
Nadie en ese salón imaginaba que el hombre más peligroso del viejo oeste estaba ahí sentado en silencio, bebiendo whisky barato, soportando humillaciones sin decir una sola palabra, callado, quieto, como si toda la violencia a su alrededor fuera solo ruido de fondo, hasta que Su silencio empezó a pesar y ese peso se volvió una sentencia de muerte.
El salón, la serpiente roja, hervía con risas borrachas y el humo denso de los cigarros. Era 1883 y el pueblo de Dust Creek vivía bajo el terror de una sola pandilla. Los hombres de Jack Coyote Morrison controlaban cada esquina, cada negocio, cada gota de whisky que se servía. Donde pasaban, el miedo iba con ellos como una sombra. Pero esa noche algo rompió la rutina.
En la última mesa, encorbado sobre su vaso, estaba un hombre que no encajaba. Elías Cordel, 72 años, cabello blanco como la nieve del norte, piel curtida por décadas de sol implacable, manos firmes a pesar de la edad. Nadie entendía hacía un viejo así en un lugar como ese. Jack Morrison lo miró con desprecio.
Un anciano, un error del tiempo pensó. Se le acercó despacio mientras los demás pistoleros reían sabiendo lo que venía. Agarró la botella de whisky del viejo y la vació sobre su sombrero. Bienvenido al infierno, abuelo. Aquí mando yo. Elías no contestó. siguió mirando su vaso vacío, tranquilo, como si el insulto no existiera.
El silencio duró unos segundos, pero se sintió eterno. Había algo raro en ese hombre, algo contenido como una tormenta esperando el momento exacto para desatarse. Uno de los pistoleros susurró, “Ese viejo tiene una mirada bien rara, compa.” Morrison empujó la mesa, el vaso cayó y se hizo pedazos. Aún así, el viejo ni se movió.
Solo levantó la vista un instante. Una mirada tranquila pero helada. Una mirada que no pertenecía a un vaquero cualquiera. Por un momento, Jack Morrison dudó. Pero antes de que descubras cómo un anciano de 72 años se convirtió en la pesadilla de 20 pistoleros,
México, España, Argentina. Me encantaría saberlo. Ahora prepárate porque lo que Elías Cordel está a punto de desatar en Dust Treck no solo es una venganza, es una sentencia de muerte escrita con pólvora y sangre. Dustreek era un pueblo olvidado por Dios y recordado solo por el Tres calles de tierra, un banco, una iglesia sin pastor y un salón que nunca cerraba.
La ley había pasado por ahí hacía años, pero nunca se quedó. era territorio de forajidos y Jack Coyote Morrison era su rey no coronado. Morrison y sus hombres llegaron dos años atrás, quemaron la oficina del sherifff y colgaron al alcalde del poste de telégrafos. Desde entonces, nadie los desafió. Cobraban impuestos ilegales, robaban ganado, violaban mujeres.
El pueblo respiraba miedo. Elías Cordel llegó en la diligencia del martes, sin equipaje, sin armas visibles, solo un morral viejo y un sombrero raído. Pagó una habitación en la pensión de la viuda McAlister con monedas de plata gastadas. No habló con nadie, no preguntó nada, solo observaba.
La viuda curiosa, le preguntó de dónde venía. De lejos, respondió Elías con voz ronca, de un lugar que ya no existe. Esa primera noche, Elías cenó solo en el salón. Pidió whisky y carne seca. Los hombres de Morrison estaban ahí jugando póker, gritando, rompiendo botellas. Uno de ellos, un tal Snake Dawson, notó al viejo. “Miren, muchachos, tenemos carne fresca.
” Se acercó tambaleándose borracho. Le quitó el sombrero a Elías de un manotazo. Aquí los viejos no duran mucho, abuelo. ¿Viniste a morir? Elías masticaba despacio. No levantó la vista, solo respondió con calma glacial. Vine a recordar. Snake rió. Recordar qué? ¿Cómo se siente estar vivo? El silencio cayó por un segundo.
Snake frunció el ceño confundido. Luego escupió en el plato de Elías y regresó a su mesa entre carcajadas. El viejo limpió el escupitajo con la manga, terminó de comer, dejó unas monedas sobre la mesa y salió en silencio. Pero antes de cruzar la puerta se detuvo. Miró hacia la mesa de los pistoleros. Su mirada se detuvo en cada rostro, memorizándolos uno por uno.
