El misterio de la desaparición en la cima del Everest: ¡Dos años después, la verdad estremecedora sale a la luz!

Las montañas no perdonan errores. Este es un axioma conocido por cualquiera que haya mirado hacia arriba, hacia una cima cubierta de nieve. Pero a veces, la amenaza más peligrosa no se esconde en las grietas heladas bajo tus pies ni en la avalancha rugiente. A veces, respira el mismo aire delgado que tú, comparte tu última comida y duerme en el saco de dormir junto al tuyo.

La historia de hoy no es solo una tragedia en el Everest. Es la historia de cómo el sueño de cinco amigos se convirtió en una pesadilla escalofriante, cuyo desenlace fue más aterrador que cualquier desastre natural. En la primavera de 1997, un grupo de alpinistas de la República Checa y Eslovaquia desapareció sin dejar rastro en la ladera sur de la montaña más increíble del mundo. La versión oficial fue que se trató de un accidente. Pero lo que se descubrió dos años después hizo temblar incluso a los rescatistas más experimentados: cuerpos encontrados en pedazos, evidencia de un asesinato brutal y a sangre fría a más de 6,000 metros de altura, y una verdad tan monstruosa que era imposible de creer.

La historia comienza en la primavera de 1997. Para el mundo del alpinismo, era una época de relativa calma tras los trágicos eventos de 1996, que sirvieron de base para muchos libros y películas. Las expediciones comerciales ya se habían establecido firmemente en las laderas del Everest, pero el espíritu de descubrimiento y el interés deportivo puro aún flotaban en el aire del Himalaya.

Con esos pensamientos, un grupo pequeño pero unido de cinco personas, cuatro hombres y una mujer de la República Checa y Eslovaquia, llegó a Nepal. No formaban parte de una gran expedición comercial con docenas de clientes y sherpas. Este era su sueño personal, largamente acariciado, por el que habían trabajado durante años.

El iniciador y líder informal del grupo era Pavaljurik, de 31 años. Sus amigos lo describían como un hombre de energía inagotable, un organizador nato que contagiaba a todos con la idea de conquistar Sagarmatha, como llaman los locales al Everest. Era el alma del grupo, capaz de encontrar una salida a cualquier situación y siempre mantenía el espíritu de lucha.

Su novia, Martina Lhova, de 27 años, no era solo una acompañante. Era una alpinista experimentada con varias ascensiones serias en su haber. Fuerte, resistente y técnicamente hábil, no era inferior a los hombres del grupo y era el centro emocional del equipo.

El tercer miembro era Tomas Svoda, un ingeniero de 30 años. A diferencia del carismático Pavl, Tomas era tranquilo y reservado. Amigo de ambos desde hace mucho tiempo, se le conocía por su naturaleza metódica y calmada. No se ponía al frente, pero su presencia era sólida.

El cuarto era Jeruslav Krychek, de 34 años, financiero de Praga, el mayor y quizás el más pragmático. Varias expediciones al Cáucaso le habían dado la experiencia necesaria. En este viaje, era responsable del aspecto financiero y la logística.

El grupo lo completaba Rodek Novatne, el más joven, de 29 años. Era novato en alpinismo de gran altitud, pero su entrenamiento físico era excelente. Para él, esta ascensión era una oportunidad para demostrarse a sí mismo de lo que era capaz.

La expedición fue guiada por un sherpa local, Gimma Tendi, contratado a través de una agencia pequeña pero reputada en Katmandú. Gimma no era una estrella del alpinismo, pero tenía fama de ser fiable y conocía la ruta sur como la palma de su mano.

El contrato se firmó, el equipo se revisó y el grupo estaba listo para la mayor aventura de sus vidas. El 1 de mayo de 1997, llegaron al Campamento Base del Everest, a unos 5,400 metros de altitud. Este lugar, parecido a una ciudad temporal de tiendas de colores, se convirtió en su hogar durante varias semanas. Allí se aclimataron, acostumbrándose a la falta de oxígeno y a las duras condiciones. La comunicación con el exterior se mantenía mediante un transmisor de radio satelital, voluminoso y poco fiable en esa época. Los mensajes a casa eran breves: “Todo bien. Preparándonos para partir. El clima es bueno.”

