Cada noche, durante dos décadas, cerraba los ojos creyendo que estaba a salvo dentro del refugio de mi hogar. Me sentía como un barco anclado en un puerto tranquilo… o eso creía. Nunca imaginé que cada sorbo de aquel té, preparado con tanto esmero por mi esposo, era una dosis de veneno para el alma; el principio insidioso de una humillación profunda que se desarrollaba ante mis ojos medio cerrados, entumecidos por la somnolencia.

Buenos días. Me llamo Nancy Oliver de Ramírez. Tengo setenta y siete años, y ésta es la historia que he guardado en los rincones silenciosos de mi corazón durante casi cincuenta años. Es un relato de confianza hecha polvo, de una larga penumbra mental… y del amanecer feroz, brillante y aterrador de un despertar.

Nací en 1948 en Tlalpujahua, Michoacán, un pueblito donde el tiempo corre despacio, donde las puertas rara vez se cierran con llave, y donde se dice que ningún secreto, por más enterrado que esté, logra quedarse oculto para siempre. O al menos eso creía yo.

Conocí a Guillermo Ramírez cuando tenía dieciocho años. Él era nuevo en el pueblo, el farmacéutico de la botica “La Esperanza”, un hombre educado, diez años mayor que yo, con una calma que imponía respeto y una sonrisa que parecía prometer seguridad. Mis padres, gente sencilla y trabajadora, quedaron encantados con él.
—Es un hombre de futuro, Nancy —decía mi papá, orgulloso—. Uno que va a cuidarte bien.

Nos casamos en 1966. Recuerdo mi vestido blanco con flores bordadas por mi madre, y la mirada intensa de Guillermo al decir “sí, acepto”. En aquel momento lo interpreté como amor. Hoy sé que era algo distinto: la fría satisfacción de un coleccionista que acaba de obtener su pieza más valiosa… y más controlable.

Los primeros años parecieron felices. La farmacia prosperaba, yo me dedicaba al hogar. Lo único que nos faltaba eran hijos, un vacío que me dolía profundamente.
—Estamos completos, Nancy —me decía él con voz serena—. Tú y yo somos toda la familia que necesitamos.
Aquellas palabras, antes dulces, hoy suenan en mi memoria como un eco cruel y burlón.

Todo empezó a cambiar hacia nuestro quinto aniversario, cuando comencé a tener problemas para dormir. Nada grave, sólo dificultad para conciliar el sueño. Pero Guillermo se mostró exageradamente preocupado.
—Una esposa que no descansa no puede ser feliz —me decía, con tono suave pero firme. Fue el primer hilo de una telaraña cuidadosamente tejida.

Una noche de abril de 1971, llegó con su “solución perfecta”.
—Es un té especial —me explicó—. Lo preparé con hierbas medicinales difíciles de conseguir. Confía en mí, soy farmacéutico.
Y así me extendió la primera taza de aquel líquido oscuro, amargo, disfrazado con miel. Al principio sólo lo tomaba en noches difíciles. Pronto se volvió un ritual innegociable.
—Más vale prevenir que curar —repetía, entregándome la taza cada noche a las nueve en punto—. Bébetelo todo, hasta la última gota.

El efecto era peculiar: no era un sueño profundo, sino un peso aplastante, una neblina espesa que me inmovilizaba, aunque mi mente seguía medio despierta. Pensé que era normal. Confiaba en él. Era mi esposo, mi protector.

Hasta que una noche escuché risas en la sala, copas chocando, pasos… y un perfume que no era mío.
—Sólo son sueños, mi vida —dijo Guillermo al amanecer—. El té provoca sueños vívidos. Eso significa que está funcionando.
Y le creí.

Con el tiempo, las “visiones” aumentaron. Voces, sombras, conversaciones. Una noche me vi a mí misma en el sillón, sin poder moverme, mientras Guillermo y una mujer de cabello rojo hojeaban los álbumes de mi madre. Reían. El perfume dulce, penetrante, llenaba el aire.
Cuando lo conté, él fingió preocupación.
—Nancy, amor, no saliste de la cama. Empiezo a preocuparme por tu mente. Quizás necesitemos aumentar la dosis del té.