
En las tierras altas de Nueva Granada, donde la niebla matutina se arrastraba como un manto fantasmal sobre los valles andinos, se alzaba la hacienda de los Díaz. Corría el año 1783, cuando el poder colonial español aún dominaba con mano firme estas tierras americanas.
Y las familias criollas, como los días, representaban una casta privilegiada, atrapada entre la lealtad a la corona y el creciente anhelo de libertad que comenzaba a gestarse en el nuevo mundo. Don Sebastián Díaz, viudo y patriarca incontestable, gobernaba sus vastas tierras con la misma autoridad implacable con que supervisaba las vidas de sus siete hijas, conocidas en toda la provincia por su belleza y recato.
Las hermanas Díaz, Soledad, Dolores, Mercedes, Esperanza, Carmen Pilar y La Pequeña Angustias vivían recluidas tras los gruesos muros de piedra de la Hacienda, educadas bajo la estricta moral católica y el férreo control paterno. La casa grande, con sus tejas rojizas y sus muros blancos, se erguía como un bastión de poder en medio de las plantaciones de café y caña.
Los rumores, sin embargo, viajaban tan rápido como el viento entre las montañas. Se decía que tras la muerte de doña Concepción, la esposa de don Sebastián, hacía ya 15 años, el ascendado había construido una capilla privada donde las hijas acudían cada noche a rezar por el alma de su madre. Pero había algo extraño en aquel ritual nocturno que intrigaba a los sirvientes, pues las muchachas siempre regresaban con los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas. Aquella noche de junio, mientras las primeras estrellas aparecían en el cielo, Soledad, la mayor
de las hermanas con 24 años observaba desde el balcón de su habitación las luces de las cabañas de los trabajadores que punteaban la oscuridad en la distancia. Otra vez soñando despierta, hermana. La voz de Dolores, apenas un año menor que ella, la sobresaltó. Solo miraba las estrellas.
respondió soledad, cerrando instintivamente el pequeño libro que mantenía oculto en los pliegues de su falda. Dolores se acercó, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de complicidad y preocupación. Padre ha anunciado visitas para mañana. Dice que son importantes caballeros de Bogotá. El rostro de Soledad se tensó. Sabía lo que aquello significaba.
A sus 24 años estaba en el límite de lo que la sociedad consideraba la edad apropiada para el matrimonio. Las visitas eran siempre lo mismo. Hombres mayores, viudos en su mayoría, buscando una esposa joven y de buena familia para administrar sus hogares y darles herederos. Esta vez es diferente, continuó Dolores bajando la voz. Son siete. Siete hombres. Soledad sintió un escalofrío recorriendo su espalda.
Siete caballeros de las mejores familias de Santa Fe. Padre ha estado carteándose con ellos durante meses. Dice que es tiempo de que todas nosotras cumplamos con nuestro deber. El silencio que siguió pesaba como plomo. Siete hermanas, siete pretendientes. La coincidencia era demasiado perfecta para ser casual.
No puede ser coincidencia, murmuró Soledad. Padre ha planeado esto durante años. Son militares todos ellos, añadió Dolores. Veteranos de las campañas contra los comunos. El levantamiento de los comuneros había sido brutalmente reprimido por las fuerzas realistas solo unos años atrás. Miles de campesinos e indígenas habían perdido la vida, muchos de ellos habitantes de las tierras que ahora pertenecían a los días.
¿Sabes lo que eso significa? La voz de soledad apenas era audible. Podrían ser los mismos hombres que no necesitó terminar la frase. Las hermanas conocían bien la historia, aunque nunca se hablaba de ella abiertamente. Su madre, doña Concepción, había simpatizado con la causa de los comuneros, ofreciendo refugio a varios líderes rebeldes en la hacienda.
La traición le costó la vida cuando fue denunciada ante las autoridades por su propio esposo, don Sebastián, quien temía perder sus privilegios y propiedades. No podemos estar seguras, respondió Dolores, aunque su voz temblorosa revelaba que compartía las sospechas de su hermana. La puerta de la habitación se abrió súbitamente, sobresaltando a ambas mujeres. La pequeña angustias de apenas 15 años entró con los ojos brillantes de lágrimas. “Padre me ha llamado a su despacho”, dijo con voz entrecortada.
“Dice que debo prepararme para recibir a mi futuro esposo.” Soledad abrazó a su hermana menor con fuerza. No permitiré que te sacrifiquen, pequeña. Te lo prometo. Mientras la noche avanzaba, las hermanas se reunieron en secreto en la habitación de Soledad. Mercedes, la tercera hermana de 22 años, había logrado escuchar parte de la conversación entre su padre y el párroco, que frecuentemente visitaba la hacienda. Los arreglos ya están hechos”, explicó Mercedes.
Su habitual fortaleza desmoronándose ante la gravedad de la situación. Los hombres que vienen mañana formaban parte del destacamento que ejecutó a madre. Padre les ha prometido no solo nuestras manos, sino también parte de las tierras como dote. Esperanza, la cuarta hermana, se cubrió la boca para ahogar un grito. A sus 20 años era quizás la más idealista de todas, siempre soñando con un futuro mejor.
¿Cómo puede entregarnos a los asesinos de nuestra madre? Es monstruoso. Es un pacto, murmuró Carmen, la quinta hermana conocida por su perspicacia. Padre los protegió después de la ejecución, ocultó su participación. A cambio, ellos aseguraron su posición ante la corona. Ahora cierra el círculo entregándonos a nosotras. Pilar, la sexta hermana, siempre devota y resignada, sacudió la cabeza.
Debemos aceptar la voluntad de Dios y de nuestro Padre. La voluntad de Dios nunca sería que nos casáramos con asesinos, replicó Soledad con firmeza, y menos con los asesinos de nuestra propia madre. Un pesado silencio envolvió la habitación, interrumpido solo por los soyozos ahogados de angustias.
Fuera, la luna iluminaba las montañas con una luz plateada, indiferente al drama que se desarrollaba dentro de los muros de la hacienda. ¿Hay algo más?”, dijo finalmente Carmen, sacando de entre los pliegues de su vestido un pequeño fajo de papeles amarillentos. Encontré esto en el despacho de padre. Son cartas correspondencia con esos hombres.
Las hermanas se acercaron mientras Carmen desplegaba los documentos sobre la cama. A la luz de las velas, las palabras cobraban un significado aterrador. “Aquí está la prueba”, susurró Soledad. recorriendo con sus dedos las líneas escritas. No solo participaron en la ejecución de madre, sino que fue padre quien la entregó directamente sabiendo lo que le harían.
“Hay algo más terrible aún”, añadió Carmen señalando un párrafo específico en una de las cartas. Estos hombres no vienen solo por matrimonio, vienen a completar un ritual. El ritual era parte de una antigua creencia mezclada de supersticiones españolas e indígenas.
Se decía que quien desposara a la hija de una mujer que había traicionado a la corona, adquiría no solo el perdón por el asesinato, sino también poder sobre la vida y la muerte. Por eso Padre construyó la capilla, murmuró Esperanza, comprendiendo finalmente, no es para honrar a madre, sino para mantener su espíritu cautivo hasta que el ritual se complete. Cada noche, durante 15 años, las hermanas habían sido llevadas a rezar frente a un altar donde, sin saberlo, no invocaban la paz para su madre, sino que fortalecían las cadenas que ataban su alma a ese lugar. Soledad tomó una
decisión mientras las primeras luces del alba comenzaban a filtrarse por la ventana. No seremos sacrificios en este pacto macabro. Si estos hombres quieren desposarnos, les daremos una boda que nunca olvidarán. Las hermanas se miraron entre sí, una chispa de determinación encendiéndose en sus ojos.
Por primera vez en años, el miedo daba paso a algo más poderoso, la voluntad de hacer justicia. A la mañana siguiente, la hacienda bullía de actividad. Sirvientes corrían de un lado a otro, preparando la gran casa para recibir a los distinguidos visitantes. Don Sebastián, vestido con sus mejores galas, supervisaba personalmente cada detalle.
Su rostro habitualmente severo, mostrando una inusual satisfacción. Cuando las hermanas descendieron por la escalera principal, vestidas con impecables trajes de seda blanca, un murmullo de admiración recorrió el salón. Parecían ángeles, pensaron algunos sirvientes. Otros, más supersticiosos, vieron en sus miradas algo que les eló la sangre, una determinación fría que no presagiaba nada bueno.
Los carruajes comenzaron a llegar poco después del mediodía. Siete hombres, todos de mediana edad, con uniformes militares adornados con medallas y distinciones, entraron en la hacienda. Sus rostros curtidos por el sol y las batallas contrastaban con el ambiente refinado de la casa.