Los primeros días transcurrieron según lo planeado. El grupo realizó ascensos de aclimatación, llegando hasta la Cascada de Khumbu, una de las secciones más peligrosas de la ruta, un caos de bloques de hielo en constante movimiento. Según los escasos mensajes que llegaban a sus familias, todo parecía ir bien. El equipo estaba animado, trabajando como una sola unidad.

El 9 de mayo, tras otra semana de aclimatación, Pavl Urek hizo su último contacto. Informó que el grupo se sentía bien y que planeaban ascender a Campamento 2 al día siguiente, a unos 6,400 metros. Esta era una etapa estándar. Tras ese mensaje, el transmisor quedó en silencio.

Al principio, nadie se alarmó. Las interrupciones de comunicación a esas alturas son comunes: interferencias atmosféricas, fallos de equipo, baterías agotadas. Pasó un día, luego otro. Silencio. Al tercer día, la preocupación creció. Al quinto, se convirtió en pánico. Diez días sin noticias. Esto ya no parecía un fallo técnico. Algo grave había sucedido.

Las autoridades nepalesas y la comunidad de alpinistas organizaron una operación de búsqueda. Pero la montaña, como si no quisiera revelar sus secretos, se rebeló. El clima, que había permitido el ascenso, se cerró de golpe. Una tormenta de nieve con vientos huracanados azotó la ladera sur. La temperatura cayó a niveles críticos. Los equipos de rescate, formados por sherpas experimentados y alpinistas de otras expediciones, intentaron avanzar, pero fue en vano. La visibilidad era nula y el riesgo de avalanchas, absoluto. Los helicópteros no podían volar a esa altitud y las búsquedas aéreas eran imposibles.

Durante varios días, los rescatistas lucharon contra los elementos, pero la montaña era infranqueable. Ni siquiera lograron llegar al supuesto lugar del Campamento 2. Tras una semana de búsquedas infructuosas, la operación se canceló. La decisión fue difícil, pero era la única posible. Continuar la búsqueda significaría probablemente sumar nuevos nombres a la lista de víctimas del Everest.

El grupo de Pavle Urek fue declarado oficialmente desaparecido y luego muerto. La causa más probable: una avalancha o un cambio repentino del clima que los sorprendió en una zona expuesta. Una historia trágica pero común en el Everest, donde los cuerpos de los alpinistas a menudo quedan para siempre en el abrazo helado de la montaña.

Los familiares en la República Checa y Eslovaquia estaban devastados. Se negaron a creer la versión oficial y exigieron que la búsqueda continuara, pero sus súplicas no fueron escuchadas. La temporada de escalada terminó y las expediciones abandonaron el campamento base. La nieve cubrió todas las huellas posibles y el misterio de la desaparición de los cinco alpinistas y su guía quedó sepultado bajo una gruesa capa de hielo a más de 6,000 metros.

Durante dos largos años, todos excepto sus seres queridos los olvidaron. La montaña los había tomado y parecía que la historia había terminado. Pero en realidad, solo era el comienzo. Lo peor estaba por venir.

Dos años pueden ser una eternidad para las familias que han perdido a sus seres queridos, pero para la montaña es solo un instante. Dos ciclos de estaciones, dos monzones, dos capas de nieve nueva cubrieron la tragedia de 1997.

En la primavera de 1999, la historia del grupo checo era solo una más entre las muchas leyendas tristes del Everest. Nadie pensaba volver a ella. La temporada de escalada comenzó como siempre. Decenas de expediciones de todo el mundo se reunieron en el campamento base, preparándose para desafiar al gigante.

Entre ellas, una expedición suiza bien financiada tenía como objetivo la ruta clásica por la cara sur, la misma que había tomado el grupo de Pavljurik dos años antes. Los suizos eran profesionales, avanzaban metódicamente, montando campamentos intermedios y aclimatándose.

Un día de mediados de mayo de 1999, durante otro ascenso, llegaron a la meseta donde suele estar el Campamento 2. Este lugar, a unos 6,400 metros, es un amplio valle glaciar barrido por el viento y lleno de restos de expediciones anteriores: tiendas viejas, tanques de oxígeno, cuerdas, basura absorbida lentamente por la montaña.

