ciudades, destruir cultivos y desplazar poblaciones enteras. Luis permaneció en silencio unos instantes, frotándose la rodilla dolorida. Finalmente asintió. Proceded según lo planeado. No podemos permitirnos sentimentalismos cuando la seguridad de Francia está en juego. Tras la reunión, el rey se retiró a sus apartamentos privados.

Su ballet personal le ayudó a quitarse las pesadas ropas oficiales y a ponerse una bata confortable. Luego llegó el médico real para su examen diario. “El dolor en las articulaciones persiste, majestad”, observó el médico mientras examinaba la inflamada rodilla del rey. Recomendaría una purga para equilibrar los humores y quizás una sangría moderada.

Luis hizo una mueca de disgusto, las purgas, inducción de vómitos o diarreas mediante preparados de hierbas y minerales, y las sangrías eran tratamientos estándar de la época basados en la teoría de los cuatro humores corporales. El rey los había experimentado suficientes veces para saber que, en el mejor de los casos, proporcionaban un alivio temporal a costa de un malestar considerable. La purga, pero no la sangría, decidió.

Mañana debo presidir el consejo y no puedo permitirme la debilidad que sigue a una sangría. Tras la salida del médico, Madame de Mantenón entró en la habitación. Aunque su matrimonio con el rey seguía siendo oficialmente un secreto, en la práctica ella ocupaba el rol de esposa y reina. “Os veo fatigado”, comentó sentándose junto a él.

La guerra consume energías que ya no tengo en abundancia”, admitió Luis en uno de esos raros momentos de vulnerabilidad que solo se permitía con ella. Y este maldito dolor no cesa. “Quizás deberíais considerar un régimen alimenticio menos abundante”, sugirió ella con cautela. El padre Tron menciona en sus escritos que la moderación en la comida puede aliviar dolencias como la vuestra. Luis sonrió con ironía.

Su apetito era legendario y las cenas reales incluían regularmente docenas de platos diferentes, desde sopas y entrantes hasta asados, aves, pescados y elaborados postres. Aunque solo probaba una porción de cada plato, comer de todo se consideraba una obligación real. La cantidad total consumida era considerable.

La mesa es quizás el último placer que me queda sin restricciones, respondió. No me pidáis que lo sacrifique también. François no insistió. Había aprendido a elegir sus batallas y sabía que en cuestiones de comida el rey era particularmente inflexible.

La conversación fue interrumpida por la llegada de un mensajero con noticias urgentes del frente. La guerra, siempre presente, volvía a reclamar la atención del monarca. Mientras tanto, en las cocinas y los patios de servicio de Versalles, la vida seguía su curso frenético. Cientos de sirvientes trabajaban sin descanso para mantener funcionando la compleja maquinaria del palacio. Entre ellos se encontraba Jen Dubois, una joven lavandera, que había llegado recientemente de París.

“Ten cuidado con esas sábanas”, le advirtió Marguerit. “Una lavandera veterana. Son las de la cama del rey. Si encuentran una sola mancha, nos azotarán a ambas. Jan examinó con atención las sábanas de lino finísimo que debía lavar. Estaban manchadas de sudor, mostraban rastros de ungüentos medicinales y tenían zonas amarillentas que revelaban problemas urinarios, una condición común en hombres mayores de la época. ¿El rey está enfermo? preguntó ingenuamente.

Margerit soltó una risa seca. El rey es un hombre de 50 años que come tres y trabaja como cinco. Su cuerpo se queja como el de cualquier mortal. Pero no se te ocurra mencionarlo fuera de aquí si valoras tu lengua. La higiene en Versalles era un asunto complejo. Las ropas se lavaban con frecuencia.

El rey podía cambiar de camisa varias veces al día. Pero el lavado corporal completo era infrecuente. Los médicos advertían contra los baños regulares, temiendo que el agua abriera los poros y permitiera la entrada de miasmas o aire malsano. En su lugar, la nobleza practicaba lo que se conocía como limpieza seca, el uso de paños perfumados para frotar la piel, cambios frecuentes de ropa interior y la aplicación abundante de polvos y perfumes para disimular olores corporales.

