Sacerdote desaparece tras misa en 1988 — 24 años después, un hallazgo escalofriante sacude a San Luis Potosí.
La tarde cálida del 20 de noviembre de 1988 envolvía al antiguo barrio de San Luis Potosí en una atmósfera familiar y nostálgica. El aire llevaba consigo el olor a maíz tostado y gasolina vieja, mientras los vendedores recogían sus carritos de atole y los niños pateaban un balón de cuero desgastado sobre la banqueta. La iglesia colonial, con su imponente sombra alargada sobre el patio de piedra, era el corazón palpitante de la comunidad.
Allí, el padre Tomás Aguilera, de 44 años, ajustaba el cuello de su sotana oscura y respiraba hondo, como quien se prepara para un oficio conocido y querido. Su voz grave resonaba bajo los arcos de piedra, llenando la nave con un español pausado y sereno. Tomás era un hombre de rutinas: se levantaba temprano, revisaba notas en su cuaderno de tapa dura, caminaba hasta la panadería por pan de sal y regresaba a la casa parroquial, un edificio de paredes gruesas y ventanas de madera que crujían con el viento.
Por las tardes, visitaba enfermos, escuchaba a jóvenes inquietos, prestaba libros y a veces simplemente caminaba en silencio hasta que el atardecer teñía el cielo de naranja cansado. Su familia vivía lejos, en Zacatecas, y rara vez lo visitaba. Para él, la parroquia era su familia y el barrio, su rutina.
Aquella tarde, la iglesia estaba llena. Costureras, mecánicos, jubilados y estudiantes ocupaban los bancos. Ernesto, el sacristán de cabello ralo y paso lento, encendía las últimas velas y sonreía por costumbre. Tomás predicó sobre el perdón y la responsabilidad, sin teatralidad, con la firmeza de quien prefiere la pausa al grito. Al final, como siempre, se quedó cerca de la puerta, estrechando manos, preguntando por los enfermos y escuchando confidencias a media frase.
La campana sonó tres veces y después, nadie volvió a escucharla.
Cuando los últimos fieles se marcharon, Tomás caminó hacia la casa parroquial. En el pasillo tomó una maleta rígida de cuero oscuro, con cierres de latón que hacían un clic seco. Dentro, como siempre, llevaba su libro de oraciones, un crucifijo de metal y algunos papeles doblados. La maleta, brillante en los bordes por el uso, no era pesada. Tomás la llevaba por el asa corta, con pasos firmes.
Ernesto, preocupado por la hora, le preguntó si cenaría allí. Tomás respondió en voz baja, mirando hacia la calle:
—Hoy voy a visitar a alguien que no quiere ser visto en la parroquia.
No explicó más. Levantó la barbilla, ajustó el reloj en la muñeca, agradeció al sacristán y salió. La luz del atardecer golpeaba las fachadas, dejando el polvo suspendido como una sábana fina. Tomás cruzó el patio, saludó a un señor que enceraba su bicicleta y dobló la esquina. Su sotana rozó el muro áspero, soltando un sonido seco. El olor a tortillas calientes venía de una ventana abierta; una radio lejana tocaba un bolero. Caminaba sin prisa aparente, pero con un enfoque que Ernesto notó desde la puerta.
El sacristán casi lo llamó de vuelta, movido por una incomodidad sin nombre, pero no lo hizo.
A partir de ese momento, el barrio solo tuvo suposiciones. Algunos decían que un coche esperaba en la calle paralela, motor encendido, faros apagados. Otros recordaban una camioneta blanca rondando desde temprano. Un joven afirmó haber visto a un hombre de sotana entrar por la puerta del copiloto en una carretera mal iluminada, cerca de terrenos baldíos. Nadie anotó placas, nadie intervino. Era un tiempo en que la noche aún tenía lugares sin luz y los secretos cabían en las sombras.