Mis queridas hijas, anunció don Sebastián con voz solemne, “lesento a los distinguidos caballeros que han solicitado sus manos. La ceremonia de compromiso se llevará a cabo esta noche en nuestra capilla privada. Los ojos de las hermanas se encontraron por un breve instante. El plan estaba en marcha. A medida que el sol descendía tras las montañas, tiñiendo el cielo de rojo sangre, las siete hermanas Díaz se preparaban para enfrentar su destino, transformando la tragedia heredada en un acto de justicia que cambiaría para siempre el curso de sus vidas y la historia de aquella hacienda por
secretos inconfesables. El banquete de compromiso se extendía en el gran comedor de la hacienda. iluminado por docenas de candelabros que proyectaban sombras danzantes sobre los rostros de los comensales. Los siete oficiales realistas, ahora despojados de sus uniformes y vestidos con elegantes trajes civiles, ocupaban lugares de honor junto a sus respectivas prometidas.
Don Sebastián presidía la mesa desde un extremo, su figura imponente realzada por el rico jubón de tercio pelo y la pesada cadena de oro que pendía sobre su pecho, símbolo de su lealtad inquebrantable a la corona. El coronel Esteban Mendoza, el mayor de los siete oficiales y futuro esposo de Soledad, alzó su copa de vino.
Por esta unión providencial proclamó con voz grave que fortalecerá los vínculos entre las familias leales a su majestad y asegurará la paz en estas tierras turbulentas. Las copas tintinearon mientras los invitados respondían al brindis. Soledad, sentada junto a Mendoza, esbozó una sonrisa tenue que no alcanzó sus ojos.
Observaba al hombre de reojo, estudiando las arrugas que surcaban su rostro, las manos encallecidas por años sosteniendo la espada, los ojos que habían presenciado y ordenado incontables muertes. “¿Encontráis de vuestro agrado la hacienda, coronel?”, preguntó Soledad con voz melodiosa. Es magnífica como voz, respondió Mendoza, sus ojos recorriendo el rostro de la joven con evidente satisfacción.
Aunque he oído historias curiosas sobre este lugar. ¿Qué tipo de historias, señor? El tono inocente de soledad ocultaba una tensión creciente. Dicen que en estas tierras los nativos practicaban antiguos rituales para aplacar a sus dioses”, explicó Mendoza bajando la voz como si compartiera un secreto escandaloso. Rituales que involucraban sangre y sacrificio.
Supersticiones paganas nada más. Intervino don Sebastián, que había captado fragmentos de la conversación. Esta casa es un bastión de la fe verdadera. Como bien podréis comprobar esta noche durante la ceremonia en nuestra capilla. Al otro lado de la mesa, Dolores conversaba con el capitán Rodrigo Belarde, un hombre de rostro delgado y mirada penetrante.
“Entiendo que vuestra madre falleció hace muchos años”, comentó Belarde mientras cortaba meticulosamente un trozo de carne. “Una verdadera tragedia. Así es, capitán”, respondió Dolores. Una tragedia que marcó profundamente a nuestra familia. ¿Puedo preguntar cuál fue la causa? Dolores sostuvo la mirada del capitán sin parpadear.
Dicen que fue la fiebre, pero en estas montañas, señor, a veces la muerte tiene muchos nombres. Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Belarde bebió un largo trago de vino antes de cambiar de tema. Mercedes sentada junto al mayor Francisco Herrera, un hombre corpulento con una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha, observaba con atención los movimientos de los sirvientes indígenas que se deslizaban silenciosamente por el comedor.
“Vuestros sirvientes parecen bien adiestrados”, comentó Herrera siguiendo la mirada de Mercedes. Aunque nunca he confiado en los nativos, son traicioneros por naturaleza. Han servido fielmente a mi familia durante generaciones”, respondió Mercedes con calma estudiada. “Conocen su lugar, como debe ser.” Asintió Herrera.
“El orden natural debe mantenerse, los indios con los indios, los criollos con los criollos y los españoles gobernando sobre todos. ¿Y dónde situaríais a las mujeres? en ese orden natural mayor. La pregunta de Mercedes tenía un filo apenas disimulado. Herrera soltó una carcajada. Las mujeres, mi querida, futura esposa, tienen su propio reino.
El hogar, vuestra belleza y educación os hacen perfecta para administrar mi casa y darme herederos fuertes. Mercedes sonrió, ocultando el desprecio que sentía crecer en su interior. Sois muy claros. Respecto a vuestras expectativas, señor. En el centro de la mesa, Esperanza escuchaba con aparente fascinación las historias de batalla que relataba el teniente coronel Javier Montero, un hombre de unos 40 años con el cabello prematuramente encanecido.
“La campaña contra los comunos fue necesaria”, explicaba Montero entre bocados. Esas gentes no entienden más que la fuerza. Por cada soldado real que caía, ordenábamos ejecutar a 10 rebeldes. Así se aplasta una insurrección. “Debió ser terrible”, murmuró Esperanza, imaginando el horror de aquellas masacres.
“Es el precio de la civilización, señorita”, respondió Montero con frialdad. Vuestro padre lo entiende perfectamente, por eso ha prosperado mientras otros ascendados sucumbían a los sentimentalismos. Esperanza tomó un sorbo de vino para disimular su repulsión. Habláis como si conocierais bien a mi padre. Oh, vuestro padre y yo tenemos una larga historia juntos sonríó Montero.
Digamos que nos hemos hecho ciertos favores mutuos a lo largo de los años. El banquete continuó durante horas. Las conversaciones fluían junto con el vino, revelando poco a poco la verdadera naturaleza de aquellos hombres que pretendían desposar a las hermanas Díaz. Eran veteranos endurecidos por años de violencia, hombres que habían construido sus carreras sobre la sangre de los rebeldes y que ahora buscaban consolidar su posición casándose con las hijas de una de las familias más influyentes de la región. Mientras los sirvientes retiraban los platos del postre, don
Sebastián se puso de pie, golpeando suavemente su copa con un cuchillo para llamar la atención de los presentes. Distinguidos invitados, comenzó con voz solemne. Como es tradición en nuestra familia, antes de la ceremonia formal de compromiso, mis hijas ofrecerán una pequeña muestra de sus talentos. Os ruego nos acompañéis al salón principal.
Los invitados se trasladaron al amplio salón decorado con pinturas religiosas y retratos de antepasados que observaban con miradas severas desde las paredes. Los hombres tomaron asiento en sillones dispuestos frente a un pequeño escenario improvisado, mientras don Sebastián ordenaba a un sirviente que sirviera más vino.
Las siete hermanas aparecieron vestidas ahora con trajes tradicionales que combinaban elementos españoles e indígenas, faldas amplias de colores vivos, blusas bordadas con hilos de oro y plata y mantillas negras que enmarcaban sus rostros. Parecían figuras sacadas de un tiempo anterior a la conquista. Hermosas y misteriosas. “Interpretaremos para ustedes una danza antigua”, anunció Soledad.
transmitida de madre a hija durante generaciones en estas montañas. Es nuestra ofrenda para asegurar un matrimonio próspero y fértil. Los oficiales intercambiaron miradas de satisfacción, complacidos con este inesperado espectáculo que reforzaba su sentido de posesión sobre las jóvenes.
La música comenzó suavemente, interpretada por sirvientes indígenas con instrumentos tradicionales, flautas de caña, tambores y charangos. Era una melodía hipnótica que parecía emerger de las profundidades de la Tierra. Las hermanas iniciaron la danza formando un círculo, sus movimientos fluidos y precisos, como si estuvieran tejiendo un hechizo invisible.
Gradualmente el ritmo se aceleró. Las hermanas giraban cada vez más rápido, sus faldas formando espirales de color, mientras sus voces se unían en un canto en una lengua que ninguno de los presentes, excepto quizás los sirvientes más ancianos, podía comprender. “Es muagwa”, murmuró uno de los oficiales más jóvenes. “Lla lengua de los nativos.
Silencio”, ordenó el coronel Mendoza, aunque él mismo sentía una inquietud creciente. “Es solo folclore local.” La danza alcanzó su clímax cuando las hermanas, en un movimiento simultáneo, extrajeron de entre los pliegues de sus vestidos pequeñas bolsas de cuero que esparcieron a su alrededor. Un polvo fino de color rojizo formó siete círculos perfectos en el suelo.
¿Qué demonios es eso? exclamó el mayor Herrera intentando ponerse de pie descubrir que sus piernas parecían no responderle. Don Sebastián, alarmado por el giro que tomaba el espectáculo, intentó intervenir. Hijas, esto no forma parte de lo acordado, pero su voz sonaba distante, como si llegara a través de un túnel.
Los oficiales y el propio don Sebastián comenzaron a sentir un extraño sopor. La habitación parecía girar. Las luces de las velas se desdibujaban en estelas doradas y la música penetraba en sus mentes como un cuchillo. “Es hora de que conozcan la verdad”, dijo Soledad, “su voz transformada, más profunda y antigua.
La verdad sobre lo que sucedió hace 15 años cuando entregasteis a vuestra madre a la muerte. Las imágenes comenzaron a formarse en las mentes nubladas de los hombres. Escenas de una ejecución brutal en los patios traseros de la hacienda. Una mujer arrodillada frente a un pelotón, su rostro sereno a pesar del terror, y ellos mismos, más jóvenes, pero igualmente despiadados, cumpliendo las órdenes de ajusticiamiento.