Las instalaciones sanitarias del palacio eran notoriamente inadecuadas para sus miles de habitantes. Había pocas letrinas fijas, insuficientemente ventiladas y rara vez limpiadas a fondo. Los sirvientes utilizaban orinales que luego vaciaban en los jardines o fosos, mientras que los cortesanos a veces recurrían a rincones oscuros, escaleras poco utilizadas o incluso pasillos.

Esta situación creaba un contraste extraordinario entre el esplendor visual de Versalles y su realidad olfativa. Los perfumes intensos, las hierbas aromáticas quemadas en braseros y los pañuelos empapados en agua de colonia eran necesidades, no lujos. Luis XIV era en realidad más cuidadoso con su higiene personal que muchos de sus contemporáneos.

Su rutina incluía limpieza diaria de manos. cara y boca y cambios frecuentes de ropa. Pero incluso el rey Sol estaba limitado por las creencias médicas y las instalaciones de su tiempo. Mientras la guerra se intensificaba en las fronteras, Luis mantenía una fachada de normalidad en Versalles.

Seguía presidiendo consejos, asistiendo a misas en la capilla real y cenando públicamente según el elaborado ritual de la corte. Pero en privado los achaques se multiplicaban. Problemas digestivos crónicos, dolores articulares, insomnio. Los médicos reales encabezados por Guy Crescent Fagon, aplicaban los tratamientos estándar de la época, purgas, sangrías, tisanas de hierbas y unüentos diversos.

Algunos proporcionaban alivio temporal, otros solo añadían malestar a las dolencias existentes. “La medicina parece más un arte adivinatorio que una ciencia”, comentó Luis amargamente a Madame de Mantenón tras una purga particularmente desagradable que no había aliviado su gota.

“Quizás deberíais considerar nuevos médicos”, sugirió ella. He oído que en Montpelier están desarrollando tratamientos menos invasivos y admitir que los médicos de la corte francesa son inferiores a los de provincias. La política querida a veces exige sufrir en silencio. A medida que la guerra se prolongaba, drenando los recursos del reino y exigiendo atención constante, el cuerpo del rey parecía reflejar el estado de Francia, exteriormente magnífico, pero internamente agotado.

La carne y la política, lo personal y lo estatal, siempre habían estado entrelazados en la figura del monarca absoluto. Y así, mientras Versalles brillaba con un esplendor inigualable y los ejércitos franceses luchaban en múltiples frentes, el rey Sol enfrentaba su batalla más personal contra el tiempo y la decadencia física, una batalla que, a diferencia de sus guerras, no podía ganar con estrategias ni tratados de paz.

A medida que el siglo XI se acercaba a su fin, una serie de tragedias personales golpeó a Luis XIV. Ya en sus 60 años la muerte se convirtió en una visitante frecuente en Versalles, llevándose a miembros de la familia real uno tras otro. El año 1695 marcó un punto particularmente doloroso cuando falleció Francois de Arley de Chanalón, arzobispo de París, y uno de los pocos que conocía el secreto del matrimonio real con Madame de Mantenón.

Pero fueron las muertes dentro de la familia las que más afectaron al monarca. En 1711, el gran delfín, hijo y heredero de Luis XIV, murió repentinamente de viruela a los 49 años. El rey estoico en público como exigía su posición, se derrumbó en privado en brazos de Madame de Mantenón. “Un rey no debería sobrevivir a su hijo”, murmuró entre lágrimas. “Es contra el orden natural de las cosas.

” François, siempre su ancla en momentos de tormenta, le ofreció el único consuelo posible. Dios prueba más duramente a aquellos a quienes más ama. Quizás sea su manera de preparar vuestro corazón para el cielo. El duelo apenas había comenzado cuando en 1712 una epidemia de sarampión golpeó la corte.