En la casa parroquial, el reloj marcó las ocho de la noche. Ernesto cerró la iglesia, apagó las luces una por una y guardó las llaves en el chaleco. No volvió a ver al padre. Durmió mal, inquieto por la frase sobre la visita silenciosa y con un presentimiento que no se atrevía a nombrar. El viento sacudía el cartel de la fiesta de la patrona pegado con cinta en la puerta. La ciudad se enfrió. Los perros ladraban de vez en cuando y un vendedor tardío empujaba su carrito por la calle de piedra, el metal rozando ligeramente.
A la mañana siguiente, lunes, a la hora de la misa de las siete, los bancos esperaron vacíos. Dos señoras mayores se sentaron en la primera fila, un albañil apoyó su mochila en el suelo, la florista llegó con crisantemos. La campana no sonó. Ernesto corrió del altar a la casa parroquial, golpeó la puerta, llamó por el nombre completo:
—Padre Tomás Aguilera.
Nada. La cerradura resistió. A través de la ventana, el pasillo en orden, la cama hecha, el abrigo colgado, el breviario sobre la mesa. La maleta no estaba allí. Ernesto sintió un frío. Regresó a la iglesia, intentó ganar tiempo con un rosario improvisado. Alguien fue a llamar a la policía. Otros salieron a preguntar en las calles.
Cuando el reloj marcó las 8:15, ya había un grupo de fieles en círculo, susurrando, intentando sumar fragmentos de noticias que no existían. Los rumores se esparcieron como polvo levantado por un camión en carretera seca. Algunos dijeron que había ido a bendecir una casa en la periferia, otros que atendió una llamada urgente de un joven con problemas, que prefería evitar chismes. En la panadería, entre tazas de café y conchas azucaradas, el panadero juró haber visto a Tomás doblar la esquina con paso decidido, una sombra a su lado. Nadie sabía si era una metáfora.
La mañana siguió equivocada, como si el patio hubiera perdido su centro. Y en ese barrio donde todo tenía ritmo, el vacío comenzó a tomar forma.
El atardecer de ese día llegó sin respuesta. Antes de eso, aún hubo quienes recorrieron las plazas, preguntaron en hospitales, indagaron en la terminal de autobuses, levantaron puertas de garajes. Pero en esa primera mañana, lo que había de verdad era el peso de la ausencia y la certeza de que algo se había roto en el flujo tranquilo de la parroquia.
La sotana negra no estaba en el perchero. El crucifijo que siempre llevaba nadie lo vio. La maleta, desaparecida. Solo el eco de su voz grave permanecía atrapado en los arcos de piedra, como si la iglesia guardara el último registro de lo que se dijo. Afuera, el barrio respiraba sin saber que a partir de esa noche comenzaría una vigilia que duraría décadas.
La parroquia de San Luis Potosí parecía suspendida en el tiempo. La reja de hierro de la iglesia permanecía abierta, pero la nave estaba vacía, apenas iluminada por la luz fría que entraba por los vitrales. Ernesto iba y venía con pasos cortos, inventando tareas para no pensar. La campana no había sonado y eso, para ese barrio, era más extraño que un apagón.
Los fieles discutían en grupos, algunos aún creyendo que el padre Tomás aparecería en cualquier momento, trayendo una explicación simple. Otros ya miraban a los lados como si esperaran que alguien explicara la ausencia de manera más grave.
Ernesto, que servía en esa parroquia desde los años 60, decidió actuar. Tomó el manojo de llaves antiguo y volvió a la casa parroquial. Forzó la puerta, pero el cerrojo solo cedió unos centímetros antes de trabarse. Al espiar por la ventana lateral, notó la cama hecha, la estantería en orden, el breviario sobre la mesa y el gancho vacío donde solía estar la sotana de ceremonias. El armario estaba cerrado, la maleta de cuero no estaba en su lugar. El silencio de la casa tenía un peso que incomodaba.
Mientras tanto, en la calle, el rumor de la camioneta blanca se esparcía. Un joven repetía la escena: carretera poco iluminada, cerca del antiguo almacén, y un hombre abriendo la puerta del copiloto. No pudo ver al conductor. No había certeza de que fuera Tomás, pero la descripción de la sotana y la maleta coincidía.
