Toda mi familia estaba feliz por mi padre: a los 60 años, se volvió a casar con una mujer 30 años menor. Pero en la noche de bodas, el sonido de un llanto nos dejó a todos en silencio…

Mi padre se llama Rajendra. Este año cumplió 60. Mi madre falleció de cáncer cuando mi hermana y yo estábamos en la universidad. Desde entonces, durante más de veinte años, él había estado solo —sin citas, sin volver a casarse—, dedicado únicamente a criarnos.

En Jaipur, toda la familia solía aconsejarle:

—Rajendra, sigues estando muy bien de salud. Vuelve a casarte. Vivir solo es muy triste.

Pero él solo sonreía con calma y respondía:

—Lo pensaré cuando mis hijos estén bien establecidos.

Y cumplió su palabra.

Cuando mi hermana se casó y yo conseguí un buen trabajo en Delhi, mi padre finalmente tuvo tiempo para sí mismo.

Un día, al comenzar el invierno, nos llamó con una voz emocionada, casi juvenil:

—Estoy pensando en casarme. Se llama Meera.

Mi hermana y yo nos quedamos helados.

Ella tenía solo 30 años, treinta menos que mi padre.

Trabajaba como contadora en una empresa cerca de la casa de mi padre, era divorciada y no tenía hijos. Se habían conocido en una clase de yoga para adultos en Jaipur.

Al principio, solo compartían conversaciones ligeras, pero con el tiempo nació una comprensión mutua.

Nos preocupaba que ella quisiera aprovecharse de él. Pero tras conocerla, al ver lo amable, educada y sincera que era con mi padre, nos sentimos más tranquilos.

La boda se celebró una mañana de primavera, en el patio de una vieja casa a las afueras de Jaipur.

Nada lujoso, solo una comida sencilla con familiares cercanos y viejos amigos.

Meera vestía un sari rosa, el cabello recogido, el rostro suave como la luz del amanecer.

Mi padre estaba nervioso pero sonreía todo el tiempo, como un joven casándose por primera vez.

Esa noche, cuando todos terminamos de limpiar, mi hermana bromeó:

—Papá, no hagas mucho ruido, que aquí hay jóvenes y mayores.

Él se rió y agitó la mano:

—Tonterías tuyas.

Luego llevó a Meera a la habitación nupcial —la antigua habitación de mis padres.

Era el mismo cuarto donde habían vivido durante décadas, donde mi madre había dado su último aliento.

Le habíamos sugerido que lo remodelara, pero él solo cambió las cortinas.

—Dejarlo así me hace sentir en paz —dijo.

Una hora después de que todos nos hubiéramos dormido, escuché algo en el pasillo.

Al principio pensé que era un gato, pero luego…

Un grito —claro, aterrorizado, desgarrador.

Me levanté de un salto y corrí con mi hermana hacia la puerta del dormitorio de mi padre.

Desde adentro se escuchó otra voz:

—¡No! ¡Por favor, no… no hagas esto!

Empujé la puerta.

Y lo que vi me dejó sin palabras.

Meera estaba acurrucada en el suelo, con las manos cubriéndose la cabeza, temblando entera.

Mi padre estaba en una esquina, pálido, sin poder hablar.

En el suelo, el sari de novia deshecho, y esparcidos por todas partes, trozos de papel —como fotos rotas.

Mi hermana abrazó a Meera para calmarla. Tras un rato, ella susurró:

—Vi a alguien… parado en la esquina del cuarto. Llevaba un sari blanco, el cabello largo… me miraba y decía: “Este no es tu lugar…”

Miré a mi padre.

Sus ojos estaban llenos de miedo, de dolor, de algo profundo que no sabía nombrar.

El silencio después de aquella noche

Mi padre no durmió. Pasó la noche sentado en la veranda.

Al amanecer, cuando todo estaba en calma, salió a barrer el patio, como si nada hubiera pasado.

El desayuno fue silencioso.

Meera tenía el rostro pálido, sin apetito. Mi padre apenas probó unas cucharadas de gachas.

Por la tarde, lo vi regando el jazmín que mi madre había plantado en vida.

En ese momento, al verlo así, sentí que había perdido algo imposible de describir.

Me senté a su lado y le dije suavemente:

—Papá… Meera debe de estar muy asustada. Esa habitación… tal vez haya algo extraño en ella.

Él se detuvo, y con voz temblorosa dijo:

—No es culpa de ella… es culpa mía.

Luego suspiró y añadió:

—El día que tu madre murió, prometí que nadie ocuparía su lugar. Durante veinte años he mantenido esa habitación igual, por miedo a olvidar su aroma, el sonido de su risa.

Cuando Meera entró allí, sentí que la traicionaba. No son fantasmas… es la memoria. Y la memoria… nadie puede borrarla.

Me quedé callado, escuchando el viento en la veranda, con el corazón encogido.

Por primera vez, vi a mi padre frágil, vulnerable.

Esa noche pedí a mi hermana que durmiera con Meera en la sala mientras yo limpiaba el dormitorio.

Quité las fotos de mi madre, las desempolvé, cambié las sábanas, abrí las ventanas.

El cuarto ya no se sentía pesado, solo quedaba el aroma tenue del jazmín y la luz suave de la luna.

A la mañana siguiente hablé con Meera.

Estuvo callada largo rato antes de decir:

—No tengo miedo de fantasmas. Solo… siento que he llegado a un lugar que no me pertenece.

Sonreí y respondí:

—Nadie puede ocupar el lugar de otra persona. Pero ella ya no está. Solo tienes que caminar junto a mi padre, no vivir en su pasado.

Ella asintió, con una pequeña sonrisa.

Esa tarde, mi padre la llevó al cuarto recién ordenado.

Se tomaron de las manos, en silencio.

Y al verlos, supe que él había encontrado paz.

Con el tiempo, la vida volvió lentamente a la normalidad.

Meera aprendió a cocinar los platos favoritos de mi padre y colocó macetas de orquídeas en el balcón.

Mi padre seguía regando las plantas cada mañana y leyendo el periódico por la tarde, pero a veces se quedaba quieto frente al altar de mi madre, como si le contara una nueva historia.

Un día, Meera me dijo:

—Estoy pensando en mudarme al cuartito junto a la cocina. Entra más luz. Rajendra quiere mantener el viejo cuarto como un espacio especial, para recordar el pasado.

Solo asentí.

No porque la hubiera aceptado del todo como madrastra, sino porque entendí: a veces el amor no consiste en reemplazar, sino en saber cuándo avanzar y cuándo dar un paso atrás.

La vieja casa de Jaipur sigue igual: pintura descascarada, techo con musgo, puertas de madera que crujen.

Pero la diferencia ahora es que ya nadie vive solo bajo la sombra del pasado.

Mi padre solía decir:

—Hay dolores que no necesitan olvidarse. Solo hay que aprender a vivir con ellos… como aprender a respirar entre los recuerdos.

Y sé que, a los 60, mi padre finalmente aprendió a amar de nuevo sin traicionar al pasado.