Pareja de Oaxaca desaparece en Acapulco: el inquietante hallazgo que conmocionó tres años después
El último atardecer de Alejandro y Marisol: La luna de miel que el mar nunca olvidó
Acapulco, agosto de 1995. El sol bañaba la costa con su luz dorada mientras las olas del Pacífico acariciaban suavemente la arena. Era el escenario perfecto para Alejandro Ramírez y Marisol Ortega, una pareja de Oaxaca que acababa de iniciar su vida juntos. Después de tres años de amor y dos de ahorro, finalmente habían logrado reunir el dinero suficiente para una semana de luna de miel en el famoso puerto mexicano.
Alejandro, profesor de matemáticas de 35 años en una secundaria pública, y Marisol, enfermera de 34 años en el hospital comunitario San Vicente, se conocieron en 1992, durante una campaña de vacunación. La complicidad entre ellos floreció desde el primer día. Tres años después, el 3 de agosto de 1995, se casaron en la iglesia de Santo Domingo, en Oaxaca, rodeados de familiares y amigos. La recepción fue sencilla pero cálida, con mariachis locales y mole preparado por las tías de Marisol. Los invitados les regalaron dinero para la luna de miel, una tradición que les permitió cumplir el sueño de viajar juntos a Acapulco.
Eligieron el hotel Vista Bahía, un establecimiento de clase media ubicado en la costera Miguel Alemán, con vista parcial al mar y una tarifa accesible para maestros. Desde el primer día, la pareja se sumergió en la magia del puerto: caminaron por la playa, comieron pescado a la talla en un restaurante familiar y compraron recuerdos en el mercado de artesanías. Alejandro vestía una camisa guayabera blanca y pantalones de lino, Marisol lucía vestidos florales que había cosido especialmente para el viaje. Tomaron decenas de fotos con una cámara Kodak prestada por el hermano de Alejandro. En cada imagen se les veía radiantes, tomados de la mano, besándose frente al atardecer dorado de la bahía.
El segundo día rentaron una lancha para recorrer la costa y visitaron la isla de la Roqueta. Marisol, que no sabía nadar bien, se aferró al brazo de Alejandro durante todo el trayecto, riendo nerviosa cada vez que la embarcación se balanceaba. Esa noche cenaron langostinos frente al mar y bailaron al ritmo de una banda tropical en el malecón. Alejandro le susurró al oído que había valido la pena esperar tanto para encontrar el amor verdadero.
El tercer día exploraron el centro histórico y la catedral, encendiendo velas y pidiendo por su futuro juntos. Compraron postales para enviar a sus familias y dulces típicos de coco para llevar de regreso a Oaxaca. Por la noche, desde el balcón de su habitación, planearon los días restantes del viaje. Querían visitar Las Brisas, tomar el tour en barco con fondo de cristal y, por supuesto, conocer La Quebrada, el emblemático acantilado donde los clavadistas se lanzan desde 45 metros de altura. Marisol había visto fotografías en revistas y soñaba con tomarse una foto allí al atardecer. Alejandro accedió entusiasmado, pensando que sería el broche perfecto para una luna de miel inolvidable.
El 18 de agosto, cuarto día de luna de miel, Alejandro y Marisol despertaron temprano, emocionados por visitar La Quebrada. Después de desayunar en el hotel, caminaron por la costera Miguel Alemán, comprando souvenirs de último momento. Alejandro eligió una playera con la imagen de un clavadista para su hermano, Marisol un collar de caracolas para su madre. En una tienda de fotografía revelaron el primer rollo de la cámara. Las imágenes los mostraban felices, bronceados, enamorados. La dependienta les recomendó tomar fotos en La Quebrada durante la hora dorada, justo antes del atardecer.
Regresaron al hotel para almorzar y descansar. Alejandro revisó el mapa turístico y trazó la ruta más directa hacia el acantilado. No era lejos, podían caminar tranquilamente. Marisol se cambió a un vestido azul cielo y sandalias de piso. Llevaron sólo lo indispensable: la cámara, una botella de agua y algo de dinero para propinas. Sus documentos, pasaportes, el resto del dinero y las demás pertenencias quedaron en la habitación del hotel.
Salieron cerca de las cinco de la tarde, cuando el sol comenzaba a descender pero aún no se sentía el calor sofocante del mediodía. El plan era llegar a La Quebrada una hora antes del atardecer, tomar fotografías, ver el espectáculo de los clavadistas y regresar al hotel para cenar. Era un itinerario simple y seguro, o eso creían.
