“Te quiero”, susurró Petia, sus manitas aún suaves y temblorosas sobre la piel de Anya. /th
“Te quiero”, susurró Petia, sus manitas aún suaves y temblorosas sobre la piel de Anya.
Anya se quedó sin aliento, sus ojos se llenaron de lágrimas. No esperaba escuchar esas palabras, no de un niño que apenas había aprendido a hablar. Pero en sus palabras había una certeza profunda, un amor incondicional que había crecido en la oscuridad, donde la ausencia de luz se había convertido en la calidez de un hogar que ella misma había creado.
Durante semanas, Anya se había entregado por completo a Petia, sin importar las críticas del pueblo o las preocupaciones de su madre. El niño era su vida, y aunque su futuro era incierto, no dudaba ni por un momento de su decisión. La vida le había dado un regalo inesperado: la oportunidad de ser madre, de crear una familia con alguien que había sido abandonado en la oscuridad del mundo.
Petia había sido dejado bajo el puente, un niño sin nombre, sin futuro, sin nada más que un alma herida. Anya, con su corazón lleno de compasión, lo había acogido como propio. Lo había bañado, lo había alimentado, lo había protegido, y poco a poco, el niño había comenzado a florecer bajo su cuidado. Las cicatrices físicas que llevaba se iban desvaneciendo, y lo que más le preocupaba ahora era el niño aprendiendo a sanar emocionalmente, a confiar, a encontrar su lugar en el mundo.
Una tarde de otoño, mientras Petia jugaba cerca de la estufa, Anya se sentó en el borde de la cama, observando el sol poniente. Pensó en todo lo que había pasado, en las horas de preocupación, en las dudas que la habían invadido. Pero en ese momento, al ver al niño sonriendo mientras trataba de ensamblar un pequeño rompecabezas, se dio cuenta de que todo había valido la pena.
“Te llamaré Petia”, había decidido semanas antes, y ahora el nombre parecía encajar con él de una manera perfecta. Petia, con su cabello desordenado y sus ojos ciegos pero llenos de emoción, era su pequeño, el que había sido salvado de las sombras.
La gente del pueblo, aunque al principio desconcertada, comenzaba a aceptar la presencia de Petia en la vida de Anya. Algunos ofrecían ayuda de vez en cuando, otros simplemente la miraban con curiosidad. Pero nadie podía negar que el amor que Anya había dado al niño había comenzado a construir algo hermoso.
Una tarde, mientras Anya limpiaba la casa, Petia se acercó a ella con cuidado y tocó su mejilla. Había algo en la forma en que lo hizo, tan suave, tan lleno de ternura. Anya se agachó para mirarlo, y el niño, con una claridad sorprendente para alguien tan pequeño, le susurró: “Te quiero”.
Las palabras fueron un bálsamo para el alma de Anya. No era solo un niño que había salvado; era su hijo, su vida, su alegría.
De repente, la puerta se abrió, y la madre de Anya, que había estado distante, entró en la habitación. Miró a Petia, luego a Anya, y por primera vez, algo cambió en su rostro. No dijo nada, pero en sus ojos había un destello de aceptación. Se acercó a la cama, dejó una bolsa de patatas y un poco de leche, y se inclinó hacia el niño.
“Un día, lo entenderás”, dijo, casi en un susurro, y luego salió sin más palabras. Era su forma de decir: “Estoy aquí”.
Anya sonrió. Sabía que, aunque el camino había sido difícil, había tomado la decisión correcta. Petia había encontrado en ella un hogar, y ella había encontrado un amor más puro que cualquier otra cosa que hubiera imaginado. Un amor más allá de la oscuridad, más allá de cualquier obstáculo.
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