“No te justifiques, estoy agotado; ya tengo bastante con el trabajo todo el día como para llegar a casa y oler esto”

Me llamo Lucía Morales, tengo 29 años y acabo de tener a mi primer hijo hace tres meses. Mi vida con Alejandro, mi marido, solía ser la envidia de muchas. Él es jefe de marketing en una empresa de tecnología en Madrid, guapo, encantador y de buena familia. Estuvimos dos años juntos antes de casarnos, y nuestra boda fue espectacular: fotos en el Retiro, recepción en un hotel de lujo, y cientos de felicitaciones en redes sociales. Todos decían que yo era una mujer afortunada. Nadie imaginaba que, solo tres meses después del parto, mi vida se convertiría en un infierno.

Después de dar a luz a nuestro hijo Mateo, mi cuerpo cambió. Engordé casi veinte kilos, mi piel se volvió apagada, y lo peor: mi cuerpo empezó a tener un olor extraño. Me duchaba dos veces al día, usaba perfume caro, pero aquel olor persistía. Leí que era normal tras el parto, por los cambios hormonales, pero aun así me sentía avergonzada.
Y fue entonces cuando Alejandro comenzó a comportarse de forma distinta.

Una noche, mientras amamantaba al bebé, Alejandro llegó del trabajo con el ceño fruncido. Se dejó caer en el sofá, me miró con fastidio y soltó, sin miramientos:
Lucía, hueles fatal. No puedo soportarlo. Esta noche duermes en el sofá, no en nuestra cama.

Me quedé paralizada. Sentí el corazón romperse. El hombre que había jurado amarme me miraba como si fuera algo sucio. Traté de explicarme:
—Ale, acabo de dar a luz, son las hormonas. Me ducho, de verdad…
Pero él me interrumpió bruscamente:
No te justifiques. Estoy agotado. Todo el día trabajando y al llegar a casa tengo que soportar este olor. ¿Así es como cuida una esposa de su marido?

Aquella noche, me llevé al bebé al sofá y lloré en silencio hasta quedarme dormida. Me preguntaba qué había hecho mal. ¿Eso merecía una madre que acababa de dar a luz? Desde entonces, Alejandro empezó a distanciarse. Salía temprano, volvía tarde, y evitaba hablar conmigo. Yo sospechaba algo, pero callaba, por miedo y por amor.

Cuando mi madre, Doña Carmen, vino a vernos y me encontró demacrada, me hizo hablar. Le conté todo.
Ella no se enfadó; me abrazó y dijo:
—Hija, no discutas con él. Los hombres no entienden lo que una mujer sufre después del parto. Déjale tiempo, y verás cómo la vida misma le enseña su error.

Seguí su consejo. Pero con el paso de los días, la humillación fue a peor. En una reunión con sus amigos en casa, Alejandro, medio borracho, soltó entre risas:
Lucía ya parece una tía vieja, y encima huele raro.
Todos rieron. Yo sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Aguanté por mi hijo, mordiendo el llanto.

Hasta que una noche explotó todo. Alejandro regresó ebrio y empezó a gritar:
—¡Mírate! ¡Gorda, descuidada, con un olor insoportable! Casarme contigo fue el mayor error de mi vida.
Esta vez no lloré delante de él. Recordé las palabras de mi madre: “No respondas con palabras, sino con actos.”

Al día siguiente preparé algo. Saqué una pequeña caja del armario donde guardaba las cartas que Alejandro me escribió cuando éramos novios. En una de ellas decía:

“Lucía, te amaré siempre, pase lo que pase. Eres mi hogar, mi refugio.”

Fotocopié todas las cartas, las encuaderné y añadí una nueva carta mía. En ella relaté todo: el embarazo, el parto, el dolor, la soledad, las lágrimas… y la vergüenza de ser despreciada por el hombre que más amaba.

Dejé el cuaderno sobre la mesa del comedor, junto a un USB con un vídeo que grabé en el hospital el día del parto. En el vídeo aparecía yo llorando de dolor, gritando su nombre y deseándole que estuviera bien. Escribí una nota encima:

“Esta es la mujer con ‘mal olor’ a la que juraste amar siempre.”

Esa noche, Alejandro encontró el material. Leyó, luego encendió el televisor y vio el vídeo. Al terminar, se derrumbó. Se tapó la cara y lloró desconsolado.
Yo lo observaba en silencio desde el pasillo. Cuando por fin levantó la vista, se arrodilló ante mí:
Perdóname, Lucía. Soy un imbécil. No sabía cuánto sufrías.

No lo abracé. Le dije:
¿Crees que elegí tener este cuerpo? He dado vida a tu hijo. Y tú me has despreciado. Si no cambias, me marcharé, porque merezco respeto.

Él lloró, me prometió cambiar. Pero dentro de mí, algo se había roto.

El giro inesperado llegó una semana después, cuando mi madre me reveló un secreto: había pedido a un médico amigo que revisara mis análisis. Resultó que padecía un trastorno tiroideo posparto, una afección poco común pero tratable, que provocaba aquel olor. Comencé el tratamiento y, en un mes, recuperé mi energía y mi confianza.

Entonces escribí todo en una publicación de Facebook: cómo fui humillada, cómo respondí con dignidad, y cómo descubrí la causa real de mi problema. Terminé con estas palabras:

“Las mujeres después del parto no somos desechos. Somos luchadoras. Nadie tiene derecho a humillarnos, ni siquiera quien dice amarnos.”

La publicación se hizo viral en una noche. Miles de mujeres compartieron su apoyo. Muchos hombres fueron etiquetados por sus parejas con el mensaje: “Léelo. Aprende a respetar.”
Alejandro, al ver todo eso, se sintió tan avergonzado que pidió una semana libre del trabajo. Desde entonces, cambió. Me ayuda con el bebé, me cuida, intenta reparar el daño.
Pero la confianza rota no se cura con un simple “perdón”.

Mi historia es una advertencia:
Las mujeres que acaban de dar a luz no necesitan críticas, sino amor.
Y la respuesta más poderosa ante la humillación no son las palabras,
sino los actos que hacen que el otro no pueda volver a mirarte igual.