La mañana del lunes comenzó como todas las demás en las últimas semanas, con el estómago vacío y el cuerpo pesado. Sofía se despertó en el departamento de la colonia obrera antes del amanecer, sintiendo como el bebé se movía inquieto dentro de su vientre de 7 meses.

El aire frío de noviembre se colaba por las rendijas de la ventana mal sellada y el departamento olía a humedad y comida rancia. Se levantó con dificultad de la cama. sintiendo el peso del embarazo en cada movimiento. Sus pantuflas desgastadas arrastraban sobre el linóleo agrietado mientras caminaba hacia la cocina con la esperanza de encontrar algo, cualquier cosa que hubiera pasado por alto la noche anterior.

Abrió a la cena, un paquete de arroz a medio terminar, tres tortillas duras del fin de semana y una lata de frijoles abollada. Eso era todo. El refrigerador ofrecía el mismo panorama desolador, una botella de agua medio vacía, un limón arrugado y un pedazo de queso que ya despedía un olor extraño. Sofía cerró la puerta y se recargó contra ella, sintiendo como las lágrimas amenazaban con salir.

El bebé pateó fuerte, como reclamando alimento que ella no podía darle. Rodrigo había llegado pasadas las 2 de la madrugada. Sofía lo escuchó forcejear con la cerradura, tropezar con algo en la entrada y luego tirarse en el sillón. No entró a la recámara. Nunca lo hacía cuando llegaba así. Ahora estaba ahí roncando con la boca abierta, con el aliento apestando a cerveza y cigarros.

Junto a él, en el piso, había una bolsa de loxo con tres latas de cerveza más y una cajetilla de Marboro. Sofía sintió que algo dentro de ella se endurecía. Ya no era tristeza. Era algo más frío, más pesado, resignación quizás. Se preparó un té de manzanilla sin azúcar porque no quedaba azúcar y se sentó en la única silla de la cocina que no cojeaba.

Miró su teléfono, tres mensajes de su madre desde Puebla. ¿Cómo amaneciste, mi hija? Ya compraron lo del bebé y llámame cuando puedas. Sofía no respondió. No podía decirle a su madre que llevaba cinco semanas sin las vitaminas prenatales porque Rodrigo se gastaba el dinero en sus salidas. No podía decirle que algunos días solo comía una vez.

No podía decirle que había perdido 7 kg en lugar de ganarlos. A las 10 de la mañana, Rodrigo finalmente se despertó. Se levantó del sillón como si nada, bostezando y estirándose, y caminó directo al baño sin mirar a Sofía. Ella lo escuchó orinar. jalar la cadena, lavarse la cara. Cuando salió, fue directo a la cocina y abrió el refrigerador.

No hay nada, dijo Rodrigo como si fuera un descubrimiento sorprendente. Lo sé, respondió Sofía sin mirarlo. ¿Y qué vamos a desayunar? No lo sé, Rodrigo. Tú dijiste que ibas a traer despensa el viernes. Rodrigo cerró el refrigerador con más fuerza de la necesaria. No alcanzó. Ya te dije que el trabajo está mal. No me pagaron completo. Y las cervezas, esas sí alcanzaron.

Rodrigo la miró con fastidio. Ya vas a empezar con tus reclamos desde temprano. No me chingues, Sofía, tengo cruda. Se puso una playera que estaba tirada en el respaldo del sillón y salió del departamento sin decir más. Sofía escuchó sus pasos bajando las escaleras, luego el portón de la entrada cerrándose con un golpe metálico. Se quedó sola en el silencio del departamento.

El bebé se movió otra vez suave esta vez como si también estuviera cansado de pelear. Sofía se tocó el vientre y susurró, “Perdóname, bebé, perdóname.” Esa tarde, Sofía caminó seis cuadras hasta la casa de doña Carmela, una vecina que a veces le daba trabajo limpiando. El sol de noviembre pegaba fuerte y cada paso le costaba un esfuerzo enorme.

Sentía las piernas pesadas, la espalda adolorida, los pies hinchados dentro de sus tenis desgastados. En la avenida Fryer Bando tuvo que detenerse dos veces para recuperar el aliento, apoyándose contra las paredes de los edificios mientras la gente pasaba a su lado sin mirarla.

