Turista desaparece en los bosques de Ketchikan: 9 años después, un hallazgo impactante en una cabaña abandonada en un árbol

El misterio de Patrick Ojara: La cabaña suspendida en los bosques de Alaska

El bosque nacional Tongass, en Alaska, es uno de los lugares más vastos y salvajes de Norteamérica: diecisiete millones de acres de coníferas, donde los árboles crecen tan juntos que el suelo apenas ve la luz del sol. La lluvia es constante, la niebla espesa y repentina, capaz de borrar cualquier punto de referencia en minutos. Los lugareños lo llaman un bosque que no le gusta a los extraños; los acoge fácilmente, pero es reacio a dejarlos ir.

En julio de 2013, Patrick Ojara, un especialista en TI de Vancouver de 34 años, llegó a Ketchikan, Alaska. No era un turista cualquiera. Patrick era un viajero experimentado, acostumbrado a los desafíos de la naturaleza. Había recorrido los bosques de Columbia Británica por años, y sabía cómo sobrevivir, cómo navegar, cómo prepararse. Su viaje a Alaska era el resultado de una planificación meticulosa: caminar solo a lo largo de una sección difícil y rara vez visitada de la ruta costera del bosque Tongass. Quería ver la naturaleza verdadera, lejos de los senderos populares.

Fue visto por última vez en el puerto, comprando provisiones. El vendedor, un anciano llamado Gary, recordó después que Patrick no era el típico turista que subestimaba Alaska. Sabía exactamente lo que necesitaba: una marca específica de botes de gas para su estufa, paquetes de alimentos liofilizados para diez días, cerillas impermeables y una nueva brújula, a pesar de que ya llevaba un GPS. Pagó en efectivo, colgó su mochila al hombro y se fue. Nadie volvió a verlo.

El 12 de julio, Patrick envió un breve mensaje de texto a su hermana en Vancouver: “Saliendo al camino, todo está según el plan. Siguiente contacto en 8 días.” Ocho días era el tiempo que había calculado para su travesía, con un margen de dos días extra. Su familia, acostumbrada a sus viajes, no se preocupó. Sabían que en el desierto la comunicación era difícil.

Pasaron los ocho días. Llegó el 20 de julio. No hubo noticias de Patrick. La familia esperó los dos días adicionales, pero el silencio continuó. El 23 de julio, su hermana llamó a la policía de Alaska y reportó la desaparición.

La búsqueda comenzó de inmediato. Un equipo de rescatistas voluntarios de Ketchikan se unió al esfuerzo. Eran locales experimentados, conocían el bosque como la palma de su mano y sabían que el tiempo estaba en contra: en Tongass, una persona perdida puede congelarse hasta la muerte incluso en verano. Las noches son frías y la lluvia constante provoca hipotermia rápidamente. Además, el bosque está lleno de osos, incluidos los peligrosos grizzly.

Los primeros días de la búsqueda no arrojaron nada. La policía y los rescatistas peinaron el área donde se suponía que Patrick había pasado. Usaron helicópteros, pero la niebla y los altos árboles dificultaban la visibilidad. Los equipos terrestres avanzaban lentamente; el bosque era tan denso que solo podían cubrir unas pocas millas al día. Gritaron su nombre, usaron bengalas, pero la única respuesta era el silencio, roto por el sonido de la lluvia y las aves. Parecía que el bosque había tragado al hombre sin dejar rastro.

La esperanza se desvanecía con cada día. En tales condiciones, si una persona está lesionada, sus posibilidades de supervivencia son casi nulas. Los buscadores se preparaban para lo peor: ya no buscaban a una persona viva, sino un cuerpo.

Entonces, en el séptimo día de búsqueda, uno de los grupos encontró algo. Aproximadamente a media milla del sendero principal, en un pequeño claro junto a una corriente, vieron su tienda. Pero el descubrimiento planteó más preguntas que respuestas. No era el campamento de un hombre en apuros: todo estaba cuidadosamente ordenado. La tienda estaba enrollada y empacada profesionalmente en su bolsa de compresión. Junto a ella, la mochila, también completamente ensamblada. El saco de dormir, la alfombra y la ropa estaban perfectamente doblados. No había signos de lucha, ni alimentos dispersos, ni señales de Patrick. Los forenses estaban desconcertados. Parecía que Patrick se había levantado por la mañana, desayunado tranquilamente, empacado sus pertenencias y desaparecido. Pero no podía haber ido lejos sin su mochila, que contenía todo su equipo, comida y mapa.

