
En el año 1801, en las profundidades sofocantes de la Nueva España, donde el sol implacable azotaba la tierra como un látigo divino castigando a los mortales, se tejía una trama de horror y venganza que sacudiría los cimientos de un imperio construido sobre cadenas y sangre.
La esclavitud no era solo un sistema, era un monstruo vivo que devoraba almas, familias y esperanzas, dejando atrás solo ecos de lamentos que se perdían en el viento caliente de las plantaciones. En este mundo cruel, donde los hombres blancos se creían dioses y los africanos e indígenas eran reducidos a bestias de carga, vivía a Mina, una mujer cuya vida había sido robada de las costas de África occidental, un lugar de ríos caudalosos y aldeas vibrantes con el ritmo de tambores que ahora solo resonaban en sus pesadillas más oscuras.
Amina no siempre se llamó así. En su tierra natal, en las tierras yoruba, donde el sol se ponía en un estallido de colores que pintaban el cielo como un tapiz divino, su nombre era Olavici, que significaba la alegría aumentado. Pero los traficantes de esclavos, esos demonios con piel pálida y corazones de piedra, la arrancaron de su familia cuando tenía apenas 12 años.
La capturaron durante una racia nocturna cuando las antorchas iluminaban el caos y los gritos de sus padres se mezclaban con el rugido de las olas que la llevarían al infierno flotante de un barco negroo. El viaje a través del Atlántico fue un calvario interminable, asinados en bodegas oscuras y fétidas, con el edor de la muerte impregnando cada respiración, cadenas que cortaban la piel y ratas que roían los pies de los moribundos. Muchos no sobrevivieron.
Olavisi vio a su hermana menor, una niña de ojos brillantes como estrellas, sucumbir a la fiebre y ser arrojada al mar como basura. En ese momento, algo se rompió en su interior, pero también nació una resiliencia feroz, un fuego que ardía en silencio, esperando el momento para estallar. Al llegar a Veracruz, el puerto donde desembarcaban las almas rotas o la bici fue vendida en una subasta como si fuera un animal, una negra fuerte, buena para el trabajo en las haciendas, gritaba el subastador, mientras hombres con sombreros anchos y cigarros en la boca pujaban por su futuro. La compró un acendado cruel de Puebla, que la rebautizó como Amina, un
hombre que le sonaba exótico, pero que para ella era solo otra marca de propiedad. En las plantaciones de caña de azúcar, Amina aprendió el verdadero significado del sufrimiento. Levantarse antes del amanecer, con el cuerpo adolorido por los latigazos del día anterior para cortar cañas bajo un sol que quemaba la piel hasta hacerla ampollas.
Los capataces, mestizos ambiciosos que odiaban su propia sangre mista, vigilaban con perros feroces y látigos trenzados con púas. Trabaja, perra negra”, le gritaban y Amina mordía su lengua, guardando su rabia para las noches, cuando en las barracas susurraba historias de su tierra a otros esclavos, manteniendo viva la llama de la identidad robada.
Pero en medio de esa oscuridad, Amina encontró destellos de humanidad. Conoció a Cuami, un esclavo de su misma aldea, capturado años antes. Él era alto y musculoso, con cicatrices que contaban historias de rebeliones fallidas. Juntos, en las sombras de las noches sin luna, compartían momentos robados de ternura.
Cuami le hablaba de planes de fuga, de los imarrones que vivían libres en las montañas, comunidades de esclavos huidos que resistían con arcos y flechas contra los cazadores de hombres. “Un día, o la bici, volveremos a ser libres”, le susurraba él. Y en sus brazos, Amina sentía un calor que disipaba el frío del miedo. De esa unión nació una esperanza. Amina quedó embarazada.