A las diez de la mañana, dos policías locales llegaron. Entraron en la casa parroquial, anotaron algunos detalles y hicieron preguntas rápidas a Ernesto, quien evitaba repetir la parte sobre alguien que no quería ser visto en la parroquia. Los primeros voluntarios comenzaron a organizar una búsqueda. Hombres con sombreros de paja y mujeres con delantales salieron por las calles de piedra revisando callejones, tocando de puerta en puerta. Los niños corrían adelante anunciando que buscaban al padre.
En la plaza, un grupo decidió ir hasta las orillas del río, donde había terrenos baldíos y un sendero hacia la sierra. Otro grupo se dispersó por las carreteras secundarias pidiendo información a chóferes y dueños de tiendas al borde de la carretera. El calor seco de ese fin de noviembre castigaba. El suelo de tierra rojiza levantaba polvo bajo cada paso. Un olor a hierba quemada venía de lejos, mezclándose con el diésel de los vehículos.
En cada esquina alguien tenía una historia que contar. Un señor juraba haberlo visto la víspera comprando velas en el mercado. Una mujer decía que había pasado por su calle sin saludar, lo que le pareció extraño. Los rumores se mezclaban con el cansancio y la urgencia. Al mediodía, ningún rastro.
Por la tarde, la búsqueda avanzó hacia el antiguo camino de contrabandistas, un sendero angosto flanqueado por piedras y vegetación alta. El sonido de las cigarras era ensordecedor. El grupo encontró solo huellas confusas, marcas de botas y llantas viejas y restos de botellas rotas, nada que confirmara el paso del padre. La sugerencia de ir hasta las cuevas se dejó para el día siguiente, cuando pudieran llevar linternas.
Al caer la noche, todos regresaron a la plaza principal. Las conversaciones eran apagadas, como si hablar alto fuera a traer un destino malo. Ernesto cerró la iglesia antes, encendió velas frente a la imagen de San José y se quedó sentado en la última banca solo, hasta que el sonido lejano de una campana de otra parroquia marcara las nueve.
En la madrugada, algunos voluntarios insistieron en seguir buscando. Tomaron linternas, subieron a camionetas y recorrieron carreteras de terracería, iluminando arbustos y barrancos. Ninguna pista. Así terminó el primer día de búsqueda con la sensación de que el padre Tomás había simplemente desaparecido entre una esquina y otra, llevando solo la maleta, la sotana puesta y secretos que ahora parecían irrepetibles.
El segundo día de búsqueda amaneció con el cielo blanquecino, presagio de calor y cansancio. Los policías, aún somnolientos, dijeron que darían una vuelta por la carretera vieja y luego hablarían con chóferes de autobuses que hacían la ruta San Luis Potosí-Zacatecas. Ninguna autoridad federal se involucró. Casos así no cruzaban rápidamente los límites de una jurisdicción local.
Alrededor de las ocho, dos jóvenes mecánicos llegaron con una información: vieron una camioneta blanca estacionada cerca del antiguo puente con las luces apagadas. Notaron movimiento dentro del vehículo, pero no se acercaron. Uno de ellos reconoció el brillo de un crucifijo en el pecho de alguien en el asiento del copiloto. El puente estaba a unos cinco kilómetros de la ciudad, en la carretera que llevaba a zonas poco pobladas. El grupo liderado por un sargento recorrió cada curva buscando indicios. Encontraron solo colillas de cigarro, latas aplastadas y cerca de una cerca de alambre de púas, una mancha oscura que podía ser aceite o grasa.
Por la tarde, surgió la primera mención a una zona de cuevas antiguas en las sierras. Rafael, cazador y conocedor de la región, habló de cavernas escondidas entre las piedras, accesibles solo por senderos angostos. Recordó que en los años 70 los contrabandistas usaban esos lugares para esconderse. Si alguien quisiera desaparecer a una persona, podría llevarla hasta allá y nadie la encontraría.
