Mamá nos abandonó por un hombre
Yo tenía trece años cuando mamá nos dejó.
No dijo “me voy para siempre”, dijo “me voy un tiempo, voy a empezar una vida nueva”. Pero ese tiempo se volvió eterno. Éramos siete, yo la mayor, y de un día para el otro la infancia se me terminó.
La recuerdo con la valija en la mano, el cabello suelto y los labios pintados de rojo. “Hijos, no lloren… yo los amo, pero debo seguir mi corazón.”
Yo quise gritarle que nuestro corazón estaba aquí, que sus hijos éramos nosotros. Pero me quedé muda, sosteniendo a la más chiquita, que lloraba y ni siquiera sabía por qué.
Después vino lo más duro: los días de hambre, las noches en las que el más pequeño se dormía llorando de fiebre, los zapatos rotos que yo parchaba con aguja e hilo. Papá trabajaba de sol a sol, y yo me convertí en madre sin quererlo.
Crecimos sin abrazos de mujer. Cuando mis hermanas tuvieron su primera menstruación, fui yo la que les explicó. Cuando mis hermanos tenían miedo de la oscuridad, fui yo la que les cantó bajito para que se durmieran. Y cuando alguno preguntaba por mamá, inventaba cuentos…
“Seguro piensa en nosotros todos los días”, decía, aunque yo sabía que no era verdad.
Los años pasaron. Aprendimos a vivir sin ella. Y un día, de la nada, volvió.
La puerta se abrió y allí estaba: con un vestido elegante, el cabello teñido y un perfume que olía a vida de otro mundo. “Hijos… soy yo, su mamá.”
La más pequeña, que apenas tenía memoria de ella, se escondió detrás de mí. Los demás se quedaron en silencio. Nadie corrió hacia sus brazos.
—¿No me van a abrazar? —preguntó con la voz temblorosa.
Sentí un nudo en la garganta, pero no era de alegría. Era de rabia contenida.
—No puede volver así, como si nada —le dije.
—Hija… yo me equivoqué, pero el amor de una madre no muere…
—¿Amor? —la interrumpí—. ¿Dónde estaba su amor cuando yo tenía que dejar de ser niña para ser madre de mis hermanos? ¿Dónde estaba cuando ellos lloraban por usted?
Mis hermanos me miraban en silencio, con los ojos brillantes. El más chico, con apenas diez años, habló bajito:
—No la necesito. Tengo a mi hermana.
Ese fue el golpe final. Ella empezó a llorar, se arrodilló en el piso, suplicando.
—Perdónenme, hijos. Yo… yo creí que allá iba a ser feliz.
Yo respiré hondo. La miré fijo, y con la voz que aprendí a forjar en la ausencia de su cuidado, le respondí:
—Mamá… usted murió para nosotros el día que cerró esa puerta.
Uno por uno, mis hermanos se levantaron y fueron entrando a sus cuartos. Yo fui la última en quedarme, con ella llorando en el suelo. Por un instante pensé en abrazarla, pero me contuve. Había aprendido a no necesitarla.
La acompañé hasta la puerta. Y con el mismo gesto que ella hizo años atrás, la cerré.
Y ahí comprendí algo: cuando una madre abandona, no son solo los hijos los que quedan huérfanos. Es ella la que pierde la eternidad en sus abrazos.
Parte 2: La carta no enviada
Una semana después de que ella regresara y luego se marchara otra vez, encontré un sobre atascado en la rendija de la puerta. No había remitente, solo una línea temblorosa que decía: “Para mis hijos – Dành cho các con của mẹ.”
Dudé. Mi mano temblaba al tocar el borde del papel. Una parte de mí quería tirarla, como ella solía hacer con nosotros. Pero la otra parte… la parte que alguna vez fue una niña esperando a su madre cada atardecer… me obligó a abrirla.
“Hija mía,
Si estás leyendo estas líneas, probablemente ya no tengo el valor de pararme frente a ustedes una vez más.
Me equivoqué. Elegí el amor, pero perdí todo mi mundo. Ese hombre… no fue un refugio. He vivido en la soledad durante muchos años, pero la soledad más aterradora es recordar las risas de mis hijos y saber que ya no merezco volver a escucharlas.
Te vi –crecida, fuerte, llena de sacrificio– y mi corazón dolió como si mil agujas lo atravesaran. Hiciste todo lo que yo debí haber hecho.
No espero ser perdonada. Solo deseo ser recordada –aunque sea como una amarga lección sobre una elección equivocada.
Los amo, para siempre.
– Mamá.”**
Doblé la carta cuidadosamente, sin llorar. Las lágrimas se me acabaron hace mucho tiempo. La llevé al pequeño altar donde mi padre aún conservaba una vieja foto de mi madre, de antes de que ella cambiara. Encendí un incienso.
—Mamá, puede que tú amaras con todo tu corazón. Pero yo amo a mis hermanos con toda mi vida.
Desde ese día, nunca volví a mencionar la carta. Pero la guardé, como una cicatriz –no para alimentar el rencor, sino para no olvidar jamás:
Que hay heridas que duelen sin necesidad de tocarlas.
Y que hay personas que, al marcharse, se llevan consigo una parte de nuestra infancia… que nunca nos devolverán.
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