El niño en su vientre era un secreto sagrado, un símbolo de vida en un mundo de muerte, pero Cuami no vivió para verlo. Durante una revuelta menor en la hacienda, donde los esclavos se negaron a trabajar bajo una tormenta, un capataz lo mató de un disparo en la espalda. Amina vio su cuerpo caer en el barro, los ojos abiertos hacia el cielo gris, y en ese instante juró que su hijo no sufriría el mismo destino.
El ascendado, al enterarse del embarazo, decidió vender a Amina, una esclava preñada vale más en la capital, dijo y la envió a la ciudad de México como parte de un lote de mercancía. Allí, en el bullicioso mercado de esclavos cerca del Zócalo, donde los vendedores pregonaban sus productos entre olores de especias y excrementos, Amina fue comprada por el virrey en persona, don Fernando de Montemayor, un hombre de 50 años con bigote gris y ojos fríos como el acero.
No la quería para sí. Era un regalo para su esposa, la virreina doña Isabel de Montemayor, una mujer de noble linaje español, cuya belleza era tan afilada como su crueldad. Toma, querida, una negra fuerte para tus caprichos domésticos.
le dijo el birrey con una sonrisa indiferente mientras firmaba papeles que condenaban a más indígenas a las minas de plata. Doña Isabel era una visión de elegancia fría. Nacida en Madrid, en un palacio de mármol y tapices bordados con hilos de oro, había crecido rodeada de sirvientes que inclinaban la cabeza ante su mera presencia. Su piel era pálida como la nieve de las sierras españolas, sus ojos azules como el mar que separaba su mundo del de los salvajes.
Pero bajo esa fachada de porcelana se escondía un vacío profundo. Isabel no podía tener hijos. Los médicos de la corte lo atribuían a una debilidad constitucional, pero ella lo veía como una maldición, un castigo por sus pecados juveniles, amantes secretos en los jardines reales, intrigas para las ciegas que habían destruido reputaciones.
En la Nueva España, lejos de la corte europea, se aburría mortalmente. Las fiestas en el palacio virreinal, con sus danzas europeas y vinos importados, no llenaban el hueco en su alma. buscaba emociones más intensas, formas de ejercer poder que la hicieran sentir viva.
Los esclavos eran para ella juguetes desechables, seres inferiores cuya sufrimiento la divertía en secreto. Son como animales, pero peores, porque piensan que merecen piedad. Solía decir a sus damas de compañía que asentían con risitas nerviosas. Amina llegó al palacio virreinal como una sombra silenciosa. El edificio era un monumento al poder colonial.
Torres altas que rasgaban el cielo, patios empedrados donde fuentes murmuraban secretos, salones adornados con pinturas de reyes españoles y trofeos de conquistas indígenas. Asignada a las cocinas, Amina trabajaba entre ollas humeantes y fogones que le recordaban las hogueras de su aldea. El calor era asfixiante, el humo picaba los ojos, pero allí encontró aliadas.
María, una mulata de voz suave que había nacido en la colonia, hija de un esclava y un capataz y que cantaba himnos africanos prohibidos en voz baja. Y Juana, una indígena nahua con ojos oscuros y sabiduría ancestral, que susurraba historias de Quetzalcoatl y los dioses que un día regresarían para castigar a los invasores.
Juntas formaban un triángulo de resistencia sutil, compartían comida robada, curaban heridas mutuamente y planeaban en susurros como sobrevivir un día más. El embarazo de Amina avanzaba como un río lento pero inexorable. Su vientre se abultaba bajo el delantal raído y sentía las pataditas del bebé como mensajes de esperanza en código morce.
“Serás libre, mi pequeño”, le susurraba por las noches, acurrucada en su jergón de paja en las barracas de los sirvientes. Soñaba con Cuami, con su risa profunda y sus planes de fuga, pero la realidad era un yugo pesado. El birrey había endurecido las leyes contra los esclavos fugitivos, ordenando que se usaran perros mastines entrenados para rastrear y despedazar a los que osaran escapar.