En cuestión de semanas, Luis Duque de Borgoña, nieto del rey y nuevo heredero al trono, falleció junto con su esposa María Adelaida de Saboya y su hijo mayor. Solo sobrevivió su hijo menor, un niño enfermizo de 2 años que se convertiría eventualmente en Luis X. En apenas un año, tres generaciones de herederos directos habían sido diezmadas, dejando la sucesión en manos de un niño que pocos creían que sobreviviría hasta la edad adulta.

La corte, habitualmente bulliciosa y llena de intrigas, quedó sumida en un silencio sepulcral. El negro del luto reemplazó temporalmente los colores brillantes y las joyas resplandecientes. Incluso las fuentes de los jardines parecían fluir con menos vigor, como si la naturaleza misma respetara el dolor del rey Sol.

Luis, ahora con 74 años, mostraba cada vez más los signos de la edad y las aflicciones. Su figura, otrora atlética, se había vuelto corpulenta y luego marchita. La gota lo atormentaba con frecuencia creciente, limitando sus movimientos hasta el punto de que a menudo tenía que ser transportado en una silla de manos. Sus dientes, como era común en la época, estaban en pésimo estado, causándole dolores constantes y dificultades para comer.

A pesar de todo, mantenía una rutina rigurosa. Seguía presidiendo consejos, recibiendo embajadores y supervisando los asuntos del reino, aunque ahora desde sus apartamentos privados con más frecuencia que en los salones de estado. Vuestros médicos insisten en que deberíais descansar más, le recordaba constantemente Madame de Mantenón.

El reposo es para los muertos y aún no estoy listo para unirme a ellos respondía invariablemente. Francia necesita a su rey activo y visible. Era cierto. La guerra de sucesión española, el último gran conflicto de su reinado, había dejado al reino exhausto financiera y militarmente. Solo la presencia constante del monarca, símbolo viviente de la continuidad y estabilidad del Estado, mantenía a raya el descontento creciente.

En agosto de 1715, durante una revisión de tropas en los jardines de Versalles, Luis sintió un dolor agudo en la pierna izquierda, más intenso que sus habituales ataques de gota. Los médicos, al examinarle, descubrieron una mancha oscura que identificaron como gangrena incipiente, probablemente resultado de la diabetes que el rey había desarrollado tras décadas de excesos alimenticios.

La noticia se mantuvo en secreto, pero los rumores comenzaron a circular cuando los rituales públicos del monarca se redujeron drásticamente. La corte contenía el aliento, consciente de que una era entera podría estar llegando a su fin. A finales de agosto, la condición del rey empeoró.

La gangrena avanzaba inexorablemente y los remedios de la época, cataplasmas de hierbas, sangrías, purgas, resultaban ineficaces. El olor de la carne putrefacta se volvió tan fuerte que incluso los perfumes más intensos no podían disimularlo. En sus últimos días, Luis mandó llamar a su bisnieto y heredero, el futuro Luis X, entonces un niño de 5 años. La escena quedó registrada en las memorias de San Simón.

El rey hizo acercarse al pequeño delfín a su lecho y le dijo con voz débil pero clara, “Hijo mío, pronto serás rey de un gran reino. Nunca olvides tus obligaciones hacia Dios. Recuerda que le debes todo lo que eres. Intenta permanecer en paz con tus vecinos. He amado demasiado la guerra. No me imites en esto ni en los grandes gastos que he hecho.

Toma consejo en todo y busca conocerlo mejor para aliviar a tu pueblo, algo que lamento no haber hecho. El plo de septiembre de 1715, tras varios días de agonía soportada con la misma dignidad imperturbable con que había reinado, Luis XI exhaló su último aliento. había gobernado Francia durante 72 años, transformando una nación dividida en la potencia dominante de Europa y estableciendo un modelo de monarquía absoluta que otras naciones intentarían emular.