No, murmuró el coronel Mendoza luchando contra la visión. Eso fue, fue justicia, era una traidora, era nuestra madre, respondió Dolores uniéndose a su hermana. Y vosotros sois sus asesinos, asesinos que ahora pretendéis tomarnos como esposas, completando así vuestro pacto infernal. Los oficiales intentaban levantarse, alcanzar sus espadas o gritar pidiendo ayuda, pero sus cuerpos no respondían.
El vino había sido mezclado con hierbas que conocían bien las mujeres nativas que servían en la cocina. Hierbas que paralizaban el cuerpo mientras mantenían la mente dolorosamente consciente. Don Sebastián, menos afectado que los demás por haber bebido menos, logró articular, “Deteneos ahora mismo. No sabéis lo que hacéis.
Este matrimonio es vuestra única salvación.” Salvación. La risa. amarga de Mercedes resonó en el salón. Nos vendiste a los asesinos de nuestra madre. Nos has utilizado como moneda de cambio durante toda nuestra vida. Sois mujeres, espetó don Sebastián, la rabia rompiendo momentáneamente los efectos de la droga. Vuestro deber es obedecer.
Nuestro deber es honrar la memoria de nuestra madre”, respondió Esperanza, acercándose a su padre con una daga ceremonial en la mano. Y esta noche finalmente lo haremos. La pequeña angustias se acercó al capitán más joven, cuyo rostro reflejaba ahora un terror absoluto. ¿Sabéis lo que nos han enseñado cada noche en la capilla durante 15 años? No a rezar por el alma de nuestra madre.
sino a invocar su espíritu para esta noche de justicia. Las puertas del salón se abrieron de golpe como impulsadas por un viento inexistente. Los sirvientes indígenas entraron silenciosamente, formando un círculo alrededor de los paralizados invitados.
Sus rostros, habitualmente sumisos, mostraban ahora una determinación feroz. Os preguntaréis por qué los sirvientes nos ayudan, dijo Carmen dirigiéndose a los oficiales. Ellos también tienen cuentas pendientes con vosotros, sus familias, sus aldeas. ¿Cuántos murieron bajo vuestras órdenes? Esto es traición, logró articular el coronel Mendoza. Pagaréis con vuestra vida.
Ya hemos pagado, respondió Pilar, la más callada de las hermanas, hablando por primera vez. Hemos pagado cada día de estos 15 años encerradas en esta prisión dorada, preparándonos para un destino que nunca elegimos. Las hermanas formaron un nuevo círculo, esta vez alrededor de sus pretendientes y su padre. Cada una sostenía un pequeño cuchillo ceremonial con empuñadura de hueso, tallado con símbolos que mezclaban iconografía católica y muisca.
El ritual que planeabais completar esta noche en la capilla, explicó Soledad, requería nuestro consentimiento voluntario, un consentimiento que nunca obtendréis. En lugar de eso, continuó Dolores. Realizaremos nuestro propio ritual, uno que liberará el alma de nuestra madre y romperá para siempre la maldición que habéis impuesto sobre esta tierra.
Los sirvientes comenzaron a cantar en su lengua ancestral un lamento que parecía elevar el alma y helar la sangre al mismo tiempo. Las hermanas se unieron al canto, sus voces mezclándose en una armonía perfecta y terrible. No pretendemos tomar vuestras vidas, aclaró Soledad, mirando directamente a los ojos del coronel Mendoza.
No somos asesinos como vosotros, pero esta noche vuestras almas quedarán ligadas a esta tierra como la de nuestra madre ha estado durante 15 años. Experimentaréis su sufrimiento, su dolor, su desesperación y solo cuando hayáis pagado vuestra deuda seréis libres.” Las hermanas avanzaron simultáneamente, cada una cortando una pequeña incisión en la palma de la mano de su respectivo pretendiente.
La sangre brotó roja y brillante a la luz de las velas, goteando sobre los círculos de polvo que habían trazado durante su danza. “Con esta sangre sellamos el pacto”, declaró Soledad. La misma sangre que derramasteis injustamente ahora os ata vuestro destino. Fuera una tormenta repentina azotaba la hacienda. Relámpagos iluminaban las montañas y el viento aullaba como mil almas en pena.
Dentro, en el gran salón, siete hermanas completaban un ritual de justicia largamente aplazado, transformando su dolor en poder, su opresión en liberación. Los efectos de las hierbas comenzarían a disiparse con las primeras luces del alba. Los hombres despertarían físicamente intactos, pero sus almas, sus almas nunca volverían a ser las mismas.
Cada uno llevaría consigo la carga de sus crímenes, visible solo para ellos mismos, pero tan real y pesada como una cadena de hierro. Verían el rostro de doña Concepción en sus sueños. Escucharían sus gritos en el silencio, sentirían su mirada acusadora en cada sombra.
Y las hermanas Díaz, las hermanas Díaz abandonarían la hacienda esa misma noche, dejando atrás una vida de opresión y mentiras. El camino que les esperaba estaría lleno de peligros e incertidumbres, pero por primera vez en 15 años serían libres para elegir su propio destino. Mientras el ritual llegaba a su fin y los primeros rayos del amanecer se filtraban por las ventanas, Soledad miró por última vez el rostro inconsciente de su padre y de aquel que habría sido su esposo.
Que Dios tenga más misericordia con vuestras almas de la que vosotros tuvisteis con la vida de vuestra madre”, susurró antes de dar la espalda a la hacienda que había sido su prisión durante toda su vida. Las siete hermanas Díaz, acompañadas por los sirvientes que habían decidido seguirlas, se adentraron en las montañas brumosas mientras un nuevo día comenzaba.
Detrás de ellas, en la gran casa silenciosa, siete hombres y un padre traidor dormían un sueño poblado de pesadillas que los perseguiría hasta el fin de sus días, prisioneros de un pasado que ya no podían cambiar y de una justicia que finalmente los había alcanzado. 6 meses habían pasado desde aquella fatídica noche. montañas antes cubiertas de verdor ahora mostraban los tonos ocres y dorados del final de la estación seca.
En la antigua hacienda de los días, ahora conocida en la región como la casa de las almas cautivas, reinaba un silencio opresivo que solo se rompía ocasionalmente con gritos atormentados. El coronel Mendoza, otrora orgulloso oficial realista, deambulaba por los corredores como un fantasma, su uniforme impecable, ahora sucio y desgarrado, su rostro demacrado por el insomnio y el terror. Desde aquella noche no había conocido un momento de paz.
El rostro de doña Concepción lo perseguía apareciendo en espejos, en el agua del pozo, en las sombras de su habitación. sus gritos, sus súplicas, el sonido de los disparos, todo se repetía incesantemente en su mente. Los otros oficiales sufrían tormentos similares. El capitán Belarde había intentado huir de la hacienda tres veces, solo para encontrarse inexplicablemente de vuelta en sus terrenos al amanecer, como si una fuerza invisible lo arrastrara de regreso. El mayor Herrera había perdido el habla tras afirmar haber visto a doña
Concepción de pie junto a su cama, sus ojos vacíos fijos en él, mientras le recitaba los nombres de todos los comuneros que había ejecutado. Don Sebastián Díaz, quizás el más afectado de todos, se había atrincherado en la capilla privada que una vez sirvió para sus oscuros propósitos. Ahora pasaba días enteros arrodillado frente al altar, rezando desesperadamente por un perdón que parecía inalcanzable.
Su cabello negro apenas unos meses atrás se había tornado completamente blanco, como si hubiera envejecido décadas en cuestión de semanas. La noticia de la extraña maldición que afectaba a la hacienda se había extendido por toda la provincia. Los pueblos vecinos evitaban acercarse y hasta el párroco había dejado de visitarla tras experimentar lo que describió como visiones del infierno mismo durante su última misa.
Mientras tanto, a muchas leguas de distancia, en las profundidades de un valle oculto entre las montañas que separaban Nueva Granada del territorio quechua, las hermanas Díaz y su séquito de sirvientes leales habían encontrado refugio en una antigua aldea abandonada.
Con el paso de los meses habían transformado las ruinas en un asentamiento próspero donde españoles, criollos e indígenas convivían en una igualdad impensable en el mundo colonial. Aquella mañana, Soledad se encontraba en la entrada del valle, contemplando el camino serpenteante que descendía hacia los territorios controlados por la corona. Vestía ropas sencillas, pero dignas, y su rostro, antes marcado por la angustia y el miedo, mostraba ahora la serenidad de quien ha encontrado su propósito.
Observando el horizonte otra vez, hermana, la voz de Dolores la sacó de sus pensamientos. ¿Esperas noticias? Soledad asintió. Antonio debería haber regresado hace dos días. Temo que las patrullas realistas lo hayan interceptado. Antonio, un antiguo capataz de la hacienda, que había decidido seguir a las hermanas en su huida, se había convertido en su principal contacto con el mundo exterior, arriesgándose regularmente a viajar a las ciudades para obtener noticias y suministros.