Las montañas cercanas, con sus selvas densas y cuevas ocultas eran un sueño tentador, pero plagado de peligros. Serpientes venenosas, jaguares acechantes y patrullas armadas que disparaban sin preguntar. La virreina notó el embarazo de Amina casi inmediatamente. Al principio la miró con desdén, como si esa vida creciente fuera una ofensa personal. Isabel pasaba horas en sus aposentos mirándose en espejos venecianos, cepillando su cabello rubio con peines de marfil, mientras sus doncellas le contaban chismes de la corte. Pero en soledad lloraba por su esterilidad. “Dios me ha negado lo que
da a las bestias”, murmuraba y su odio se volcaba en las esclavas fértiles. Ordenaba castigos arbitrarios. A María la hizo azotar por quemar una sopa. A Juana la obligó a fregar pisos hasta que sus rodillas sangraban. A Amina la vigilaba de cerca. llamándola a sus habitaciones para tareas humillantes, limpiar sus zapatos, peinar su cabello, todo mientras la insultaba con palabras venenosas. “Mira tu barriga, esclava.
¿Crees que ese bastardo vivirá para verte libre? Aquí los de tu clase mueren como moscas.” Los meses se arrastraban como cadenas pesadas. Amina sentía el peso del niño, pero también el de la opresión. En las cocinas, María y Juana la apoyaban, le traían hierbas para aliviar las náuseas. Le contaban cuentos para distraerla del dolor.
“Tu hijo será un guerrero como los de nuestras leyendas”, decía Juana recordando mitos naz de héroes que desafiaban a los dioses. María, con su voz melódica, cantaba nanas africanas mezcladas con ritmos indígenas, creando una sinfonía de resistencia cultural. Amina respondía con historias de Oruba, de Ogun, el dios del Hierro y la guerra, que forjaba armas para los oprimidos.
En esas noches, bajo el techo agrietado de las barracas, donde el viento traía ecos de fiestas lejanas en el palacio, las tres mujeres tejían un lazo más fuerte que el acero, una sororidad nacida del sufrimiento compartido. Una noche de luna llena, cuando el cielo parecía un manto plateado salpicado de estrellas que recordaban a Amina las noches en su aldea, el parto comenzó.
No hubo lujo ni médicos, solo el rincón oscuro de las caballerizas, donde el olor a eno y caballos mezclaba con el sudor del esfuerzo. María y Juana la asistieron, hirvieron agua en una olla robada, prepararon paños limpios y quemaron hierbas sagradas para ahuyentar espíritus malignos.
Amina empujó con fuerza primal, gritando en su lengua materna palabras de invocación a Yemayá, la diosa del mar que protege a las madres. Después de horas de agonía, el bebé nació, un varoncito de piel oscura como la noche africana. Ojos brillantes como diamantes y un llanto vigoroso que llenó el aire como un himno de victoria. Amina lo tomó en brazos, lágrimas de alegría mezclándose con el sudor.
Cof nombró, que en su idioma significaba nacido en viernes, el día bendito de su llegada. En ese momento, el mundo se redujo a ese pequeño ser, su calor, su olor, su latido sincronizado con el de ella. Te protegeré con mi vida, mi amor”, susurró besando su frente diminuta, pero la alegría fue efímera. Al amanecer, un sirviente chismoso informó a la virreina del nacimiento.
Isabel, que había pasado la noche insomnia en su cama de seda, atormentada por sueños de niños fantasma que se burlaban de su vacío, sintió un estallido de furia. “¿Cómo osa esa negra multiplicarse mientras yo me seco por dentro?”, gritó a sus doncellas rompiendo un jarrón de porcelana china en un arrebato. Mandó llamar a Amina inmediatamente.
La esclava entró en los aposentos reales con cofi envuelto en un trapo viejo, el cuerpo aún débil por el parto, pero el corazón rebosante de amor protector. La habitación era un derroche de lujo, cortinas de terciopelo rojo, muebles tallados en madera fina, un crucifijo de oro que colgaba sobre la cama como un juez silencioso.