Afuera, bajo la luz amarilla de las lámparas de aceite, un viento frío recorrió la calle desierta. Las puertas de madera crujían y en algún lugar del pasado el nombre Elías Cordel había significado algo terrible, algo que pronto todos recordarían. La pensión de la viuda McAlister olía a jabón y madera vieja.
Elías subió las escaleras despacio, cada paso medido, como si cada movimiento le recordara una antigua disciplina. Su habitación era simple, una cama, una silla, una ventana que daba a la calle principal. se sentó en la cama y sacó de su morral lo único valioso que cargaba. una fotografía amarillenta. En ella, un hombre joven de uniforme confederado, serio, con una cicatriz reciente en la mejilla. A su lado, una mujer hermosa sosteniendo a una niña pequeña.
Elías pasó el dedo por el rostro de la mujer. Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Hacía décadas que no lloraba. La última vez fue en 1869, cuando encontró su casa quemada y los cuerpos de su esposa e hija enterrados bajo las cenizas.
Los responsables eran una banda de desertores del norte que saqueaban ranchos en la frontera. Elías los rastreó durante dos años, los encontró uno por uno. Ninguno murió rápido. Y cuando terminó, cuando el último hombre dejó de gritar, Elías Cordel desapareció. Se convirtió en leyenda. El fantasma de sangre lo llamaban. El pistolero que nunca erraba, que mataba sin compasión, que dejaba solo silencio y muerte.
Pero después de la masacre, Elías se retiró, se escondió en las montañas, vivió como ermitaño, trató de olvidar el sabor de la venganza. Hasta hace tres semanas. Un viajero llegó a su cabaña medio muerto pidiendo agua. Antes de morir, le contó sobre Dust Creek, sobre Morrison y sus hombres, y mencionó un nombre que heló la sangre de Elías.
Thomas, el cuervo Garret, el único hombre que escapó de su venganza hacía 15 años, el que planeó el ataque a su familia, el que ordenó quemar su casa mientras dormían. Y ahora Thomas Garret era el segundo al mando de Jack Morrison. Elías guardó la fotografía, se quitó las botas y se acostó vestido.
Las manos le temblaban, no de miedo, de memoria muscular. Sus dedos recordaban el peso de un revólver, la presión exacta del gatillo, el retroceso, el sonido de una vida terminando. Afuera, las risas del sal continuaban, pero en esa habitación oscura, el fantasma de sangre había despertado, y el pueblo de Dust Creek no sabía que acababa de firmar su sentencia.
La mañana llegó con un sol brutal que convertía las calles en espejos de polvo. Elías despertó antes del alba, como siempre hacía. Estiró el cuerpo con movimientos precisos, lentos, pero deliberados. Cada articulación protestaba, pero obedecía. Bajó a la cocina donde la viuda McAlister preparaba café. Buenos días, señor Cordel.
¿Durmió bien? Nunca duermo bien, señora, pero sobreviví otra noche. La viuda le sirvió café negro y pan. Mientras comía, observó por la ventana los hombres de Morrison ya estaban en la calle cobrando sus impuestos a los comerciantes. Uno de ellos golpeó a un anciano chino que vendía remedios. El hombre cayó al suelo. Nadie intervino. Elías apretó la taza con fuerza.
La viuda notó el cambio en su mirada. No se meta, señor cordel. Esos hombres matan por diversión. Lo sé, respondió el viejo sin apartar la vista. Yo también lo hacía. La viuda palideció. no preguntó más. Elías salió a la calle. El sol le golpeó el rostro.
Caminó despacio hacia el mercado donde el anciano chino todavía estaba en el suelo sangrando. El pistolero que lo golpeó se reía con sus compañeros. Elías se arrodilló junto al comerciante, lo ayudó a levantarse. El hombre murmuraba en su idioma asustado. Tranquilo, dijo Elías. Ya pasó. El pistolero, un tipo grande llamado Bull, se acercó furioso.