Ten fe”, respondió Dolores, colocando una mano sobre el hombro de su hermana. Antonio es astuto. Si percibió peligro, habrá tomado rutas alternativas. Regresaron juntas hacia el centro de la aldea, donde Mercedes supervisaba la construcción de un sistema de irrigación que aprovecharía las aguas del río cercano para los cultivos. Los campos del este estarán listos para la siembra en una semana.
informó Mercedes limpiándose el sudor de la frente. Si las lluvias llegan a tiempo, tendremos una buena cosecha. Esperanza se acercó desde el pequeño edificio que servía como escuela, seguida por un grupo de niños, hijos de los sirvientes, que las habían acompañado. La lección de hoy trató sobre las antiguas civilizaciones que habitaron estas tierras, comentó sus ojos brillando con el entusiasmo de quien ha descubierto su vocación.
Los niños están fascinados con las historias de sus antepasados. Carmen emergió de su taller, donde combinaba sus conocimientos de medicina europea con la sabiduría herbal indígena para crear remedios que curaban enfermedades que desconcertaban a los médicos españoles. “He preparado un nuevo lote de unüento para las fiebres”, anunció justo a tiempo para la temporada de lluvias.
Pilar, que había asumido la tarea de mantener viva la espiritualidad de la comunidad, regresaba de su paseo matutino por el bosque sagrado. Diferencia de sus días en la hacienda, donde la religión era una jaula dorada, ahora encontraba consuelo en una fe que mezclaba elementos católicos con rituales ancestrales, honrando tanto al Dios cristiano como a los espíritus de la naturaleza que veneraban los indígenas.
Solo faltaba angustias, la más joven, que pasaba largas horas en la cueva de los antiguos, estudiando los petroglifos y aprendiendo la lengua muisca de los ancianos, determinada a preservar un conocimiento que los españoles habían intentado erradicar. Era una vida simple, pero significativa, construida sobre los escombros de su pasado.
Cada una de las hermanas había encontrado un propósito que trascendía los estrechos confines la sociedad colonial había designado para ellas. El sonido de cascos de caballo interrumpió la tranquilidad de la aldea. Todos los habitantes se pusieron alerta, preparados para huir hacia los escondites en las montañas que habían preparado para emergencias.
Pero pronto reconocieron la figura de Antonio, que cabalgaba a toda velocidad hacia ellos. “Noticias!”, gritó mientras desmontaba. Su rostro reflejaba una mezcla de urgencia y preocupación. Grandes cambios se avecinan. Las hermanas se reunieron alrededor del mensajero mientras este recuperaba el aliento.
Han llegado órdenes desde España explicó Antonio. El rey ha enviado un nuevo visitador real para investigar los abusos cometidos contra los nativos y los criollos. Dicen que es un hombre justo, influenciado por las ideas de la Ilustración. ¿Crees que podemos confiar en él? preguntó Soledad cautelosa después de tantas traiciones.
No lo sé, admitió Antonio. Pero hay más. Los hombres de la hacienda, todos han confesado. Un silencio absoluto cayó sobre el grupo. Confesado. La voz de Dolores apenas era audible. Enloquecidos por lo que ellos llaman visiones y pesadillas, han confesado públicamente su participación en la muerte de vuestra madre y en las masacres de comuneros.
explicó Antonio. El coronel Mendoza incluso redactó un documento detallando cada crimen, nombrando a todos los implicados, incluido don Sebastián. El documento ha llegado a manos del visitador real. Las hermanas intercambiaron miradas de asombro. Nunca habían esperado que su ritual tuviera un efecto tan poderoso ni que condujera a una confesión pública de los crímenes.
Hay rumores de que el visitador planea arrestarlos y enviarlos a España para ser juzgados”, continuó Antonio. “Pero eso no es todo. Vuestro padre ha solicitado hablar con vosotras. Dice que tiene información vital sobre vuestra madre, información que nunca reveló. No podría ser una trampa, advirtió Mercedes, siempre la más cautelosa. Lo sé, asintió Soledad, pero si existe la posibilidad de descubrir toda la verdad sobre madre, debemos considerarlo.
Y si vamos a Santa Fe directamente, sugirió Esperanza. Podríamos hablar con el visitador real, presentar nuestro caso. Antonio sacudió la cabeza. Es demasiado arriesgado. A pesar de las confesiones, vosotras seguís siendo consideradas fugitivas por abandonar la hacienda sin autorización paterna, y los poderes establecidos no verían con buenos ojos vuestra comunidad aquí.
Entonces, ¿qué opciones tenemos?, preguntó Carmen. Yo iré, decidió Soledad tras un momento de reflexión. Iré sola a la hacienda para escuchar lo que padre tiene que decir. Las protestas estallaron inmediatamente. Es demasiado peligroso. Objetó Dolores. No podemos confiar en él, añadió Mercedes.
No te dejaré ir sola declaró Pilar. Soledad alzó una mano para silenciar las objeciones. Es la única forma. Si todas vamos, nuestra comunidad quedaría vulnerable. Y si padre tiene realmente información sobre madre, debo conocerla. La discusión continuó durante horas, pero finalmente, reconociendo la determinación de soledad, sus hermanas accedieron a regañadientes con la condición de que Antonio y dos hombres más la acompañaran hasta las cercanías de la hacienda. Esa misma tarde Soledad se preparó para el viaje.
Mientras recogía algunas hierbas protectoras que Carmen había preparado, angustias entró en su habitación. Hermana, dijo la más joven, su voz temblorosa, he tenido un sueño. Angustias había desarrollado una extraña habilidad para los sueños proféticos durante su tiempo en la comunidad.
Algo que los ancianos indígenas atribuían a su conexión con los espíritus de la montaña. “¿Qué has visto, pequeña?”, preguntó Soledad, prestando atención. Te vi en la capilla, frente al altar donde solíamos rezar, pero no estabas sola. Madre estaba contigo y te mostraba algo oculto bajo el suelo, algo que cambiará nuestro destino para siempre. Soledad abrazó a su hermana menor. Mantendré los ojos abiertos.
Si hay algo que madre quiere que encuentre, lo haré. Al amanecer del día siguiente, Soledad partió junto con Antonio y dos guerreros indígenas. El camino hacia la hacienda llevaría tres días a caballo atravesando territorios controlados por patrullas realistas. Viajaban con identidades falsas.
Soledad como una joven viuda que regresaba a su pueblo natal. Antonio como su hermano y los indígenas como sirvientes contratados. La primera jornada transcurrió sin incidentes, atravesando valles frondosos donde la vegetación casi ocultaba el sendero. Acamparon en una pequeña cueva, manteniéndose alejados de los caminos principales. Al segundo día, sin embargo, la suerte pareció abandonarlos cuando una patrulla de soldados los interceptó mientras cruzaban un puente sobre un río caudaloso.
Documentos, exigió el sargento a cargo, un hombre de rostro curtido y mirada suspicaz. Antonio presentó los papeles falsificados que habían preparado. El sargento los examinó detenidamente, su ceño frunciéndose cada vez más. ¿De dónde venís y hacia dónde os dirigís?, preguntó, devolviendo los documentos con evidente desconfianza.
De Tunja, señor, respondió Antonio con la historia ensayada. Mi hermana, recién enviudada, regresa al hogar familiar en Sipaquirá. Hemos contratado a estos hombres para protegernos durante el viaje. El sargento observó a Soledad, que mantenía la cabeza inclinada como correspondería a una viuda en duelo.
Algo en su porte, sin embargo, despertó la curiosidad del soldado. “Mostrad vuestro rostro, señora”, ordenó. Soledad alzó lentamente la vista, rezando para que los años transcurridos y el sol del camino hubieran cambiado lo suficiente sus rasgos como para no ser reconocida. Los ojos del sargento se estrecharon. Vuestro rostro me resulta familiar.
El corazón de soledad dio un vuelco, pero mantuvo la compostura. Lo dudo, Señor. He vivido recluida desde mi matrimonio. Ah. exclamó repentinamente el sargento. Ya recuerdo, os parecéis notablemente a doña Concepción Díaz. Una trágica historia, la suya. Soledad contuvo la respiración luchando por mantener una expresión neutra.
No conozco a esa dama, señor. El sargento pareció satisfecho con la explicación. Una coincidencia, supongo. Podéis continuar vuestro camino, pero tened cuidado, los caminos no son seguros. Han avistado rebeldes en estas montañas. Cuando la patrulla se alejó, Soledad exhaló profundamente. Eso estuvo cerca, demasiado cerca. Deberíamos cambiar de ruta, sugirió Antonio. Tomar el sendero por las alturas. No, decidió Soledad.
Sería más sospechoso si nos desviáramos ahora. Continuaremos según lo planeado, pero viajaremos de noche para evitar más encuentros. Al atardecer día, finalmente divisaron la hacienda en la distancia. Incluso desde lejos era evidente que algo había cambiado.
Las antes florecientes plantaciones mostraban signos de abandono, y la gran casa, que solía brillar con luces al anochecer, permanecía sombríamente silenciosa, como una tumba olvidada. Esperaré con los hombres en el bosque cercano”, dijo Antonio cuando alcanzaron los límites de la propiedad. “Si no regresas antes del amanecer, entraremos a buscarte.