Durante el trayecto se detuvieron en un puesto de aguas frescas. Marisol pidió horchata, Alejandro agua de Jamaica. El vendedor, un hombre mayor de bigote canoso, les preguntó si era su primera vez en Acapulco. Cuando confirmaron que estaban de luna de miel, les regaló dos cocadas y les deseó mucha felicidad. Siguieron caminando entre turistas, vendedores ambulantes y músicos callejeros. La costera bullía de actividad. Familias enteras paseaban con niños, parejas jóvenes se tomaban fotos, grupos de amigos reían ruidosamente. Acapulco vivía su época dorada como destino turístico nacional.
Sin embargo, ya comenzaban a escucharse historias de robos y asaltos en zonas apartadas. Los hoteles recomendaban no caminar solos por la noche y mantenerse en áreas iluminadas. Alejandro y Marisol no le dieron mucha importancia a estas advertencias. Venían de Oaxaca, una ciudad tranquila donde todo el mundo se conocía. Además, viajarían en pareja y regresarían antes del anochecer.
Cerca de las seis de la tarde llegaron a los senderos que conducen a La Quebrada. El lugar era más agreste de lo que esperaban. Los caminos de tierra serpenteaban entre vegetación espesa y rocas afiladas. Algunos tramos no tenían barandales de protección. Marisol se sujetó del brazo de Alejandro mientras ascendían por la vereda principal. Podían escuchar el rugido del océano golpeando contra los acantilados allá abajo. La vista era espectacular, pero imponente.
Encontraron a otras parejas de turistas tomándose fotografías en diferentes miradores. Un clavadista local se acercó para ofrecerles un salto privado a cambio de una propina. Alejandro declinó cortésmente. Solo querían disfrutar del paisaje y capturar algunos recuerdos. Se dirigieron hacia el mirador principal, el punto más alto del acantilado, donde la vista abarcaba toda la bahía de Acapulco. El atardecer comenzaba a teñir el cielo de tonos naranjas y rosados.
En el mirador principal de La Quebrada, Alejandro y Marisol encontraron el escenario perfecto para sus fotografías de luna de miel. El acantilado se elevaba a 45 metros sobre el océano Pacífico, ofreciendo una vista panorámica de la bahía. Las olas rompían violentamente contra las rocas volcánicas, creando espuma blanca que contrastaba con el agua azul profunda. Varios turistas ya ocupaban los mejores puntos de observación, esperando el espectáculo de los clavadistas.
Alejandro ayudó a Marisol a posicionarse para las primeras tomas. Ella sonreía tímidamente, como siempre hacía frente a las cámaras. Él le susurró que se viera natural, que era la mujer más hermosa de todo Acapulco. La primera fotografía la tomó un turista estadounidense que pasaba por ahí. Los captó abrazados con el océano infinito como telón de fondo. Luego, Alejandro tomó varias fotos de Marisol sola recortada contra el cielo que comenzaba a cambiar de color. Ella posó con los brazos abiertos, respirando profundo el aire salado del mar. Después intercambiaron roles. Marisol tomó imágenes de Alejandro señalando hacia el horizonte, simulando que era un explorador descubriendo nuevas tierras.
Ambos reían con cada disparo de la cámara, relajados y completamente enamorados. Encontraron una saliente rocosa ligeramente apartada del grupo principal de turistas. Desde ahí, la vista era aún más espectacular y podrían tomar fotografías más íntimas sin interferencia de extraños. Alejandro verificó que el lugar fuera seguro. Las rocas parecían sólidas, aunque húmedas por la brisa marina. Colocó su mano en la superficie para probar la estabilidad. Se sintió confiado. Marisol se acercó al borde, manteniéndose a una distancia prudente. No tenía vértigo, pero respetaba la altura y la fuerza del océano allá abajo.
Alejandro preparó la cámara para una serie de fotografías que planeaban enviar como postales a sus familias en Oaxaca. La luz del atardecer era perfecta, dorada, cálida, cinematográfica. En ese momento escucharon los primeros gritos de los clavadistas que se preparaban para el espectáculo. Tres hombres jóvenes con cuerpos atléticos curtidos por años de saltos comenzaron a ejecutar sus rituales previos. Encendieron velas en una pequeña capilla construida en la roca, como hacían sus antepasados. Era una tradición sagrada que combinaba destreza física con fe religiosa.