La noticia de su muerte se extendió rápidamente por Versalles, luego por París y finalmente por toda Europa. Aunque muchos franceses, agobiados por impuestos y guerras interminables, recibieron la noticia con alivio o incluso alegría. No podían negar que una presencia titánica había abandonado el mundo. El funeral fue acorde a la grandeza del difunto rey.

Su cuerpo embalsamado, excepto el corazón y las vísas, que según la costumbre fueron depositados separadamente, fue llevado en procesión solemne desde Versalles hasta la Basílica de San Denís, necrópolis tradicional de los reyes de Francia. Madame de Mantnon, que había sido su compañera fiel durante los últimos 30 años, no asistió a las ceremonias públicas.

Se retiró discretamente a Sanir, la escuela para niñas nobles empobrecidas que había fundado, donde pasaría sus últimos años en una semirreclusión devota alejada del mundo cortesano, que ya no tenía sentido sin la presencia del rey Sol. Versalles, el grandioso escenario construido para magnificar la figura del monarca, quedó temporalmente abandonado.

El pequeño Luis X y la regencia se instalaron en el Palacio de las Tullerías en París. El gran palacio con sus miles de habitaciones, sus jardines meticulosamente diseñados y sus fastuosos salones, pareció exhalar un suspiro cuando las luces se apagaron y las fuentes dejaron de fluir.

Con Luis XIV moría no solo un rey, sino todo un siglo que él había moldeado a su imagen y semejanza. El siglo XVIII traería nuevas ideas, nuevas guerras y, eventualmente revoluciones que transformarían para siempre el mundo que el rey Sol había construido con tanto esfuerzo. Pero el legado de Luis X perduraría en las artes, la arquitectura, la diplomacia y la concepción misma del poder estatal.

Y Versalles, su creación más emblemática, permanecería como testimonio pétreo de una era en que un solo hombre pudo identificarse completamente con el Estado y declarar, “No, sin razón, Letat Semua. El estado soy yo. A medida que transcurrían los años y las décadas tras la muerte de Luis XIV, su figura comenzó a experimentar la transformación que el tiempo opera sobre todos los personajes históricos.

De hombre mortal a mito inmortal. La memoria colectiva selectiva por naturaleza comenzó a preservar ciertos aspectos de su reinado mientras olvidaba o distorsionaba a otros. Durante la ilustración, los filósofos y pensadores franceses ofrecieron interpretaciones contradictorias del rey Sol. Voltaire en su siglo de Luis XIV lo presentó como un monarca ilustrado y promotor de las artes mientras criticaba sutilmente su absolutismo y megalomanía.

Montesquier, por su parte, vio en su reinado el ejemplo perfecto de los peligros del poder sin límites. “Luis X fue un tirano elegante”, escribió en sus notas privadas. encerró a la nobleza en una jaula dorada llamada Versalles y la mantuvo ocupada con frivolidades mientras él controlaba todos los resortes del poder.

A medida que el siglo XVII avanzaba, las dificultades financieras del reino, en parte herencia de las costosas guerras y la extravagancia del rey Sol, alimentaron un resentimiento creciente hacia la memoria del gran monarca. Para la época de Luis X, bisnieto de Luis XIV, la monarquía francesa había perdido gran parte de su aura sagrada.

Cuando la Revolución Francesa estalló en 1789, la imagen de Luis XIV sufrió un ataque frontal. Los revolucionarios veían en él al arquitecto del sistema absolutista que intentaban desmantelar. Sus estatuas fueron derribadas, sus emblemas destruidos y su tumba en Saení profanada durante el terror. Un funcionario revolucionario presente en la exhumación dejó este testimonio escalofriante.

Cuando abrimos el féretro de Luis XIV, encontramos un cuerpo negro y putrefacto. El olor era tan nauseabundo que tuvimos que quemar grandes cantidades de incienso para continuar la operación. He aquí lo que queda del gran rey. La revolución no solo atacó la memoria oficial de Luis XIV, sino que también dio alas a rumores y leyendas negativas que habían circulado subterráneamente durante su reinado.