” Soledad asintió, apretando brevemente la mano de su fiel amigo antes de desmontar. “Rechad por mí”, susurró y luego se adentró sola en los terrenos de la que una vez fue su prisión. La oscuridad caía rápidamente mientras Soledad se acercaba a la casa grande por un sendero lateral, evitando el camino principal.
Los jardines, antes inmaculados, estaban ahora cubiertos de maleza. Las estatuas que adornaban las fuentes parecían observarla con miradas acusadoras. Al llegar a la entrada trasera, encontró la puerta entreabierta, como si alguien esperara su llegada. El interior estaba iluminado únicamente por algunas velas dispersas, proyectando sombras fantasmales sobre las paredes.
Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas, dando la impresión de que la casa estaba habitada por espectros. Soledad avanzó cautelosamente por los corredores desiertos, sus pasos resonando sobre el suelo de baldosas. Cada rincón de aquella casa guardaba un recuerdo doloroso. Allí había sido reprendida por mostrar interés en los libros prohibidos.
Allá había presenciado el castigo de un sirviente que osó mirar directamente a don Sebastián. Siguiendo una corazonada, se dirigió hacia la capilla privada. La puerta pesada de madera tallada estaba cerrada, pero un fino as de luz se filtraba por debajo. Tomando una profunda respiración, Soledad la empujó. El interior de la capilla estaba iluminado por docenas de sirios, más de los que habían usado nunca en sus rituales nocturnos.
Frente al altar, de rodillas, con la cabeza inclinada, estaba don Sebastián Díaz. Al escuchar la puerta, se volvió lentamente. Soledad apenas pudo reconocer a su padre. El orgulloso ascendado, el patriarca temido y respetado, se había convertido en una sombra de lo que fue.
Su rostro demacrado, surcado por arrugas profundas y sus ojos antes dominantes, ahora hundidos y enrojecidos. Su cabello completamente blanco le daba la apariencia de un hombre que cargaba con el peso de un siglo de vida. “Has venido”, murmuró don Sebastián, su voz apenas un susurro ronco. “Sabía que lo harías. Siempre fuiste la más valiente como tu madre.
Soledad permaneció en la entrada. Alerta! Antonio dijo que tenías información sobre madre. Habla.” Don Sebastián intentó ponerse de pie, pero sus piernas parecían demasiado débiles. Finalmente, con un suspiro de resignación, volvió a arrodillarse. Lo que visteis aquella noche, lo que os reveló el ritual, era solo una parte de la verdad. Comenzó.
Vuestra madre no murió solo por simpatizar con los comuneros. Murió porque descubrió algo que podría haber cambiado el curso de la historia en estas tierras. Soledad dio un paso adelante, intrigada a pesar de su cautela. ¿Qué descubrió? Documentos, respondió don Sebastián. Documentos que probaban que las tierras que constituyen esta hacienda y muchas otras en la región nunca fueron legalmente cedidas a la corona.
Pertenecían, y técnicamente aún pertenecen a las comunidades indígenas originarias y por eso la traicionaste. La voz de soledad estaba cargada de incredulidad y rabia. Por unas tierras, ¿no entiendes?, insistió don Sebastián, un destello de su antigua autoridad brillando momentáneamente en sus ojos. Esos documentos amenazaban todo el sistema colonial.
Si se hubieran hecho públicos, habrían provocado una rebelión mucho mayor que la de los comuneros. Miles habrían muerto. Miles murieron de todas formas. Replicó Soledad amargamente. Y madre fue una de ellos. Don Sebastián bajó la cabeza como si el peso de sus acciones finalmente lo aplastara. Intenté salvarla, murmuró. Negocié con Mendoza y los otros. Les dije que si la ejecutaban discretamente, sin un juicio público, yo mantendría los documentos en secreto.
Y para sellar el pacto, les prometí que mis hijas se casarían con ellos cuando llegara el momento adecuado. Y esperas que crea que lo hiciste para protegernos. Soledad no podía contener su desprecio. Nos vendiste a los asesinos de nuestra madre. Lo hice por cobardía, admitió don Sebastián, lágrimas rodando por sus mejillas arrugadas. Por miedo a perder mi posición, mis privilegios y he pagado por ello cada día desde entonces.
Se produjo un largo silencio roto solo por el crepitar de las velas y los soyosos ahogados del anciano. “Los documentos, dijo finalmente Soledad, ¿dónde están?” Don Sebastián señaló el altar. Bajo la losa central. Tu madre los ocultó allí y yo nunca tuve el valor de destruirlos ni de revelarlos.
Soledad se acercó al altar recordando el sueño de angustias. Con esfuerzo logró mover la pesada losa de piedra que lo cubría. Debajo, tal como su padre había indicado, encontró un pequeño cofre de madera. Al abrirlo, descubrió un fajo de pergaminos amarillentos escritos en una mezcla de español y lenguas indígenas.
Eran tratados originales entre los caciques muiscas y los primeros colonizadores, que estipulaban claramente los términos de uso de las tierras y sus límites temporales. “El nuevo visitador real llegará en dos días”, informó don Sebastián. ha prometido investigar todos los abusos, independientemente de quién los cometiera. Estos documentos podrían cambiar el destino de nuestra gente.
Nuestra gente. Soledad lo miró con sorpresa. ¿Desde cuándo te preocupa alguien más que tú mismo? Desde que vuestro ritual me abrió los ojos, respondió don Sebastián. Cada noche veo a tu madre, no como un espectro vengativo, sino como era en vida. compasiva, valiente, visionaria, me muestra lo que podría haber sido, lo que aún podría ser.
Soledad estudió el rostro de su padre buscando signos de engaño, pero lo único que encontró fue el arrepentimiento genuino de un hombre destrozado por sus propias acciones. “El visitador me ha citado para una audiencia”, continuó don Sebastián. “Pero estoy demasiado débil para viajar.
Estos documentos deben llegar a sus manos y nadie mejor que tú, la hija de Concepción para entregarlos. ¿Por qué debería confiar en ti ahora?, preguntó Soledad, aunque ya sabía la respuesta en su corazón. No tienes por qué confiar en mí, respondió don Sebastián. Confía en tu madre. Su espíritu te ha guiado hasta aquí, como nos ha atormentado a mí y a esos hombres por nuestros crímenes.
Mientras Soledad guardaba cuidadosamente los documentos, su padre le entregó un medallón de plata que siempre llevaba consigo. Esto te dará acceso al visitador real. Es el sello de nuestra familia, reconocido en toda la provincia. Soledad tomó el medallón, sintiendo su peso no solo físico, sino también simbólico.
Era la llave que podría abrir una puerta hacia la justicia, no solo para su madre, sino para todos los que habían sufrido bajo el yugo colonial. “Una última cosa”, dijo don Sebastián mientras Soledad se preparaba para partir. “¿Tus hermanas están bien?” Por primera vez, Soledad vio a su padre no como el tirano que las había oprimido, sino como un hombre roto buscando redención.
Están construyendo una vida nueva, respondió con honestidad. Una vida que madre habría aprobado. Don Sebastián asintió una leve sonrisa de alivio, suavizando momentáneamente su rostro atormentado. Ve con Dios, hija mía, y si encuentras la fuerza para ello, algún día perdóname. Soledad no respondió. El perdón era un camino largo que apenas comenzaba a vislumbrar.
Con los documentos asegurados contra su pecho, abandonó la capilla y la hacienda, llevando consigo la esperanza de justicia y el peso de un legado que ahora le correspondía continuar. En el bosque, Antonio y los guerreros esperaban ansiosamente. Al ver a Soledad emergiendo de la oscuridad, corrieron a su encuentro. “¿Estás bien?”, preguntó Antonio, examinándola en busca de heridas.
“¿Qué ha sucedido? Soledad les mostró los documentos y les contó lo ocurrido. Debemos llegar a Santa Fe antes que el visitador real. Concluyó. Es nuestra oportunidad para hacer justicia, no solo por madre, sino por todos. Montaron rápidamente y partieron hacia el norte, dejando atrás la hacienda donde tanto dolor se había gestado y donde ahora quizás comenzaba un proceso de redención y justicia.
El camino hacia Santa Fe sería peligroso, pero Soledad sentía una determinación renovada. Por primera vez, desde aquella noche de ritual y liberación tenía la sensación de que su madre no solo había sido vengada, sino que su espíritu finalmente encontraría la paz. Y mientras cabalgaban bajo el cielo estrellado, Soledad pensó en sus hermanas y en la comunidad que habían construido en el valle oculto.
Si su misión tenía éxito, quizás algún día podrían vivir abiertamente sin temor en una tierra donde la justicia y la igualdad no fueran solo sueños inalcanzables. Pero el destino, como siempre, tenía sus propios planes y los documentos que llevaba consigo eran solo el comienzo de una nueva historia, una que cambiaría para siempre el curso de sus vidas y de la historia de aquella tierra dividida entre dos mundos.