Los turistas se agolparon para presenciar el ritual. Alejandro y Marisol permanecieron en su rincón privilegiado, observando desde la distancia. Podían ver perfectamente a los clavadistas y al mismo tiempo mantener privacidad para sus fotografías. Alejandro ajustó la configuración de la cámara para capturar el movimiento de los saltos. Marisol se quitó las sandalias para sentir mejor el contacto con la roca. Sus pies descalzos encontraron apoyo en las irregularidades naturales de la superficie volcánica. Se acercó unos centímetros más al borde para obtener una perspectiva más dramática del abismo. Alejandro le gritó que tuviera cuidado, pero ella le respondió con una sonrisa tranquilizadora.
El primer clavadista se lanzó con los brazos extendidos como una cruz. Su cuerpo cortó el aire antes de zambullirse limpiamente en el agua. Los turistas aplaudieron emocionados. Alejandro logró capturar el momento exacto del salto. Marisol gritó de asombro y admiración.
Mientras los clavadistas continuaban su espectáculo, Alejandro y Marisol aprovecharon la distracción de los demás turistas para tomar sus fotografías más románticas. Se besaron frente al atardecer que ahora pintaba el cielo en tonos intensos de naranja, rosa y púrpura. El sol se acercaba al horizonte marino creando un sendero dorado sobre las aguas del Pacífico. Era el momento perfecto para las últimas tomas de la sesión.
Alejandro colocó la cámara sobre una roca estable y activó el temporizador automático. Corrió hacia Marisol y la abrazó por la cintura, justo cuando el flash se disparó. Repitieron la operación varias veces, cambiando poses y expresiones. En una imagen aparecían riendo a carcajadas, en otra mirándose profundamente a los ojos, en la última señalando juntos hacia el infinito del océano como si planearan conquistar el mundo entero.
El rollo de la cámara se estaba agotando. Solo quedaban tres o cuatro disparos. Alejandro decidió reservarlos para capturar el momento exacto cuando el sol tocara el horizonte. Sería la postal perfecta de su luna de miel en Acapulco. Marisol se acomodó el cabello que el viento marino había despeinado ligeramente. Quería verse perfecta para las fotografías finales. Se acercó más al borde del acantilado para obtener un mejor ángulo. Desde ahí podía ver los patrones que formaban las olas al estrellarse contra las rocas sumergidas. Era hipnotizante observar la fuerza constante del océano transformando lentamente la costa rocosa.
Alejandro verificó por última vez la configuración de la cámara. La luz cambiaba rápidamente durante el atardecer y necesitaba ajustar la exposición para no perder detalles en las sombras. Mientras manipulaba los controles, escuchó a Marisol gritar su nombre con tono de alarma. Levantó la vista inmediatamente. Ella estaba señalando hacia el mar con expresión de sorpresa y preocupación. Una ola particularmente grande se aproximaba hacia la base del acantilado. Era parte de una serie que el viento había formado mar adentro y que ahora llegaba a la costa con mayor fuerza de la habitual.
Los clavadistas locales la habían notado también e interrumpieron temporalmente su espectáculo. Era normal que el océano mostrara estos cambios súbitos de intensidad, especialmente durante los atardeceres, cuando los vientos cambiaban de dirección. Alejandro se acercó a Marisol para tranquilizarla. Le explicó que las olas grandes eran comunes en Acapulco y que estaban completamente seguros a esa altura. Ella asintió, pero mantuvo cierta distancia del borde por precaución.
La ola gigante impactó contra la base del acantilado con un estruendo que se sintió como un trueno subterráneo. El agua subió por las paredes rocosas, alcanzando alturas inusuales, casi hasta donde se ubicaban algunos turistas en los miradores más bajos. Gotas de agua salada fueron lanzadas por el aire hasta llegar al nivel donde estaban Alejandro y Marisol. Ambos se mojaron ligeramente y rieron por la sorpresa. Era como recibir una bendición del océano Pacífico en su luna de miel. Otros turistas también gritaron de emoción al sentir el poder de la naturaleza tan de cerca.
Los clavadistas esperaron a que la serie de olas grandes pasara para retomar su espectáculo. Conocían perfectamente los ritmos del mar y sabían cuándo era seguro saltar y cuándo era mejor esperar. Alejandro aprovechó la pausa para tomar la penúltima fotografía del rollo. Captó a Marisol secándose las gotas de agua marina del rostro, sonriendo con genuina felicidad. Ella se veía radiante, con el cabello ligeramente húmedo y los ojos brillando de emoción. Era una imagen que resumía perfectamente el espíritu aventurero de su viaje.