Entre estas historias populares, una de las más persistentes fue la que afirmaba que el rey Sol rara vez se bañaba. Esta leyenda tenía un fundamento parcial en la realidad. Como muchos de sus contemporáneos, Luis XIV seguía las recomendaciones médicas de su época que desaconsejaban los baños frecuentes por considerarlos potencialmente peligrosos para la salud. Se creía que el agua caliente abría los poros y permitía la entrada de miasmas o aires malsanos que podían causar enfermedades.

Sin embargo, esto no significaba que el rey no practicara ningún tipo de higiene. Luis XIV seguía una rutina diaria de limpieza parcial con lavado de manos, cara y boca y cambios frecuentes de ropa interior y camisas. También utilizaba abundantes perfumes y polvos, no solo como elementos de distinción, sino como herramientas para disimular olores corporales.

Con el paso del tiempo, esta práctica históricamente contextualizada se transformó en la leyenda exagerada de un rey que no se bañó en 20 años o que murió de su propia mugre. La narrativa encajaba perfectamente con el discurso revolucionario que buscaba deshumanizar a la monarquía y presentarla como decadente y corrupta.

Durante el siglo XIX, la figura de Luis XIV experimentó nuevas reinterpretaciones. El periodo napoleónico vio un resurgimiento de interés en el Rey Sol como modelo de gobernante fuerte y constructor de la grandeza nacional. Napoleón, que se veía a sí mismo como heredero de esa tradición, estudió cuidadosamente las estrategias de gobierno y representación del poder utilizadas por Luis.

Luis XI entendió que gobernar no es solo administrar, sino también deslumbrar. Comentó supuestamente Napoleón a sus consejeros. La pompa no es vanidad cuando sirve a los intereses del Estado. La restauración borbónica trajo consigo un culto oficial a la memoria de Luis XIV como símbolo de la legitimidad dinástica.

Se restauraron monumentos, se reescribieron historias y se intentó reconectar la monarquía del siglo XI con el glorioso pasado prerevolucionario. Mientras tanto, en la cultura popular, las leyendas sobre la higiene del rey Sol continuaron evolucionando. El romanticismo, con su fascinación por lo grotesco y lo decadente, encontró en estas historias un material perfecto para sus exploraciones literarias.

Alexandre Dumás, en sus novelas históricas presentaba la corte de Luis XIV como un lugar de contrastes extremos, suprema elegancia y refinamiento en la superficie, intrigas mortales y condiciones físicas repugnantes en el fondo bajo las pelucas empolvadas y los perfumes exquisitos”, escribió en una de sus obras.

La corte ocultaba piojos, sarna y olores que habrían hecho desmayarse a un carnicero. A finales del siglo XIX y principios del XX, la historiografía comenzó a abordar más sistemáticamente la cuestión de la higiene en la corte de Luis XIV, contextualizándola dentro de las prácticas y creencias médicas de la época. Los historiadores señalaron que lejos de ser un caso aislado, las prácticas higiénicas del rey Sol eran representativas de las costumbres de su tiempo entre las clases altas europeas.

Los baños completos eran infrecuentes, pero la limpieza parcial, los perfumes y los cambios frecuentes de ropa constituían un sistema higiénico coherente según los conocimientos médicos de entonces. Sin embargo, el mito del rey que no se bañaba había arraigado tan profundamente en la imaginación popular que resultaba casi imposible de erradicar.

Incluso mientras los académicos publicaban estudios detallados sobre las prácticas de higiene en la corte francesa del siglo X, las anécdotas sensacionalistas continuaban circulando en libros de divulgación, artículos periodísticos y, más recientemente, sitios web y redes sociales.

