Desaparece vendiendo queso en Iztapalapa: 14 años después, un hallazgo estremecedor en el pozo

El eco del silencio: La desaparición de María López y el misterio del pozo de Iztapalapa

La madrugada en Iztapalapa se despertaba con los zumbidos lejanos de los autobuses repletos, el crujir de las rejas de hierro que subían en las fachadas y el aroma inconfundible de pan recién horneado mezclado con polvo y gasolina. Dentro de una casa sencilla, María López removía el suero caliente con movimientos circulares, silenciosos, como quien conoce el tiempo exacto de cada cosa. Su delantal azul claro, desgastado y manchado, era testigo de años de trabajo. Sobre la mesa, un paño blanco esperaba para envolver los quesos frescos, y la canasta de mimbre ovalada, reforzada en los bordes, aguardaba junto a la pared, lista para otra jornada de ventas.

Ana, su hija de siete años, luchaba por amarrarse las agujetas mientras observaba a su madre con una mezcla de admiración y rutina. María le acarició el cabello, apretó el nudo del último queso y comenzó a distribuir los pequeños discos sobre el paño, uno por uno, como si armara un rompecabezas diario. Eran casi las seis y media cuando salieron. María llevaba la canasta en el brazo izquierdo y, con la mano derecha, tomó la de Ana. El aire de la calle estaba impregnado de vida: voces de mercado, pregones irregulares, sombras alargadas por las casas estrechas.

María evitaba los callejones, prefiriendo las avenidas más claras, una costumbre aprendida a la fuerza y reforzada desde que Ana la acompañaba. El trayecto fue rápido hasta que, de pronto, Ana dio un medio paso atrás y jaló la mano de su madre.

—Mamá, ese hombre nos está siguiendo —dijo con una franqueza que solo tienen los niños.

María no giró de inmediato. Por el rabillo del ojo percibió a un hombre alto, con gorra oscura y chamarra cerrada hasta el cuello, a pesar de la mañana templada. Mantenía cierta distancia, pero seguía el ritmo de ellas. María esbozó una sonrisa breve para tranquilizar a su hija y aceleró el paso. Al entrar al mercado central, la claridad se quebró bajo lonas de colores. Los tomates brillaban, los pescados reposaban sobre hielo, y el aroma dulce del maíz tostado escapaba de una esquina.

María saludó a la vendedora de verduras, acomodó su puesto y alineó los quesos. Ana, atrapada por el puesto de dulces, se acercó a las vitrinas de caramelo. El hombre de la gorra pasó cerca, sin tocar nada, como quien prueba la temperatura de un lugar. Un señor de bigote pidió dos quesos; mientras María pesaba y recibía monedas, Ana se distrajo con los dulces.

Cuando Ana volvió el rostro, la silla improvisada de María estaba vacía. Los quesos seguían alineados, pero el delantal azul y la canasta de mimbre no estaban. Una alarma silenciosa se encendió en la niña. Buscó con la mirada a su madre, pero solo encontró rostros extraños. Llamó a María una vez, luego otra; las sílabas se desvanecieron en el ruido del mercado.

La vendedora de frutas, Julia, escuchó el tercer llamado y se acercó. Un joven que vendía cuchillos juró haber visto a María hablando rápido con dos hombres cerca del callejón. El callejón olía a agua estancada y restos de pescado. La noticia se esparció como viento: “Se perdió la señora de los quesos”. Comerciantes y cargadores comenzaron a revisar fila por fila. Ana fue mantenida cerca por Julia, sus ojos buscaban el delantal azul, la canasta, cualquier pista.

No había ninguna. El hombre de la gorra había desaparecido. La policía llegó, preguntó lo mismo varias veces, recorrió el callejón y midió con la mirada el camino hasta la calle principal. Sin cámaras, sin testigos claros, María parecía haberse convertido en ausencia en medio de un organismo vivo y ruidoso.

En los días siguientes, el mercado retomó su pulso, pero la inquietud quedó tensa entre los puestos. Algunos juraban haberla visto yendo hacia el callejón, otros que salió acompañada, información que se disolvió sin pruebas. Para Ana, el mundo ahora tenía el sabor amargo de una pregunta sin respuesta. El delantal azul, la canasta, el olor a queso fresco, todo se convirtió en la forma más nítida de recordar a su madre.