El sol había descendido considerablemente hacia el horizonte cuando Alejandro y Marisol decidieron tomar la última fotografía del rollo. Querían que fuera especial, una imagen que resumiera todo el amor y la felicidad de su luna de miel en Acapulco. Alejandro encontró el ángulo perfecto, un punto donde podía capturar tanto sus siluetas recortadas contra el cielo dorado como la majestuosa vista panorámica de la bahía. Marisol se colocó en posición irradiando la tranquilidad de una mujer completamente enamorada y en paz con la vida. El viento marino agitaba suavemente su vestido azul, creando un efecto visual hermoso.
Alejandro levantó la cámara y enfocó cuidadosamente. Era el último disparo del rollo y no podían permitirse errores. A través del visor vio a su esposa sonriente con el océano infinito detrás de ella y las luces de Acapulco comenzando a encenderse en la distancia. Era la postal perfecta de su amor. Justo cuando presionó el botón disparador, otra serie de olas grandes comenzó a aproximarse hacia la costa. Estas eran más poderosas que las anteriores, formadas por vientos del océano abierto que cambiaban de dirección debido al atardecer.
Los clavadistas dieron la señal de alarma a los turistas más cercanos al borde. Sin embargo, Alejandro y Marisol estaban concentrados en su fotografía y no escucharon las advertencias. El flash de la cámara se disparó exactamente cuando la primera ola gigante impactó contra la base del acantilado. Esta vez el estruendo fue mucho más fuerte, como si una bomba hubiera explotado en las profundidades rocosas. El agua subió por las paredes verticales con una fuerza brutal, alcanzando alturas que nadie había visto ese día.
La vibración del impacto se transmitió a través de toda la estructura del acantilado, haciendo que las rocas temblaran ligeramente. Marisol sintió el movimiento bajo sus pies descalzos y perdió momentáneamente el equilibrio. Instintivamente dio un paso hacia atrás para alejarse del borde, pero pisó sobre una superficie rocosa que el agua anterior había dejado húmeda y resbaladiza. Sus sandalias estaban a unos metros de distancia. Sus pies descalzos no encontraron tracción suficiente en la roca volcánica mojada.
Alejandro vio lo que estaba sucediendo y soltó la cámara inmediatamente para correr hacia ella. Pero la distancia entre ambos era de varios metros y Marisol ya había comenzado a resbalar hacia el borde del precipicio. Ella extendió los brazos buscando cualquier saliente o irregularidad que pudiera detener su caída. Sus dedos rozaron algunas piedras sueltas, pero no logró aferrarse a nada sólido. Alejandro llegó hasta el borde exactamente cuando Marisol desapareció de su vista, cayendo hacia el abismo rocoso que se abría 45 metros abajo.
Sin pensarlo dos veces, se lanzó tras ella. No hubo tiempo para evaluar riesgos o buscar alternativas. Su instinto de proteger a la mujer que amaba fue más fuerte que cualquier consideración racional. Los turistas que presenciaron la escena gritaron horrorizados. Algunos corrieron hacia el borde para ver qué había sucedido. Otros se alejaron impactados por la tragedia súbita. Los clavadistas locales se lanzaron inmediatamente al agua para intentar un rescate, pero sabían que las probabilidades de supervivencia desde esa altura eran prácticamente nulas.
El último vestigio de Alejandro y Marisol en La Quebrada fueron sus sandalias abandonadas sobre la roca volcánica y la cámara fotográfica que había caído al suelo cuando Alejandro corrió a ayudar a su esposa.
Los primeros en reaccionar fueron los clavadistas locales. Raúl Mendoza, líder del grupo, se lanzó inmediatamente desde el punto de salto profesional, siguiendo la trayectoria estimada de la caída de Alejandro y Marisol. Sus compañeros corrieron por los senderos laterales para llegar a nivel del mar por la ruta terrestre. El impacto de dos cuerpos humanos cayendo desde 45 metros de altura había sido brutal. Raúl buceó durante varios minutos en la zona rocosa, pero las corrientes submarinas y la turbidez del agua dificultaban enormemente la visibilidad. Además, comenzaba a oscurecer rápidamente.
Los turistas que habían presenciado la tragedia corrieron hacia el hotel más cercano para alertar a las autoridades. Una pareja de estadounidenses logró comunicarse con la policía local usando su teléfono celular, una tecnología aún limitada en 1995. Varios mexicanos corrieron hacia la costera Miguel Alemán para buscar patrullas policiales o paramédicos. En menos de veinte minutos el lugar se había convertido en un caos de sirenas, reflectores y personal de emergencia.