Oye, viejo, ese chino me debe respeto y tú te estás metiendo donde no te llaman. Elías se enderezó despacio, su espalda crujió. Miró a Bull directo a los ojos. Ese hombre no te debe nada y yo menos. Bull rió, sacó su revólver y lo apuntó a la cara de Elías. ¿Tienes idea de con quién estás hablando? Sí, respondió Elías con voz serena, con un hombre muerto. Bull frunció el seño, no entendió.
Pero los hombres más viejos del pueblo, los que todavía recordaban las historias, sintieron un escalofrío. Uno de ellos, un borracho llamado susurró con voz temblorosa. Dios mío, ese viejo, esa cicatriz en la mejilla, ¿es él? El revólver de Bull seguía apuntando. Elías no se movió, solo esperaba.
Y en el salón, al otro lado de la calle, Thomas, al cuervo Garret miraba por la ventana y reconoció ese rostro. Su pasado acababa de encontrarlo. Thomas Garret dejó caer el vaso de whisky. El cristal se hizo pedazos contra el suelo del salón, pero él no lo notó. Sus ojos estaban clavados en el viejo de la calle, en esa cicatriz en forma de media luna en la mejilla izquierda. No puede ser, murmuró.
Lo matamos, lo dejamos sangrando en el desierto. Pero no lo hicieron y Thomas lo sabía. 15 años atrás. Después de quemar la casa de los cordel, la banda se separó. Thomas escuchó los rumores después. Uno por uno, sus compañeros fueron encontrados muertos.
Algunos colgados, otros con balas entre los ojos, otros desangrados en callejones, todos menos él. Thomas huyó al norte, cambió de nombre tres veces, se unió a diferentes bandas hasta que conoció a Jack Morrison y encontró un lugar donde esconderse, pero siempre supo que algún día ese fantasma vendría por él. Y ahora estaba ahí. En la calle, Bull seguía apuntando a Elías.
Jack Morrison salió del salón alertado por el silencio súbito. Era un hombre alto de 30 años, cicatrices de viruela en el rostro, ojos como carbones apagados. ¿Qué pasa aquí? Preguntó con voz ronca. Bull respondió sin bajar el arma. Este viejo se metió donde no debía, jefe. Morrison miró a Elías de arriba a abajo.
Vio a un anciano desarmado, encorbado, con ropa raída. ¿Estás loco, viejo? ¿Quieres morir? Elías lo miró con esa calma helada que desarmaba a los hombres. No busco morir. Busco a alguien. ¿A quién? A Thomas Garrett. Sé que está aquí. El aire se congeló. Morrison frunció el ceño. Algunos de sus hombres miraron hacia el salón, donde Thomas seguía paralizado en la ventana.
No conozco a ningún Garret, mintió Morrison. Sí, lo conoces, dijo Elías, y él me conoce a mí. Thomas salió del salón despacio, las piernas temblando. Su mano derecha rozaba la culata de su revólver, pero no la sacaba. Tenía miedo, un miedo que no sentía desde que era joven. Elías Cordel dijo con voz quebrada, “Pensé que estabas muerto.
Lo estaba hasta que supe que tú seguías vivo.” Morrison miró a Thomas confundido. “¿Conoces a este viejo?” Thomas tragó saliva. Él es el fantasma de sangre. Y en ese instante todo el pueblo entendió quién era realmente el anciano desarmado, el hombre que había matado a 30 hombres sin perder un solo duelo. Jack Morrison soltó una carcajada seca que cortó el silencio.
El fantasma de sangre, ese cuento de viejas borrachas. Se giró hacia Elías con desprecio. Mira, abuelo, no sé qué historias te metieron en la cabeza, pero aquí mando yo. Y si quieres a Thomas, vas a tener que pasar por mí y por mis 20 hombres. Elías no apartó la vista de Thomas. Era como si Morrison no existiera. 20 hombres no me preocupan. Llámate más por menos.
Morrison dejó de reír. Había algo en la voz del viejo, una certeza fría, una tranquilidad. que solo tienen los hombres que han visto la muerte de cerca tantas veces que ya no les impresiona. Thomas dio un paso atrás. Jack, escúchame. Este hombre es real. Yo lo vi matar a seis hombres en menos de 10 segundos.