Doña Carmela vivía en un edificio de cuatro pisos en la colonia Tránsito. Cuando abrió la puerta y vio a Sofía, su expresión cambió inmediatamente de sorpresa a preocupación. Ay, niña, pero qué flaca estás. ¿Estás comiendo bien? Sofía forzó una sonrisa. Sí, doña Carmela, es que el bebé me quita el apetito. La mentira salió automática, pulida por la repetición. Doña Carmela no parecía convencida, pero no insistió.

La puso a limpiar los baños y la cocina. 3 horas de trabajo. Sofía sentía como el mundo se le nublaba cada vez que se agachaba a tallar el piso, pero no se detuvo. Necesitaba ese dinero. Cuando terminó, doña Carmela le preparó un plato enorme de pollo en mole con arroz y le pagó 400 pesos.

Toma, mi hija, y cómprate algo nutritivo para ese bebé, ¿eh? Y si necesitas más trabajo, me hablas. No me gusta verte así. Sofía guardó los billetes en su bolsa como si fueran joyas, 400 pesos. Con eso podía comprar huevos, leche, pan, tal vez 1 kil de pollo. Podía comer bien al menos tres o cu días. Cuando regresó al departamento a las 7 de la noche, Rodrigo estaba ahí, tirado en el sillón viendo videos en su celular.

Ni siquiera levantó la vista cuando ella entró. Traje comida”, dijo Sofía mostrándole las bolsas del mercado. “¿De dónde sacaste dinero?” Trabajé con doña Carmela. Rodrigo finalmente la miró. “¿Y no me guardaste nada para mis cigarros?” Sofía sintió que algo dentro de ella se quebraba. dejó las bolsas en la mesa de la cocina y se fue directa al baño.

Cerró la puerta con seguro, abrió la llave de la regadera para ahogar el sonido y se dejó caer en el piso de azulejos fríos. Lloró en silencio, abrazándose las rodillas, sintiendo como el bebé se movía dentro de ella. Lloró por el hambre, por la soledad, por el miedo de traer un hijo a este infierno. Lloró hasta que no le quedaron más lágrimas.

Cuando salió del baño media hora después, Rodrigo estaba dormido en el sillón con el celular sobre el pecho. Sofía guardó la comida en silencio, se comió un huevo cocido con dos tortillas y se fue a dormir a la cama sola como todas las noches. Capítulo 2. El diagnóstico.

El miércoles a las 9 de la mañana, Sofía tomó el metro en la estación obrera para ir a su cita en la clínica del IMSES en Dr. Valmis. El vagón iba repleto de gente y nadie le cedió el asiento. Se aferró al tubo metálico mientras el tren se sacudía violentamente en las curvas. Sintiendo como las náuseas subían por su garganta, una mujer de unos 60 años finalmente le hizo señas para que tomara su lugar.

Sofía le agradeció con una sonrisa cansada y se dejó caer en el asiento de plástico naranja. La clínica estaba llena como siempre. Sofía sacó su ficha. y se sentó a esperar en la sala de ginecología, rodeada de otras mujeres embarazadas que se veían mucho mejor que ella, con las caras llenas, el cabello brillante, acompañadas de sus parejas o sus madres. Sofía estaba sola.

La doctora Ramírez la llamó después de 2 horas de espera. Era una mujer de unos 50 años con el cabello corto teñido de castaño y lentes de pasta roja. Sofía la conocía desde su primera consulta y siempre había sido amable, pero directa. Pásale, Sofía, siéntate. Sofía se subió a la báscula. La doctora movió las pesas y frunció el ceño.

Sofía, perdiste 3 kg desde tu última consulta hace dos semanas. Deberías estar ganando peso, no perdiéndolo. Es que el bebé me da muchas náuseas. Ya estás en el séptimo mes. Las náuseas deberían haber pasado hace tiempo. La doctora la hizo acostarse en la camilla y le midió el vientre con una cinta métrica. El bebé está por debajo del percentil de crecimiento normal.

Está muy pequeño para las 28 semanas. Le puso gel en el abdomen y deslizó el dopler fetal sobre su piel. El corazón del bebé latía rápido, pero débil. La doctora escuchó en silencio durante un minuto completo antes de apagar el aparato. Sofía, tengo tus análisis de sangre aquí, sacó una hoja de su expediente. Tus niveles de hemoglobina están en 8.2.