La capitanía de Puerto de Acapulco desplegó dos lanchas de rescate equipadas con buzos profesionales. Bomberos municipales arribaron con equipos de rapel para descender por las paredes del acantilado. Una ambulancia permaneció estacionada en el área, aunque todos sabían que las posibilidades de encontrar sobrevivientes eran mínimas. El operativo de búsqueda se extendió hasta altas horas de la madrugada. Los reflectores navales iluminaron toda la zona rocosa, mientras buzos especializados peinaban sistemáticamente el fondo marino. Encontraron algunos fragmentos de tela que podrían pertenecer al vestido azul de Marisol, pero ningún cuerpo.
Las corrientes del Pacífico eran traicioneras en esa zona. Era posible que los cuerpos hubieran sido arrastrados mar adentro o quedado atrapados en cavidades submarinas entre las rocas volcánicas. Al amanecer del 19 de agosto, la búsqueda se suspendió temporalmente. Los buzos estaban exhaustos y las condiciones de visibilidad no mejoraban. El comandante de la capitanía de puerto, Eduardo Salinas, declaró oficialmente a Alejandro Ramírez y Marisol Ortega como desaparecidos en accidente marítimo. Sus nombres se agregaron a las estadísticas de víctimas del turismo en Acapulco, un número que comenzaba a crecer preocupantemente.
La cámara fotográfica fue recuperada del mirador y entregada como evidencia a las autoridades. El rollo estaba intacto. Cuando fue revelado días después, la última imagen mostraba a Marisol sonriente instantes antes de la tragedia, con el atardecer dorado de Acapulco como telón de fondo. Era una fotografía hermosa y desgarradora al mismo tiempo. Las sandalias de Marisol permanecieron sobre la roca volcánica durante varios días, como un altar improvisado que otros turistas respetaban en silencio.
La noticia del accidente apareció en los periódicos locales de Guerrero, pero no tuvo gran repercusión nacional. Los medios reportaron escuetamente: “Pareja de recién casados cae al vacío en La Quebrada durante su luna de miel.” Para las autoridades era un caso cerrado, accidente por imprudencia de turistas inexpertos en zona peligrosa.
La noticia llegó a Oaxaca al día siguiente, a través de una llamada telefónica que cambiaría para siempre la vida de dos familias. El hermano mayor de Alejandro, Roberto Ramírez, recibió la llamada de la policía judicial de Guerrero. Las palabras eran frías y burocráticas: accidente fatal, caída al vacío, búsqueda suspendida, cuerpos no localizados. Roberto colgó el teléfono sin poder procesar completamente la información. Su hermano menor, el maestro responsable y cuidadoso, no podía haber muerto de esa manera tan absurda. Tenía que ser un error, una confusión con otros turistas.
Inmediatamente llamó a la familia Ortega para confirmar si Marisol también estaba involucrada en el supuesto accidente. La madre de Marisol, doña Carmen Ortega, respondió el teléfono con voz alegre, esperando noticias de la luna de miel de su hija. Cuando Roberto le explicó lo ocurrido, el silencio al otro lado de la línea se extendió durante varios segundos que parecieron eternos. Después solo se escucharon sollozos incontrolables.
En cuestión de horas, ambas familias se organizaron para viajar inmediatamente a Acapulco. Roberto vendió su camioneta de segunda mano para financiar el viaje. Los padres de Marisol pidieron dinero prestado a vecinos y familiares. Otros hermanos, tíos y primos se sumaron a la caravana que partió desde Oaxaca en la madrugada del 20 de agosto. El trayecto por carretera duraba aproximadamente ocho horas, pero se les hizo interminable.
Al llegar a Acapulco, las familias se dirigieron primero al hotel Vista Bahía, donde se hospedaban Alejandro y Marisol. El administrador les entregó las pertenencias que habían quedado en la habitación: ropa, documentos, el dinero restante del viaje, souvenirs comprados para regalar y el segundo rollo de la cámara que aún no había sido usado. Todo estaba exactamente como lo habían dejado antes de salir hacia La Quebrada. Las camas sin deshacer confirmaban que no habían regresado esa noche.
Roberto revisó cada objeto buscando alguna pista que pudiera explicar lo sucedido de manera diferente. Encontró un mapa turístico donde Alejandro había marcado con pluma la ruta hacia La Quebrada. También halló postales escritas, pero no enviadas, dirigidas a familiares en Oaxaca. En una de ellas, Marisol había escrito: “Estamos viviendo los días más felices de nuestras vidas. Acapulco es más hermoso de lo que imaginamos. Te enviamos todo nuestro amor desde el paraíso.” La ironía de esas palabras resultaba dolorosa.