No disparada, ejecutaba como si supiera exactamente dónde iba a caer cada uno antes de jalar el gatillo. Estás paranoico. Escupió Morrison. Pero su mano fue instintivamente a su revólver. Elías habló con voz baja, pero todos lo escucharon. Te voy a dar una oportunidad, Morrison. Entrégame a Thomas. Déjame terminar lo que empecé hace 15 años y me voy. Tú y tus hombres siguen vivos, siguen controlando este pueblo.
Nadie tiene que morir hoy. Y si me niego, entonces todos mueren uno por uno en el orden que yo elija. Y Thomas será el último solo para que vea como sus amigos caen antes que él. Bull escupió en el suelo. Este viejo está loco, jefe. Déjame volarle los eseson levantó la mano deteniéndolo. Estudió a Elías. Buscaba miedo, duda, vacilación.
No encontró nada, solo un vacío helado en esos ojos grises. Tienes hasta mañana al amanecer para salir del pueblo dijo Morrison finalmente. Si sigues aquí, te mato yo mismo. Elías asintió despacio. Mañana al amanecer en la calle principal, tú, yo y Thomas, y que Dios tenga piedad del que sobreviva.
se dio la vuelta y caminó de regreso a la pensión, dejando a 20 pistoleros armados, mirándolo alejarse. Thomas se dejó caer contra la pared del salón sudando. “Estamos muertos”, susurró. Todos estamos muertos. Y en el fondo de su corazón, Morrison empezó a temer que Thomas tuviera razón. La noche cayó sobre Dust Creek como una manta negra. Las lámparas de aceite iluminaban apenas las ventanas.
El pueblo entero susurraba. Algunos empacaban para irse antes del amanecer. Otros encerraban en sus casas rezando. En el salón, Morrison reunió a sus hombres. Escúchenme bien. Mañana ese viejo muere. No me importa si fue el fantasma de sangre o el mismísimo Es solo un anciano con historias viejas. Somos 20, él es uno.
Las matemáticas están de nuestro lado. Pero su voz no sonaba tan segura como sus palabras. Snake Dawson, nervioso, preguntó, “¿Y si las historias son ciertas?” Morrison le dio un gulpe que lo tiró de la silla. No hay historias. Hay solo un viejo estúpido que va a morir mañana. Thomas bebía en una esquina, la botella casi vacía. No había hablado en horas.
Los recuerdos lo ahogaban. Recordaba esa noche de 1869, la casa en llamas, los gritos y después meses más tarde encontrar a sus compañeros muertos, cada uno con una marca, una bala de plata clavada en la frente como firma. “Él no viene solo a matarme”, murmuró Thomas. Viene a hacer sufrir a todos los que me protegen. Morrison lo escuchó. Por primera vez sintió un nudo en el estómago.
En la pensión, Elías cenaba en silencio. La viuda McAlister se sentó frente a él. ¿Por qué lo hace? Ya es viejo. Podría irse vivir en paz lo que le queda. Elías la miró con ojos cansados. La paz es un lujo que perdí hace mucho tiempo, señora. Lo único que me queda es terminar lo que empecé. Y después, después puedo morir tranquilo. La viuda suspiró.
¿Cuántos hombres han matado en su vida, señor Cordel? Elías dejó de masticar. La pregunta flotó en el aire. Dejé de contar después de 50. El silencio fue absoluto. Elías terminó su cena, subió a su habitación, abrió su morral y sacó algo que había mantenido envuelto en tela vieja. Dos revólveres Colt.45 grabados con iniciales E.
Las armas brillaban como si las hubiera limpiado ayer, aunque llevaban años guardadas. Las cargó con balas que él mismo había fundido años atrás. Seis en cada tambor, 12 balas. Suficiente. Afuera, la luna llena iluminaba la calle vacía y el viento susurraba como un presagio. Mañana Dust Creek se bañaría en sangre. El sol todavía no había salido cuando Elías bajó las escaleras de la pensión.
Llevaba sus dos revólveres en las cartucheras, el sombrero calado hasta las cejas. Sus pasos eran firmes, rítmicos, como lo de un soldado marchando hacia su último campo de batalla. La viuda McAlster lo esperaba con café. No tiene que hacer esto, susurró. Si tengo, respondió Elías. Tomó el café de un solo trago, dejó unas monedas de plata en la mesa.
