
En una noche lluviosa en Quezon City, el viento soplaba entre las rendijas de la puerta, trayendo humedad y un constante crujido.
María Santos, de 27 años, estaba encorvada en una vieja silla de madera dentro de la pequeña cocina. Su vientre de seis meses se alzaba bajo su desteñida camiseta de algodón; cada movimiento la agotaba. Las luces de neón del techo parpadeaban, a veces encendidas, a veces apagadas, iluminando un tazón de fideos instantáneos ya fríos sobre la mesa.
Antes de eso, su esposo —Néstor Cruz— le había arrojado los fideos y dicho, con una voz fría como el acero:
“Come fideos instantáneos o pasa hambre.”
Sin decir más, salió de la cocina, dejando a María con el estómago vacío y un nudo en la garganta.
María no era una mujer débil.
Antes trabajaba como contadora en una pequeña empresa en Makati, vivía sola, confiada y con ambiciones.
Pero desde que quedó embarazada, siguió el “consejo” —o más bien, la orden— de Néstor: renunció a su empleo y se quedó en casa para “cumplir con sus deberes como esposa”.
Ahora, en aquella casa húmeda heredada de los padres de Néstor, se sentía prisionera.
Su marido, que antes era cariñoso, se había vuelto irritable y cruel.
Cada palabra suya era una puñalada; cada mirada, una herida en el corazón de María.
Ella acarició su vientre y susurró:
“Perdóname, bebé…”
El bebé dio una patadita suave, como si la consolara.
María tomó los palillos, dispuesta a comer los fideos para calmar el hambre. Pero en ese momento, un ruido de cristal roto resonó desde la sala, seguido del grito de Néstor:
“¡María! ¡Sal de ahí!”
Temblando, salió. Néstor estaba en medio del cuarto, con una botella de licor en la mano y los ojos inyectados de sangre.
“¿Te estás quejando otra vez? ¡Te dije que no me molestes!”
“Solo comía… tú mismo me dijiste que comiera…”
“¡Inútil!” rugió, lanzando la botella al suelo.
María guardó silencio, aterrorizada: de su furia, de sus gritos, y del miedo a perder la esperanza más que la vida.
A la mañana siguiente, Néstor se fue temprano.
María buscó algo de dinero para comprar comida. Al abrir el cajón del escritorio de Néstor, encontró una pequeña llave atada con un cordón rojo.
Nunca la había visto antes.
Entonces recordó la puerta de madera al final del pasillo —la que Néstor siempre mantenía cerrada con llave, prohibiéndole acercarse, diciendo que era “solo un trastero”.
Su corazón latía con fuerza. Tomó la llave y caminó hacia la puerta.
El candado se abrió con un seco “clic”.
Dentro, la habitación estaba oscura y olía a moho.
Encendió la linterna del teléfono; el haz de luz iluminó cajas de madera, una mesa cubierta de polvo, y sobre ella, un cuaderno negro de cuero.
Lo abrió.
Dentro había una lista de nombres con fechas y anotaciones frías: “Procesado” – “Pago incompleto” – “Requiere seguimiento.”
Algunos nombres estaban tachados con tinta roja.
En la última página, María vio su propio nombre:
“María – 6 meses – No procesada – 25,000 pesos.”
Se quedó helada. ¿Qué significaba “No procesada”? ¿Por qué estaba su nombre allí?
Aterrada, cerró el cuaderno, lo devolvió y cerró la puerta con llave. Pero antes de que pudiera pensar, oyó una motocicleta detenerse frente a la casa.
Néstor había regresado.
Corrió a la cocina y fingió lavar platos.
“¿Fuiste al mercado?”, preguntó.
“No… No tengo dinero.”
Néstor arrojó un billete de 200 pesos sobre la mesa.
“Deja de quejarte. Compra comida.”
María asintió, pero su mente bullía de preguntas.
Unos días después, cuando él volvió a salir, regresó al cuarto.
Revisó cada rincón con cuidado. Bajo una tabla suelta del piso, halló una pequeña caja metálica.
Dentro había fotos, papeles… y una pistola.
Con las manos entumecidas, María revisó los documentos, hasta que su corazón se detuvo.
Era un contrato de venta de un recién nacido.
El papel decía claramente: Néstor Cruz acepta entregar al bebé después del nacimiento a cambio de 500,000 pesos.
Abajo, la firma de Néstor… y una nota: “50,000 recibidos por adelantado.”
María casi se desmayó.
El hombre que decía querer ser padre estaba vendiendo a su hijo.
Esa noche, Néstor volvió a casa.
María lo esperaba en la sala, sosteniendo un pequeño cuchillo.
“¿Vas a vender a nuestro hijo?” preguntó con voz temblorosa.
Néstor se detuvo, luego sonrió con cinismo:
“¿Así que ya lo sabes? Bien. Ya no tengo que fingir.”
“¡Es tu hijo!”
“Por dinero, María. No quiero seguir viviendo en esta pocilga. Ese niño es mi boleto a la riqueza.”
María gritó.
“¡Eres un monstruo!”
Antes de que pudiera reaccionar, un fuerte golpe retumbó.
Néstor cayó al suelo, sangrando.
María retrocedió, horrorizada.
Detrás de ella, una mujer alta vestida de negro sostenía un arma —la misma que María había visto en la caja.
La mujer habló con voz fría y calmada:
“No temas, María. Yo me encargué de Néstor. Pero no quiero al bebé. Te quiero a ti.”
“¿Quién… quién eres?” balbuceó María.
La mujer se acercó, puso una mano sobre su hombro y sonrió con frialdad:
“Tú darás a luz al niño, pero yo lo criaré. Y tú… trabajarás para mí. O morirás.”
María cayó de rodillas, en shock.
Comprendió que Néstor no era el único malvado. Solo era una pieza de una red sofisticada de tráfico de bebés que operaba en todo Metro Manila.
Y ella, una mujer embarazada, sin dinero ni refugio, había caído en sus manos.
Otra mujer le tendió un papel:
“Firma esto. Después del parto, estaremos en paz.”
María acarició el cuchillo.
Ya no había lágrimas en sus ojos, solo fuego —el fuego de una madre desesperada, pero dispuesta a luchar.
“No. Nadie se llevará a mi hijo.”
Arrojó el cuchillo y corrió bajo la lluvia.
Detrás de ella, la voz de la mujer resonó como un eco helado:
“No podrás escapar, María. No hay lugar en Manila donde puedas esconderte.”
Epílogo – En un autobús que sale de Manila
Dos días después, un autobús salió de Cubao al amanecer.
En el último asiento, María abrazaba su vientre, vestida con un suéter viejo, mirando por la ventana empañada.
Entre sus manos llevaba una pequeña bolsa con algunas monedas, una vieja foto… y el contrato roto.
No sabía adónde iba —tal vez a Batangas, o más lejos aún.
Pero en su corazón solo había una certeza:
“Aunque el mundo entero te dé la espalda, yo no lo haré.”
Afuera, el sol comenzaba a salir, reflejándose en el cristal.
María cerró los ojos y puso una mano sobre su vientre.
El bebé volvió a patear, como diciendo:
“Mamá, seguimos vivos.”
Y para ella, eso bastaba.
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