Los mitos sobre Luis XIV revelan más sobre nuestras propias obsesiones que sobre las realidades del siglo X7″, escribió un historiador contemporáneo. “Proyectamos nuestros estándares modernos de higiene sobre el pasado y luego nos escandalizamos al descubrir que no los cumplían, sin considerar que operaban bajo paradigmas médicos completamente diferentes. Otro aspecto que alimentó el mito fue la condición de Versalles mismo, el palacio diseñado prioritariamente para la representación del poder y no para la comodidad práctica, carecía de instalaciones sanitarias adecuadas para su enorme población. Los testimonios de

visitantes extranjeros y los informes de la época confirman que los pasillos, escaleras y hasta algunas habitaciones del grandioso palacio solían estar impregnados de olores desagradables. Esta realidad arquitectónica, un palacio de mármol y oro, sin un sistema de alcantarillado adecuado, se fusionó en el imaginario popular con la figura del rey, creando la imagen de un monarca que construyó el palacio más espléndido de Europa, pero no incluyó suficientes baños.

Versalles era como un traje magnífico sin ropa interior limpia”, comentó cáusticamente un escritor inglés del siglo XVII. Todo brillo exterior y podredumbre interior, igual que la monarquía francesa misma, en el siglo XX, con el desarrollo del cine y posteriormente la televisión, la figura de Luis XIV encontró nuevos medios de representación y mitificación, desde películas históricas que lo mostraban como un gobernante visionario hasta comedias que explotaban los aspectos más excéntricos de la etiqueta bersall. CA. El Rey Sol continuó

fascinando al público. Algunas de estas representaciones modernas incluían guiños a las leyendas sobre su higiene, generalmente presentadas con humor o ironía, pero perpetuando indirectamente el mito. una escena recurrente en varias películas, mostraba al rey recibiendo invitados mientras estaba sentado en su shes per sé o silla retrete, una práctica que, aunque documentada históricamente, se exageraba para efectos cómicos.

Los historiadores contemporáneos señalan que si bien es cierto que Luis XIV podía recibir a cortesanos de confianza durante su toalet matutina que incluía el uso de la silla retrete, estas audiencias seguían reglas estrictas de etiqueta y no eran los eventos grotescos que a veces se representan en la ficción. La privatización de las funciones corporales es un fenómeno relativamente reciente en términos históricos, explica un especialista en historia de la higiene. Lo que hoy nos parece impensable como recibir visitas mientras

se utilizaba una silla retrete era simplemente parte de la rutina diaria para la nobleza del siglo X. Para el siglo XXI, la figura de Luis XIV continúa siendo objeto de estudio académico, inspiración artística y fuente de mitos populares. Los historiadores modernos intentan presentar una visión más matizada del Rey Sol, reconociendo tanto sus logros políticos, diplomáticos y culturales como los aspectos problemáticos de su reinado, las guerras constantes, la persecución religiosa, el gasto excesivo. En cuanto a los mitos sobre su

higiene personal, la mayoría de los académicos coinciden en que aunque sus prácticas serían inaceptables según los estándares contemporáneos, Luis XIV no era particularmente sucio para su época. De hecho, algunas fuentes sugieren que era más cuidadoso con su limpieza personal que muchos de sus contemporáneos.

El verdadero problema no era que Luis XIV no se bañara. Concluye un estudio reciente, sino que ninguno de sus contemporáneos lo hacía con la frecuencia que consideraríamos adecuada hoy. Juzgarlo por estándares modernos es un anacronismo que no contribuye a la comprensión histórica. Sin embargo, el poder de los mitos persiste.

La imagen del rey Sol, como un monarca que combinaba glorioso esplendor público con hábitos higiénicos deplorables, sigue siendo demasiado atractiva para abandonarla fácilmente. Como tantos otros mitos históricos, sobrevive no por su precisión factual, sino por su poder metafórico.

la idea de que incluso el más grande de los reyes estaba sujeto a las mismas limitaciones físicas y culturales de su tiempo. Y quizás ahí radica la verdadera lección de esta historia. Incluso Luis XIV, el monarca, que llevó la representación del poder absoluto a sus máximas consecuencias, que se identificó tan completamente con el Estado que pudo decir Letat, Semois, seguía siendo en última instancia un hombre de su época, limitado por las prácticas, creencias y tecnologías disponibles en el siglo X.

