Đã tạo hình ảnhUn hijo ata a su anciana madre y la abandona en el bosque para apresurarse a reclamar la herencia. Pero olvida que no solo reina el silencio entre estos árboles…

Alla Serguéievna despertó lentamente, sintiendo el peso agotador de la fatiga en sus hombros. Su cabeza latía con fuerza y sus párpados pesaban como plomo. Le pareció escuchar niños cerrando la puerta con cuidado, tratando de no hacer ruido. Era extraño, pues normalmente llegaban y salían bulliciosos, como si quisieran remarcar su presencia. Pero hoy era distinto.

Con todas sus fuerzas, se apoyó en los codos, se incorporó y miró por la ventana. A través del vidrio polvoriento, vio a Piotr y Marina dirigiéndose rápidamente hacia el bosque. Sus siluetas se movían entre los árboles hasta desaparecer tras el espesor del follaje. Intentó llamar:

— “¡Marinochka! ¡Petya! ¡Esperen!”

Pero su voz era apenas un susurro. Los niños no se detuvieron. Un momento más… y se esfumaron de su vista. Alla Serguéievna cerró los ojos y los abrió al instante. Las lágrimas rodaron por sus mejillas, como pequeños arroyos en la montaña, surcando las profundas líneas que el tiempo había marcado en su rostro.

— “¿Cómo pudo llegar a esto? ¿Cómo permití que todo se desbordara así?”, pensó, sintiéndose hueca, helada, sin fondo como un pozo antiguo.

Su hijo había sido siempre un muchacho difícil. Nadie sabía si era su carácter o el destino que conspiraba contra él. Saltaba de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, sin anclarse jamás. A veces parecía encontrar su rumbo, hasta que todo se derrumbaba. Cuando volvió a los cuarenta y pico, regresó acompañado de una joven esposa: Marina.

No llegó con las manos vacías, pero tampoco gozaba de riqueza. Trajo esperanzas que, sin embargo, se desvanecían como arena entre los dedos. Alla Serguéievna los recibió con ilusión. Determinó que era suficiente. Ya tenían familia cerca, un nieto en camino, y aquello sería un nuevo comienzo.

Vanya, su nieto, vivía con ella desde que nació. Su luz en cada paso, su alegría y sus conquistas eran la razón de su existencia. Ella tenía una casa grande, ahorros: el fruto de toda una vida de trabajo, construido juntos con su esposo, comprados con cada rublo ganado.

Pero un día, Piotr descubrió el monto en la cuenta bancaria de su madre. Su rostro cambió al instante, endureciéndose hasta casi volverse irreconocible.

— “Mamá, ¿eres tan rica y no me lo dijiste?” —preguntó con tono entre incrédulo y reprochador.
— “Rica…” —Allá se rió con amargura—. “No es riqueza, solo unos ahorros para ayudar a Vanya… quizá para un departamento.”
— “¡No! Que se gane la vida por sí mismo. ¡Tienes un hijo! ¿Por qué todo es para Vanya?”

Se alejó furioso, pero luego volvió a hablar, algo más calmado:

— “Mamá, esto es un buen negocio. Inviertes un poco y la ganancia es mucho.”

Allá negó con la cabeza. Reconoció esa mirada: esperanza mezclada con avaricia.

— “Invertí antes. ¿Dónde está el beneficio? Sin dinero, sin ganancia. Tú decides.”

Piotr se frotó las manos, satisfecho, como esperando la luz verde:

— “Mamá, sé que no me negarás. Con quinientos mil basta.”

— “¿Solo eso?” —repitió ella con ironía—. “¿Y cuándo lo tendrás tú?”

Su rostro se tornó rojo como un tomate. En el año y medio desde que regresaron, ninguno había conseguido trabajo estable. Buscaban caminos fáciles y soñaban con riqueza, sin actuar.

— “Pensé que lo tendrías…”
— “¿Y de dónde sacaste esa idea? Ese dinero lo gané con mi trabajo. Con cualquier hijo, incluso contigo, no lo doy así nomás.”

— “¡Pero soy tu hijo!”
— “Precisamente por eso quiero que aprendas a valorar el dinero. Si fuera Vanya quien preguntara, lo pensaría, porque él trabaja y se esfuerza por algo más que limosna.”

Esas palabras hirieron profundamente a Piotr. Las últimas palabras de la conversación fueron un grito inesperado que escuchó Iván al volver de la escuela. Sin decir nada más, empujó a su padre fuera de la habitación, le dio unas ramitas de valeriana a su abuela y dijo con ternura:

— “No llores, abuela. Me quedan seis meses de estudio y luego la práctica. Después de eso, tú y yo… podremos ir a cualquier parte del mundo.”