Isabel, vestida con un camisón de encaje, la miró de arriba a abajo con ojos que destilaban veneno. “Muéstrame a esa criaturita”, ordenó con una voz dulzona que ocultaba la tormenta interior. Amina dudó, su instinto maternal gritando peligro. Por favor, señora, es mi hijo, lo único que tengo”, suplicó apretando a Kofi contra su pecho.
Pero los guardias, dos hombres robustos con uniformes coloniales y espadas al cinto, la obligaron a entregarlo. Isabel tomó al bebé en sus brazos pálidos, fingiendo admiración mientras su mente bullía de celos irracionales. “¡Qué cosa tan pequeña y frágil”, murmuró y en sus ojos azules brilló una locura que nadie más percibió.
Amina extendió las manos rogando, “Devuélvamelo, señora. Él no le ha hecho nada.” Pero Isabel, en un momento de demencia absoluta, desenfundó una daga ceremonial que colgaba en la pared un relicto de las guerras contra los moros en España, con hoja curvada y empuñadura incrustada de joyas.
Con un movimiento rápido, inhumano, decapitó al bebé ante los ojos horrorizados de Amina. La cabeza diminuta rodó por el suelo de mármol pulido, dejando un rastro de sangre inocente que se extendió como un río acusador, salpicando los pies de la virreina. El grito de Amina fue un aullido primal que pareció rasgar el velo entre el mundo de los vivos y los muertos.
Cayó de rodillas, sus manos temblando mientras intentaba recoger los restos de su hijo, el mundo girando en un vórtice de dolor inimaginable. Mi bebé. Cofi, soyosaba, el pecho convulsionando como si su corazón se estuviera rompiendo en pedazos.
La sangre caliente se pegaba a sus dedos, un recordatorio viscoso de la atrocidad. La virreina, con la daga aún goteando rojo, la miró con una sonrisa triunfante, como si hubiera ganado una batalla personal. Ahora sabes tu lugar, esclava. Limpia esto y desaparece de mi vista antes de que te mate a ti también. Los guardias arrastraron a Amina fuera de la habitación, su cuerpo inerte como un trapo, los hoyosos resonando por los pasillos del palacio como un eco de condena. En ese instante, el tiempo se detuvo para Amina.
47 minutos exactos pasaron desde el acto monstruoso. 47 minutos en los que el grif la consumió como un incendio forestal, quemando todo menos la furia. En las cocinas, donde María y Juana la encontraron, hecha un ovillo en el suelo, le contaron lo sucedido entre lágrimas. Lo mató, decapitó a Mikofi, balbuceaba a Mina, los ojos vidriosos por el soc. María la abrazó, su propia rabia hirviendo.
Esa perra pagará, hermana. Los dioses lo exigen. Juana, con su sabiduría indígena, quemó salvia y rezó a los ancestros. La sangre llama a la sangre. Tú eres el instrumento de la justicia. En esos minutos, Amina revivió su vida entera. La aldea quemada, el barco del horror, la muerte de Cuami, el nacimiento de Kofi.
Cada recuerdo era un clavo en su alma, pero también combustible para la venganza. “No viviré un minuto más sin hacerla pagar”, juró, su voz un susurro letal. Mientras tanto, la virreina se preparaba para la misa matutina en la capilla privada del palacio.
El altar era un esplendor de oro robado de las minas potosíes, con velas de cera virgen que parpadeaban como almas en pena, imágenes de santos con ojos acusadores y un crucifijo tallado en marfil que representaba el sufrimiento de Cristo. Isabel se arrodilló ante él, hipócrita en su devoción, rezando por perdón por pecados que no lamentaba. Señor, dame un hijo”, suplicaba, ignorando que su acto la había condenado ante cualquier Dios justo. En su mente justificaba la decapitación.