Lo normal es arriba de 12. Tienes anemia severa. También tienes deficiencia de proteínas y tus niveles de glucosa están muy bajos. Sofía miraba el techo sintiendo como las lágrimas se acumulaban en las comisuras de sus ojos. ¿Estás comiendo bien?, preguntó la doctora quitándose los lentes para mirarla directamente. Silencio.

Sofía. Necesito que me respondas con honestidad. ¿Cuántas veces al día estás comiendo? A veces una vez, a veces dos. Y las vitaminas prenatales que te receteé. Se terminaron hace un mes. No he podido comprar más. La doctora Ramírez exhaló lentamente y se sentó en su silla giratoria. Sofía, escúchame muy bien.

Si no mejoras tu alimentación de inmediato, tú y tu bebé están en grave peligro. Puedes tener un parto prematuro. El bebé puede nacer con bajo peso extremo y complicaciones respiratorias. Tú puedes tener hemorragias durante el parto. ¿Me estás entendiendo? Sofía asintió limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. ¿Hay alguien que pueda ayudarte? Tu familia, el padre del bebé.

Mi mamá vive en Puebla y no tiene dinero. Y Rodrigo, él dice que no tiene trabajo. Rodrigo, ¿es tu pareja? Sí. ¿Vive contigo? Sí. Y él está comiendo. Sofía no respondió, pero la respuesta estaba clara en su rostro. La doctora Ramírez cerró el expediente con más fuerza de la necesaria.

Sofía, lo que me estás describiendo es negligencia, es violencia económica y es un delito escribió algo en una receta. Te voy a recetar suplementos de hierro y te voy a canalizar con trabajo social. Hay programas de apoyo para mujeres embarazadas en situación vulnerable. Pero necesito que entiendas que no puedes seguir así ni un día más. Tu vida y la de tu bebé están en riesgo real.

Después de la consulta, Sofía se sentó con Patricia, la trabajadora social. Era una mujer joven de unos 30 años con el cabello recogido en una cola de caballo y una expresión que mezclaba profesionalismo con genuina preocupación. Cuéntame sobre tu situación en casa, Sofía. Y Sofía habló por primera vez en meses.

Habló de verdad. Le contó sobre el hambre, sobre los días sin comer, sobre cómo Rodrigo gastaba el poco dinero que tenía en cerveza y cigarros mientras ella buscaba trabajos de limpieza para poder comprar arroz y frijoles. Le contó sobre las noches que pasaba despierta con el estómago vacío, sintiendo como el bebé se movía inquieto pidiendo alimento que ella no podía darle.

Patricia tomó notas en silencio, asintiendo de vez en cuando. Cuando Sofía terminó, le entregó varios folletos. Sofía, voy a inscribirte en el programa de despensas mensuales para mujeres embarazadas. También voy a gestionar un apoyo económico de emergencia y necesito que sepas que hay refugios disponibles si decides salir de esa situación. No quiero ir a un refugio.

Solo quiero que Rodrigo traiga comida a la casa. Lo entiendo, pero necesitas tener opciones. Él te ha agredido físicamente, no verbalmente te grita, te insulta. Sofía dudó a veces cuando le reclamo que no trae comida. Patricia escribió algo más en su libreta. Lo que estás viviendo es violencia, Sofía. No necesita golpearte para ser violencia.

Dejarte sin comida estando embarazada es una forma de abuso. Quiero que lo entiendas. Sofía salió de la clínica con un folder lleno de papeles, una receta para suplementos de hierro que costarían 300 pesos y una cita para la siguiente semana. En el camino de regreso se detuvo en una farmacia y preguntó el precio de las vitaminas. 350 pesos. No los tenía.

Cuando llegó al departamento a las 3 de la tarde, Rodrigo estaba preparándose para salir. Se estaba poniendo su chamarra de mezclilla, la única que todavía se veía decente y se peinaba frente al espejo pequeño de la entrada. ¿A dónde vas?, preguntó Sofía. Me habló el Chui, hay un jale en una obra en Itapalapa. Voy a ver si me contratan.

Sofía sintió un destello de esperanza. De verdad. Sí. Ya deja de estar chingando. Rodrigo, necesito que hablemos. El doctor dijo que el bebé está en peligro. Estoy muy desnutrida y ya sé, ya sé, la interrumpió guardando su cartera en el bolsillo trasero de su pantalón. Ahorita que cobre te compro todo lo que necesites, pero déjame ir. Voy tarde.