Si no vuelvo, esto cubre mi habitación y mi entierro. Salió a la calle. El pueblo estaba desierto, las ventanas cerradas. Nadie quería ser testigo de lo que vendría. Caminó hasta el centro de la calle principal. Se detuvo frente al salón. El sol empezaba a despuntar en el horizonte, tiñiendo el cielo de rojo sangre. Las puertas del salón se abrieron.
Jack Morrison salió primero, después Thomas Garret, pálido, temblando, y detrás de ellos, 18 hombres armados hasta los dientes, rifles, escopetas, revólveres, todos apuntando a un solo viejo. Morrison sonríó. Última oportunidad, Cordel. Sube a un caballo y vete. No tienes que morir hoy. Elías escupió en el suelo. Mentira. Llevo muerto desde hace 15 años. Hoy solo termino el trabajo.
Morrison hizo una seña. Sus hombres se dispersaron formando un semicírculo. Era una ejecución. “Tienes últimas palabras”, preguntó Morrison. Elías miró a Thomas directo a los ojos. Tu esposa tenía el cabello castaño. Tu hija se llamaba Emna. Tenía 5 años. Suplicaron por sus vidas y ustedes las quemaron vivas.
Tomas cerró los ojos, lágrimas corriendo por las mejillas. Yo yo no quería, pero lo hiciste. Silencio absoluto. Morrison alzó su mano. Apunten. 20 armas se levantaron. Elías no se movió. Sus manos colgaban a los lados, relajadas cerca de sus revólveres. Preparen. El viento dejó de soplar. El mundo conto. El aliento. Fue Morrison no terminó la orden porque Elías Cordel se movió y lo que pasó en los siguientes 5 segundos sería contado durante generaciones como el duelo más rápido y más sangriento en la historia del viejo oeste. El fantasma de sangre acababa de
despertar y el infierno acababa de llegar a Dust Creek. Nadie vio exactamente cómo pasó. Un instante, Elías estaba inmóvil. Al siguiente, sus manos eran un borrón. Los dos Colts salieron de las cartucheras con velocidad imposible para un hombre de su edad. Bang. El primero disparó hacia la izquierda. Bang, el segundo hacia la derecha.
Dos hombres cayeron antes de que alguien pudiera jalar un gatillo. Bou fue el primero en morir, una bala atravesándole el corazón. Snake Dosson el segundo cayendo de rodillas con un agujero en la frente. Elías se movió, rodó hacia un lado mientras las balas comenzaban a volar. Los disparos de los pistoleros golpeaban el suelo donde había estado un segundo antes. El viejo se deslizó detrás de un barril de agua. Bang, bang, bang.
Tres disparos más, tres hombres más cayeron. Sus movimientos eran precisos, calculados. No había prisa, no había miedo, solo técnica pura. músculo memorizado durante décadas de matar. “Dispárenle, dispárenle”, gritaba Morrison descargando su revólver. Pero Elías era un fantasma. Aparecía, disparaba, desaparecía.
Los pistoleros disparaban a las sombras mientras sus compañeros caían uno tras otro. Un hombre intentó flanquearlo por la izquierda. Elías giró, disparó sin mirar. El hombre se desplomó. Otro atacó por la derecha, mismo resultado. En 30 segundos, 10 hombres yacían muertos o agonizantes en la calle. Morrison retrocedió hacia el salón recargando frenéticamente.
Es el Es el maldito Thomas estaba paralizado, incapaz de moverse, incapaz de disparar. Solo observaba como Elías avanzaba despacio. Implacable, inevitable. Los últimos cinco pistoleros intentaron una desesperada carga. corrieron hacia Elías gritando. Él no corrió, simplemente esperó, calculó y disparó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Todos cayeron. El último tambor de Elías quedó vacío. El viejo sacó las balas gastadas con calma y recargó. Sus manos no temblaban. ni una gota de sudor en su frente. Morrison estaba solo ahora, él y Thomas, y un viejo que caminaba hacia ellos como la muerte personificada.
“Esto no es posible”, susurraba Morrison. No es posible. Elías se detuvo a 20 pasos. 18 muertos. Faltan dos. Thomas cayó de rodillas. Hazlo ya, Elías, termina esto. Pero Morrison sacó su último revólver y apuntó, “No a Elías, a Thomas, si voy a morir, me llevo a este traidor conmigo.” Y entonces todo se volvió a mover. El disparo de Morrison tronó como un relámpago, pero Thomas ya no estaba ahí.