Allá le sonrió y acarició a su nieto, aunque sabía que ya no era capaz de esos viajes. Pero Vanya nunca cedía y siempre le daba fuerza.

Iván se marchó a otra ciudad. Llamaba a menudo y hablaba de sus éxitos. Prometía regresar con ella. Pero Alla no respondía; ya no tenía deseos de ir a ningún lado.

Y ahora: atada, sobre el frío suelo, en la oscuridad y la traición. ¿Cómo pudo llegar tan lejos? ¡Es su hijo, su propia sangre! ¿Por dinero?

Alla decidió no luchar más. Solo esperar a que todo terminara. No sabía cuántas horas habían pasado: una hora, un día, no lo sabía. Su cabeza dolía como un martillo, sus pensamientos se enredaban. Entonces escuchó voces. ¿Volvieron? ¿Querían matarla?

Agarró la ventana y miró afuera. Vio a una joven caminando entre los árboles, hablando con su perrito.

— “¡Yo no vuelvo! ¡Prefiero vivir en el bosque con lobos que regresar a su lado!”

La muchacha sollozaba. Alla, con lo poco que le quedaba, susurró:

— “¡Chica! ¡Ayúdame!”

Su voz tembló, pero el perro escuchó. Empezó a ladrar y corrió hacia la cabaña. La joven lo siguió, asustada.

Era la primera vez que venía allí, pero conocía bien el lugar: había pasado su infancia muy cerca. Su madre se había vuelto a casar, y su nuevo padre trajo todos sus problemas. Tras otra pelea en que su madre la acusó, la niña huyó sin mirar atrás.

Al verla, corrió y desató las cuerdas. Las manos de Alla estaban moradas por el dolor.

— “¿Cómo te sientes?” —preguntó la joven, secando sus manos arrugadas.

— “Gracias… un poco de agua…”

La muchacha le trajo agua del arroyo. Aquella fue el agua más deliciosa que Alla había probado. Contó su historia, y Alenka suspiró:

— “No me identifica mi madre, aunque fui su hija, confió en un hombre ajeno.”

— “¿Qué hacemos? Debemos salir a buscar ayuda,” dijo Alla.

— “¿Para qué? ¿Dejar que él te mate antes de que llegue ayuda? Yo no tengo futuro.”

Pasaron una semana en la cabaña. Las noches eran frías y tenebrosas, así que decidieron ir a la casa vieja de la abuela de Alenka, a pocos kilómetros.

— “¿Llegaremos? ¿Nos perderemos?” —preguntó Alla con preocupación.

— “Somos fuertes. ¿Qué tenemos que temer?”

Pero al mediodía estaba claro: estaban perdidas. Regresaron al mismo árbol por segunda vez. Alenka exclamó:

— “Hace mucho que no vengo aquí. Todo está densamente cubierto; no sé por dónde ir.”

— “Oh, hija…” —Allá suspiró—. “Está bien, ya no me importa. Pero debes vivir.”

La noche fue aterradoramente helada. Toshka no paraba de ladrar. Se turnaron para dormir, exhaustas. Al amanecer, se dirigieron al norte, usando los líquenes del tronco como guía.

— “¿Por qué este bosque parece interminable?” —se quejó Alla.

— “Caminamos sin fin,” respondió Alenka. “No sé qué hacer.”

Durmieron un poco y, al despertar, Alla advirtió que Alenka estaba enferma: fiebre, escalofríos, casi sin fuerzas. El perrito cazó un ratón para comer, pero no fue la solución para ellas.

Alla buscó agua, aplicó compresas, pero su energía estaba agotada. Lloró de desesperación, con la niña a su lado, una vida por delante en peligro.

Entonces Toshka ladró fuertemente. Alla creyó que eran lobos, pero de pronto escuchó una voz:

— “¡Abuela! ¡Abuela!”

— “¿Vanyusha? ¿Eres tú? ¿Estoy soñando?”

Su nieto la abrazó:

— “Abuela, ya no llores. Todo estará bien.”

Salieron del bosque. Alenka fue atendida, Alla bebió té, Vanya las cuidó con esmero. Alenka fue llevada en camilla, Toshka se durmió en su regazo.

— “¿Cómo me encontraste?” —preguntó Alla.

— “Es una historia larga. Papá y mamá se fueron. Si no quieres, no los verás más. Yo los dejé ir. No podía traer a los dos… sólo a ti.”

— “Tienes razón, cariño. No cargues esa culpa.”

De regreso a casa, Vanya siguió cuidándolas. Un día dijo:

— “Papi, Alenka pregunta por Toshka. Decidí llevarlo conmigo. Él no conoce esta ciudad.”

Alla sonrió:

— “Viviremos un poco más. Quizá cuidemos incluso de una bisnieta.”