¿Cuándo vas a cobrar? En unos días, ya te dije, pero necesito las vitaminas ahora. Cuestan 350 pesos. ¿Puedes darme eso? Rodrigo se volteó hacia ella con expresión molesta. No traigo, Sofía. ¿De dónde quieres que saque? Apenas tengo para el camión. Pero anoche compraste cervezas. Ya empieza, explotó Rodrigo.

Ya empieza con sus pinches reclamos. ¿Sabes qué? Ya me tienes hasta la madre con tu cara de mártir y tus quejas. No es mi culpa que las cosas estén mal. No es mi culpa que el país esté hecho Solo te estoy pidiendo que no me estás pidiendo nada, me estás exigiendo como si fuera tu obligación mantenerlas.

” Señaló su vientre con desprecio. “Ese chamaco ni siquiera ha nacido y ya me está jodiendo la vida.” El silencio que siguió fue peor que los gritos. Sofía sintió que algo dentro de ella se rompía definitivamente. No era el corazón, era algo más profundo. Era la última hebra de esperanza que había estado sosteniendo. Rodrigo salió dando un portazo.

Sofía se quedó parada en medio de la sala con las manos sobre su vientre, sintiendo como el bebé se movía dentro de ella. Le habló en voz baja. No te preocupes, bebé. Yo te voy a cuidar. No importa lo que pase, yo te voy a cuidar. Capítulo 3. La madrugada del desastre. Los días siguientes fueron una rutina de supervivencia.

Sofía consiguió más trabajos de limpieza con vecinos, arrastrándose de casa en casa con su vientre de 8 meses, limpiando baños y trapeando pisos mientras el bebé pateaba protestando. Con el poco dinero que juntaba compraba lo mínimo, huevos, tortillas, frijoles, nada de carne, nada de frutas, nada de las vitaminas que necesitaba desesperadamente.

Rodrigo apareció y desapareció durante esas dos semanas. A veces llegaba tarde con olor a alcohol. A veces no llegaba en absoluto. Nunca trajo el dinero que había prometido. Nunca preguntó cómo estaba ella o el bebé. Se movía por el departamento como un fantasma, como alguien que solo estaba de paso. El jueves 14 de diciembre, Sofía se despertó a las 2:30 de la madrugada con un dolor punzante en el vientre bajo. Al principio pensó que eran las patadas del bebé, más fuertes de lo normal.

Pero el dolor se intensificó cortándole la respiración. Se tocó el vientre y sintió que estaba duro como piedra. Encendió la lámpara de su lado de la cama. Rodrigo no estaba. Otra vez. Sofía intentó levantarse y sintió algo cálido corriendo entre sus piernas. Cuando miró, vio sangre oscura manchando su pijama y las sábanas. El pánico la invadió como una ola helada.

Con manos temblorosas. alcanzó su teléfono de la mesita de noche y marcó el 911. La operadora le hizo preguntas que apenas podía responder entre jadeos de dolor, dirección, síntomas, semanas de embarazo. La ambulancia llega en 15 minutos. Señora. Quédese tranquila. ¿Hay alguien con usted? No, estoy sola. ¿Puede llamar a alguien? Sofía marcó el número de Rodrigo.

Sonó una, dos, tres, cuatro veces. Buzón de voz, volvió a marcar. Busón de voz. Otra vez y otra vez y otra vez. El dolor la doblaba en dos. Sofía se aferró al borde de la cama, sintiendo como las contracciones venían cada vez más seguidas. El bebé, su bebé. No te mueras, susurraba entre lágrimas. Por favor, no te mueras. Escuchó golpes en la puerta.

Era doña Luz, la vecina de abajo, en pijama y con el cabello revuelto. Niña, te escuché gritar. ¿Qué pasa? Estoy sangrando. Llamé la ambulancia. Doña Luz entró y la ayudó a sentarse en el piso, sosteniéndola mientras esperaban. 10 minutos que se sintieron como horas. Sofía podía sentir como la sangre seguía saliendo, cálida y constante. El dolor era insoportable.