Cuando intentamos evaluar el legado de Luis XIV más de tres siglos después de su muerte, nos encontramos ante una tarea compleja que va mucho más allá de anécdotas sobre sus hábitos personales o las excentricidades de su corte. El rey Sol dejó una huella indeleble, no solo en Francia, sino en toda Europa, transformando conceptos fundamentales sobre el poder, la diplomacia, las artes y la arquitectura.

En el ámbito político, Luis X perfeccionó el modelo de monarquía absoluta hasta convertirlo en un sistema de gobierno coherente y funcional. centralizó la administración, debilitó a la nobleza como fuerza política independiente y creó una burocracia estatal eficiente que serviría de modelo para otros países europeos.

La famosa frase Letá sem, el estado soy yo, aunque probablemente nunca la pronunció exactamente así, captura la esencia de su visión. el rey como encarnación viva del Estado, fuente de toda autoridad y legitimidad. Esta concepción del poder tuvo profundas consecuencias para el desarrollo político europeo. Por un lado, sirvió como inspiración para otras monarquías que intentaron emular el sistema francés.

Por otro, eventualmente provocó una reacción en forma de ideas ilustradas sobre separación de poderes y soberanía popular que, irónicamente contribuirían a la caída de la monarquía francesa durante la revolución. El absolutismo de Luis XIV contenía las semillas de su propia destrucción, observó el historiador Francois Blush. Al concentrar tanto poder en la corona, creó expectativas imposibles de satisfacer a largo plazo y generó resentimientos que sus sucesores heredarían. En el ámbito cultural, el impacto de Luis XIV fue igualmente transformador.

Bajo su patrocinio, las artes francesas alcanzaron un nivel de refinamiento y prestigio sin precedentes. El teatro de Molier y Racín, la música de Lulí, la arquitectura de Mansar y Levu, la pintura de Lebrun. Todos estos artistas y muchos más florecieron durante su reinado creando obras que definirían el estilo clásico francés.

Versalles, su creación más emblemática, revolucionó la arquitectura palaciega europea. Antes de Luis, las residencias reales europeas eran principalmente fortalezas defensivas con concesiones al confort y la estética. Después de Versalles se convirtieron en manifestaciones artísticas del poder, escenarios cuidadosamente diseñados para la representación de la majestad real.

Cada príncipe europeo quería su propio Versalles, explica una historiadora del arte. Desde Shembrun en Viena hasta Peterhoff en San Petersburgo, los palacios inspirados en el modelo francés proliferaron, adoptando no solo sus características arquitectónicas, sino también su función política como centro de la vida cortesana.

La influencia cultural francesa se extendió incluso más allá de las artes visuales y la arquitectura. El francés reemplazó al latín como lengua diplomática internacional y las modas, costumbres y etiquetas francesas se convirtieron en el estándar de refinamiento para las cortes europeas. Esta hegemonía cultural sobreviviría al propio Luis XIV por más de un siglo.

En el ámbito militar y diplomático, el legado del rey Sol es más ambiguo. Sus numerosas guerras expandieron inicialmente las fronteras francesas y consolidaron a Francia como la potencia dominante en Europa. Sin embargo, su agresividad también provocó la formación de coaliciones internacionales contra Francia que eventualmente limitarían sus ambiciones expansionistas.