Después de buscar cada centímetro del claro, no encontraron nada: sin rastros de sangre, sin restos de ropa, ni siquiera huellas claras en el suelo húmedo, excepto las suyas. La búsqueda continuó una semana más, pero fue en vano. Finalmente, se canceló la fase activa de la operación. Patrick Ojara fue declarado oficialmente desaparecido. Su caso fue archivado como sin resolver, convirtiéndose en uno de los muchos misterios del interminable bosque de Tongass.

La familia quedó sin respuestas y los rescatistas con la sensación de haber encontrado algo que desafiaba la lógica. La historia habría sido olvidada como tantas otras. Pasaron nueve años. El caso se enfrió. La familia perdió la esperanza de encontrarlo vivo. La desaparición de Patrick se convirtió en una leyenda local: un excursionista experimentado que desapareció, dejando solo su equipo perfectamente empacado. El bosque guardó su secreto hasta agosto de 2022.

En agosto de 2022, dos capataces, Mark Collins y Dave Miller, trabajaban bajo contrato con el Servicio Forestal de los Estados Unidos. Su tarea era evaluar la condición de los árboles en una zona remota del Tongass, no inspeccionada en décadas. Era un trabajo difícil: varios días en el bosque sin senderos ni comunicación, a más de siete millas del sendero turístico más cercano.

Una tarde, mientras atravesaban un denso grupo de abetos viejos, Mark miró hacia arriba y vio algo extraño: un rectángulo oscuro entre los troncos de cuatro árboles poderosos. Era una estructura de madera, cubierta de musgo, colgando a unos cuatro metros del suelo. No era una cabaña convencional, sino más bien una caja grande, de unos tres metros cuadrados, firmemente sujeta a vigas clavadas en los troncos. No había escalera, ni cuerda, ni acceso visible; solo troncos húmedos y una cabaña suspendida en el aire.

Intrigados, los hombres, ambos escaladores profesionales, usaron su equipo para subir. Mark, el más experimentado, trepó hasta la cabaña. La puerta estaba cerrada y no cedía. Rodeó la estructura, examinó las paredes, y solo encontró ranuras estrechas entre las tablas. Al mirar por una ranura con su linterna, vio solo oscuridad y olió humedad y podredumbre. Volvió a la puerta y la abrió con esfuerzo. Lo primero que lo golpeó fue el olor: no solo a podredumbre, sino a descomposición seca y polvorienta.

Al iluminar el interior, el haz de luz atrapó una figura sentada contra la pared opuesta, vestida con los restos hechos girones de una chaqueta azul y pantalones oscuros. La cabeza inclinada hacia el pecho. Mark gritó, aunque sabía que era inútil. Se metió dentro: el piso cubierto de polvo y agujas de pino. Al ajustar su vista, se dio cuenta de que no era un cuerpo, sino un esqueleto humano completo, huesos amarillentos unidos por ligamentos secos y ropa. El cráneo yacía por separado, como si lo hubieran colocado allí.

En la esquina, una mochila moderna, como las vendidas hace diez años. En el suelo, una pequeña olla de metal con masa petrificada, parecida a gachas. Cerca del esqueleto, una vieja radio oxidada. Al examinar la puerta desde dentro, Mark vio algo aterrador: estaba clavada con tablones gruesos desde el interior. Las uñas dobladas del lado de la cabaña. Quien había estado allí se había encerrado. En la pared junto a la puerta, la madera estaba cubierta de rasguños profundos, no de herramientas, sino de uñas humanas. Docenas de marcas agrupadas, testigos de un intento desesperado de salir. El hombre dentro estaba consciente, vivo y aterrorizado.

Mark salió rápidamente, Dave lo esperaba abajo. Llamaron a la policía con su teléfono satelital. La señal era débil, pero lograron informar el hallazgo y dar sus coordenadas.