Era solo un negro, no un ser humano. Dios entiende el orden natural. Amina, con la mente nublada, pero enfocada como una flecha, se escabulló de las cocinas. Robó un cuchillo de carnicero, afilado como una navaja, el mismo que usaba para cortar la carne que servía a sus amos. evadió a los guardias distraídos por el caos del palacio.
Rumores del accidente ya circulaban y se coló en la capilla por una puerta lateral, ocultándose detrás de cortinas pesadas que olían a incienso. El corazón le latía como un tambor de guerra. Cuando Isabel entró sola, arrodillándose ante el altar, Amina emergió de las sombras como un fantasma vengador. Por Kofi, susurró y con un movimiento Swift nacido del odio puro degolló a la virreina.
La hoja cortó la garganta pálida y la sangre noble brotó como un manantial rojo, salpicando el altar, el crucifijo y las imágenes sagradas. Isabel Gorgoteo, sus ojos azules llenos de sorpresa y terror absoluto, cayendo sobre el altar en un charco que mezclaba lo profano con lo divino.
47 minutos, el tiempo exacto que tardó el destino en equilibrar la balanza en hacer que la opresora probase su propia medicina. Pero la venganza no trajo paz, solo más caos. Los guardias encontraron el cuerpo de la virreina minutos después, su garganta abierta como una sonrisa macabra, la daga ceremonial caída a un lado. El palacio estalló en pánico. Sirvientes corrían. El birrey fue alertado mientras firmaba decretos, su rostro palideciendo al ver el cadáver de su esposa.
“Encuentren a la culpable.” Rugió y las búsquedas comenzaron. Amina no huyó lejos. La capturaron en las caballerizas, donde intentaba reunirse con María y Juana para planear una fuga. La arrastraron a los calabozos del palacio, oscuros y húmedos, donde ratas roían las cadenas y los prisioneros gemían en la oscuridad.
Allí, encadenada a la pared, Amina no se arrepintió. “Lo hice por mi hijo, por todos nosotros”, les dijo a sus captoras cuando María y Juana la visitaron en secreto, arriesgando sus vidas. Ahora ella sabe lo que es perder todo.
El birrey, consumido por la rabia y el grif fingido, su matrimonio era más alianza que amor, ordenó una ejecución pública en la plaza del Zócalo. La noticia se extendió como pólvora. Colonos, indígenas, esclavos y mestizos se congregaron bajo un sol implacable, el aire cargado de tensión. Amina fue llevada en una carreta, las manos atadas, el cuerpo magullado por golpes. La multitud murmuraba.
Algunos colonos gritaban muera la asesina, pero entre los oprimidos ojos brillaban con admiración secreta. En el cadalzo, el verdugo, un hombre encapuchado con látigo en mano, la azotó sin piedad. Cada latigazo rasgaba su piel, pero Amina no gritó. En cambio, cantó una canción Yloruba, una melodía ancestral de libertad y resistencia que llenó la plaza como un viento liberador. “La libertad vendrá como el río que rompe la presa”, entonaba su voz firme pese al dolor. La multitud sintió un escalofrío colectivo. Esclavos en las sombras asintieron.
Indígenas recordaron sus propias rebeliones sofocadas. El birrey observaba desde un balcón, su rostro una máscara de odio, pero en el fondo temía. Y si esto inspiraba más actos. Amina, con el último aliento, miró al cielo y sonrió. Cofi, Cuami, esperadme, susurró, y su cuerpo cayó inerte. Su muerte no fue el fin, fue el comienzo.
Rumores se extendieron por haciendas y pueblos. La esclava que vengó a su hijo decapitado degollando a la virreina en el altar. En las fogatas clandestinas se contaba la historia con detalles embellecidos, convirtiéndola en leyenda. Madres esclavas susurraban a sus hijos. Recuerda a Mina, su amor fue más fuerte que sus cadenas.
