Aquella noche, el viento del mar soplaba entre las rendijas de la puerta como un cuchillo helado.

Yo, María Dela Vega, estaba sentada en una cama improvisada dentro de una casa de madera, en un pequeño pueblo de Batangas.

En el techo colgaban flores de papel rojo que formaban la palabra Mabuhay. Afuera, la risa y las conversaciones se habían apagado; solo quedaba el sonido de los cubiertos chocando mientras los familiares lavaban los platos.

Mi madre entró, ya vestida con su habitual baro’t saya, y colocó un cuenco de sopa dulce sobre la mesa.
—Come, hija —dijo—. Necesitas fuerza para esta noche… para que todo salga bien.

Sonreí débilmente.
Ella no sabía que dentro de mí se agitaba un mar de miedo.

Tenía once semanas de embarazo.
El padre del bebé —Luis, mi antiguo novio—, al enterarse de la noticia, solo me envió un mensaje de texto:

“Lo siento, pero no estoy listo para ser padre.”

Después desapareció.

Mi madre se tapó la cara y lloró.
—Nuestra familia es pobre, no soportaríamos los chismes. Cásate con Jun, el chico del pueblo.

El “tonto” del pueblo

Jun Reyes, de 30 años, era conocido por todos como “el chico con discapacidad mental”: hablaba despacio, sonreía con dulzura y siempre ayudaba a los demás sin pedir nada a cambio.
De niño, había caído al río y sufrido una fiebre alta que afectó su mente. Desde entonces, empujaba carretas en el mercado, cargaba sacos de arroz y nunca aceptaba dinero.

Lo había visto algunas veces. Sus ojos eran tan claros como el agua de lluvia, y siempre sonreía.

No lo amaba. Pero cuando mi madre dijo: “Cásate con él para arreglar las cosas”, bajé la cabeza y asentí.

La familia del novio celebró como si hubieran ganado la lotería —al fin su hijo tendría esposa—.
Mi familia, por su parte, respiró aliviada: habían pagado sus deudas y evitado la vergüenza pública.

Y yo… yo era la novia con una sonrisa vacía.

La noche de la boda

Jun se sentó en una silla, lejos de mí, en silencio.
—Si estás cansada, puedes dormir —murmuró—. Yo puedo acostarme en el suelo.

Su voz era lenta, pero clara. No sonaba realmente “tonta”.

Lo miré con impaciencia.
—¿Qué quieres? Dímelo.

No respondió. Solo sacó un sobre de debajo de la manta y lo colocó sobre mi almohada.
—Léelo primero.

Mis manos temblaron al abrirlo.

Dentro había un certificado médico:
“Infertilidad masculina – Jun Reyes.”

Las palabras eran frías.
—¿De verdad? —pregunté.

Él asintió.
—Sí. Por complicaciones después de tener paperas a los diecisiete.

—¿Entonces por qué te casaste conmigo? —dije entre sollozos.

Jun me miró con ojos decididos.
—Porque lo sé todo. Sé que estás embarazada. Sé que el niño no es mío. Pero mi madre está muy enferma del corazón; solo quería ver a su nuera antes de la operación. Si tú aceptas, pondré al bebé a nombre de mi padre y lo criaré como mío. Si no quieres, mañana firmo los papeles del divorcio. Este certificado es para que sepas que no te miento.

Me quedé en silencio. Cientos de preguntas cruzaron mi mente.

—¿Por qué lo sabes? ¿Por qué haces esto?

Él solo dijo:
—La gente dice que soy tonto.

Sonrió con ternura.
—Ese nombre es como un abrigo que uso para protegerme del viento… y de la maldad de la gente. No me importa lo que piensen.

Luego escribió en otro papel:

No te tocaré hasta que estés lista.

Puedes trabajar, estudiar, ser libre.

Cuando nazca el bebé, si quieres buscar a su verdadero padre, me iré. Solo prométeme que no dañarás al niño.

Guardaré tu secreto, a menos que tú quieras contarlo.

Lloré sin poder contenerme.
—¿Me estás protegiendo de una manera… tonta?

Sonrió suavemente.
—Puede que sí. —Levantó el certificado—. Si alguien dice que el niño no es mío, igual me pondré frente a ti para protegerte.

Mi corazón se ablandó.
—Dame cien días… y veremos —dije.

Asintió. Extendió el colchón en el suelo y se acostó sin moverse.