La ciudad de Santa Fe resplandecía bajo el sol de la mañana sus edificios coloniales de paredes blancas y tejados de terracota, contrastando con el intenso azul del cielo andino. Para los ojos inexpertos, la capital del virreinato de Nueva Granada parecía un bastión de orden y civilización española en medio de la agreste geografía americana.
Pero Soledad, que observaba la ciudad desde una colina cercana, podía percibir las corrientes de tensión que fluían bajo esa fachada de tranquilidad. La residencia del visitador real está en el palacio junto a la plaza Mayor. Informó Antonio que había regresado de su incursión de reconocimiento. Hay guardias por todas partes.
El rumor en las calles es que los criollos están divididos. Algunos ven al visitador como un reformista que traerá justicia. Otros temen que su llegada solo fortalezca el control de la corona. Soledad asintió, sus dedos acariciando inconscientemente el medallón familiar que su padre le había entregado. Los preciosos documentos que podrían cambiar el destino de muchos estaban ocultos en un compartimiento secreto de su falda, cosido por las hábiles manos de una de las mujeres indígenas que los acompañaban. “¿Cuál es el plan?”, preguntó uno de los guerreros indígenas,
un hombre llamado Tupac, cuya familia había servido en la hacienda días por generaciones. No podemos simplemente presentarnos en el palacio reflexionó Soledad. Aunque tengamos el medallón familiar, yo sigo siendo una fugitiva a ojos de la ley. Hay alguien que podría ayudarnos, sugirió Antonio después de un momento de silencio.
Mi primo trabaja como asistente del bibliotecario real. Tiene acceso al palacio y conoce los movimientos de los funcionarios. Soledad consideró la propuesta. Confiar en alguien más significaba un riesgo adicional, pero también podría ser su única oportunidad de acceder al visitador real. Bien, decidió finalmente, “Tú y yo entraremos en la ciudad. Tupac y Mateo esperarán aquí.
Si no regresamos en dos días, deben volver al valle y advertir a mis hermanas. Con ropas sencillas, pero dignas, apropiadas para criollos de clase media. Soledad y Antonio entraron en Santa Fe cuando las campanas de la catedral anunciaban el mediodía. La ciudad bullía de actividad.
comerciantes pregonando sus mercancías, funcionarios apresurándose hacia sus oficinas, sacerdotes dirigiéndose a la misa y por todas partes, soldados realistas patrullando con expresiones vigilantes, se dirigieron hacia el barrio de San Victorino, donde vivía el primo de Antonio. La casa, modesta limpia, estaba situada en una calleja estrecha cerca de la biblioteca real.
Francisco, un joven de aspecto estudioso, con gafas que le daban un aire de perpetua sorpresa, lo recibió con una mezcla de nerviosismo y excitación. “Antonio me había hablado de ti”, dijo, estudiando el rostro de Soledad con evidente curiosidad. “Pero nunca mencionó que eras una de las famosas hermanas Díaz.” “Famosas?”, preguntó Soledad alarmada.
“¿Qué se dice de nosotras en la ciudad? Francisco sonrió ajustándose las gafas. Oh, vuestra historia se ha convertido en una especie de leyenda. Las siete hermanas que escaparon de un matrimonio forzado, dejando tras de sí a siete pretendientes enloquecidos por una maldición. Algunos dicen que practicáis brujería en las montañas, otros que habéis fundado una comunidad donde mujeres y nativos viven en igualdad, desafiando todas las leyes coloniales.
¿Y tú qué crees?, preguntó Antonio, observando a su primo con cautela. Creo, respondió Francisco bajando la voz, que cualquiera que desafíe el orden injusto merece al menos ser escuchado. Y en cuanto al visitador real, don Felipe de Aranzasu, parece compartir esa opinión. ¿Qué sabes de él? Inquirió Soledad.
Es un hombre inusual”, explicó Francisco, invitándolos a sentarse mientras servía una infusión de hierbas locales. Educado en Francia, influenciado por las ideas de la Ilustración, ha estado recibiendo testimonios de indígenas y criollos sobre abusos cometidos por funcionarios españoles.
Algunos dicen que es un traidor a la corona, otros que es simplemente un reformista que busca mejorar el sistema desde dentro. ¿Crees que nos recibiría? La pregunta de Soledad iba cargada de esperanza contenida. Francisco dudó. El problema no es si querría recibiros, sino cómo llegar a él. Está constantemente rodeado de funcionarios, algunos de los cuales tienen mucho que perder si se exponen ciertos abusos.
Y hay rumores de un complot para silenciarlo antes de que complete su investigación. Soledad y Antonio intercambiaron miradas preocupadas. Si los documentos que llevaban consigo eran tan importantes como don Sebastián había sugerido, probablemente habría intereses poderosos dispuestos a todo para impedir que llegaran a manos del visitador.
“Mañana hay una recepción en el palacio”, continuó Francisco, bajando aún más la voz como si temiera ser escuchado a través de las paredes. Todos los notables de la ciudad estarán presentes. Como asistente del bibliotecario tengo acceso. Podría introduciros como invitados provincianos. Es arriesgado, murmuró Antonio.
Si alguien reconoce a Soledad, llevaré un velo decidió ella, como corresponde a una viuda reciente, y el medallón familiar me dará credibilidad. Esa noche, mientras Francisco trabajaba en los detalles del plan, Soledad observaba la ciudad desde la pequeña ventana de la habitación de invitados. Las luces parpadeantes de las velas en las casas creaban un espejismo de estrellas terrenales que competían con las del cielo.
Su mente vagaba hacia el valle oculto, donde sus hermanas esperaban noticias. ¿Estarían preocupadas por su ausencia prolongada? habría prosperado la comunidad en su ausencia y más allá de esas preocupaciones inmediatas, una pregunta más profunda la atormentaba. Si lograban su objetivo, ¿qué vendría después? ¿Una vida de huida constante? ¿O existiría la posibilidad de un futuro donde pudieran vivir abiertamente sin temor? Al amanecer, Francisco regresó con ropas apropiadas para la recepción, un vestido de seda negra para soledad, acorde con su supuesta condición de viuda y un traje formal para Antonio que se haría
pasar por su cuñado y protector. “He preparado invitaciones falsificadas”, explicó Francisco, mostrándoles los elegantes documentos con sellos que había recreado meticulosamente. Os presentaré como la familia Mondragón, ascendados de la provincia de Tunja. Es poco probable que alguien cuestione vuestra identidad dado el número de invitados.
A media tarde, los tres se dirigieron hacia el palacio. Las calles estaban más concurridas que el día anterior, con carruajes lujosos transportando a las familias más importantes hacia la recepción. soledad, con el rostro parcialmente oculto tras un velo de encaje negro, sentía que su corazón latía con tal fuerza que temía que todos a su alrededor pudieran escucharlo.
Al llegar a las puertas del palacio, un guardia revisó sus invitaciones con expresión aburrida. El medallón de los días que Soledad llevaba discretamente como un broche sobre su pecho, captó momentáneamente la atención del hombre, pero no hizo comentarios al respecto. “Adelante”, dijo finalmente, haciendo un gesto hacia el interior.
El gran salón del palacio era un despliegue deslumbrante de riqueza y poder colonial. Candelabros de cristal iluminaban las paredes decoradas con tapices traídos de Europa. La alta sociedad de Santa Fe se paseaba en trajes de seda y terciopelo, joyas relucientes adornando cuellos y muñecas, mientras sirvientes indígenas y negros invisibles a pesar de su presencia se deslizaban entre los invitados ofreciendo bandejas con bebidas y exquisiteces.
El visitador aún no ha llegado”, susurró Francisco escudriñando la sala. Según el protocolo, hará su entrada cuando todos los invitados estén presentes. Soledad observaba atentamente a la multitud, buscando rostros conocidos que pudieran representar una amenaza.
Con alivio, no reconoció a ninguno de los antiguos asociados de su padre entre los presentes. “Allí”, murmuró Antonio de repente, señalando discretamente hacia una puerta lateral. Esos hombres tienen la apariencia de militares, aunque visten de civil. Soledad siguió su mirada y sintió un escalofrío recorrer su espalda.
Efectivamente, entre la multitud se encontraban tres hombres, cuyo porte rígido y mirada alerta delataban su formación militar. Aunque vestían elegantes trajes civiles, sus rostros curtidos y la manera en que escaneaban constantemente el salón, revelaban su verdadera naturaleza, capitanes del regimiento de Santa Fe, confirmó Francisco en voz baja. Han estado muy activos desde que se anunciaron las investigaciones del visitador.
Se rumorea que varios de ellos participaron en las campañas contra los comuneros, posibles cómplices de los hombres que ejecutaron a madre, dedujo soledad, sintiendo como la determinación reemplazaba al miedo inicial. Con más razón debemos llegar hasta el visitador antes que ellos. Un repentino toque de trompetas anunció la inminente llegada del funcionario real.
