CASAL DE ANCIANOS MALTRATADOS POR SU HIJA… LO QUE PASÓ DEJÓ A TODOS HELADOS

En un rincón olvidado del desierto mexicano, donde el sol quema la tierra hasta convertirla en ceniza y el viento susurra secretos que nadie se atreve a escuchar, vivía un anciano llamado Don Miguel junto a su esposa, doña Elena. La casa, construida con adobe y ubicada al pie de una colina árida, era su refugio en un mundo que parecía olvidarlos. Sus días transcurrían en un silencio casi absoluto, roto solo por el crepitar del fuego y el lejano canto de los coyotes. Pero, en medio de esa aparente paz, algo oscuro se cernía sobre ellos, una sombra que ni siquiera el cielo despejado podía esconder.

La llegada de su hija, Lucía, meses atrás, parecía en un principio un alivio. La joven, con su cabello negro como la noche y sus ojos profundos, traía la promesa de ayuda y compañía en la vejez de sus padres. Pero esa esperanza pronto se disipó, como el humo que se desvanece en el aire. Lucía no era la hija cariñosa que recordaban. Con cada día que pasaba, su actitud se volvía más fría y dura, sus palabras más cortantes, y sus exigencias más crueles. La alegría se convirtió en miedo y en tristeza, y los viejos, con el corazón apesadumbrado, comenzaron a temer no solo por su vida, sino también por su propia sangre.

Una tarde, cuando el sol se hundía en un horizonte teñido de rojo sangre, Lucía los reunió en el patio trasero. En sus manos sostenía un látigo viejo, desgastado, pero aún letal, que había hallado en el granero. La tensión en el ambiente era insoportable. Con voz que resonaba como un trueno, gritó:

— “¿Qué han hecho con mi vida? ¡Me dejaron aquí, en esta miseria, mientras se quedaban con todo!”

Don Miguel, arrodillado en la arena, levantó la mirada con lágrimas en los ojos. Con voz temblorosa, balbuceó:

— “Hija, todo lo que tenemos es tuyo. Siempre te hemos querido…”

Pero sus palabras fueron silenciadas por el crujido del látigo en el aire. Doña Elena, con un grito desgarrador, intentó interponerse, levantando sus brazos frágiles como escudos. Pero Lucía, con una violencia que parecía ajena a ella, la empujó con fuerza, haciendo que cayera al suelo. El polvo se levantó a su alrededor, y por un instante, el silencio fue tan denso que parecía que el mundo entero contenía la respiración. Nadie entendía qué había convertido a Lucía en esa sombra cruel, qué demonio la había poseído. Sus ojos brillaban con una furia que trascendía toda razón, como si una bestia interior la controlara.

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía obligaba a sus padres a trabajar bajo el sol abrasador: recolectando leña, buscando agua, mientras ella se sentaba en la sombra, bebiendo mezcal y murmurando maldiciones. La casa, que antes era un refugio cálido, ahora se convirtió en una prisión. Don Miguel, debilitado por la fatiga y el hambre, empezó a perder peso, su cuerpo encorvado por los golpes y la desesperanza. Doña Elena, con el corazón roto, pasaba las noches rezando en voz baja, suplicándole a la Virgen de Guadalupe que enviara un milagro. Pero el milagro no llegaba, y la desesperación crecía como una sombra que se extendía en sus almas.

Hasta que una noche, bajo la luz plateada de la luna llena, algo cambió. Un ruido extraño, como el galope de un caballo en la distancia, rompió el silencio. Lucía, que dormía en una hamaca con el látigo a su lado, se incorporó de golpe, sus ojos brillando con desconfianza. Don Miguel y doña Elena, escondidos en un rincón, intercambiaron una mirada de esperanza mezclada con terror. ¿Sería un salvador o un nuevo peligro? El sonido se acercaba, y pronto, apareció en el horizonte una figura encapuchada, montada en un caballo negro como la medianoche.

Lucía salió al patio, látigo en mano, lista para enfrentarse a lo que fuera. — “¿Quién eres?” — exigió, su voz temblando por primera vez. La figura desmontó lentamente, y al quitarse la capucha, reveló el rostro de un hombre mayor, de piel curtida y ojos que parecían haber visto demasiado.

— “Soy Joaquín, un viejo amigo de tu padre,” — dijo con voz grave. — “He oído rumores de lo que pasa aquí y no puedo quedarme de brazos cruzados.”

Lucía rió, un sonido frío y cortante. — “Lárgate, viejo, o te arrepentirás,” — advirtió, levantando el látigo. Pero Joaquín no se movió. En lugar de eso, sacó un revólver de su cinturón y apuntó directamente a ella.

— “Baja eso, o te juro que no volverás a levantar la mano contra ellos,” — dijo con una calma que helaba la sangre. Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Lucía, con el rostro contorsionado por la rabia, dio un paso adelante, desafiante.