Cuando finalmente llegó la ambulancia, los paramédicos la subieron a una camilla mientras doña Luz explicaba la situación. Sofía seguía marcando el número de Rodrigo. 5 6 7 ocho veces. Nada. El trayecto al Hospital General de México fue una pesadilla borrosa de luces y sirenas. Sofía entraba y salía de la conciencia escuchando fragmentos de conversaciones de los paramédicos. Presión muy baja, posible desprendimiento. El feto está en sufrimiento. En urgencias, todo se movía muy rápido.

Enfermeras corriendo, médicos gritando órdenes, máquinas pitando. Una doctora joven con cubrebocas azul le revisó el cuello del útero mientras otra colocaba monitores sobre su vientre. El bebé está en sufrimiento fetal severo. Tenemos que hacer cesárea de emergencia ahora. dijo la doctora mirando a sus colegas.

¿Dónde está el padre?, preguntó una enfermera a Sofía. No lo sé. No contesta. ¿Hay alguien más a quien podamos llamar? Sofía dio el número de su madre. Alguien se fue a hacer la llamada mientras la llevaban corriendo hacia el quirófano. Las luces del techo pasaban como ráfagas sobre su cabeza.

Sofía sentía que se estaba muriendo, pero solo podía pensar en su bebé. Sálvala, suplicaba entre lágrimas. Por favor, sálvenla. A las 4:42 minutos de la madrugada, en el quirófano del Hospital General de México, nació Camila. No hubo llanto inmediato, solo un silencio terrible que duró 3 segundos eternos antes de que un gemido débil llenara la sala.

Los médicos se la llevaron inmediatamente a la mesa de reanimación mientras Sofía intentaba levantar la cabeza para verla. “¿Está viva?”, preguntaba entre soyosos. “¿Mi bebé está viva?” “Está viva”, respondió el anestesiólogo tocándole el hombro. “Pero está muy delicada. Pesó solo 1,900. La van a llevar a terapia intensiva neonatal.

” Sofía solo alcanzó a ver una criatura diminuta y roja con tubos y cables conectados a su cuerpecito frágil antes de que se la llevaran. Luego todo se volvió negro. Capítulo 4. El secreto revelado. Cuando Sofía despertó en la sala de recuperación, el sol ya entraba por las ventanas. Le dolía todo el cuerpo, especialmente el abdomen donde habían hecho la incisión.

tenía una vía intravenosa en el brazo y monitores conectados a su pecho. Una enfermera de unos 40 años estaba revisando sus signos vitales. “Mi bebé”, fue lo primero que preguntó Sofía con la voz ronca. “Está en la UC y neonatal. Está estable, pero crítica. El doctor viene en un momento a hablar contigo.” Media hora después entró el doctor Méndez.

Era un hombre de unos 55 años con canas en las cienes y expresión seria detrás de sus lentes de armazón metálico. Traía una carpeta bajo el brazo. Buenos días, Sofía. Soy el doctor Méndez, jefe del departamento de ginecología. ¿Cómo te sientes? ¿Cómo está mi bebé? Tu bebé está en la incubadora. Nació con 1, 900, que es muy bajo peso.

Tiene dificultades respiratorias y la estamos alimentando por sonda, pero está respondiendo. Es una niña luchadora. Sofía comenzó a llorar de alivio. La puedo ver en unas horas cuando estés más estable, pero antes necesito hablar contigo sobre algo importante. El doctor se sentó en la silla junto a la cama. Durante el procedimiento de emergencia, realizamos análisis de sangre de rutina, tanto tuyos como de la bebé. Tú eres o positivo, ¿correcto? Sí.

Y según el expediente prenatal que tienes archivado aquí, tu pareja Rodrigo Salazar reportó ser a positivo. Sí, eso dice siempre. El problema, Sofía, es que tu bebé es o negativo. El doctor la miró con expresión grave. Para que una bebé sea o negativo, ambos padres tienen que tener el gen negativo.

Es genéticamente imposible que una persona o positivo y una a positivo tengan un hijo o negativo. Sofía lo miró sin entender. ¿Qué significa eso? significa que hay una inconsistencia o los datos están mal o hay otro asunto que necesitamos investigar. En ese momento la puerta se abrió bruscamente.

Rodrigo entró con el cabello revuelto, la misma ropa arrugada de dos días antes y oliendo a alcohol rancio mezclado con sudor. Tenía los ojos rojos e inyectados. ¿Dónde está la niña?, exigió ignorando completamente a Sofía. El Dr. Méndez se levantó y se interpuso entre él y la cama. ¿Ustedes Rodrigo Salazar? Sí, soy el padre. ¿Dónde está mi hija? Señor Salazar, necesito que me acompañe.