Los invitados se alinearon formando un pasillo desde la entrada principal, mientras los guardias adoptaban una posición de firmes. Don Felipe de Aranzasu, visitador real de su majestad para el virreinato de Nueva Granada, anunció un heraldo con voz solemne. La figura que entró en el salón no era lo que Soledad había esperado. En lugar del típico burócrata español, don Felipe era un hombre de mediana edad, alto y delgado, con rasgos marcados que denotaban tanto inteligencia como sensibilidad.
Vestía con elegancia, pero sin ostentación, y en sus ojos oscuros brillaba una curiosidad genuina mientras saludaba a los presentes. “Debemos esperar el momento adecuado”, advirtió Francisco. “Ahora estará ocupado con los saludos. protocolarios. Dentro de un rato, cuando los invitados se dispersen por el salón, podré presentaros como estudiosos interesados en la historia local.
Pasaron dos horas tensas en las que Soledad, Antonio y Francisco se movieron discretamente entre los invitados, manteniéndose a una distancia prudente de los oficiales que habían identificado. El visitador conversaba animadamente con diversos grupos, dedicando igual atención a criollos prominentes que a intelectuales locales.
Es nuestra oportunidad”, murmuró Francisco cuando vio que don Felipe se dirigía hacia una pequeña antecámara, aparentemente para un momento de descanso. “Seguidme, pero con naturalidad”, se acercaron con paso casual hacia la antecámara. Francisco intercambió un breve saludo con el guardia apostado en la puerta, quien lo reconoció como empleado de la biblioteca real y les permitió el paso con un asentimiento.
El visitador estaba de pie junto a una ventana contemplando la ciudad iluminada por la luna. Se volvió al escuchar que entraban una expresión de sorpresa y cierta cautela en su rostro. Francisco Gutiérrez de la biblioteca real. Se presentó rápidamente el primo de Antonio. Y me acompañan la señora Soledad de Mondragón y su cuñado Antonio Mondragón de la provincia de Tunja. Don Felipe los estudió con mirada penetrante.
“No recuerdo haber visto vuestros nombres en la lista de invitados”, comentó con tono neutral que no revelaba si sospechaba algo impropio. Soledad decidió que era momento de arriesgarlo todo. Con manos ligeramente temblorosas, se quitó el velo que cubría su rostro y extrajo el medallón familiar de su vestido, ofreciéndoselo al visitador.
Mi verdadero nombre es Soledad Díaz, confesó con voz firme, hija mayor de don Sebastián Díaz y doña Concepción Morales de Díaz. Los ojos de don Felipe se ensancharon con reconocimiento. Las hermanas Díaz, murmuró, más para sí mismo que para ellos. He escuchado vuestra historia, o al menos las versiones que circulan. He venido porque tengo información vital para vuestra investigación”, continuó Soledad, extrayendo cuidadosamente los documentos de su escondite, documentos que prueban la ilegitimidad de muchas de las concesiones de tierra realizadas a colonos españoles, incluida la hacienda de mi padre. El visitador tomó los
pergaminos con expresión solemne, examinándolos brevemente a la luz de las velas. Su rostro se transformó al comprender la magnitud de lo que tenía entre manos. “Estos son tratados originales”, murmuró con asombro, firmados por los caciques muiscas y los primeros adelantados. Estipulan claramente que las tierras se cedían temporalmente, no a perpetuidad.
Mi madre los descubrió hace 15 años, explicó Soledad y fue ejecutada por ello. Los hombres responsables de su muerte, los mismos que iban a desposarnos a mis hermanas y a mí, han confesado públicamente sus crímenes tras experimentar lo que ellos llaman una maldición. Don Felipe la observó con renovado interés.
¿Y qué esperáis que haga con esta información, señorita Díaz? Justicia, respondió Soledad simplemente, no solo para mi madre o mi familia, sino para todos los que han sido despojados de sus tierras y derechos. Estos documentos prueban que el sistema actual se basa en un fraude histórico.
El visitador permaneció en silencio durante varios segundos, sopesando las implicaciones. Finalmente, asintió. Lo que me habéis traído podría desencadenar cambios profundos. Y no todos estarán dispuestos a aceptarlos. Hay intereses poderosos. Un estruendo repentino interrumpió la conversación. La puerta del antecámara se abrió violentamente, revelando a los tres oficiales que habían observado antes, ahora con espadas desenvainadas. “Traición!”, gritó el que parecía liderar el grupo.
Un hombre de rostro rubicundo y cicatrices de viruela. Don Felipe, estáis confraternizando con rebeldes conocidos. Esta mujer es una fugitiva acusada de practicar brujería contra oficiales de su majestad. Los guardias del visitador desenvainaron sus propias armas, creando un tenso enfrentamiento. El resto de los invitados, alertados por el alboroto, comenzaban a agolparse en la entrada de la antecámara.
Capitán Guzmán, respondió don Felipe con una calma que contrastaba con la tensión del momento, os recuerdo que mi autoridad proviene directamente del rey. Cualquier interferencia en mis investigaciones constituye un desacato a la corona. Investigaciones, espetó Guzmán con desprecio. Así llamáis a conspirar con subversivos.
Hemos recibido informes de que planeáis usar vuestro cargo para socavar los fundamentos del orden colonial. “Los únicos fundamentos que pretendo examinar”, replicó el visitador levantando los documentos que Soledad le había entregado, son aquellos que se sostienen sobre mentiras y abusos. Si la verdad amenaza vuestros privilegios, quizás deberíais cuestionarlos. La tensión en el aire era palpable.
Soledad intercambió una mirada de preocupación con Antonio. Si estallaba un enfrentamiento armado, tendrían pocas posibilidades de escapar. En ese momento crítico, un nuevo personaje se abrió paso entre la multitud de curiosos. Era un anciano de aspecto distinguido, vestido con la sotana púrpura que indicaba su rango eclesiástico.
¿Qué significa este escándalo en una recepción real? Inquirió con voz autoritaria. Arzobispo Caballero y Góngora, saludó don Felipe con evidente alivio. Llega en un momento oportuno el prelado que ejercía una enorme influencia, tanto religiosa como política en el virreinato, estudió la escena con ojos perspicaces.
Capitán Guzmán, bajad vuestra espada inmediatamente. Esta conducta es impropia de un oficial de su majestad. Guzmán dudó, pero la autoridad del arzobispo era indiscutible. Lentamente envainó su arma, aunque su rostro seguía contorsionado de rabia. “Esta mujer es una fugitiva”, insistió señalando a Soledad.
“Y ha embrujado a mi superior, el coronel Mendoza, quien ahora delira sobre crímenes imaginarios. No hay embrujo alguno, intervino Soledad con dignidad, solo el peso de la conciencia sobre quienes cometieron actos inhumanos. El arzobispo se acercó a don Felipe y habló en voz baja, pero lo suficientemente audible para Soledad. Son esos los documentos de los que hablaba el comunicado del Accendado Díaz. El visitador asintió.
Y son auténticos. He visto suficientes manuscritos antiguos para reconocer que estos no son falsificaciones. El prelado tomó una decisión rápida. Capitán Guzmán, os ordeno que os retiréis con vuestros hombres. Este asunto será tratado por las autoridades competentes. Y permitiréis que esta bruja escape nuevamente, protestó Guzmán.
La señorita Díaz quedará bajo mi protección personal”, declaró el arzobispo, sorprendiendo a todos los presentes, incluida la propia soledad. Como representante de la Iglesia, tengo jurisdicción sobre asuntos que involucran acusaciones de brujería y puedo aseguraros que no veo nada sobrenatural en este caso, solo injusticias humanas que deben ser rectificadas.
Derrotado, pero aún furioso, Guzmán y sus hombres se retiraron, no sin antes dirigir miradas amenazantes hacia Soledad y sus acompañantes. Una vez que la situación se calmó y los invitados curiosos fueron discretamente alejados por los guardias del palacio, el arzobispo don Felipe, Soledad Antonio y Francisco se reunieron en una sala más privada.
Debo confesar que me intriga vuestra historia, señorita Díaz”, comenzó el arzobispo con expresión pensativa. “He oído rumores sobre lo ocurrido en la hacienda, pero vuestra versión difiere considerablemente. Es la verdad, excelencia”, respondió Soledad, sosteniendo la mirada del prelado. “Mi madre fue ejecutada por descubrir estos documentos que amenazaban el sistema de propiedad colonial.
Mi padre nos vendió a mis hermanas y a mí a los mismos hombres que la mataron. Y cuando descubrimos la verdad, utilizamos un ritual, una representación, si preferís, para escapar de nuestro destino. Un ritual, inquirió el arzobispo arqueando una ceja. Una danza y unas hierbas en el vino explicó Soledad con cautela. Nada sobrenatural.
Pero estos hombres, atormentados por su propia culpa, comenzaron a experimentar visiones que los llevaron a confesar. Don Felipe, que había estado examinando los documentos más detenidamente, intervino. Lo importante aquí no es cómo estos oficiales fueron llevados a confesar, sino los crímenes que han admitido. Tengo testimonios firmados del propio coronel Mendoza detallando ejecuciones sumarias, apropiación ilegal de tierras y otros abusos que contradicen directamente las leyes de la corona.