Las autoridades locales recibieron a las familias con la frialdad administrativa típica de casos cerrados. El comandante Salinas les explicó que habían hecho todo lo posible, que los buzos profesionales habían rastreado la zona durante horas, que las corrientes marinas eran impredecibles y que recuperar los cuerpos podría tomar semanas o incluso meses. Les sugirió regresar a Oaxaca y esperar que el mar devolviera eventualmente los restos, como sucedía en la mayoría de estos casos.
Pero las familias no estaban dispuestas a aceptar esa respuesta. Roberto Ramírez contrató por su cuenta a un grupo de buzos independientes para continuar la búsqueda. Carmen Ortega recorrió personalmente todos los hospitales y clínicas de Acapulco, preguntando si habían ingresado pacientes no identificados la noche del accidente. Ambas familias se instalaron en un hotel económico y comenzaron una campaña de búsqueda que se extendería durante tres semanas. Pegaron fotografías de Alejandro y Marisol en postes, restaurantes, taxis y hoteles. Ofrecieron recompensas por cualquier información. Contactaron a medios locales para amplificar la búsqueda.
Durante las tres semanas que las familias permanecieron en Acapulco, la búsqueda de Alejandro y Marisol se convirtió en una obsesión desesperada que consumió todos sus recursos económicos y emocionales. Roberto había gastado ya los 15,000 pesos de la venta de su camioneta pagando buzos privados, hospedaje y comida para seis familiares. Los Ortega habían agotado sus ahorros y las deudas con vecinos crecían cada día, pero ninguno estaba dispuesto a regresar a Oaxaca sin respuestas concretas.
La campaña mediática había logrado cierta repercusión local. El periódico El Sur de Acapulco publicó una nota con fotografías de la pareja desaparecida bajo el titular: “Familias oaxaqueñas buscan a recién casados perdidos en La Quebrada”. Una estación de radio local transmitió entrevistas con Roberto y Carmen, quienes describieron con detalle las características físicas de Alejandro y Marisol, la ropa que vestían el día del accidente y ofrecieron recompensa por información fidedigna.
Varios ciudadanos se acercaron a reportar avistamientos falsos o a intentar estafar a las familias con información inventada. Un hombre aseguró haber visto a la pareja caminando por el mercado central tres días después del accidente. Una mujer afirmó que Marisol había pedido ayuda en un hospital privado de la zona dorada. Todos estos reportes resultaron ser falsos o tan las familias los investigaron personalmente.
Los buzos independientes exploraron cada cavidad submarina accesible en un radio de cinco kilómetros desde La Quebrada. Encontraron restos de embarcaciones antiguas, equipos de pesca perdidos, incluso esqueletos de animales marinos, pero ningún vestigio de los cuerpos de Alejandro y Marisol. El líder del grupo de buzos, un veterano llamado Aurelio Vázquez, explicó a Roberto que las corrientes del Pacífico en esa zona eran extremadamente complejas. Los cuerpos podían haber sido arrastrados hasta profundidades imposibles de alcanzar con equipo básico o quedar atrapados en sistemas de cuevas submarinas que se extendían por kilómetros bajo la costa rocosa.
El 10 de septiembre de 1995, después de 22 días de búsqueda infructuosa, las familias se vieron obligadas a regresar a Oaxaca. Los recursos económicos estaban completamente agotados. Roberto había perdido su trabajo como chofer de camión de carga por las semanas de ausencia. Carmen Ortega enfrentaba el riesgo de perder su pequeño negocio de comida casera por no poder atender a sus clientes habituales. Además, otros familiares dependían de ellos y no podían abandonar indefinidamente sus responsabilidades.
La despedida de Acapulco fue devastadora. Roberto se dirigió por última vez a La Quebrada para dejar flores en el lugar exacto donde había ocurrido el accidente. Carmen caminó por la playa donde Alejandro y Marisol habían sido fotografiados días antes de la tragedia, rezando en voz baja y pidiendo al mar que devolviera a su hija. Ambos prometieron regresar cada año en el aniversario del accidente para continuar la búsqueda y mantener viva la memoria de sus seres queridos.
El viaje de regreso a Oaxaca transcurrió en silencio absoluto. Cada familiar procesaba el dolor de manera diferente. Algunos lloraban abiertamente, otros miraban por la ventanilla sin decir palabra. Algunos intentaban encontrar explicaciones racionales para lo sucedido. La única certeza era que Alejandro y Marisol habían desaparecido para siempre en las aguas del Pacífico Mexicano.