Hay un asunto que debemos aclarar inmediatamente. En la pequeña oficina administrativa, junto a la sala de recuperación, el doctor Méndez le explicó la situación a Rodrigo mientras una trabajadora social y una enfermera supervisora tomaban notas. Sofía podía escuchar las voces a través de la puerta entreabierta.

Eso es imposible, decía Rodrigo con voz alterada. Yo siempre he sido a positivo. Toda mi familia es a positivo. Necesitamos hacerle un análisis de sangre para confirmar. Es procedimiento estándar cuando hay inconsistencias genéticas. No, esto es una jalada. Ustedes se equivocaron en el laboratorio.

Señor Salazar, si no coopera voluntariamente, vamos a tener que involucrar a las autoridades. Su pareja casi muere esta madrugada y su hija está luchando por su vida en la USI. Necesitamos asegurarnos de que no hay incompatibilidades sanguíneas en caso de que se necesite una transfusión. Hubo un silencio largo. Luego Sofía escuchó la voz de Rodrigo más baja.

Está bien, háganme el análisis. 40 minutos después, los resultados estaban listos. El doctor Méndez llamó a Sofía y Rodrigo nuevamente a la oficina. Esta vez también estaba presente un médico del laboratorio. “Señor Salazar,” comenzó el drctor Méndez, “su tipo sanguíneo es o negativo, no a positivo, como usted reportó en el registro prenatal.

” Rodrigo palideció visiblemente. Eso, eso es un error. No hay error. Los análisis son concluyentes. Usted mintió sobre su tipo sanguíneo. La pregunta es, ¿por qué? El silencio en la oficina era denso. Todos los ojos estaban sobre Rodrigo. Sofía lo miraba desde su silla de ruedas, sosteniendo la vía intravenosa con una mano, sintiendo como todo su mundo se desmoronaba.

¿Por qué mentiste, Rodrigo?, preguntó Sofía con la voz quebrada. Rodrigo no la miraba. Tenía los ojos fijos en el piso, las manos temblando. Hace como 5 años comenzó con voz apenas audible, intenté donar sangre en un banco de sangre. Me hicieron el análisis y me dijeron que era o negativo, pero yo siempre había creído que era a positivo, como mi papá, como mis hermanos.

Todos en mi familia son a positivo. Se detuvo tragando saliva. Le pregunté a mi mamá y ella. Ella se puso muy nerviosa. Me dijo que no me preocupara, que los análisis a veces se equivocaban, pero yo vi su cara, vi cómo me miraba y entendí. ¿Qué entendiste?, preguntó el doctor. Que mi papá no es mi papá. Rodrigo levantó la vista con los ojos brillosos.

Nunca le pregunté directamente, pero lo supe y decidí que nadie más tenía que saberlo. Entonces seguí diciendo que era a positivo en todos lados, en trabajos, en papeles, aquí en el hospital cuando registramos el embarazo, porque no quería que nadie más descubriera mi secreto. Sofía sintió que algo explotaba dentro de ella.

No era solo rabia, era toda la frustración, todo el dolor, todo el hambre, toda la negligencia acumulada durante meses. Mentiste sobre tu tipo de sangre por vergüenza. Su voz subió de tono. ¿Sabes lo que pasó anoche? Casi me muero. Casi se muere nuestra hija. Me desangré sola en el departamento porque tú no contestabas el teléfono, porque estabas quién sabe dónde haciendo quién sabe qué.

Las lágrimas corrían por su rostro, pero su voz no flaqueaba. Me dejaste sin comida durante todo el embarazo. No me compraste ni una sola vitamina. Gastas todo el dinero en tus cervezas mientras yo limpiaba casas ajenas con 8 meses de embarazo para poder comprar arroz y frijoles. Nuestra hija está en una incubadora pesando menos de 2 kg, luchando por respirar, porque yo no tenía nutrientes suficientes para alimentarla. Rodrigo intentó hablar, pero Sofía lo interrumpió.

Y ahora me entero que mentiste sobre algo tan básico como tu tipo de sangre. ¿Para qué? para proteger tu ego, para que tu familia no sepa que tu papá no es tu papá. ¿Te parece más importante eso que la salud de tu hija? Sofía. Yo no gritó ella, ya no quiero escucharte. Ya no quiero tus excusas. Ya no quiero tus promesas de que mañana va a ser diferente, porque nunca es diferente.