Elías se había movido con velocidad sobrenatural, empujando a Thomas al suelo. La bala silvó sobre sus cabezas y se estrelló contra la pared del salón. Morrison disparó otra vez y otra. Elías rodó cubriéndose detrás de un poste de madera. Las balas astillaban la madera alrededor de él.
Contó mentalmente los disparos. Cinco, seis, click. Morrison quedó con el revólver vacío. El pistolero palideció. Intentó correr hacia el salón, pero sus piernas no respondieron. El miedo lo clavaba al suelo. Elías se puso de pie despacio, guardó uno de sus revólveres, dejó el otro colgando en su mano derecha, apuntando al suelo. Se acabó, Morrison.
Espera, espera. Morrison levantó las manos. Podemos negociar. Tengo oro. Tengo dinero escondido. Te puedo hacer rico. No quiero tu dinero. Entonces, ¿qué quieres? Justicia. Morrison cayó de rodillas. Por favor, tengo una familia. Tengo una hija pequeña en Kansas. Elías se detuvo. Sus ojos se oscurecieron. Yo también tenía una hija.
El disparo fue limpio. Morrison cayó hacia atrás, los ojos abiertos mirando el cielo que nunca volvería a ver. Silencio absoluto. Elías se giró hacia Thomas, que seguía en el suelo soyloosando. Levántate. Thomas se puso de pie temblando. Me vas a matar igual, ¿verdad? Sí. ¿Puedo puedo al menos decir algo? Elías asintió.
Tomás respiró profundo. Lo siento, cada noche de estos 15 años he soñado con tu familia con sus gritos. No hay día en que no me arrepienta, pero sé que eso no significa nada. Sé que merezco morir. Lágrimas corrían por su rostro curtido. Pero no fui yo quien encendió el fuego, fue Morrison. Era joven, tenía miedo.
Él me obligó. Elías lo miró fijamente. Lo sé. Thomas parpadeó confundido. Yo sé que no encendiste el fuego. Yo sé que eras el más joven. Yo sé que tenías miedo. Entonces, entonces, ¿por qué? Porque no los detuviste. ¿Porque huiste, porque elegiste tu vida sobre sus vidas? Elíos levantó el revólver.
Y ahora yo elijo. Tomas cerró los ojos, pero el disparo nunca llegó. Cuando abrió los ojos, Elías había bajado el arma. Vete, vete lejos y pasa cada día restante tratando de ser mejor que el cobarde que fuiste. Tomás no lo podía creer. ¿Por qué? Porque mi esposa hubiera querido misericordia. y llámate suficientes hombres en su nombre. Elías guardó su revólver y comenzó a caminar.
Tomás cayó de rodillas llorando y el fantasma de sangre desapareció en el polvo del amanecer. Dust Creek despertó lentamente después de la masacre. Las puertas se abrieron con cautela. Los rostros asomaron mirando la calle convertida en cementerio. 18 cuerpos yacían inmóviles, la sangre oscureciendo la tierra.
El sherifff del condado llegó tres días después con seis diputados. Tomó declaraciones. Nadie vio nada, nadie escuchó nada. El viejo había desaparecido antes del mediodía. la viuda McCallister encontrar su habitación vacía. Solo quedaba una cosa, la fotografía amarillenta sobre la cama con una nota escrita detrás en letra firme. Gracias por el café.
Que Dios la bendía. E Thomas Garret fue encontrado en la iglesia rezando frente al altar. Cuando el sheriff lo interrogó, solo dijo, “Elías cordel me perdonó. Ahora tengo que aprender a perdonarme. Yo se fue del pueblo esa misma tarde. Dicen que se hizo predicador en un pueblo pequeño de Colorado. Nunca volvió a tocar un arma.
En los meses siguientes, Dust Creek cambió. Sin Morrison y su pandilla, la gente empezó a reconstruir. Eligieron un nuevo alcalde, contrataron a un sheriff honesto. Las familias volvieron a caminar por las calles sin miedo, pero nadie olvidó lo que pasó ese amanecer. Los niños jugaban en la calle principal, evitando pisar los lugares donde cayeron los pistoleros.