Cimarrones en las montañas la honraban en rituales, jurando intensificar sus raides contra plantaciones. María y Juana, milagrosamente no capturadas, huyeron esa noche. María, con su astucia mulata, robó caballos y se unió a un grupo de fugitivos rumbo a las sierras. Juana, guiada por conocimientos indígenas, las llevó por senderos ocultos donde los españoles no osaban entrar.
En las montañas fundaron un palenque, una comunidad libre donde esclavos huídos vivían en choas de palma, cultivando maíz y yuca, defendiendo su libertad con lanzas y trampas. Allí contaba la historia de Amina como un cuento de advertencia y esperanza. Ella nos mostró que el opresor sangra como nosotros.
El birrey, para sofocar el fuego, ordenó redadas masivas. Soldados quemaron barracas, ejecutaron sospechosos, pero cada acto de represión sembraba más semillas de rebelión. En 1810, cuando Miguel Hidalgo lanzó el grito de Dolores, muchos recordaron a Amina. Su acto personal se convirtió en símbolo, la gota que colmó el vaso de la injusticia colonial.
Independencia no fue solo por criollos, fue por los oprimidos como ella, cuya sangre fertilizó la tierra para un nuevo mundo. Imagina, querido oyente, el peso de esa época. Siente el calor del sol en tu piel, el corte de látigo en tu espalda, el amor de una madre rasgado en pedazos. Amina no era una heroína de cuentos, era real, de carne y hueso, empujada al abismo por un sistema que deshumanizaba.
¿Qué harías tú? ¿Sentirías esa furia, esa conexión profunda con todos los que han sufrido? Esta historia te llama a empatizar, a cuestionar injusticias actuales, racismos velados, explotaciones modernas. Amina vive en cada lucha por dignidad, en cada madre que protege a su hijo contra el mundo. Para expandir esta narrativa, profundicemos en el contexto histórico.
En 180, la Nueva España era un caldero de tensiones. El virreinato abarcaba desde California hasta Centroamérica, un vasto territorio explotado por España para extraer plata, azúcar y cacao. La esclavitud africana introducida desde el siglo XV suministraba mano de obra para minas y plantaciones. Más de 200.
000 africanos fueron traídos mezclándose con indígenas en una sociedad estratified por raza, peninsulares al tope, criollos, mestizos, indígenas y negros al fondo. Leyes como las siete partidas regulaban la esclavitud, pero en práctica era brutal. Marcas con hierro caliente, separaciones familiares, abusos sexuales. Amina representaba a miles, mujeres esclavas que enfrentaban doble opresión como género y raza.
Muchas eran violadas por amos, sus hijos vendidos o matados. Actos como el suyo, aunque raros, ocurrieron revueltas en haciendas, envenenamientos, fugas. En Haití, la revolución de 1791 aterrorizaba a colonos inspirando temor en Nueva España.
El birrey Montemayor, figura histórica ficticia aquí, pero basada en reales como Iturrigaray, endurecía controles para prevenir contagios. Ahora exploremos el palacio en detalle. Construido sobre ruinas aztecas, simbolizaba conquista, muros de tesónle rojo, balcones con vistas al popocatepe lumeante, jardines con flores europeas trasplantadas. Las cocinas eran un infierno subterráneo, fogones de leña, ollas de cobre, esclavos sudando mientras preparaban banquetes para fiestas donde se servían pavos rellenos, chocolates y vinos.
Amina cortaba verduras con cuchillos blant, soñando con usarlos contra sus opresores. La virreina Isabel, inspirada en figuras como la marquesa de Calderón, vivía en lujo aislado. Sus días, mañanas de rezos, tardes de visitas sociales, noches de bailes, pero su esterilidad la aislaba. En una sociedad donde la maternidad definía a la mujer noble, se sentía fallida. Su crueldad era defensa. Proyectaba dolor en inferiores.