La rutina del barrio siguió, pero cada esquina parecía cargar una sombra más larga. Ana repetía en las noches la frase: “Mamá, ese hombre nos está siguiendo”, como si el mercado no hubiera cerrado, como si los pasos de ese hombre aún sonaran cerca.

Julia decidió actuar y preguntó a todos por María. Las respuestas eran imprecisas. Unos decían haber visto a dos hombres con ella, otros que se alejó sola. Julia sabía que María nunca dejaría a su hija sin avisar. En el callejón lateral, el suelo estaba húmedo y el olor a pescado viejo se mezclaba con un edor ácido de una coladera abierta. No había señal de María.

La policía anotó que la canasta, el delantal y los quesos no estaban en el puesto, sugiriendo que María había salido llevándose sus cosas, pero nadie supo explicar por qué. La madrugada siguiente trajo un viento frío y calles vacías. Ana no pudo dormir, el sonido lejano de un perro ladrando marcaba el tiempo. La reja de la casa permaneció muda. Así comenzaba el primero de muchos días sin respuesta.

El caso de María López fue registrado oficialmente como desaparecida. La policía concentró las búsquedas en los alrededores del mercado, bodegas, terrenos baldíos y casas abandonadas. El agente Ramírez insistió en revisar el callejón lateral varias veces, sin hallar más que marcas de llantas y restos de cartón mojado.

Los días se convirtieron en semanas. Ana comenzó a ir a la escuela de forma irregular, siempre acompañada. La maestra notó el cambio e intentó intervenir con actividades de dibujo: Ana dibujaba una figura femenina con vestido floreado y una canasta ovalada en las manos. Las noches eran más pesadas, Julia dormía en un colchón improvisado cerca del cuarto de Ana para que no estuviera sola.

Un vecino antiguo, Martínez, recordó haber visto a un hombre de gorra oscura parado en la esquina días antes de la desaparición. Julia llevó el detalle a la delegación, pero la información fue recibida con gesto burocrático. Sin cámaras, sin testigos dispuestos, el caso de María corría el riesgo de caer en el olvido.

Algunos vecinos se organizaron para buscar por su cuenta. Revisaron calles menos transitadas, preguntaron en talleres, revisaron terrenos baldíos, siempre regresaron con más preguntas que respuestas. En casa, los objetos seguían en su lugar: el peine azul, el espejo roto, la fotografía desvaída de María con Ana bebé, los vestidos floreados, los zapatos, excepto el par marrón que desapareció junto con ella y la canasta.

El mes cambió y en Día de Muertos, Julia armó un altar con flores de cempasúchil, una vela y una foto de María sonriendo. Ana preguntó si eso ayudaría a que su madre regresara. Julia respondió que era una forma de recordar a quien estaba lejos.

El barrio siguió su vida, pero para Ana cada sonido era diferente desde aquel 17 de octubre. El verano de 1997 llegó pesado. Los meses desde la desaparición de María pasaron lentos. Julia seguía siendo su apoyo, pero Ana ya entendía que la vida que conocía se había roto.

La investigación policial avanzaba poco. Ramírez fue transferido y el caso quedó en manos de agentes que apenas sabían de los primeros días de búsqueda. Ana crecía rápido, ayudaba más a Julia en el trabajo, pero a veces se detenía con la mirada perdida, esperando ver a su madre aparecer en el pasillo del mercado.

En casa, pocos objetos habían cambiado. El delantal azul claro de María, encontrado doblado sobre una silla al día siguiente de la desaparición, permaneció ahí como esperando a su dueña. Con el tiempo, las visitas de los policías se volvieron más raras. La responsabilidad de mantener viva la memoria de María recaía en Julia y Ana.

En 1998, un taxista recordó haber visto a una mujer con canasta de mimbre subiendo a un coche la mañana de la desaparición. La descripción coincidía con María, pero no recordaba más. La información fue archivada junto a tantas otras sin comprobación.

Los años siguientes fueron intentos frustrados: volantes, menciones en radio, pero nada avanzó. Ana aprendió a no crear expectativas con cada nueva pista. Las noches seguían siendo el peor momento. Julia y Ana dormían con puertas y ventanas aseguradas, un hábito que comenzó justo después del suceso.

