
En el polvoriento pueblo de San en las áridas tierras del norte de México, donde el sol quema como el infierno y los coyotes ahullan como almas en pena, vivía un joven peón llamado Juanito. Era un muchacho flaco, virgen como el agua de un manantial puro, con apenas 20 años y manos callosas de tanto arar la tierra estéril de la hacienda del viejo don Ramiro.
Juanito no conocía mujer alguna. Sus días se perdían entre el ganado y los campos, soñando con un futuro que nunca llegaba. Pero esa noche todo cambió. La mujer gigante, conocida como la giganta, irrumpió en la hacienda como un tornado de carne y deseo. Medía casi 3 m con curvas que desafiaban la gravedad y una fuerza que podía derribar a un toro con una sola mirada.
“Necesito tu semilla esta noche, hombrecito”, rugió ella, su voz como un trueno que hizo temblar las vigas de madera. Juanito, sentado en su catre, sintió que el corazón le saltaba del pecho. Era un sueño o el en persona había venido a reclamarlo. La giganta no era de este mundo, o al menos eso decían los rumores que corrían por los salones de cantina.
Algunos juraban que era una bruja escapada de las minas abandonadas, otros que era el producto de un pacto con el demonio en las ruinas mayas al sur. Su piel era pálida como la luna, contrastando con el vestido rojo sangre que se ce señía a su cuerpo voluptuoso, revelando un escote que parecía un abismo infinito. Había llegado al pueblo montada en un caballo negro como la noche, dejando un rastro de hombres aterrorizados y mujeres envidiosas.
Don Ramiro, el patrón, la había contratado para trabajos especiales, pero nadie sabía qué significaba eso. Juanito, el más inocente de todos, fue el elegido. Ella lo arrastró por el brazo hacia su habitación en la casa grande, sus dedos como tenazas de hierro. No te resistas, chiquito. Tu pureza es lo que anhelo.
Esta noche me darás lo que ningún hombre ha podido. Siseo cerrando la puerta con un portazo que sacudió el polvo del techo. Juanito tropezó al entrar en la habitación iluminada por velas parpadeantes. El aire olía a Jazmín y a algo salvaje como sangre fresca. La cama era enorme, hecha para su tamaño descomunal, con sábanas rojas que parecían manchadas de pecado.
“¿Cu que quieres de mí?”, balbuceó él, su voz temblando como una hoja en el viento del desierto. La giganta se ríó, un sonido gutural que reverberó en las paredes de Adobe. “Tu semilla, hombrecito. Soy estéril como esta tierra seca, pero tu virginidad es el elixir que me hará fértil. Los espíritus me lo han prometido.
Si no obedeces, te aplastaré como a un escorpión bajo mi bota. Sus ojos brillaban con una locura febril y Juanito vio en ellos visiones de tormentas y sacrificios antiguos. ¿Era real o había bebido demasiado pulque en la cena? Pero el dolor en su brazo le confirmaba que no era un sueño. Ella lo empujó hacia la cama y él cayó de espaldas, sintiendo el colchón hundirse bajo su peso insignificante.
Mientras la giganta se desvestía lentamente, revelando una piel marcada por cicatrices misteriosas, garra de bestia o látigo de verdugo, Juanito recordó las historias que su abuela le contaba al calor del fogón. Historias de gigantes que bajaban de las montañas para robar almas y engendrar monstruos. Los antiguos decían que las mujeres como yo necesitan la esencia de los puros para sobrevivir”, murmuró ella, acercándose como una sombra devoradora.
Su mano enorme se posó en su pecho, sintiendo los latidos acelerados. “¿Sientes el fuego, hombrecito? Es el destino llamando. Juanito quiso gritar, llamar a los vaqueros de la hacienda, pero su voz se ahogó en el terror. Fuera, el viento y un relámpago iluminó la ventana, revelando siluetas de cactus como testigos mudos.
Sobreviviría a esta noche o se convertiría en otra leyenda susurrada en las fogatas. La giganta lo levantó como si fuera una pluma, colocándolo sobre sus rodillas descomunales. Mírame, Juanito. Soy Rosalía, la devoradora de inocentes. He cruzado desiertos y ríos para encontrarte. Los brujos de Chihuahua me guiaron hasta aquí.
Sus labios, rojos como el chile habanero, se curvaron en una sonrisa siniestra. Juanito sintió un calor extraño invadiendo su cuerpo, una mezcla de miedo y algo prohibido que nunca había experimentado. Pero yo no sé nada de mujeres, confesó avergonzado. Ella soltó una carcajada que hizo tintinear los candelabros. Eso es lo que te hace perfecto.
Tu semilla virgen es pura sin la corrupción de los pecadores. Con ella daré a luz a un hijo que conquistará estas tierras áridas. Sus manos exploraron su cuerpo con una delicadeza sorprendente para su tamaño, pero el suspense crecía. ¿Qué pasaría si fallaba? ¿Lo mataría en un arrebato de furia? Aura, en la hacienda, los perros ladraban enloquecidos como si olieran el mal en el aire.