El sistema diplomático que estableció con embajadas permanentes y un cuerpo diplomático profesionalizado sentó las bases para las relaciones internacionales modernas. Luis XI entendió, mejor que sus predecesores, que el poder no se ejercía solo en los campos de batalla, sino también en las mesas de negociación. Luis X inventó la diplomacia moderna como un teatro de poder. Sostiene un especialista en relaciones internacionales.

comprendió que la percepción de fortaleza era tan importante como la fortaleza real y que las alianzas y tratados podían lograr lo que a veces resultaba inalcanzable mediante la guerra. Incluso en el ámbito religioso, donde sus políticas de intolerancia, particularmente la revocación del edicto de Naantes y la persecución de protestantes han sido justamente criticadas, Luis X dejó un legado duradero.

Su concepto de una iglesia francesa con cierta autonomía respecto a Roma, conocido como galicanismo, influiría en las relaciones iglesia estado en Francia hasta el siglo XX. Y paradójicamente, al expulsar a los sugonotes, contribuyó involuntariamente a la difusión de ideas, habilidades y capital francés por toda Europa. Los refugiados protestantes llevaron consigo conocimientos técnicos.

conexiones comerciales y resentimiento hacia el absolutismo que enriquecerían a los países que los acogieron y alimentarían corrientes intelectuales críticas con el modelo francés. que queda entonces de Luis XIV en nuestro mundo contemporáneo, más allá de los mitos y simplificaciones. Su legado material es evidente.

Versalles, Los Inválidos, la plaza Bendom, la Academia Francesa, la Comedy franés, instituciones y monumentos que siguen formando parte del paisaje cultural francés y mundial. Pero quizás su legado más perdurable sea más sutil. una cierta idea de Francia como potencia cultural, una tradición de estado centralizado que persiste incluso en la Francia republicana, un concepto de diplomacia como representación del poder nacional, una visión del arte como expresión de identidad colectiva. En cuanto a las leyendas sobre sus hábitos

higiénicos, esas anécdotas que tanto han capturado la imaginación popular, quizás debamos verlas no como verdades literales, sino como símbolos de una verdad más profunda. La tensión entre la grandeza pública y las limitaciones privadas que caracteriza a todas las figuras históricas, incluso a las más poderosas.

Luis XIV, el hombre que proclamó el estado soy yo, que construyó el palacio más espléndido de Europa y que mantuvo a Francia en el centro de la política internacional durante más de medio siglo, seguía estando sujeto a las mismas realidades corporales, a las mismas limitaciones médicas y tecnológicas que cualquier otro ser humano de su tiempo. Paradoja, el contraste entre el rey Sol, casi divino en su majestad pública, y Luis de Borbón, el hombre mortal con sus dolencias, deseos y debilidades, es quizás la lección más valiosa que podemos extraerda que incluso los más grandes actores históricos son productos de su tiempo y

circunstancias, limitados por el horizonte cultural y tecnológico de su época. La grandeza de Luis X concluye un biógrafo contemporáneo, radica precisamente en lo que logró dentro de esos límites. utilizó las herramientas disponibles en el siglo X, desde la arquitectura barroca hasta las teorías médicas de los humores, desde la teología política del derecho divino hasta las prácticas higiénicas de su época para construir un sistema de poder que transformaría Europa y dejaría una huella perdurable en la historia mundial. Así, al final, el verdadero

legado del rey Sol no son las anécdotas sensacionalistas sobre si se bañaba o no, sino la compleja herencia política, cultural y social de un reinado que por su duración y alcance llegó a definir toda una era. El siglo de Luis X, como lo llamó Volter, sigue fascinándonos precisamente porque en él podemos observar, como en un microcosmos, las contradicciones y complejidades de la condición humana misma, la búsqueda de trascendencia y grandeza enfrentada a las limitaciones ineludibles de nuestra existencia mortal. Cuando hoy visitamos

Versalles y contemplamos el salón de los espejos, donde la luz se multiplica hasta el infinito como metáfora perfecta de la gloria que Luis X buscaba, recordamos también al hombre detrás del mito con sus virtudes y defectos, sus logros monumentales y sus fracasos trágicos. Y en ese reconocimiento de su humanidad completa, más allá de las simplificaciones históricas, rendimos quizás el homenaje más sincero a su memoria. M.