La llegada del equipo de investigación fue una operación a gran escala. La policía y los forenses tuvieron que subir a la cabaña usando equipo de escalada, documentando cada elemento. En la mochila, casi intacta, encontraron una tarjeta de identificación: Patrick Ojara. El misterio de nueve años había sido resuelto de forma horrible, pero la pregunta principal permanecía: ¿cómo murió y por qué se encerró?

El examen de la mochila reveló un suministro casi completo de alimentos liofilizados y un recipiente de gas sin abrir. Patrick no murió de hambre. Entonces, ¿de qué murió y por qué se encerró? ¿O, más extrañamente, si alguien lo encerró, cómo salió esa persona de la cabaña clavada por dentro?

Los forenses llevaron los restos a un laboratorio en Anchorage. Después de nueve años, los huesos no podían decir mucho, pero lo que dijeron cambió el caso. Primero, los rasguños en los huesos de los dedos indicaban que Patrick había raspado sus uñas contra la madera hasta sangrar, intentando escapar. Segundo, no había signos de enfermedades asociadas con el hambre prolongada. Patrick murió de hipotermia: en una cabaña no aislada a cuatro metros del suelo, la temperatura nocturna caía cerca de cero. Sin saco de dormir, que estaba en su mochila en el campamento abandonado, no tenía posibilidad de sobrevivir varias noches.

Pero había más. En la parte posterior del cráneo, el forense encontró una línea de fractura delgada, característica de un golpe con un objeto contundente. La lesión no fue fatal, pero pudo causar conmoción cerebral y desorientación. Ahora los investigadores tenían una nueva variable: Patrick no solo estaba atrapado, estaba herido.

La primera versión coherente fue la del accidente: Patrick dejó el campamento sin mochila, tal vez por un ruido o para un paseo corto. Se perdió en la niebla, encontró la cabaña, subió por una escalera que aún estaba allí, y dentro, resbaló y se golpeó la cabeza. La escalera cayó o fue retirada, quedando atrapado, y murió de hipotermia. Pero esto no explicaba por qué empacó todas sus cosas para un paseo corto ni por qué se encerró con tablones desde dentro.

Este detalle sugería que Patrick se escondía de alguien afuera. Los investigadores consideraron la versión del asesinato intencional. ¿Y si Patrick encontró cazadores furtivos? Personas que no podían permitirse dejar testigos. Un conflicto, un golpe, y Patrick herido. Lo arrastran a la cabaña, lo obligan a entrar, quitan la escalera y se quedan abajo. Patrick, aterrorizado, clava la puerta con tablones, pensando que construye una fortaleza, pero en realidad sella su tumba. Los cazadores furtivos se van, seguros de que el frío y las heridas harán el resto.

Esta teoría explicaba todo: el campamento empacado, la lesión en la cabeza y las tablas en la puerta. Pero tras nueve años, no había huellas, ni ADN, ni testigos. Los cazadores furtivos profesionales sabían cómo cubrir sus huellas. La policía no encontró sospechosos, y el caso llegó a un callejón sin salida.

El caso de Patrick Ojara quedó oficialmente cerrado: muerte por hipotermia, agravada por trauma en la cabeza, causa de la lesión desconocida. La familia recibió los restos para el entierro, pero no justicia. Saben cómo murió Patrick, pero nunca sabrán quién lo golpeó y quitó la escalera, condenándolo a una muerte lenta. Esa persona, o personas, pueden seguir viviendo como siempre, tal vez en Ketchikan, tal vez comprando en las mismas tiendas, sentados en los mismos bares, con un secreto que nadie conoce.

La cabaña fue desmantelada y retirada del bosque, para evitar nuevas tragedias. Ahora solo quedan cuatro viejos árboles en el sitio, y nada recuerda que una trampa mortal colgó allí. El bosque ha recuperado el lugar. Para la familia Ojara, nueve años de incertidumbre han sido reemplazados por una certeza amarga: los responsables de la muerte de su hijo han quedado impunes.

Así termina el caso de Patrick Ojara, un misterio sin resolver, disfrazado de accidente. Un asesinato envuelto en el silencio del bosque, donde la justicia nunca llegó y el secreto permanece oculto entre los árboles.