Don Ramiro, desde su ventana observaba la escena con ojos codiciosos. Él había invocado a la giganta con un ritual olvidado, prometiéndole un virgen a cambio de riqueza. Pero Juanito no lo sabía. Mientras ella lo despojaba de su camisa raída, revelando su torso delgado, el joven peón sintió un pulso en sus venas que lo aterrorizaba.
Detente, suplicó, pero sus palabras se perdieron en el beso voraz que ella le plantó. Sus labios eran como fuego, quemando su inocencia. El suspense era insoportable, ¿se entregaría o lucharía y enfrentaría la ira de una gigante? Rosalía lo tumbó en la cama, su cuerpo cubriéndolo como una montaña. Siente mi poder, hombrecito.
He destruido pueblos enteros en mi búsqueda. Contó historias escalofriantes mientras sus manos lo guiaban, de cómo había ahogado a un amante infiel en el río Bravo o como había aplastado a un bandido que osó desafiarla. Juanito, atrapado bajo su peso, veía flashes de visiones, un niño gigante naciendo en una tormenta, devastando todo a su paso.
Es eso lo que quieres, jadeó él. Ella asintió sus ojos llameantes. Sí, y tú serás el padre o morirás intentándolo. El corazón de Juanito latía como un tambor de guerra, el suspense alcanzando su clímax. Fuera, un trueno retumbó y la lluvia comenzó a caer como lágrimas del cielo. Pero en medio del caos, Juanito encontró una chispa de coraje.
Recordó el cuchillo que siempre llevaba en su bota un relicto de su padre muerto en una emboscada. Mientras ella se distraía con su propio éxtasis, él lo sacó sigilosamente. ¿Qué harás ahora, gigante?, pensó el suspense girando como un revólver. La apuñaló en el hombro. No para matar, sino para escapar.
Rosalía rugió de dolor, su sangre roja como su vestido salpicando las sábanas. “Maldito traidor”, bramó, levantándose como un coloso herido. Juanito rodó fuera de la cama corriendo hacia la puerta, pero ella era rápida para su tamaño, bloqueando el camino con un brazo como un tronco. La lucha fue feroz. Juanito esquivaba sus golpes que astillaban la madera del piso.
“No escaparás. Tu semilla es mía”, gritaba ella, sus uñas rasgando el aire. Él saltó por la ventana, cayendo en el lodo de la tormenta. La hacienda se despertó con los gritos. Vaqueros armados con rifles corrían hacia la casa. Don Ramiro, traicionado por su propio plan, disparó al aire para calmar el pánico, pero la giganta salió cojeando su figura imponente bajo la lluvia.
“El hombrecito me ha herido, pero volveré por él”, juró, montando su caballo y galopando hacia la oscuridad. Juanito, escondido en el establo, temblaba. Había perdido su inocencia esa noche, no en el acto, sino en la batalla. Días después, el pueblo susurraba sobre la maldición. La giganta regresaría en luna llena, buscando venganza y semilla.
Juanito, ahora un hombre marcado, cabalgó hacia el sur, hacia las sierras, armado con su cuchillo y un nuevo fuego en los ojos. ¿La encontraría de nuevo o ella lo cazaría primero? El desierto guardaba el secreto y el viento llevaba ecos de su risa siniestra. Pero la historia no terminó allí. Meses después, en un cantina polvorienta de Durango, Juanito oyó rumores.
Una mujer gigante había dado a luz a un monstruo en las cuevas, un ser mitad humano, mitad pestia, que devoraba ganado entero. “Fue mi semilla”, se preguntó el suspense regresando como un fantasma. decidió ir tras ella, pistolero, ahora con una banda de renegados a su lado. La persecución los llevó a través y ríos embravecidos, donde bandidos y federales acechaban.
En el químx, en las ruinas de una misión abandonada, la encontró Rosalía, más grande y feroz, amamantaba a su cría demoníaca. “Viniste, hombrecito.” “Sabía que lo harías”, dijo con una sonrisa torcida. La batalla fue épica. Balas volando, puños como martillos, el niño gigante rugiendo.
Juanito, herido determinado, la acorraló. Esto termina aquí, declaró apuntando su revólver. Pero en un giro King, ella reveló, no fue tu semilla, era una mentira para atraerte. Quería tu alma, no tu cuerpo. El suspense explotó. ¿Quién era ella realmente? un demonio del inframundo invocado por don Ramiro para destruir el pueblo. Con un último disparo, Juanito la envió de vuelta al abismo, el niño disolviéndose en humo.
El pueblo fue salvado, pero Juanito, ya no virgen en espíritu, vagó solo por el oeste, una leyenda viviente. Volvería el mal. El desierto susurraba promesas de más horrores, dejando a todos en suspense eterno.
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