La policía, con pocos recursos, no mostró interés inmediato. Se decidió que si no aparecía nada para el fin de semana, intentarían ir por su cuenta.
Al amanecer del jueves, el grupo regresó a la sierra, ahora decidido a entrar en las cuevas. La primera fisura era demasiado angosta; la segunda corta y con olor a animal. La tercera, parcialmente cubierta por raíces, permitía el paso de un adulto inclinado. Rafael fue el primero en entrar, seguido por el agente y dos voluntarios. Ernesto dudó antes de cruzar el umbral.
Adentro, el aire era pesado, una mezcla de tierra húmeda y piedra antigua. Las linternas recortaban la oscuridad en conos estrechos. El suelo irregular exigía pasos cuidadosos. A pocos metros, la cueva se ensanchaba en una especie de sala natural. Nada ahí delataba la presencia reciente de alguien. Decidieron avanzar por un corredor angosto. El sonido de gotas cayendo rítmicamente se mezclaba con la respiración de los hombres. De repente, una corriente de aire más frío indicó otra abertura adelante. La segunda sala era más grande y húmeda. Encontraron ramas secas apiladas contra una de las paredes. Rafael pidió apagar las linternas por unos segundos. La oscuridad fue total, sofocante. Cuando encendieron las luces de nuevo, nadie comentó lo ocurrido, pero el ritmo de los pasos se aceleró.
La tercera sala tenía una salida angosta hacia un túnel inclinado hacia abajo. El agente sugirió no seguir sin equipo de escalada, pero Rafael insistió en bajar unos metros. Regresó diciendo que el túnel se perdía en una curva y que la humedad aumentaba con olor más fuerte a tierra y hojas podridas. Decidieron retroceder.
En el regreso, Ernesto se detuvo frente al bloque de piedra de la primera sala y pasó la mano por la superficie áspera. Por un instante, imaginó la maleta de cuero allí, descansando en el centro como si esperara que su dueño regresara. Sacudió la cabeza y retomó la marcha.
El regreso a la ciudad fue silencioso. El agente hizo anotaciones vagas. Rafael comentó que había otras entradas más arriba, conocidas solo por cazadores y gente del contrabando antiguo. La idea de regresar una tercera vez no fue descartada, pero todos sabían que sería necesario más recursos y apoyo externo.
Por la noche, en la parroquia, el silencio era aún más denso. Ernesto encendió dos velas en el altar, cerró los ojos y por primera vez murmuró la frase de Tomás en voz alta:
—Alguien que no quería ser visto en la parroquia.
El eco devolvió las palabras distorsionadas, como si la iglesia también quisiera saber qué significaban.
Pasaron semanas, meses, años. El caso fue archivado, la vida en el barrio siguió su curso. La ausencia de Tomás se convirtió en sombra y rutina. La parroquia recibió padres temporales; ninguno llenó el vacío. Ernesto guardaba recortes de periódicos y una tira de tela descolorida, recordatorio de búsquedas pasadas.
En marzo de 2012, tres jóvenes explorando las sierras encontraron, en una cueva cubierta de hongos y musgo, una maleta rígida de cuero oscuro, un libro de oraciones carcomido por la humedad, un crucifijo oxidado y una sotana negra rasgada, endurecida por el tiempo y la humedad. Las autoridades confirmaron: eran los objetos del padre Tomás Aguilera, desaparecido hacía 24 años.
La noticia reavivó el misterio, pero no trajo respuestas. La policía cerró el caso por falta de pruebas; la diócesis organizó una misa discreta en su memoria. Ernesto, ya anciano, encendió una vela frente a la imagen de San José, sintiendo que el regreso de los objetos solo abría heridas que nunca sanaron.
En San Luis Potosí, la vida siguió. La cueva permaneció donde siempre estuvo, ahora vacía, pero aún cargando el silencio de quien la visitó por última vez hace décadas. Y en la memoria de Ernesto, la frase de Tomás seguía resonando, como una campana que nunca volvió a sonar:
—Alguien que no quería ser visto en la parroquia.
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