En Oaxaca, las comunidades de ambas familias recibieron la noticia con consternación. Los compañeros maestros de Alejandro organizaron una misa de cuerpo presente en la iglesia donde se había casado apenas un mes antes. Las compañeras enfermeras de Marisol crearon un fondo de apoyo para sus padres. Los alumnos de Alejandro escribieron cartas de despedida que nunca podrían entregarle.
Durante los meses siguientes, ambas familias mantuvieron comunicación constante con las autoridades de Guerrero, esperando noticias sobre el hallazgo de los cuerpos. Cada dos semanas llamaban a la Capitanía de Puerto preguntando si había novedades. La respuesta era siempre la misma: aún no hay reportes de cuerpos localizados en la zona. Roberto estableció una rutina de llamar a hoteles, hospitales y morgues de Acapulco. Los días 18 de cada mes, fecha del accidente, Carmen visitaba semanalmente la iglesia de Santo Domingo para encender velas por el descanso eterno de su hija y su yerno.
La esperanza de encontrar los vivos se desvaneció gradualmente, pero nunca desapareció por completo la necesidad de recuperar sus restos para poder darles sepultura digna.
Los años 1996 y 1997 transcurrieron lentamente para las familias Ramírez y Ortega, quienes habían aprendido a vivir con la ausencia permanente de Alejandro y Marisol. Roberto consiguió trabajo como mecánico en un taller automotriz y pagó las deudas contraídas durante la búsqueda en Acapulco. Carmen mantuvo su negocio de comida y poco a poco recuperó su clientela habitual. Aunque los vecinos notaban que había perdido la alegría que la caracterizaba antes de la tragedia, ambas familias cumplieron su promesa de regresar a Acapulco cada 18 de agosto para conmemorar el aniversario del accidente.
El primer año llevaron una corona de flores naturales que colocaron en La Quebrada. El segundo año organizaron una pequeña ceremonia religiosa en la capilla de los clavadistas. Gradualmente, estos viajes anuales se convirtieron en rituales de sanación que les permitían procesar el dolor y mantener viva la memoria de sus seres queridos.
Durante este periodo, Roberto estableció contactos con otras familias mexicanas que buscaban a desaparecidos en circunstancias similares. Intercambiaban información, estrategias de búsqueda y apoyo emocional. Aprendió que el caso de Alejandro y Marisol no era único. Cada año decenas de turistas desaparecían en costas mexicanas sin dejar rastro. La mayoría de estos casos se archivaban rápidamente como accidentes fatales sin que los cuerpos fueran recuperados jamás.
En septiembre de 1998, tres años después del accidente, Roberto recibió una llamada telefónica que cambiaría nuevamente el curso de la historia. Era el comandante Salinas de la Capitanía de Puerto de Acapulco. Un pescador local había reportado el hallazgo de un objeto sospechoso en las costas de La Quebrada después de una tormenta tropical. El objeto era un bulto de gran tamaño envuelto en lona impermeable y amarrado con cuerdas marinas, atorado entre las rocas en una zona de difícil acceso.
Las autoridades esperaban la presencia de familiares para realizar el procedimiento de identificación. Roberto y Carmen viajaron juntos a Acapulco. Esta vez el viaje tenía un propósito diferente: no irían a buscar, sino probablemente a despedirse para siempre.
El comandante Salinas los recibió personalmente y les explicó detalladamente las circunstancias del hallazgo. El pescador Esteban Morales había encontrado el bulto mientras revisaba sus redes después de la tormenta tropical. El objeto estaba ubicado en una cavidad rocosa submarina que normalmente permanecía oculta, pero que las corrientes excepcionales habían dejado expuesta temporalmente. Era una lona de construcción azul, amarrada con cuerdas de barco desgastadas por la exposición marina prolongada. El tamaño y la forma del bulto correspondían al volumen de dos cuerpos humanos adultos.
El bulto fue transportado a las instalaciones forenses de Chilpancingo, donde especialistas en medicina legal procedieron a abrirlo bajo condiciones controladas. El interior reveló exactamente lo que todos habían temido: dos esqueletos humanos completos en posición que sugería un abrazo final. Los huesos mostraban signos compatibles con impacto de gran altura y exposición marina prolongada. Entre los restos se encontraron fragmentos de tela que coincidían con las descripciones de la ropa que vestían Alejandro y Marisol el día del accidente, restos del vestido azul de ella y de la camisa blanca de él. El hallazgo más conmovedor fue una pulsera metálica parcialmente corroída que conservaba grabadas las iniciales A&M, un regalo que Alejandro había comprado para Marisol.