Caminando por el borde del campamento, uno de los suizos notó algo extraño: la esquina de una mochila azul brillante sobresalía bajo una gruesa capa de nieve compactada por el viento. Cerca, otra mochila roja. Esto era inusual: normalmente el equipo abandonado está disperso, pero aquí varios objetos estaban juntos, como si hubieran sido dejados recientemente.

Intrigados, los alpinistas empezaron a excavar con sus piolets. Pronto sacaron tres mochilas, un par de bastones y una olla doblada. El equipo era de calidad, pero parecía llevar allí más de una temporada. Al revisar una de las mochilas, hallaron un pasaporte a nombre de Yaruslav Krychek. El nombre no les decía nada, pero la fecha de nacimiento indicaba que no era de una expedición antigua.

Contactaron por radio con el campamento base para verificar la información. La respuesta llegó horas después y les heló la sangre: ese equipo pertenecía a los miembros del grupo checo desaparecido dos años atrás. El hallazgo era importante, pero seguía encajando en la versión oficial: una avalancha había arrastrado el campamento y ahora, al moverse el glaciar, algunos objetos salían a la superficie.

Los suizos marcaron el lugar y estaban por seguir adelante. Pero algo les hizo mirar más cuidadosamente. A unos treinta metros de las mochilas, el viento había formado un gran refugio de nieve. Bajo ese refugio, uno de los alpinistas vio una tela burdeos, algo que sobresalía de la nieve. Al acercarse, se dio cuenta de que no era solo tela: era parte de una chaqueta aislante y estaba sobre alguien.

Al excavar, pronto se dieron cuenta de que estaban ante un cuerpo humano congelado. Era una mujer. Estaba sentada con la espalda contra la pared helada, las piernas ligeramente dobladas. Su cabeza estaba inclinada de forma antinatural y su rostro cubierto por una costra de hielo, pero incluso así era evidente la causa de su muerte: el lado derecho de su cráneo estaba literalmente destrozado. No parecía una lesión causada por una roca o el hielo de una avalancha, sino el resultado de varios golpes poderosos con un objeto pesado y afilado.

Pero eso no era lo más aterrador. La posición del cuerpo y el lugar donde estaba hablaban por sí solos. El cuerpo no estaba simplemente bajo la nieve: alguien claramente había intentado esconderlo, empujándolo bajo una cornisa y cubriéndolo con nieve. No era una víctima de la naturaleza. Era una víctima de asesinato.

Los suizos estaban en shock. Estaban en la “zona de la muerte”, donde cada respiración cuesta y el único pensamiento es sobrevivir. Y ahí, en ese infierno helado, encontraron rastros de crueldad humana.

Al examinar el área, notaron algo más: junto a la entrada del escondite de nieve, había un bastón de esquí cuya punta de acero estaba cubierta de manchas marrón oscuro, sangre congelada. Desde ese punto, unas huellas débiles pero discernibles llevaban hacia una grieta cercana en el glaciar. Alguien había arrastrado algo pesado por la nieve, no una cosa, sino varias.

Siguiendo esas huellas, con el corazón latiendo fuerte por el miedo y la falta de oxígeno, caminaron unos cien metros. Las huellas los llevaron a una fosa poco profunda, como un embudo colapsado por el peso de nueva nieve. Dentro, vieron el borde de un gran saco de dormir de expedición, cerrado con cremallera. Al abrirlo con esfuerzo, lo que vieron quedó grabado para siempre en sus memorias.

Dentro del saco, apretados como leña, estaban los cuerpos de tres hombres. Vestían ropa de montaña, congelados, cada uno con claros signos de muerte violenta. El de arriba fue identificado por una foto en un pasaporte cercano como Jeruslav Krycheek; una cuerda de escalada apretaba su cuello, cortando la carne congelada: había sido estrangulado. Debajo, Novatne, el más joven, tenía la garganta cortada de oreja a oreja con un corte limpio, hecho por un cuchillo de montaña. En el fondo, Pavl Urek, el líder, tenía una herida profunda en la sien izquierda, perfectamente coincidente con la hoja de un piolet: un golpe preciso y fatal.