Entonces, un disparo resonó en la noche, y el látigo cayó al suelo, seguido por el cuerpo inmóvil de Lucía. Don Miguel y doña Elena salieron corriendo, con los rostros llenos de incredulidad. Joaquín bajó el arma y se acercó a ellos. — “Lo siento,” — murmuró. — “No quería que llegara a esto, pero no me dejaste otra opción.” Los ancianos temblaron mientras lo abrazaban, lágrimas corriendo por sus mejillas.

Pero la paz no duró mucho. De la oscuridad emergieron sombras, figuras armadas que rodearon la casa. — “¿Qué has hecho, Joaquín?” — gritó una voz femenina, y el corazón de don Miguel se detuvo. Era la hermana de Lucía, Mariana, que había llegado con un grupo de hombres leales a su familia. Mariana, con un rifle en las manos, miró el cuerpo de su hermana con una mezcla de dolor y furia.

— “Ustedes la llevaron a esto,” — acusó, apuntando a los ancianos. — “Y tú, traidor, ¿parás por esto?”

Joaquín levantó las manos, pero antes de que pudiera responder, un segundo disparo rompió el aire. Esta vez, Mariana cayó, alcanzada por una bala que parecía venir de ninguna parte. Los hombres se dispersaron en pánico y, en medio del caos, una figura encapuchada salió de las sombras, sosteniendo un arma humeante.

— “¡Soy yo, Raúl!” — gritó, quitándose la capucha. Raúl era el hijo menor de don Miguel y doña Elena, a quien creían perdido tras años de ausencia.

— “No puedo dejar que esto continúe,” — explicó con la voz quebrada. — “Los ancianos, ahora rodeados de muerte y misterio, no saben si abrazarlo o temerlo.”

Raúl había estado observando desde lejos, planeando rescatar a su familia, pero su llegada había desatado un caos que nadie esperaba. La noche se llenó de gritos y disparos mientras los hombres de Mariana intentaban vengarse. Raúl y Joaquín lucharon espalda con espalda, protegiendo a los ancianos, quienes se escondieron tras un muro de adobe.

Pero entonces, algo terrible ocurrió: el suelo empezó a temblar, y un rugido profundo emergió de la tierra. Era un terremoto, o algo aún más siniestro. Las paredes de la casa se agrietaron, y del suelo brotó una nube de polvo que parecía viva, como si el propio desierto se alzara en juicio. De entre el polvo, apareció una figura espectral: una anciana vestida de blanco, con ojos que brillaban como brasas ardientes. — “Han derramado sangre en mi tierra,” — exclamó con una voz que resonó en los huesos. Los presentes cayeron de rodillas, paralizados por el terror. La aparición señaló a Raúl y a Joaquín. — “Ustedes han roto el equilibrio, pero los perdonaré si juran proteger a estos ancianos hasta su último aliento.” Ambos asintieron, temblando, mientras la figura se desvanecía, dejando tras de sí un silencio sepulcral.

Cuando el amanecer llegó, la casa estaba en ruinas, pero don Miguel, doña Elena, Raúl y Joaquín seguían vivos. Los cuerpos de Lucía y Mariana yacían cubiertos por una sábana, y los hombres que los acompañaban habían huido. Nadie habló de lo que había ocurrido, pero todos sabían que algo sobrenatural había intervenido. Raúl prometió quedarse y reconstruir la casa, mientras Joaquín juró protegerlos como un guardián silencioso.

Pero en el horizonte, una figura solitaria observaba desde la distancia, con un sombrero negro y una sonrisa torcida. ¿Quién era y qué quería de esa familia? Los días pasaron, y aunque parecía que la paz volvía, los ancianos no podían dormir. Cada noche escuchaban susurros en el viento, y cada sombra parecía esconder un secreto más oscuro.

Un día, don Miguel encontró una nota escrita con sangre bajo su almohada. “Esto no ha terminado,” decía. Doña Elena empezó a tener visiones de Lucía, de pie en el desierto, llamándola con una voz que helaba el alma. Raúl y Joaquín, armados y en alerta, patrullaban la propiedad, pero la tensión crecía. ¿Era el espíritu de Lucía buscando venganza? ¿O había algo aún más oscuro acechando en las arenas?

Una noche, cuando la luna se tornó roja, el suelo volvió a temblar. Desde el desierto emergieron figuras encapuchadas, sus rostros ocultos y sus intenciones desconocidas. Don Miguel tomó la mano de doña Elena, preparándose para lo peor. Raúl cargó su rifle, y Joaquín desenfundó su revólver. La batalla parecía inminente, pero nadie sabía si sobrevivirían para ver el amanecer.

El destino de esa familia pendía de un hilo, y el desierto guardaba su veredicto.