Los estudios forenses confirmaron oficialmente lo que las familias ya sabían en sus corazones. Los restos correspondían a Alejandro Ramírez y Marisol Ortega, la pareja de recién casados que había desaparecido en La Quebrada el 18 de agosto de 1995. El dictamen médico estableció que la causa de muerte había sido traumatismo múltiple compatible con caída de gran altura, seguida de ahogamiento. El deceso había ocurrido instantáneamente debido al impacto, lo que proporcionó cierto consuelo a las familias al saber que no habían sufrido.
El perito forense explicó el proceso que había mantenido los cuerpos preservados durante tres años. La lona de construcción había actuado como barrera protectora, impidiendo la dispersión de los restos por las corrientes marinas. Las cuerdas de barco, probablemente desprendidas de alguna embarcación cercana, se habían enredado alrededor del bulto, manteniéndolo compacto. La cavidad rocosa submarina funcionó como una cámara sellada que los protegió de depredadores marinos y corrientes fuertes.
Roberto preguntó específicamente sobre las circunstancias del accidente. El Dr. Maldonado revisó los expedientes originales y confirmó que todas las evidencias respaldaban la versión de accidente por caída accidental. No había signos de violencia externa previa, ni indicios de que hubiera ocurrido algo diferente a lo reportado por los testigos. Marisol había resbalado en la roca húmeda y Alejandro se había lanzado tras ella en un intento desesperado por salvarla. Era una tragedia auténtica, no un crimen.
Las familias se sintieron tranquilas al confirmar que no había elementos ocultos o siniestros en la muerte de sus seres queridos. Habían sido víctimas de un accidente terrible, pero no de maldad humana. Carmen Ortega agradeció al doctor Maldonado y al comandante Salinas por la profesionalidad mostrada durante todo el proceso. Expresó que aunque el dolor era enorme, finalmente tenían la certeza que necesitaban para cerrar este capítulo y comenzar el proceso real de duelo. Roberto añadió que la recuperación de los restos les permitiría dar a Alejandro y Marisol la sepultura digna que se merecían en su tierra natal.
Los trámites legales para el traslado de los restos a Oaxaca tomaron una semana adicional. Durante ese tiempo, Roberto y Carmen permanecieron en Acapulco cerrando los últimos cabos sueltos. Visitaron una vez más La Quebrada, pero esta vez no como buscadores angustiados, sino como familiares en paz que habían encontrado las respuestas que necesitaban. Agradecieron al pescador Esteban Morales, cuyo hallazgo casual había resuelto finalmente el misterio. También visitaron el hotel Vista Bahía, donde Alejandro y Marisol habían vivido sus últimos días felices.
El 2 de octubre de 1998, los restos mortales de Alejandro Ramírez y Marisol Ortega llegaron finalmente a Oaxaca. Fueron recibidos por las comunidades que los habían conocido y querido, compañeros maestros, colegas del hospital, vecinos, amigos y familiares que habían compartido la angustia de tres años de búsqueda. La ceremonia fúnebre se realizó en la misma iglesia de Santo Domingo, donde se habían casado tres años antes. El funeral se convirtió en un evento que unió a toda la comunidad oaxaqueña en un adiós colectivo que había sido postergado durante tres largos años.
La iglesia se llenó completamente con familiares, amigos, compañeros de trabajo y vecinos. Muchas personas que no los conocían personalmente, pero que se habían conmovido con su historia, asistieron para rendir homenaje final a la pareja, cuyo amor había trascendido la muerte. El padre Miguel Hernández, quien había celebrado su matrimonio, ofició la ceremonia con palabras que reflejaban tanto el dolor de la pérdida como la celebración de un amor auténtico que había inspirado a toda la comunidad.
Durante su homilía, recordó cómo Alejandro y Marisol habían representado la esperanza y la alegría de comenzar una nueva vida juntos, y cómo su historia había demostrado que el amor verdadero puede superar incluso las tragedias más devastadoras. Los estudiantes de la secundaria donde enseñaba Alejandro prepararon una guardia de honor. Las enfermeras del hospital donde trabajaba Marisol llevaron flores blancas que depositaron sobre los ataúdes. Roberto y Carmen, fortalecidos por tres años de lucha incansable, pronunciaron palabras de agradecimiento hacia todas las personas que los habían acompañado durante la búsqueda.
El cortejo fúnebre se dirigió hacia el panteón general de Oaxaca, donde fueron sepultados en tumbas contiguas con una lápida compartida que decía: “Alejandro Ramírez Vega y Marisol Ortega Mendoza, unidos en vida, unidos por la eternidad. 1995.” La fecha represent
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