Una vida sencilla

Seguí trabajando en la fábrica de ropa. Jun me llevaba en su vieja motocicleta, despacio para que no me doliera el vientre. Por las noches, construyó con sus manos una cuna de madera perfumada.

No decía palabras dulces, pero sus gestos eran suaves como el aire.

En el séptimo mes, su madre fue operada del corazón. Jun firmó los papeles, pagó los gastos y la cuidó hasta su recuperación. Cuando el médico le dijo que la cirugía fue un éxito, lloró como un niño.

Le tomé la mano y, por primera vez, me sentí en paz.

El regreso del exnovio

Una tarde, Luis apareció en la puerta, con tono arrogante:
—Tienes la barriga muy grande. ¿Culpas al idiota ese?

Retrocedí asustada.
Jun salió y se puso frente a mí.
—¿Quién eres?

—¡Soy el padre del niño! —gritó Luis—. Vengo a “arreglar las cosas”.

Jun lo miró fijo.
—¿Arreglar qué?

Luis mostró unas fotos viejas.
—Si no haces lo que quiero, las publicaré en todo el pueblo.

Jun sacó un pequeño grabador de su bolsillo y lo encendió.
—Repítelo, para que quede claro.

Luis se quedó helado.
Jun sonrió.
—Por si algo te pasa mañana, ya tendré pruebas para la policía.

Luis maldijo y se fue.

Jun me abrazó y susurró:
—Él te lastimó, pero a partir de ahora nadie más lo hará. El bebé, venga de donde venga, será legalmente mi hijo.

Por primera vez, lloré no por miedo, sino porque me sentí protegida.

El florecimiento del amor

Jun comenzó a escribir un cuaderno llamado El diario del papá Jun.

“Hoy aprendí a cambiar pañales. Si me salió mal, no te rías de mí.”

Lo leí riendo entre lágrimas.
—¿Eres feliz? —preguntó él.
—Ya no tengo tanto miedo —respondí.
—Ese es el primer paso hacia la felicidad —dijo sonriendo.

El nacimiento

Aquella noche llovía fuerte. Jun apretó mi mano.
—Mírame, respira como yo.

El bebé lloró por primera vez, un trueno diminuto en la tormenta.

Cuando desperté, Jun estaba en la esquina, sosteniendo al niño con ojos brillantes.

Tres días después, fue a registrar el nacimiento.
“Nombre del padre: Jun Reyes.”

—¿Desea un certificado de paternidad? —preguntó el funcionario.
—No hace falta —dijo Jun—. Ese nombre basta.

Lo miré con ternura.

Dos años después

Nuestro hijo creció y ya decía “Papá”.
Un día, Jun me entregó un sobre blanco:
—Léelo.

Dentro había nuevos resultados médicos:
“Presencia de espermatozoides – baja densidad, fertilidad parcialmente recuperada.”

Y un papel de cirugía de varicocele, fechada seis meses antes.

—¿Estás loco? —le dije entre lágrimas.

Él sonrió, tan suave como siempre.
—Por si algún día quieres más hijos… no quiero que tengas que pedírselo a nadie más.

Lo abracé con fuerza.
—Esto es suficiente. Pero si Dios te da más… los aceptaré.

Felicidad sencilla

Tres años después, nuestra casa estaba llena de risas.
Mi suegra bromeaba:
—Gracias a Mariel, esta casa brilla.

Nuestro hijo corría por el patio gritando “¡Tatay Jun!”.

Jun me construyó una mesa de madera para coser, y por las noches le enseñaba a nuestro hijo el alfabeto.

Aún guardo El diario del papá Jun. En la última página, con su letra, escribió:

“Hay cosas que no se planean, como la noche de bodas o los nuevos resultados. Pero hay algo que siempre puedo hacer: priorizar a los demás antes que a mí.”

Y comprendí:
Aunque el niño en mi vientre aquel año no llevaba su sangre, Jun fue quien lo dio a luz por segunda vez —con compasión, con valentía, con un corazón que supo proteger.

En aquel pequeño pueblo junto al mar de Batangas, la gente aún cuenta nuestra historia. La llaman “La historia del tonto y la mujer temerosa.”

Pero para mí, es la historia de un verdadero esposo:
el que me enseñó que el amor no es esconderse, sino tener el valor de enfrentar la tormenta juntos.