Cofi, en su breve vida, era inocencia pura. Amina lo amamantó en secreto, sintiendo su succión como un lazo eterno. La decapitación fue acto de locura, pero real en atrocidades coloniales, infanticidios por amocelosos documentados en archivos. Los 47 minutos que siguieron a la decapitación fueron un torbellino de agonía y resolución para Amina.
Su mente, fracturada por el horror, se recompuso en fragmentos afilados, como el cuchillo que pronto empuñaría. Arrastrada de vuelta a las cocinas por los guardias, que la arrojaron al suelo como un saco de harina, Amina se acurrucó en un rincón oscuro entre sacos de maíz y ollas volcadas. El olor metálico de la sangre de Coffee aún impregnaba sus manos.
No se lasvó como si esa mancha fuera el último lazo con su hijo. María y Juana llegaron corriendo, alertadas por los murmullos de los sirvientes. María, con lágrimas surcando su rostro mulato, la abrazó con fuerza. Hermana, ¿qué han hecho? Ese demonio pagará. Juana, más estoica, preparó una infusión de hierbas calmantes, pero Amina la rechazó.
No quiero calma, quiero justicia, murmuró su voz. un ronroneo letal que hizo que las dos mujeres se estremecieran. En esos minutos eternos, Amina revivió flases de su vida robada. Recordó el barco Negrero, donde el capitán español, un hombre con barbarala y ojos hundidos, azotaba a los cautivos por diversión.
Recordó la llegada a Veracruz, el sol cegador reflejándose en las cadenas, el subastador gritando precios como si fueran ganado. Recordó a Cuami, su amor fugaz en la hacienda, sus noches bajo las estrellas donde planeaban una vida libre. solo para que un balazo lo silenciara. Y ahora, Kofi, su milagro efímero, reducido a un charco de sangre en los aposentos de la virreina.
Cada recuerdo avivaba el fuego en su pecho, transformando el grife en una rabia purificadora. “Los dioses de mis ancestros me guían”, pensó invocando a Ogun, el herrero guerrero que forja venganzas. Mientras tanto, en la capilla privada, la virreina se lavaba las manos en una palangana de plata, el agua tiñiéndose de rosa con la sangre del bebé. No sentía remordimiento.
En su mente retorcida, había eliminado una plaga, una afrenta a su propia vacuidad. Se arrodilló ante el altar, un elaborado retablo dorado con figuras de la Virgen María y santos martirizados, y rezó con voz temblorosa: “Señor, perdona mis debilidades. Dame la fuerza para mantener el orden que has decretado.
” Hipocresía pura. Su esterilidad la carcomía como un cáncer y proyectaba ese veneno en los débiles. Fuera de la capilla, el palacio bullía en actividad normal. Sirvientes puliendo platería, guardias patrullando los pasillos con mosquetes al hombro, el virrey en su despacho firmando edictos que explotaban más minas indígenas.
Amina se levantó, sus piernas débiles, pero su voluntad de hierro. Robó el cuchillo de la cocina, un blade ancho y oxidado usado para destazar reces, y lo ocultó en su delantal. Evadió a un cocinero dormido y se escabulló por los corredores laberínticos del palacio, sombras danzando a la luz de las antorchas.
El corazón le martilleaba en los oídos, cada paso un eco de su determinación. Llegó a la capilla justo cuando la virreina terminaba su oración. oculta tras una columna de mármol beteado, esperó el momento. Isabel se puso de pie ajustando su velo de encaje y en ese instante de vulnerabilidad Amina atacó. Emergió como una furia ancestral, el cuchillo reluciendo.
Por Kofi, por todos los míos, siseó y hundió la hoja en la garganta de la virreina. El corte fue profundo, preciso. La sangre arterial brotó en un arco rojo, salpicando el altar sagrado, el crucifijo y las velas que se apagaron con un ciseo. Isabel cayó de rodillas, manos presionando la herida, ojos desorbitados en pánico.