Siempre eres el mismo, egoísta, mentiroso, negligente. La trabajadora social intervino suavemente. Sofía, hay recursos disponibles para ti. Albergues, apoyo legal, programas de asistencia alimentaria y vivienda. No tienes que volver con él. ¿Puedes empezar de nuevo? Rodrigo se levantó bruscamente de su silla. Esto es una trampa.

Todos se pusieron en mi contra. Miró a Sofía con una mezcla de rabia y dolor. Vas a estar sola. ¿Crees que vas a poder sola con una chamaca enferma? ¿Crees que alguien va a querer estar contigo después de esto? Salió de la oficina dando un portazo. Fue la última vez que Sofía lo vio. Los siguientes días fueron un remolino de emociones.

La madre de Sofía llegó desde Puebla en el primer autobús de la mañana, trayendo consigo todo el amor y apoyo que Sofía había necesitado durante meses. Lloraron juntas, se abrazaron y su madre le prometió que nunca más estaría sola. Camila pasó tres semanas en la UCI neonatal. Sofía iba a verla todos los días poniendo sus manos sobre la incubadora, hablándole suavemente, cantándole canciones.

La bebé era tan pequeña que cabía en las palmas de sus manos, pero cada día se hacía más fuerte. Los médicos decían que era un milagro considerando todo lo que había pasado. Rodrigo no volvió al hospital, no llamó, no mandó mensajes, no preguntó por su hija. Su familia, al enterarse de todo lo sucedido, lo confrontó duramente.

Su hermana, Maribel, fue al hospital a pedir perdón en nombre de la familia y a ofrecer ayuda a Sofía. No sabíamos que te estaba haciendo pasar por eso le dijo Maribel entre lágrimas. Si hubiéramos sabido, te habríamos ayudado. Lo siento mucho. El secreto de Rodrigo se esparció entre su familia y amigos.

No solo la mentira sobre su tipo de sangre, sino también cómo había dejado morir de hambre a su pareja embarazada, cómo había gastado el dinero en cerveza mientras Sofía limpiaba casas ajenas. ¿Cómo no estuvo ahí cuando casi se mueren su pareja y su hija? Ese secreto lo destruyó socialmente, emocionalmente, familiarmente. Pero para Sofía ese secreto fue el catalizador de su liberación.

Le mostró que no tenía que seguir aguantando, que merecía más, que su hija merecía más. Cuando finalmente dieron de alta a Camila cinco semanas después, Sofía la envolvió en una cobija tejida por su madre y salió del Hospital General de México. No regresó al departamento de la colonia obrera.

Se fue directamente a Puebla, a la casa de su madre, donde había comida en la alacena, amor en el aire y un futuro posible. El último día antes de irse de la ciudad, Sofía recibió un mensaje de Rodrigo. Era tarde, casi medianoche. El mensaje decía, “Perdón, sé que no sirve de nada, pero perdón.” Sofía leyó el mensaje, miró a Camila durmiendo en sus brazos y borró el mensaje sin responder. Algunas cosas no merecían respuesta, algunas cosas solo merecían silencio y distancia.

En Puebla, rodeada del apoyo de su madre y de programas sociales de asistencia, Sofía comenzó a reconstruir su vida. Consiguió trabajo en una panadería local, inscribió a Camila en programas de estimulación temprana para bebés prematuros y lentamente, día a día, recuperó su fuerza. El trauma del hambre, de la negligencia, del abandono, nunca desaparecería completamente.

Había noches en que Sofía despertaba con pesadillas, sintiendo otra vez el estómago vacío, escuchando otra vez las promesas rotas de Rodrigo. Pero entonces miraba a Camila, sana y creciendo fuerte, y recordaba por qué había valido la pena sobrevivir. secreto que destruyó a Rodrigo. Su mentira sobre su tipo de sangre, símbolo de todas sus mentiras, había liberado a Sofía y a Camila hacia una vida que, aunque difícil, era finalmente suya.

Una vida sin hambre, una vida sin miedo, una vida con esperanza. Y eso pensaba Sofía cada mañana mientras preparaba el desayuno en la cocina de su madre con Camila jugando en su silla cerca. Eso era suficiente.