El panorama era claro y aún más horripilante: no fue una avalancha, fue una masacre. Alguien había matado metódicamente a cuatro personas y luego intentó ocultar los cuerpos en diferentes lugares: la mujer bajo una cornisa, los hombres en un saco de dormir en una fosa.

La expedición suiza detuvo inmediatamente su ascenso. El descubrimiento era demasiado profundo. Informaron los detalles por radio al campamento base. La noticia se propagó instantáneamente por la comunidad montañista y llegó a las autoridades nepalesas. El viejo caso se reabrió, pero ahora como asesinato.

La pregunta principal surgió de inmediato: el grupo consistía en cinco turistas y un sherpa, seis personas. Se encontraron los cuerpos de cuatro: Martina, Pavl, Yaruslav y Rodek. Faltaban dos: el ingeniero Tomas Svoboda y el guía Nima Tendi. ¿También habían sido víctimas y sus cuerpos estaban mejor ocultos? ¿O uno de ellos, o ambos, eran los asesinos que cometieron la masacre a 6,400 metros y luego desaparecieron sin dejar rastro?

La noticia del hallazgo fue como una bomba. La información dada por los suizos era tan detallada y horrible que no dejaba dudas: no fue un accidente, fue una masacre. Las autoridades nepalesas reabrieron la investigación, pero enfrentaron un problema casi insuperable: ¿cómo investigar un crimen a esa altitud? El escenario era inaccesible para los forenses. La bajada de los cuerpos congelados era peligrosa y costosa, y las autoridades no tenían recursos ni deseo de hacerlo. Todo quedaba en la montaña, que pronto los cubrió de nuevo con nieve fresca.

La investigación se hizo a distancia, basada en los testimonios de los suizos y la información de dos años atrás. Todas las sospechas recayeron sobre los dos desaparecidos: Tomas Svoboda y el sherpa Nima Tendi.

Dos versiones dominaban la investigación. La primera, menos probable, era un ataque externo: que el grupo encontró a otros alpinistas o incluso ladrones, aunque eso sonaba fantástico a esa altitud. Esta teoría asumía que Tomas y Nima también fueron víctimas, y sus cuerpos arrojados a una grieta.

La segunda versión era más siniestra y plausible: el asesino era uno de los miembros del grupo. Los sospechosos se reducían a dos. El primero era Nima Tendi; el motivo podía ser dinero o un conflicto repentino con los clientes. Sin embargo, sus colegas y familia lo describían como tranquilo y responsable, sin antecedentes de violencia. La teoría de que se volvió loco y mató a cinco personas parecía improbable.

Así, el único sospechoso principal era Tomas Svoboda, el ingeniero callado. Los investigadores checos recopilaron información sobre él y el cuadro se volvió inquietante. Lo describían como solitario, ensimismado, amigo de Martina desde antes de que ella saliera con Pavl. Algunos recordaban que Tomas estaba enamorado de ella, pero nunca lo expresó. Se mantuvo a la sombra, el eterno tercero junto a la pareja brillante. Psicólogos sugirieron que su calma ocultaba años de obsesión y celos reprimidos. El aislamiento, la fatiga y la hipoxia en la montaña pudieron ser el catalizador.

Pero no había pruebas directas. Tomas y Nima desaparecieron. Ninguna frontera registró su paso. Sus pasaportes no aparecieron. Era como si se hubieran evaporado.

Meses pasaron. El interés internacional se desvaneció. La masacre del Everest quedó como un misterio, otro mito oscuro. Para las familias, era el peor desenlace: no solo habían perdido a sus seres queridos, sino que el asesino podía ser uno de sus amigos y seguía libre.

Parecía que la montaña guardaría el secreto para siempre. Pero el desenlace vino de donde nadie lo esperaba. En otoño de 1999, en un pequeño pueblo tibetano cerca del monte Kailash, un guía francés notó a un europeo solitario en una casa de té. Exhausto, de acento del este, evitaba comunicarse. Se hacía llamar Daniel. El guía lo reconoció por una cicatriz en la mejilla. Recordó la primavera de 1997 y al grupo checo en el campamento base. Buscó una revista con una foto: era Tomas Svoboda.

El guía avisó a su consulado, que informó a las autoridades chinas. La policía lo detuvo en una pensión. No se resistió. Cuando le preguntaron su nombre, respondió: “Tomas Svoboda.”