Gorgoteo algo ininteligible, quizá una súplica antes de colapsar en un charco que se extendía como una acusación divina. El palacio entró en caos. Un guardia descubrió el cuerpo minutos después, su grito alertando a todos. El birrey, interrumpido en su trabajo, corrió a la capilla encontrando a su esposa degollada en el lugar más santo.
Traición. Encuentren a la negra. Bramó, su rostro enrojecido por la ira. Amina no huyó lejos. La capturaron en los jardines intentando escalar un muro. La arrastraron a los calabozos subterráneos, donde el aire era fétido con mo y excrementos, cadenas colgando como serpientes.
Allí, encadenada, enfrentó interrogatorios brutales, golpes con varas, preguntas gritadas sobre conspiraciones. “Lo hice sola por mi hijo asesinado”, confesó sin arrepentimiento, escupiendo sangre. María y Juana, arriesgando todo, la visitaron en secreto con comida y palabras de consuelo. “Eres una mártir, Amina. Tu acto inspirará a miles”, susurró María. El birrey decretó una ejecución pública para disuadir rebeliones.
Al amanecer del día siguiente, la plaza del Zócalo se llenó de una multitud heterogénea. Nobles en carruajes, indígenas con ojos bajos, esclavos encadenados observando en silencio, mestizos curiosos. Amina fue llevada en una carreta tirada por mulas, las manos atadas con cuerdas ásperas que cortaban su piel.
Vestida con arapos, el cabello revuelto, caminó al cadalzo con la cabeza alta, sin lágrimas. El verdugo, un hombre encapuchado con músculos como cuerdas, empuñó el látigo trenzado con púas. “Por el asesinato de la virreina, serás azotada hasta la muerte”, proclamó un heraldo. El primer latigazo rasgó su espalda, abriendo la carne en una línea roja. Amina mordió su labio, pero no gritó.
El segundo cayó con un chasquido, sangre salpicando el suelo empedrado. La multitud murmuraba. Algunos colonos aplaudían, pero entre los oprimidos un silencio cargado de empatía. Con cada golpe 10, 20, 30, su cuerpo se convulsionaba. Pero Amina comenzó a cantar. Una melodía y lloruba ancestral.
Palabras que hablaban de ríos libres y espíritus vengadores. Ogun me guía, la sangre llama a la sangre. La libertad rompe las cadenas. Su voz ronca pero firme resonó en la plaza, haciendo que esclavos en las sombras asintieran. Indígenas recordaran sus propias masacres.
El verdugo dudó un instante, su brazo temblando, pero el birrey desde su balcón ordenó continuar. A latigazo 50, Amina cayó de rodillas, su espalda un mapa de heridas abiertas, pero su canción no cesó. Finalmente, con el sol alto, exhaló su último aliento, el cuerpo inerte colgando de las cadenas. La muerte de Amina no apagó el fuego, lo avivó. Rumores se extendieron como humo.
En haciendas de Puebla, esclavos sabotearon herramientas. En minas de Guanajuato, indígenas susurrabanes de revuelta. María y Juana huyeron esa noche, uniéndose a cimarrones en las sierras, donde fundaron un campamento libre. Allí contaba la historia de Amina noche tras noche, alrededor de fogatas, ella vengó a su bebé decapitado degollando a la opresora en el altar. 47 minutos de justicia poética.
El birrey paranoico, aumentó patrullas, pero el daño estaba hecho. En 1810, cuando Hidalgo llamó a la independencia, muchos evocaron a Amina como precursora, su acto un catalizador para derrocar el yugo colonial. Esta tragedia arraigada en las atrocidades reales de la esclavitud nos conecta a través del tiempo. Siente el dolor de Amina, la rabia de los oprimidos, la ironía de una virreina caída en su propio altar.
En un mundo aún marcado por desigualdades, su historia urge empatía y cambio, recordándonos que el amor maternal puede derribar imperios. M.
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