Las madres contaban la historia en susurros. Los viejos bebían en el salón y brindaban en silencio por el fantasma que salvó al pueblo. Elías Cordel se convirtió en leyenda. Algunos juraban haberlo visto en otros pueblos. Siempre aparecía donde había injusticia. Siempre desaparecía después de que los malos caían. Nunca pedía recompensa. Nunca decía su nombre.
Un año después, un joven pistolero llegó a Dust Creek preguntando por el fantasma de sangre. quería retarlo. Quería ser el hombre que matara la leyenda. El cantinero, un hombre viejo que había visto el duelo, le dijo, “Muchacho, si realmente quieres encontrarlo, será porque él te está buscando. Y si te está buscando, ya estás muerto.
El joven río son solo historias.” El cantinero señaló las 20 cruces en el cementerio. “Esas también son historias.” El joven palideció y salió del pueblo esa misma noche. En algún lugar del desierto, un viejo cabalgada solo bajo las estrellas. Sus revólveres colgaban pesados en sus costados. Su rostro estaba en paz, pero sus ojos seguían alerta.
La venganza estaba completa, pero la justicia nunca duerme. Y mientras hubiera hombres malos en el oeste, el fantasma de sangre seguiría cabalgando. Dos años pasaron desde Dust Creek. El nombre Elías Cordel fue susurrado en cantinas desde Texas hasta California. Cada pueblo tenía una historia. Cada forajido tenía miedo de la sombra de un viejo, pero Elías estaba cansado.
Había limpiado cinco pueblos más después de D Creek. Había matado a 30 hombres más. Cada bala que disparaba pesaba más que la anterior. Cada rostro de los muertos se sumaba a los fantasmas que lo visitaban por las noches. Ahora cabalgaba hacia el norte, hacia las montañas. donde había vivido como ermitaño antes de que todo comenzara.
Quería regresar a la soledad, quería dejar las armas, quería morir en paz si es que la paz todavía era posible para alguien como él. Llegó a un pequeño pueblo llamado Redemption Creek. Era tarde, casi de noche, solo buscaba una cama y comida, nada más. Pero el destino tenía otros planes.
En el salón escuchó una conversación. Tres hombres hablaban en voz baja. Planeaban asaltar un orfanato al día siguiente. La mujer que lo dirigía había rechazado venderles el terreno. Planeaban quemarla viva con los niños adentro. Elías sintió que la sangre se le helaba. No de nuevo. No más niños. se levantó de su mesa.
Los tres hombres lo miraron. ¿Algún problema, abuelo?, preguntó el líder. Un tipo flaco con dientes de oro. Sí, respondió Elías. Ustedes los hombres rieron. Uno de ellos se puso de pie. Viejo tonto, no sabes con quién te metes. Elías lo miró con esos ojos vacíos que habían visto demasiada muerte. Sí, sé, con hombres muertos. El tipo sacó su revólver. Fue rápido, pero Elías fue más rápido.
Tres disparos, tres cuerpos, en menos de 2 segundos. El salum quedó en silencio absoluto. Los otros clientes miraban aterrorizados. Elías recargó sus revólveres con calma, los guardó y salió sin decir palabra. Afuera, bajo las estrellas, se recargó contra un poste. Las manos le temblaban, no de miedo, de agotamiento.
¿Cuándo termina? Susurró al cielo vacío. ¿Cuándo puedo descansar? El viento no respondió. Y Elías supo la verdad. Hombres como él no descansan, no en vida. subió a su caballo y continuó hacia el norte, pero en su corazón sabía que nunca llegaría, porque el oeste todavía lo necesitaba y él nunca había aprendido a decir que no.
Elías llegó a su vieja cabaña en las montañas tres días después. Estaba en ruinas. El techo había colapsado. Las paredes carcomidas por el tiempo. La naturaleza había reclamado lo que alguna vez fue su refugio. Se sentó en lo que quedaba del porche, sacó sus revólveres, los limpió lentamente, como había hecho mil veces antes. Cada movimiento era un ritual. Cada pieza desmontada era un recuerdo.