Y estos documentos, añadió, levantando los pergaminos, prueban que el fundamento legal de muchas propiedades es, cuando menos cuestionable. El arzobispo permaneció en silencio durante varios minutos, sopesando la situación. Aunque era conocido por ser un firme defensor del orden colonial, también tenía fama de hombre justo y preocupado por los abusos.
Lo que proponéis”, dijo finalmente dirigiéndose a don Felipe, “padría desencadenar cambios profundos y posiblemente violentos o podría prevenir una revolución más sangrienta en el futuro”, replicó el visitador. “Las ideas de libertad e igualdad están extendiéndose por todo el continente.
Si la corona no reforma sus prácticas, solo conseguirá fortalecer a quienes abogan por la ruptura total. El prelado asintió lentamente. Tenéis razón. He visto los signos. Incluso entre las familias más leales a España. Un nuevo mundo está emergiendo y la Iglesia, como la corona, debe adaptarse o arriesgarse a perder su lugar en él. Se volvió hacia Soledad.
En cuanto a vos y vuestras hermanas, la situación es compleja. Legalmente seguís bajo la tutela de vuestro padre y vuestra huida os convierte en fugitivas. Sin embargo, hizo una pausa significativa. Las circunstancias excepcionales justifican medidas excepcionales.
¿Qué proponéis, excelencia?, preguntó Soledad, apenas atreviéndose a esperar. Don Felipe yo, solicitaremos al virrey un indulto especial para vosotras”, explicó el arzobispo. A cambio deberéis regresar a la sociedad y utilizar vuestra influencia para promover una transición pacífica hacia un nuevo orden. La comunidad que habéis establecido en el valle podría servir como modelo de convivencia entre criollos e indígenas bajo la protección de la iglesia y la corona reformada.
Soledad sintió una oleada de emociones contradictorias. La propuesta ofrecía seguridad y reconocimiento para su comunidad, pero también significaba integrarse nuevamente en un sistema que habían rechazado. Podrían mantener sus principios de igualdad y justicia mientras colaboraban con las instituciones establecidas.
Necesito consultar con mis hermanas”, respondió finalmente. “No puedo tomar esta decisión sin ellas.” “Por supuesto”, concedió el arzobispo, “Enviaré una escolta para garantizar vuestro regreso seguro al valle. Mientras tanto, estos documentos serán examinados por expertos y presentados formalmente ante el consejo de Indias.
” “¿Y los hombres que asesinaron a nuestra madre?”, preguntó Soledad, necesitando cerrar ese capítulo doloroso. Serán juzgados conforme a la ley, aseguró don Felipe. Vuestro padre, dada su cooperación y arrepentimiento, recibirá una sentencia más clemente, pero deberá renunciar a gran parte de sus tierras. A medida que el alba se acercaba, los detalles del acuerdo fueron tomando forma.
Soledad, Antonio y Francisco serían alojados en la residencia del arzobispo hasta que fuera seguro emprender el viaje de regreso. Los documentos quedarían bajo custodia conjunta del visitador y el prelado, asegurando que ninguna facción podría suprimirlos. Cuando finalmente se separaron, el arzobispo detuvo a Soledad con un gesto.
Hay algo que me intriga, hija mía. Ese ritual que mencionasteis realmente fue solo una representación. Soledad sostuvo la mirada del anciano. ¿Acaso importa excelencia? Si la voluntad de Dios obra a través de hierbas y danzas o a través del peso de la conciencia sobre almas culpables, el resultado es el mismo. La verdad ha salido a la luz.
El arzobispo esbozó una sonrisa enigmática, una respuesta digna de Santa Teresa. Quizás tengáis razón. Los caminos de la justicia divina son tan misteriosos como los de la misericordia. Tres semanas después, Soledad regresaba al Valle oculto, acompañada por Antonio, una pequeña escolta proporcionada por el arzobispo. El viaje que antes habían realizado en sigilo y temor, ahora se desarrollaba a plena luz del día, con la autorización oficial que les confería su nuevo estatus como emisarios de un cambio inminente. Al divisar la aldea desde la ladera de la montaña, Soledad sintió que
su corazón se expandía. En tan solo unos meses, la comunidad había crecido considerablemente. Nuevas cabañas se alzaban junto a las antiguas ruinas restauradas y los campos mostraban hileras ordenadas de cultivos que prometían una abundante cosecha. Sus hermanas la esperaban en la entrada del valle, formando una línea que recordaba aquella fatídica noche en que habían danzado para sellar su libertad, pero ahora sus rostros no mostraban determinación desesperada, sino esperanza serena. Soledad desmontó y corrió hacia ellas, fundiéndose en un
abrazo colectivo que disolvió semanas de preocupación y separación. Lo lograste”, susurró Dolores, sus ojos brillantes de orgullo. “Siempre supe que lo harías.” Entre lágrimas y risas, Soledad relató todo lo ocurrido, el encuentro con su padre, el hallazgo de los documentos, la tensa recepción en el palacio y, finalmente, el inesperado apoyo del arzobispo y el visitador real.
“Entonces, ¿ya no somos fugitivas?”, preguntó angustias la más joven, que en estos meses había florecido notablemente, perdiendo su timidez y desarrollando una sabiduría que superaba con creces su edad. No solo eso, respondió Soledad, extrayendo un documento sellado de su bolsa de viaje.
Nuestra comunidad ha sido reconocida oficialmente como un experimento de integración bajo la protección conjunta de la corona y la Iglesia. Las tierras del Valle nos pertenecen legalmente y tenemos permiso para continuar con nuestras prácticas siempre que respetemos ciertas condiciones básicas. ¿Qué condiciones? inquirió Mercedes, siempre práctica y cautelosa.
Principalmente que acojamos a visitantes que quieran aprender de nuestra experiencia y que participemos en los esfuerzos de reforma que el visitador está promoviendo en toda la provincia. Las hermanas intercambiaron miradas evaluando esta nueva realidad. Era una victoria o una forma más sutil de control. Es un comienzo, afirmó Carmen, expresando lo que todas sentían.
No el final de nuestra lucha, sino una nueva fase. Esa noche, mientras la comunidad celebraba con una fiesta que mezclaba tradiciones españolas e indígenas, Soledad se apartó momentáneamente para contemplar las estrellas desde la misma colina, donde meses atrás había tomado la decisión de enfrentar su pasado.
Sintió una presencia a su lado y no necesitó volverse para saber que era angustias. He tenido otro sueño”, dijo la joven en voz baja. “¿Qué has visto esta vez, pequeña?”, preguntó Soledad, preparándose para otra visión profética. “A madre”, respondió angustias con serenidad, “no como la habíamos imaginado todos estos años, atormentada y vengativa, sino en paz.
Estaba en un jardín lleno de flores que no existen en este mundo y me dijo que ahora podía descansar porque sus hijas habían encontrado su camino. Soledad sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero no eran lágrimas de dolor, sino de liberación. Dijo algo más. Sí, asintió angustias.
dijo que el verdadero poder nunca está en la venganza, sino en la capacidad de transformar el dolor en algo nuevo y hermoso, que eso es lo que hemos logrado aquí y lo que debemos proteger. Las dos hermanas permanecieron en silencio contemplando el valle que ahora era su hogar y refugio. abajo. Las luces de la celebración brillaban como estrellas caídas y las voces mezcladas de españoles e indígenas se elevaban en cantos que hablaban de un futuro donde las divisiones del pasado podrían sanar gradualmente. El camino que tenían por delante no sería fácil. Las fuerzas que se oponían
a los cambios eran poderosas y estaban profundamente arraigadas en el tejido colonial. Los documentos que Soledad había entregado provocarían resistencia y posiblemente violencia antes de que sus implicaciones fueran plenamente aceptadas.
Pero por primera vez en sus vidas, las hermanas Díaz no enfrentaban ese futuro desde el miedo y la impotencia, sino desde la fortaleza de una comunidad unida por ideales compartidos. Lo que había comenzado como una huida desesperada se había transformado en un movimiento con propósito, un pequeño pero significativo paso hacia un mundo donde el amor no estaría confinado por fronteras de raza o clase y donde la justicia no sería un privilegio, sino un derecho.
Y mientras las últimas estrellas de la noche cedían ante el amanecer, Soledad comprendió que la verdadera maldición nunca había sido la que ellas impusieron a sus opresores, sino la que el sistema colonial había impuesto sobre todos sus habitantes, españoles y nativos por igual, la maldición de la desigualdad, el miedo y el odio. Romper esa maldición requeriría más que un ritual o un decreto real.
Necesitaría el trabajo de generaciones, la paciencia de los justos y el valor de quienes, como ella y sus hermanas, se atrevieran a imaginar un orden diferente y mejor. Y en ese valle, bajo la protección de montañas antiguas que habían presenciado el flujo y reflujo de imperios, ese trabajo había comenzado.
La macabra historia de las siete hermanas Díaz, prometidas a los asesinos de su madre, se transformaba ahora en una leyenda de esperanza y renovación que trascendería su propio tiempo, inspirando a otros a seguir el difícil, pero necesario camino hacia la libertad y la reconciliación. M.
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