En 2004, un equipo de televisión hizo un reportaje sobre casos no resueltos. Ana dio un testimonio breve: “Mi madre salió a trabajar y nunca regresó. No quiero que la olviden.” El video se transmitió, pero no generó nuevas pistas.

En la adolescencia, Ana se acercó a otras familias con desaparecidos. Participaba en reuniones, intercambiaba relatos y estrategias. Comprendió que la ausencia de María no era un caso aislado, sino parte de algo más grande y oscuro que afectaba a muchas familias en México.

A finales de 2005, la alcaldía realizó obras cerca del mercado, pero no hubo descubrimientos. Cada vez que el suelo era removido, Ana sentía que el cuerpo reaccionaba, esperando encontrar algo ligado a María.

En 2010, la vieja casa a seis cuadras del mercado, la del pozo en el patio, fue vendida. Ana fue al lugar; la reja estaba abierta, permitiendo la entrada de camiones. Reconoció la estructura de piedra en el centro del patio: era el pozo. Observó hasta que los trabajadores quitaron las tablas y miraron dentro. Sacaron una canasta de mimbre ovalada, restos de tela azul claro rasgados, una pieza de cuero deformada, un zapato femenino gastado y un cuchillo pequeño con hoja corta cubierta de óxido.

Ana reconoció los objetos de inmediato. Eran de su madre: el delantal azul, el zapato marrón, el cuchillo de corte. Julia llegó poco después, se cubrió el rostro y permaneció en silencio. La policía fue llamada; un perito fotografió la escena, recogió cada artículo y los envió para análisis.

El informe confirmó que el material genético encontrado en las fibras del delantal correspondía a María López. No había margen para la duda. Por primera vez desde 1996, Ana lloró sin contenerse. El cuchillo tenía rastros de sangre humana, pero insuficiente para identificar un perfil genético completo.

El pozo fue sellado provisionalmente. Ana regresó a casa con una sensación de misión cumplida y pérdida definitiva. Colocó la fotografía de María sobre el tocador junto a una vela encendida, sabiendo que la historia entraba en una nueva fase: ya no buscar dónde estaba, sino quién había hecho eso.

La policía mantuvo el caso abierto, pero sin investigación activa. Para Ana, sonaba a rendición. Decidida a no aceptar el silencio, investigó por su cuenta. Descubrió que la casa del pozo pertenecía en 1996 a un comerciante de materiales de construcción, fallecido en 2002. No había conexión directa, pero la coincidencia de ubicación era demasiado para ignorarla.

Ana trazó un mapa conectando el mercado, el callejón lateral y la casa del pozo. El trayecto a pie no pasaba de diez minutos. Eso reforzaba la idea de que la desaparición pudo haber ocurrido rápido, sin que muchos lo notaran.

En 2015, Ana dio testimonio en un proyecto sobre memoria y desaparición. Dijo: “Lo que más quiero no es castigar a quien lo hizo, es que se sepa que ella existió. Que alguien la recuerde además de mí.” La grabación circuló y llegó a grupos de jóvenes activistas, que ayudaron a crear una página en internet dedicada a María López.

En 2018, Ana visitó el mercado y por unos segundos imaginó a su madre ajustándose el delantal azul, cortando porciones de queso y sonriendo. Compró un pedazo de queso fresco y lo puso en el centro de la mesa junto a la caja donde guardaba el delantal y el zapato.

En 2020, la pandemia cambió el ritmo de Iztapalapa. El mercado quedó vacío. Ana, ahora con 31 años, cuidaba la página en línea dedicada a María, respondiendo mensajes de personas con historias similares. Encontró una fotografía inédita de María joven, sin el delantal, cargando a Ana bebé. Imprimió la foto y la puso en el altar junto a la canasta de mimbre deteriorada.

En 2022, Ana participó en una ceremonia homenaje a desaparecidos localizados sin vida. Llevó el delantal azul claro de María. Al ponerlo sobre la mesa, sintió el peso de los años y el reconocimiento de que, aunque no hubo un culpable, la historia había atravesado el olvido.

En el aniversario de 14 años del hallazgo en el pozo, Ana regresó a la casa donde todo fue encontrado. El patio estaba limpio y sobre el antiguo pozo había un piso de cemento liso. Se quedó ahí en silencio, recordando el día en que vio la canasta emerger cubierta de