Pensó en su esposa, en su hija, en todos los hombres que había matado, en todos los que había salvado. ¿Valió la pena? ¿Alguna vez equilibró la balanza? No lo sabía. Miró sus manos. Estaban llenas de cicatrices, manchadas de pólvora y años. Manos que habían construido una casa, manos que habían cargado a su hija, manos que habían matado a más de 100 hombres.
¿Qué era él realmente? ¿Un héroe? ¿Un asesino? ¿Un fantasma atrapado entre la vida y la muerte? El sol comenzó a ponerse piñendo las montañas de naranja y púrpura y entonces escuchó el sonido de caballos. se puso de pie despacio. Seis jinetes emergieron del bosque. Eran Rangers de Texas. El líder desmontó. Era un hombre mayor con insignia de capitán.
Elías Cordel. Depende de quién pregunte. Capitán William Thorp, Rangers de Texas. Ya no hago ese tipo de trabajo, capitán. Thorp sonrió tristemente. No venimos a contratarte, venimos a avisarte. Hay una recompensa por tu cabeza. $10,000. Vivo o muerto. Elías no pareció sorprendido. ¿Por qué me lo dice? Porque yo era uno de los niños en aquel orfanato de Redemption Creek.
Hace dos años, un viejo mató a tres hombres que planeaban quemarnos vivos. Nunca supe su nombre hasta ahora. Silencio. Le debo mi vida continuó. Así que vine a advertirle. Casarrecompensas vienen hacia acá. Docenas llegarán en dos días. Déjenlos venir. Va a pelear contra un ejército entero. Elías miró el horizonte. sonrió apenas.
No voy a desaparecer como siempre hago. Forp asintió, subió a su caballo. ¿Alguna vez va a detenerse, señor Cordel? Elías miró sus revólveres cuando ya no quede nadie que necesite ser detenido. Los Rangers se fueron [Música] y Elías Cordel, el fantasma de sangre, cargó sus armas y desapareció entre las sombras de las montañas.
Algunas leyendas nunca mueren, solo esperan el próximo llamado. 20 años después, el viejo oeste estaba muriendo. Los trenes cruzaban el continente. Las ciudades crecían con edificios de ladrillo. Los forajidos eran casados por la ley moderna. La era de los pistoleros llegaba a su fin. Pero en las cantinas, en los campamentos, alrededor de las fogatas, una historia seguía siendo contada.
La historia de un viejo que no podía morir. Dicen que apareció en el asalto al banco de Silver City, matando a ocho bandidos antes de desvanecerse en el humo. Dicen que detuvo una masacre en un pueblo de Oklahoma enfrentando solo a una pandilla de 15 hombres. Dicen que en cada lugar donde la injusticia levantaba su cabeza aparecía una sombra con dos revólveres CT grabados con las iniciales E.
Algunos decían que era inmortal, otros que era un fantasma real. Los más racionales pensaban que era varios hombres usando el mismo nombre, pero nadie sabía la verdad. En 1903, un periodista del este llegó a Dust Creek investigando la leyenda del fantasma de sangre. Entrevistó a los sobrevivientes. Todos contaban la misma historia.
Un viejo de 70 años que se movía como el viento y disparaba como Dios. El periodista encontró a la viuda McCallister, ahora una anciana de 90 años en una silla de ruedas. ¿Usted lo conoció?”, preguntó el periodista. La viuda sonrió con ojos nublados. “Lo conocí. Era un hombre bueno que hizo cosas terribles.
O un hombre terrible que hizo cosas buenas. Nunca supe cuál. ¿Cree que sigue vivo?” La viuda miró por la ventana hacia las montañas distantes. Hombres como Elías Cordel no mueren. Se convierten en algo más grande. Se convierten en la idea de que la justicia siempre encuentra un camino. El periodista publicó su artículo. Se convirtió en un bestseller.
La leyenda creció y en algún lugar, en una cabaña escondida entre montañas nevadas, un hombre muy viejo limpiaba dos revólveres oxidados. Su cabello era completamente blanco. Su rostro estaba marcado por un siglo de vida, pero sus ojos seguían siendo los mismos, fríos, alertas, inmortales. Afuera el viento ahullaba. Y Elías Cordel sonrió, porque mientras existiera el mal en el mundo, él estaría ahí silencioso, esperando eterno. No.
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