El hombre que fue un fantasma por dos años y medio había sido encontrado. Solo quedaba responder la pregunta central: ¿por qué? Y la respuesta fue aún más aterradora que el crimen.

El proceso de extradición a la República Checa fue complicado, pero finalmente Tomas llegó a Praga. Al principio, no habló. Parecía muerto por dentro, solo quedaba su cascarón físico. Los psiquiatras hablaron de estrés postraumático profundo y apatía. Pero tras una semana de interrogatorios, la muralla cayó. Al oír el nombre de Martina, una lágrima rodó por su mejilla y empezó a hablar.

Su confesión fue grabada y parcialmente publicada. Era una historia tranquila, monótona, como si relatara el libro de otro. Pero sus palabras estaban llenas de horror.

Contó desde los años ochenta, cuando amaba a Martina en la universidad. “Siempre la amé, incluso antes de Pavle. Pero me callé. No sabía hablar como él. No era como él.” No había odio, solo aceptación. Pavle era el sol, él la sombra. Cuando Martina y Pavle comenzaron, lo aceptó, fue su amigo. Reprimió sus sentimientos tan profundamente que parecía que habían desaparecido.

La expedición al Everest era el sueño de Pavle, pero para Tomas era su última esperanza. Pensaba que allí, al límite humano, algo cambiaría. Que Martina vería su fiabilidad y fuerza tranquila. Pero en la montaña, todo empeoró. Bajo el aire delgado, el estrés y el agotamiento, su obsesión se desbordó.

La última gota fue una conversación en el campamento 2. El clima empeoraba y esperaban la tormenta en las tiendas. Una noche, Martina le contó, riendo, que estaba embarazada de Pavle. “Supe que era el final,” dijo Tomas. “No era solo su hijo, era el fin. Un muro que nunca podría escalar. Todo lo que esperé se desmoronó.”

No durmió esa noche. Oyó el viento golpear la tienda. En su cabeza, silencio absoluto. Todas las emociones quemadas, quedaba solo vacío y la única solución lógica, según él. Esperó a que todos durmieran. Tomó el piolet de Pavle y entró en su tienda. Dormían juntos. Golpeó a Pavle primero, en la sien, rápido y silencioso. Martina ni despertó. Luego salió. Sabía que Yaruslav y Radic lo descubrirían. Eran testigos. “No quería matar a todos,” repitió. “Pero no me habrían perdonado. No lo entenderían.” Entró en su tienda. Yaruslav despertó y Tomas lo estranguló con una cuerda. Rodek, el joven, despertó por el ruido, pero estaba tan asustado y desorientado que no pudo resistir. Tomas lo mató con un cuchillo.

En ese momento, el sherpa Nima Tendi salió de su tienda, vio a Tomas con el cuchillo y lo entendió todo. Nima intentó detenerlo, pero era más bajo y ligero. En la lucha cerca de la grieta, Tomas lo empujó con fuerza. Nima perdió el equilibrio y desapareció en la oscuridad.

Después, Tomas quedó solo en medio del desierto helado, rodeado de los cuerpos de sus amigos. Actuó como una máquina. Arrastró el cuerpo de Martina y lo escondió bajo una cornisa. Metió los cuerpos de los hombres en un saco y los llevó a una fosa. Intentó cubrir sus huellas, pero no tenía fuerzas ni ganas.

Pensó que moriría allí, pero no pudo. Su instinto de supervivencia fue más fuerte. Al amanecer, tomó una mochila con comida y oxígeno y bajó por otra ruta hacia el Tíbet. Caminó solo durante días, cruzando glaciares y pasos, hasta descender por el otro lado. Allí se convirtió en Daniel, un fantasma sin pasado.

El juicio de Tomas Svoboda fue cerrado al público. Fue condenado a cadena perpetua. Un examen psiquiátrico concluyó que sufría de un trastorno obsesivo compulsivo agravado por las condiciones extremas de altitud, hipoxia, aislamiento y agotamiento físico. La montaña no creó un monstruo, pero arrancó la delgada máscara de civilización que llevaba y liberó lo que estaba oculto en lo más profundo.